miércoles, julio 24, 2024

Para qué los demasiados libros



 






Supongo que el encargado de ponerme en el camino y muy sincronizadamente el mismo mensaje es el algoritmo, ese dispositivo de sujeción inventado por las nuevas tecnologías. El que recién me llegó desde varios puntos fue una cita textual de Umberto Eco referida a la cantidad de libros que un buen lector debe soñar. Sobre esto no hay ley, obvio, pero es verdad que quien lee con pasión suele no contentarse con lo que humanamente puede consumir, sino con todos los títulos que es posible adquirir con su presupuesto y acoger en su espacio de almacenamiento. El erudito italiano ganó mucho dinero con su trabajo y por eso construyó una biblioteca blanca y laberíntica para albergar 50 mil ejemplares, muchos de los cuales eran joyas impresas en pasados siglos, como lo evidenció en La memoria vegetal, libro que tiene pasajes de bibliófilo inalcanzable.

Esta es la cita de Eco: “Es una tontería pensar que tienes que leer todos los libros que compras, así como es una tontería criticar a quienes compran más libros de los que jamás podrán leer. Sería como decir que debes usar todos los cubiertos, vasos, destornilladores o brocas que compraste antes de comprar nuevos. Hay cosas en la vida que necesitamos tener en abundancia, aunque solo usemos una pequeña porción. Si, por ejemplo, consideramos los libros como medicinas, entendemos que es mejor tener muchos en casa que pocos: cuando quieres sentirte mejor, vas al ‘armario de medicinas’ y eliges un libro. No uno al azar, sino el libro adecuado para ese momento. ¡Por eso siempre deberías tener una variedad para elegir! Quienes compran solo un libro, leen solo ese y luego se deshacen de él, simplemente aplican la mentalidad de consumo a los libros, es decir, los consideran un producto de consumo, un bien. Quienes aman los libros saben que un libro es cualquier cosa menos una mercancía”.

Es difícil, o imposible, no estar de acuerdo con el autor de Obra abierta. Lo malo es que eso sólo queda claro a quienes —como él o como Roberto Calasso, que en una ocasión afirmó casi lo mismo— entienden la lectura como un acto potencialmente infinito: un libro lleva a otro libro y ese libro a otro y a otro y a otro, de suerte que la biblioteca potencial se ramifica a lo ancho y a lo alto de cualquier edificación, y es incontenible (en sentido estricto). Un lector como Eco sólo para con la muerte, pues a medida que pasan sus años suma más y más títulos.

La frase que más me atrae de la cita no se refiere a la cantidad, sino al capricho de toda lectura no obligatoria, pues allí se agazapa el deseo de extender la biblioteca al infinito. Lo explico con este ejemplo: hace poco más de una semana, antes de las vacaciones, separé lo que quería leer. No cumplí. Apenas comenzó el periodo, otro libro inesperado me asaltó y en él estoy. Este es el sentido de una biblioteca numerosa: que un día cualquiera, sin quererlo, sin anticiparlo, tomemos un libro entre miles y nos atrape. Quizá lo compramos hace muchos años, eso no importa: estaba allí, empolvado y esperando, para comparecer durante el verano de 2024.

sábado, julio 20, 2024

Carlos Dariel, poeta

 











Hace poco menos de dos meses estaba por concluir mi pasado viaje a la Argentina. Por razones que no viene al caso detallar, no había visto a Carlos Dariel y fue él quien insistió en organizar una reunión. Finalmente, luego de algunas dificultades para cuadrar agendas y sede, nos vimos en Castelar junto a Fabián Vique, Jorge Figueroa, José Luis Bulacio y Andrea Burucua, nuestra anfitriona, quien preparó algunas delicias porque la reunión tenía de fondo mi cumpleaños sesenta. Durante la reunión quedé al lado de Carlitos, hablamos sobre literatura y futbol, nuestros dos temas favoritos, y me regaló Bocas de ceniza, su último libro. Dialogamos de pasada sobre el prólogo que me pidió para su siguiente libro, otro poemario.

A Carlos lo conocí en 2010. Me lo presentó Vique, y de inmediato hice click con él, con su conversación amable y culta, con su amor por la literatura, los viajes, la psicología, el budismo y, claro, el futbol que en su caso era algo entrañable, una pasión inmensa e intensa aunque se expresara con mesura. Fue devoto de muchos poetas, pero para reducir el censo de sus preferencias, sé que admiraba hasta el tuétano al Teuco Castilla, a Juan Carlos Bustriazo, Whitman, Miguel Hernández, Vallejo, Borges y Juan L. Ortiz. En música, fue el más enfático johnlennonista que conocí en mi vida, y en futbol tenía dos ídolos: Rojitas, de Argentina, y Pelé, del mundo.

Carlos Di Rosa (el apellido “Dariel” era un seudónimo) nació en Buenos Aires en 1956. Trabajaba en el área contable de YPF (Yacimientos Petrolíferos Fiscales, algo así como el Pemex de Argentina), y en su carrera como escritor participó en ciclos literarios, encuentros, lecturas y presentaciones de libros sobre todo en la zona oeste del llamado Gran Buenos Aires. Como autor, público los poemarios Según el fuego, Cuestión de lugar, Donde la sed y Bajo el fulgor, y en la Primera antología de poetas de Morón, Antología sin fronteras (en México) y en la antología Cartas desde el Maule-Cartas desde Buenos Aires. Su último libro fue Bocas de ceniza, publicado en 2023. Fue padre de un hijo, Joel, especializado en sistemas de cómputo. Gran conocedor del futbol y del tenis (que practicó hasta más allá de los sesenta años), Carlos fue hincha irreductible de Boca y de la selección argentina, cuyo último campeonato, el de la Copa América, todavía pudo ver.

En 2011 estuvo en un encuentro de escritores en el estado de Hidalgo y aprovechó aquel periplo mexicano para conocer el sur, nuestras civilizaciones prehispánicas; en mayo de 2019 vino a la Feria del Libro de Coahuila, así que estuvo en Saltillo y Torreón, donde realizamos varias actividades literarias y se ganó el cariño de escritores y periodistas. Lamentablemente, un encadenamiento de malestares lo hostigó durante los meses recientes. Los encaró con sabiduría y entereza enormes, pero el jueves 18 de agosto lo vencieron.

Obviamente, un hombre no cabe en una semblanza ni en los flashazos de la amistad que describí. Lo esencial de Carlos se me escapa, es cierto, pero creo que en el lapso de nuestra cercanía logré al menos vislumbrar, y esto es suficiente, al hombre sensible, inteligente y bueno que fue.

A Joel, su amado hijo, a sus amigos escritores y no escritores, mi pésame y la certeza de que Carlitos nos seguirá acompañando ahora dentro, en el “cuore” que ya es su morada en nosotros.

Descanse en paz.

miércoles, julio 17, 2024

Secuela de Miami









Suelo no ver “las previas”, parte de las transmisiones que se escurre entre anuncios y lugares comunes de los comentaristas, así que siempre en tales casos me engancho a la hora justa. Así, con toda la ociosidad que puedo acopiar durante mis vacaciones, encendí el televisor a las seis en punto del domingo, listo para embobecerme con el partido final de la Copa América. La primera imagen que me regaló la pantalla no fue futbolera, sino un tumulto apretujado afuera del estadio de Miami, donde se disputaría el juego.

Era una imagen rara, acostumbrados como estamos a ver que los espectáculos organizados en EUA, por más gente que convoquen, jamás derriban los protocolos de orden y seguridad. Esta vez no fue así: miles de personas con playeras amarillas y azules se agolpaban en los accesos al estadio mientras la valla metálica y unos cuantos guardias de seguridad contenían aquella ola latinoamericana. El público quería entrar, pero la puerta estaba cerrada y los televidentes sólo podíamos imaginar gritos, insultos, amenazas. Los comentaristas subrayaban obviedades: el calor y la agitación en aquella muchedumbre podían provocar un desastre con desfallecidos y aplastados.

Nada se sabía con precisión en esos minutos de demora. Se especulaba con venta de boletos falsos, con fanáticos que se habían colado sin pagar, con la posibilidad de demorar más o suspender el partido. Luego ocurrió un hecho asombroso: abrieron las puertas del estadio y el público ingresó como horda. Es posible conjeturar que el negocio se puso por encima de la seguridad, y en un momento en el que las autoridades podían suspender todo ante la falta de garantías, prefirieron que la gente entrara y se acomodara a codazos donde pudiera. Poco después comenzó el choque.

Las escenas de caos dejan volando una lección: las autoridades gringas ahora saben que el futbol (“soccer”, como le llaman allá) puede incitar pasiones todavía no bien conocidas en Estados Unidos. Esta vez fueron rebasadas por la locura colectiva, pero en el Mundial próximo no creo que se les vaya a pelar de las manos el control. El domingo pusieron en riesgo a miles de personas; creo que esto no se repetirá porque allá, si algo dominan, es vigilar y castigar mediante sus panópticos.

sábado, julio 13, 2024

Biblioteca para cargar pilas

 











Aquella fue una gracejada en la que de todos modos dejaba traslucir algún dejo de sinceridad apuntalado en los atavismos de la época. Me refiero a la autopresentación que escribí para un libro colectivo allá por 1990; se supone que debía ser jocosa, y así intenté que resultara, pero recuerdo que había fraguado con hipotética sorna una de sus frases aunque en el fondo sentí, supersticiosamente, que se aproximaba a la verdad: “Escribe porque es completamente infeliz”, dije en tercera persona. No pasó mucho tiempo para que la pose de desdichado me abochornara, y tuve que avanzar algunos años más para comprender que, entre otros movimientos estéticos, el Romanticismo había remachado la longeva idea de que la palabra artista era sinónimo de infelicidad, de insatisfacción, de desacomodo existencial. Si tal era la norma desde entonces, yo debía pues imponerme la obligación de ser desdichado o al menos de afectar pesimismo.

Por supuesto hay algo de eso en quienes se dedican a trabajar con el arte y el pensamiento, pues es imposible atravesar el río de la existencia sin sentir, o al menos presentir, que son breves los pasajes cómodos y disfrutables, y que durante la mayor parte del trayecto los remos se hunden y trajinan sobre agobios y malestares incesantes. Con el costado triste, áspero, oscuro de la vida se supone que trabajan el arte y la filosofía, así que nunca dejan de ser sospechosas aquellas obras impregnadas de alegría o teñidas de optimismo. Este es el prejuicio que ha operado en mi circunstancia de lector asiduo: hay ciertas portadas, ciertos títulos y hasta ciertos sellos editoriales a los que no me acerco porque sospecho en ellos el pecado de la autoayuda. Es, insisto, un prejuicio y, como tal, un posicionamiento terco y al parecer irremediable.

Por lo dicho anteriormente no me ha venido mal Libros alegres, el más reciente (que no el último) título de Armando González Torres (Ciudad de México, 1964). Se trata de una colección amplia de apuntes publicados, como aclara el autor, en el suplemento Laberinto de Milenio. En sus piezas, el ensayista y poeta nos aproxima reflexiones sobre libros y autores que no ignoran el flanco penumbroso de la existencia, pero que en sus obras, y acaso también en sus vidas, han abierto cancha al optimismo, a la alegría, al placer, a la esperanza, a la fe en ese animal por lo regular decepcionante que es el ser humano.

González Torres observa que los libros convocados en su recorrido “conminan a cultivar la mesura emocional y el equilibro intelectual frente a las inercias nihilistas”, que “ejercen un efecto inmediato y lenitivo en el estado de ánimo y uno emerge de su lectura con una perspectiva más jovial y una mirada más brillante. Por eso he decidido compartirlos”.

Libros alegres sirve como menú de posibilidades para los lectores (como yo) reacios a hincar el ojo en páginas así remotamente alegres, para que echemos por tierra los clichés y nos adentremos en textos que usan la inteligencia con el fin de celebrar algún pliegue de la vida. La nómina de autores y de libros es amplia y por lo tanto irreductible al estrecho recipiente de una reseña; hay nombres famosos, pero mucho más no tan conocidos, sobre todo pensadores norteamericanos y europeos, de modo que Libros alegres (El tapiz del unicornio, México, 2024, 165 pp.) es una elocuente guía de lectura para quien apetezca acercarse a obras que en vez de anclar en los quebrantos del alma son, o pueden ser, salvavidas de palabras, herramienta nada desdeñable si consideramos que todos los signos del presente pueden ser considerados anticipo de calamidades inéditas en la ya de por sí vapuleada historia de la humanidad.

Armando González Torres, uno de los lectores mexicanos más abarcadores, nos ha regalado en Libros alegres una brújula cuya aguja tiene como norte la luz la voluntad de, pese a todo, sonreír y no su lado opuesto.

miércoles, julio 10, 2024

Resistencia de la leyenda


 











En El hablador, novela de 1987, Vargas Llosa materializa en ficción su teoría sobre la ficción: el ser humano inventa, construye, cuenta relatos porque con ellos abre la oportunidad de ensanchar la vida a la que está condenado: una sola. Gracias a las ficciones se multiplica, sale de su realidad unidimensional y experimenta de manera vicaria los destinos de otros hombres, héroes y villanos, trágicos o cómicos. Contar historias, entonces, es una suspensión momentánea de nuestra monotonía, una posibilidad de amplificación que mediante la fantasmagoría nos permite ser “otros”, y esta es la razón por la que hasta la fecha son necesarias las novelas, el teatro, el cine, las series, las historietas y todo aquello que relata algo.

Por supuesto, no siempre los relatos tuvieron un origen individual visible. El concepto de autoría individual es relativamente nuevo, tan reciente que, se dice, fue afianzado apenas en el Renacimiento, etapa de la historia del arte en la que los creadores comenzaron a notar que su nombre vinculado a una obra artística de su producción podría granjearles fama, y, con la fama, admiración, beneficios materiales y potencial inmortalidad. Pero antes, desde los balbuceos de la humanidad, las historias conocidas en todas las comunidades del mundo, basadas primero en la oralidad y luego asentadas en la escritura, fueron anónimas y compartidas de generación en generación en el formato de mitos y leyendas.

En la actualidad, estos relatos anónimos, aunque menguantes, siguen vivos en la tradición oral de muchas comunidades. No acusan, claro, la fuerza que alcanzaron a tener en el pasado, pues hoy la oferta (basta ver YouTube o Netflix) de ficciones textuales y audiovisuales es inagotable. Antes no ocurría así. En las sociedades ágrafas, orales, las leyendas podían no ser infinitas, y se contaban reiteradamente en grupo, para regocijo o terror de quienes las escuchaban. La leyenda supone, entonces, un rasgo común: la enunciación en vivo, frente al público, es decir, cierto grado de teatralidad.

En el libro Historias, consejas y leyendas de la región norte de Coahuila (Ediciones Línea Breve, Saltillo, 2021, disponible en la web de la Secretaría de Cultura de Coahuila), se rescatan historias de municipios como Acuña, Allende, Nava, Piedras Negras, Villa Unión y varios más. Son relatos sencillos, y todos configuran el producto del concurso “Rescatemos nuestras leyendas” que de toda la región norte de la entidad ahora han pasado de la oralidad al libro, lo cual sería pertinente materializar en todo Coahuila.

sábado, julio 06, 2024

El camino a Norte negro













Larga, callada y fructífera ha sido la andadura de Gerardo García Muñoz (Torreón, Coahuila, 1959) para llegar a Norte negro. Catorce miradas a una narrativa criminal mexicana (UANL-Ibero Torreón, Monterrey, 2023, 274 pp.). No dudo en subrayar que este conjunto de ensayos lo confirma como uno de los más salientes especialistas del género negro en nuestro país, temática que por otro lado arreció su producción en las más recientes décadas, dos al menos. García Muñoz aborda en su nuevo libro, en amplios y documentados ensayos, novelas y cuentos de escritoras y escritores nacidos o no nacidos, pero sí radicados, en alguna de las seis entidades del norte mexicano. Son, o somos, Martín Solares, Vicente Alfonso, Eduardo Antonio Parra, Hugo Valdés, Orfa Alarcón, Norma Yamille Cuéllar, Gabriel Trujillo Muñoz, Daniel Salinas Basave, José Salvador Ruiz, Ricardo Vigueras, César Silva Márquez, Imanol Caneyada, Carlos René Padilla y yo, que he sido colado a la indagación del ensayista lagunero.

Ahora bien, podría aquí recorrer cada uno de los ensayos que componen Norte negro, pero sé que Jessica Ayala y el autor sobrevolarán su contenido. Prefiero por lo tanto hablar brevemente sobre la trayectoria de Gerardo García, sobre lo que ha hecho para construir este libro ambicioso y bien logrado. La semblanza de solapa señala que es profesor asociado de Español y Humanidades en Prairie View A&M University, en Houston, Texas; obtuvo el doctorado en Literatura Hispanoamericana en la Universidad Estatal de Arizona. Ha enseñado también en el Instituto Tecnológico de La Laguna y en la Universidad Iberoamericana Torreón. Entre otros, ha publicado los libros El sueño creador: el ABC de la invención (Tierra Adentro, 1994), El Almirante redivivo (Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Coahuila, 1997), Julio Ramón Ribeyro: cinco claves de su cuentística (Universidad Iberoamericana, Torreón, 2003), El enigma y la conspiración (UA de C, 2010), La luz y la guerra: el cine de la Revolución mexicana (Conaculta, 2010), coeditado con Fernando Fabio Sánchez. Ha colaborado en las revistas Acequias, Temas y Variaciones de Literatura, Dura: Revista de literatura criminal hispana, entre otras. Su principal línea de interés es la literatura criminal y detectivesca en español.

Pese a lo sucinta, la semblanza es compendiosa, sirve para el propósito de ver desde un dron el territorio intelectual ocupado por García Muñoz. Quiero añadir a lo anterior algunos rasgos que amplían el perfil del ensayista. Vivió la mayor parte de su vida del lado oriental del bosque Venustiano Carranza, por la avenida Escobedo. Su formación se dio en escuelas públicas: el colegio España, la Secundaria Federal Número 1, la Preparatoria Venustiano Carranza, el Tecnológico de La Laguna. Aquí nos asalta una primera rareza. Nuestro escritor tiene título profesional de ingeniero, a lo que sumó la maestría en esa misma disciplina. Estaba ya bien encarrilado, incluso como profesor, dentro de la ingeniería cuando lo jaló otra materia: la literatura. La causa remota de tal llamado estaba en su infancia y su adolescencia: Gerardo fue un tremendo lector de novelas, y si lo adjetivo así no exagero. Entre sus obligaciones escolares siempre tuvo libros de narrativa a merced, sobre todo los que de la benemérita colección Sepan cuantos… le traían a Torreón sus hermanos José y Roberto, quienes estudiaban, respectivamente, veterinaria e ingeniería en el Distrito Federal. Todos hemos visto esos libros de Porrúa, las temibles dos columnas y el renglón cerrado de sus páginas, pero, de niño, Gerardo no se amilanó y en la Sepan cuantos…. ascendió montañas como Los miserables y La guerra y la paz, entre muchas otras. Es por ejemplo, entre quienes conozco, uno de los pocos que han atravesado Los bandidos de Río Frío, y esto lo hizo en la adolescencia.

Su voracidad lectora y una memoria que juzgo harto receptiva permitieron a nuestro autor manejarse como intelectual todoterreno: por un lado, dominaba la ingeniería a un grado más que sobresaliente, y, por otro, mantenía en combustión interna su pasión como lector de literatura. La inusual contienda forzó que un día renunciara a la matemática y la física para ceder toda la plaza a las letras.

Lo conocí en 1988. Recuerdo que aquella vez en su mano traía Noticias del imperio, recién publicada. Me desconcertó saber que, pese al librote de Fernando del Paso, era ingeniero y maestro del Tec de La Laguna, y pronto pude advertir que se trataba de un lector total. No pasó mucho tiempo para que se acercara a la escritura. Comenzó con reseñas bibliográficas, y pronto descubrió la hospitalidad del ensayo, género en el que se acomodó como en su casa. El primero que publicó fue el referido a Adolfo Bioy Casares. Luego vinieron sus trabajos sobre Augusto Roa Bastos, Julio Ramón Ribeyro y otros numerosos escritores. A finales del siglo pasado se estableció en Las Cruces, Nuevo México, para transitar la maestría. Luego en Tempe, Arizona, para el doctorado, donde se especializó en literatura criminal con una tesis que a la postre sería cimiento del libro El enigma y la conspiración. De allí, migró por unos pocos años, ya como profesor de literatura, a Minnesota, y tiempo después, hasta esta fecha, al este de Texas.

En el camino ha participado en numerosos congresos, ha publicado en importantes revistas, se casó con su amada Martha Yadira Díaz y por suerte no se ha olvidado de la polvosa región que lo vio nacer, leer y comenzar a escribir, pues nos visita al menos un par de veces al año.

Hoy, en esta vuelta, nos convida Norte negro, libro que ciertamente, reitero, lo ratifica como especialista en literatura criminal, pero más lo confirma como el voraz y memorioso lector que es desde su lagunera infancia, aquella infancia y adolescencia transcurridas frente al Álgebra de Baldor y las novelas de Porrúa despachadas en una casa amarilla de la avenida Escobedo.

Felicidades a Gerardo por este nuevo producto de su trabajo.

Comarca Lagunera, a 2 de julio de 2024

Nota. Texto leído el 2 de julio de 2024 en la presentación de Norte negro celebrada en la Galería de Arte Contemporáneo del Teatro Isauro Martínez. Participamos Gerardo García Muñoz, Jessica Ayala Barbosa y yo.

miércoles, julio 03, 2024

Con la misma piedra


 











Para seguir cerca de los memes habituales en este mes, recuerdo que Julio Iglesias hizo famosa la canción del estribillo “Tropecé de nuevo y con la misma piedra”. No se me ocurre mejor frase para enunciar de manera sintética lo que ha pasado con la selección mexicana en la Copa América 2024. Una vez más, ya por enésima, el equipo de nuestro país se queda en el camino mucho antes de lo que se esperaba, lo que nos produce una sensación de déjà vu que ya se está convirtiendo en el pan de cada torneo en el que participa.

Soy de los que, por razones que la razón no entiende, ven los partidos oficiales de la selección con algo muy parecido a la fe religiosa. Por supuesto que no llego al desgarramiento de mis vestiduras, pero siempre que hay algo de por medio, cuando los partidos no son de los que llaman “amistosos”, me aíslo frente al televisor anhelante de triunfos tricolores. Ha pasado incluso que despierto en la madrugada para ver los encuentros que se juegan del otro lado de planeta. Se trata entonces de una extraña tendencia al masoquismo.

Así la realidad, y si recapitulo lo sucedido, me doy cuenta de que nuevamente nos faltó un pelo para seguir adelante. Como en otras ocasiones, un gol en contra, un gol que no cae a favor, un penal de Robben, un leve descuido atrás, es decir, un detalle relativamente nimio nos fulmina. Por ejemplo, ahora nos faltó cualquiera de estos diminutos logros, no hazañas: un gol más ante Jamaica; no errar el penal frente a Venezuela; un gol ante Ecuador.

Pese a que México no jugó bien y casi todo dependió del riñón más que del cráneo, en general se vio mejor (no mucho mejor) que sus rivales. Debió pasar en primer lugar de su grupo, pero se quedó corto de presupuesto por monedas, por casi nada, y esto es lo que más amarga.

Hoy se buscan culpables del fracaso y al primero que hallamos es a Lozano. Soy de esta idea: la selección estará mejor cuando veamos una Liga digna del dinero que genera. Tiene todo: estadios, publicidad, público, buenos jugadores, pero deben echarse abajo aberraciones como la eliminación del descenso. También, obligar a la formación de jóvenes y reducir el número de fuereños.

En fin. El enojo me mueve a pensar en lo que quizá no tiene remedio.

sábado, junio 29, 2024

Filibusteros del arte

 









Antonio García Villarán es un pintor y profesor de arte español dedicado también a la crítica. No sé mucho sobre él, pero conozco sus opiniones y lo digo si demora: estoy casi totalmente de acuerdo con lo que afirma. El espacio que usa para divulgar sus pareceres es, sobre todo, YouTube, y como sus videos suelen tener muchas visitas, creo que es viable considerarlo, en la terminología hoy de moda, “youtuber”. Hasta donde sé, García Villarán acuñó un neologismo feliz: “hamparte” —formado por las palabras “hampa” y “arte”—, con el cual designa a los hampones del arte, a los filibusteros que con un talento minúsculo (o sin él) se cuelan a las galerías y triunfan en el mercado gracias a la depravación de los parámetros estéticos.

Los videos de García Villarán tienen, como es común en los productos de este tipo, un acabado rústico pero sumamente eficaz. Él, con un estilo algo excéntrico, aparece a cuadro en su estudio y propone hablar sobre tal o cual artista plástico. Con una edición vertiginosa de imágenes e intercortes sin continuidad exacta, pespuntea de lo que afirma en primer plano a ejemplos de la obra y del artista examinados. En el fluido discursivo suma imágenes burlonas y uno que otro efecto especial también deliberadamente rupestre, pues sabe que el mérito de su trabajo en YouTube no está en la forma de las cápsulas, sino en la sensatez y el humor de los análisis.

En México su equivalente más cercano es Avelina Lesper, con quien ha dialogado, pues ambos apuntan hacia la misma denuncia del arte engañabobos que en la actualidad ataca como lepra al arte digno de este nombre o al menos meritorio. Con ambos podemos estar en desacuerdo en la valoración de una obra u otra, pero creo que estaremos muy en sintonía con ellos cuando analizan mamarrachos pictóricos, escultóricos, instalaciones, intervenciones, performances y otros engendros con menos arte que un escupitajo pero justificados con teorías que no por su gravedad expositiva dejan de ser cómicas. Ciertamente, las virtudes que es posible atribuir a tales obras siempre son “posteriores”, como dice Borges en “El Aleph” cuando Daneri pondera la excelsitud de su cojitranco poema.

Queda claro que el crítico español (andaluz) no la emprende contra los artistas amataurs que quizá con fines terapéuticos, poco talento y gran esfuerzo intentan plasmar algo sin la pretensión de recalar en una galería y además obtener gordos dividendos en metálico, sino contra aquellos que, sin talento ni preparación, eyectan cualquier inmundicia, luego inventan una paparrucha seudoacadémica y al final depositan toda su fe en el altar de la mercadotecnia. Así, los “hampartistas” presentan proyectos estrafalarios en galerías y museos donde se da cita, vino tinto en mano y gesto adusto, la complicidad de críticos, curadores, empresarios, publicistas y demás delincuencia organizada organizada para engañar a un público ansioso de novedad y “ruptura”.

Hay numerosos ejemplos del trabajo en video acometido por Antonio García Villarán. Insisto en señalar que adhiero a muchas de sus posiciones, y sólo por destacar alguna de las piezas, cito la referida a un artista (llamémosle tentativamente así) brasileño de apellido Romero Britto. Podemos acceder al comentario en el post Sobrevalorado e infantiloide. La obra millonaria de Romero Britto. Miami. ¿Arte?” Comprobaremos allí que —pese a la obvia pésima calidad de un cabezón que apenas puede manejar las pinturas Vinci— no está de más explicar el inexplicable alto precio alcanzado por cierta mierda en los aguantaderos del hamparte.

miércoles, junio 26, 2024

Crepúsculo de GGM

 











Recuerdo la reticencia con la que Julio Scherer describió su último encuentro con Gabriel García Márquez. Lo cuenta en Vivir (Grijalbo, México, 2012), uno de los muchos libros que escribió el periodista mexicano en la etapa final de su andadura. En el trozo que dedica al colombiano se nota que el fundador de Proceso no quiere enfatizar lo que contemplan sus tristes ojos: el declive del amigo, ya ostensible en el deterioro de su memoria, lo que anunciaba la muerte del premio Nobel 1982.

Esto que un mediodía de 2014 conmovió a Scherer fue vivido con desgarramiento, durante varios meses, por Rodrigo García, hijo del novelista. O no sólo por él, sino también por Mercedes Barcha y Gonzalo, esposa y segundo hijo del escritor que en su casa de la Ciudad de México se fue apagando hasta partir un Jueves Santo. El relato de este crepúsculo fue publicado años después, en 2021, por Rodrigo en el libro titulado Gabo y Mercedes: una despedida (Literatura Random House, México, 139 pp.).

Es un libro de género híbrido, pues lo mismo participa de la memoria, la crónica y el testimonio. Rodrigo García se instala en el presente y observa el ocaso de su padre. Así, da cuenta cronológica del apagamiento y la circunstancia que rodeó a su famoso padre en aquel periodo de conclusión. En medio de tal relato, innegablemente doloroso, recuerda situaciones, anécdotas, rasgos de Gabo vinculados a su vida creativa y al entorno familiar. Se trata pues de una mirada no sólo cercana al escritor, sino prolongada, ofrecida desde la perspectiva de quien de manera natural, como hijo, ha podido ver y escuchar al laureado narrador en su círculo más íntimo.

Así, la crónica del gradual apagamiento de GGM permite avanzar hacia el pasado y, también, hacia las reflexiones de Rodrigo frente al hecho cierto de que un talento extraordinario está por extinguirse. En algún punto expresa su duda: no sabe si tomar nota del declive de su padre, para luego escribir, es un acto prudente o impudente, pues sabe que este tipo de acercamiento podrá ser tomado como oportunismo: "Me aterra la idea de tomar apuntes, me avergüenzo mientras los escribo, me decepciono cuando los reviso. Lo que hace al asunto emocionalmente turbulento es el hecho de que mi padre sea una persona famosa. Más allá de la necesidad de escribir, en el fondo puede acecharme la tentación de promover mi propia fama en la era de la vulgaridad. Tal vez sea mejor resistir al llamado, y permanecer humilde. La humildad es, después de todo, mi forma preferida de la vanidad. Pero, como suele ocurrir con la escritura, el tema lo elige a uno, y toda resistencia sería inútil". Al final decide, momento tras momento, seguir con el registro en estampas, en tramos cortos, del ocaso material de quien escribiera Cien años de soledad, y gracias a esto tenemos hoy la crónica de una muerte contada desde dos cercanías: la física y la del corazón.

"Mi padre se quejaba de que una de las cosas que más odiaba de la muerte era el hecho de que sería la única faceta de su vida sobre la que no podría escribir. Todo lo que había vivido, presenciado y pensado estaba en sus libros, convertido en ficción o cifrado. 'Si puedes vivir sin escribir, no escribas', solía decir. Yo estoy entre los que no podrían vivir sin escribir, por eso confío en que me perdonaría", señala Rodrigo García Barcha casi en el cierre del libro. No podemos saber si su padre lo perdonaría; nosotros, sin duda.

sábado, junio 22, 2024

Una pinacoteca en libro

 











Pinacoteca del Ateneo Fuente. 100 años (UAdeC, Saltillo, 2019, disponible en PDF gratuito en la web de la Secretaría de Cultura de Coahuila) es un libro que recoge la historia y en fotos gran parte del contenido resguardado en la institución nombrada en el título. Se trata pues de un documento compendioso, un resumen acabado de la colección de su tipo más valiosa de nuestra entidad, como en el libro lo señala Marco Antonio Contreras, director del Ateneo Fuente: “nuestra pinacoteca se sitúa como la sala de arte más grande de Coahuila de Zaragoza, lo que representa un orgullo para el Ateneo Fuente y para la Universidad Autónoma de Coahuila”.

La publicación cuenta con tres textos introductorios firmados por Salvador Hernández Vélez, el mencionado Marco Antonio Contreras y la casa editora (Quintanilla). En su turno, Hernández Vélez apunta que “El Ateneo Fuente resguarda la historia de la procedencia de las obras que se fueron integrando a la colección original, proveniente en su mayor parte de la antigua Academia de San Carlos, posteriormente enriquecida por aportaciones de estudiantes de la Academia de Pintura de Saltillo Anexa al Ateneo Fuente y por donaciones de don Artemio de Valle Arizpe”.

La tarea de describir el origen, la evolución y la actualidad de la obra plástica contenida en el Ateneo saltillense recayó en Sylvia Georgina Estrada, periodista, quien trazó una investigación que en el libro es apuntalada por imágenes de documentos relacionados con la fundación del acervo. Dato de suyo interesante es el que se refiere al primer motor que viabilizó la creación de este espacio (Venustiano Carranza): “Se dice que el cieneguense estuvo atrás de las gestiones que dieron forma a la Pinacoteca del Ateneo Fuente. Carranza estudio en la escuela fundada en 1867 y que entonces dependía directamente del Gobierno del Estado. Fue uno de sus hombres de confianza, Gustavo Espinosa Mireles, gobernador de Coahuila, junto al escritor Artemio de Valle Arizpe, quienes se dieron a la tarea de reunir una colección de pinturas para la institución de la que también eran exalumnos”.

El desarrollo de la investigación resalta los momentos y las personalidades vinculadas al origen y primer asentamiento de la pinacoteca. Destaca allí Rubén Herrera, zacatecano que fue fundamental en la creación de la sala además de la encomienda de organizar una academia, lo que a la postre será otro pilar en el que se sostendrá la muestra: “Después de 13 años de estudios en Europa, Rubén Herrera regreso en 1920 a su alma mater con el propósito de crear la Academia de Pintura de Saltillo Anexa al Ateneo Fuente. En los archivos ateneístas se encuentra una carta, fechada el 13 de enero de 1921, en la que el secretario general del gobierno presidido por Luis Gutiérrez le pide al artista que organice ‘una fiesta literario musical para celebrar debidamente la inauguración de la Academia’”. Igualmente se pone énfasis en la figura de Artemio de Valle Arizpe como gestor del primer acervo con obras de gran valor, muchas de ellas traídas de Europa.

El libro suma 239 páginas, y como corresponde a los volúmenes de este tipo, la mayor parte de ellas está dedicada a la muestra de la colección, que comienza a partir de la página 41 con las reproducciones (fotos de Ramón Zertuche) y las cédulas preparadas por Érika Flores Padilla.

En suma, un libro de lujo puesto gratis en PDF a la vista del lector.

miércoles, junio 19, 2024

Narrativa turbo de Juan Romagnoli

 





















Los nombres de los géneros son convencionales. Los aceptamos para saber más o menos de qué hablamos, pero en el fondo da lo mismo el molde, sea el que sea. Podría decirse pues que lo importante no es el continente, sino el contenido. Así, y más allá de las pequeñas variantes que pueda suponer una escritura u otra, llamamos al relato corto de distintas maneras sólo para que la desorientación no nos abrume: microficción, microrrelato, micronarración, narración breve, cuento súbito, cuento brevísimo, minificción…

Pasa algo similar con ese género nacido ambiguo que solemos llamar novela corta, noveleta o, con regodeo galicista, nouvelle. ¿Por qué no llamarle micronovela? Fuera del gélido contexto académico da igual no ceder a la manía nominativa, creo, pues en el caso de la micronovela lo importante, también, es el contenido, no el recipiente que la acoge ni su rótulo. Veamos dos libros con relatos de esta índole.

La micronovela Una bala lleva tu nombre (Macedonia, Morón, 2024, 48 pp.), de Juan Romagnoli (La Plata, 1962), es un relato convincente, eficaz y tenso, legible a velocidad turbo, lo que calza muy bien con su trama de road movie.  Dos delincuentes, Gómez y la Rubia, algo así como Bonnie & Clyde del Gran Buenos Aires, perpetran un robo en Adrogué. El relato comienza cuando, dinero en mano, recién comienzan su escapatoria en el entorno oeste de la capital argentina. No han hecho ni un disparo, pero de todos modos se cuidan de la policía mientras avanzan en su huida. Pasan en esa agitación por Campana y otros lugares cercanos. Su idea es, de hotelito en hotelito, escurrirse por el norte hacia la frontera con Brasil. El problema, sin embargo, no es rajar ante el pálido acecho de la justicia, sino de Tino, expareja de la Rubia. En esto se basa el suspenso de la aerodinámica narración.

Lamentablemente para Tino, quien gozó los favores de la Rubia mientras Gómez mordía barrote, la pareja de ladrones sabe que el tercero en discordia los perseguirá, y ni la Rubia quiere regresar con él ni Gómez desea tenerlo cerca. Contar más es adelantar con imprudencia, “espoilear”, como se dice ahora. Sólo es necesario añadir que Romagnoli ha escrito un cortometraje textual en el que la velocidad juega un rol fundamental: velocidad en los autos, velocidad en las decisiones de los protagonistas, velocidad en la resolución del conflicto. Sólo falta añadir a esto la velocidad en la lectura de quien pase su mirada por las páginas de Una bala lleva tu nombre. El final llegará pronto y, estoy seguro, nadie se sentirá defraudado.

Del mismo autor, el libro Eran viejos conocidos (Macedonia, Morón, 2024, 56 pp.) presenta las mismas características a la obra anterior y añade otra que enfatiza la peculiaridad del género. Esta nueva característica es, precisamente, la que fuerza el uso de la etiqueta “micronovela” y no “macrocuento”. Si bien por extensión se podría pensar todavía en un cuento largo, en Eran viejos conocidos hay un protagonista, Tomás, que sirve como eje de la historia, pero es el despliegue de hechos y personajes distribuido en capítulos brevísimos lo que amplía y desborda las lindes del cuento. Es una sola historia, en efecto, como si fuera una sola bala, pero es expansiva, se abre a muchas subhistorias, lo que añade el ingrediente novelístico.

Del género fantástico —no creo que sea ciencia ficción al uso—, el relato narra un acontecimiento largamente imaginado por la humanidad: la llegada a nuestro globo de seres extraterrestres. El revuelo que provoca la noticia es visto desde la modesta realidad de Mendoza, Argentina, donde vive Tomás. Nuestro protagonista sigue desde aquella provincia vitivinícola las noticias que fluyen a través de los medios de comunicación. Lee y escucha lo que se sabe y se especula sobre los visitantes, y lo que los políticos y los científicos sueltan a confusos chorros por los afluentes del periodismo. La historia avanza y tiene un vuelco cuando un dato inquietante brota al público: los extraterrestres son neandertales alguna vez secuestrados de la Tierra y llevados a un planeta remoto donde no se extinguieron y, claro, siguieron su extraña evolución. Otro elemento significativo es la aparición, no sin humor, de Diana, una científica mendocina que casualmente trabaja en la NASA y tiene cierto parentesco con Tomás. Hasta su inesperado cierre, el relato se precipita en acontecimientos que colocan a Mendoza en el centro de la actualidad mundial. De nuevo, pues, el autor ha contado vertiginosamente una historia cuyos capítulos nos bombardean como luz estroboscópica.

En las dos obras mencionadas, la novela corta, llamada “micronovela” por su autor, nos abre la ventana a un tipo de narración mestizo en el que la amplitud y la pluralidad de la novela se comprimen y avanzan como la pedrada que suele ser el cuento. Es, en todo caso, una mixtura atrayente y harto atendible, una fusión que calza bien al tiempo que vivimos de fragmentarismo, rapidez y eficacia literaria.

sábado, junio 15, 2024

La ruta de don Miguel

 









Leo la cronología preparada sobre Cervantes en un libro que por ahora no viene al caso mencionar, y quedo una vez más aturdido ante los vericuetos por los que debió atravesar el más grande escritor de nuestra lengua antes de llegar a la composición de su obra cumbre y no cumbre. Si me pidieran una sola palabra para resumir toda su andanza, diría ésta: odisea. Y sí, su vida fue una odisea tan agitada y agobiante que apenas es posible creer que en medio de tan incómodas peripecias el Manco fue capaz de crear lo que creó. Si no fuera porque es cierta, la suya parece una cronología fantástica, el itinerario de un ser salido de la imaginación de un fabulador que nos quiere ver la cara.

Ya desde pequeño comenzó su trashumancia. Había nacido, como sabemos, en el ombligo de España, en Alcalá de Henares, hacia 1547. En 1551 su familia pasó a Valladolid, donde los huesos de su padre recalaron en la cárcel, un hábito, como se vio luego, que también bullía en el ADN de Miguel. Bajo el sol vallisoletano llega a 1566, cuando pasa a radicar en Madrid. Allí le ocurren dos hechos significativos: publica por primera vez (unos poemas que no ha celebrado la posteridad) y cae en prisión por un altercado (diríamos hoy “de nota roja”) cuya víctima fue un tal Antonio Sigura. Según la cronología, este desaguisado pudo ser la causa de su salida de una península para deambular en otra, la italiana, donde arreció una movilidad que no halló sosiego durante décadas, puede decirse que hasta su muerte.

Sin reposo, ajeno a las comodidades del business class o de los hoteles contratados por internet, un poco por culpa de su voluntad y otro poco por la mano invisible del azar, Cervantes erró por Roma, Palermo, Milán, Florencia, Venecia, Parma, Ferrara; participó en el combate de Lepanto, luego en otros por zonas de la costa africana como Corfú, Bizerta y Túnez; cuando desea regresar a España lo toman cautivo y llega a su célebre confinamiento en Argel. Tras un lustro de prisión, es rescatado, vuelve a España y sigue allí su errancia; viaja a Lisboa; se casa; en Sevilla cae preso y ya para no marear más el periplo, llega a Madrid siempre a los tumbos, sin saber cuál iba a ser su siguiente derrota (“derrota” en ambos sentidos de la palabra).

En todo aquel trajín, como pudo se las arregló para leer y aprender en los libros que se le atravesaban, y es de suponer que debió obligarse a la comprensión inmediata de lo leído, pues no tendría luego la oportunidad de revisitar las mismas páginas. Más importante fue su lectura de la vida: en sus viajes mediterráneos se las vio con todo género de personas, de todas las calidades, condiciones y estados, desde el sujeto prominente al desvalido, desde el lúcido al imbécil. Todos le enseñaron a conocer la entreverada naturaleza humana, tanto que en su cautiverio argelino concibió la idea de escribir la historia del caballero andante y de toda la caterva de personajes que en su historia se congregan.

Para los parámetros de su época y aún de la nuestra, Cervantes fue longevo: vivió casi setenta años. Podemos decir que en los primeros cincuenta, entre caídas y quebrantos más que entre ascensos y caricias, aprendió lo necesario para trabar en sus últimos veinte años —que tampoco fueron mullidos— la obra que lo haría aterrizar en la inmortalidad.

¿Cómo pudo ser que este hombre desventurado, apaleado, ninguneado, molido en el trapiche de una existencia errabunda y tortuosa, haya podido escribir lo que escribió? Su cronología basta para advertir que es un milagro, y que, contra lo que se piensa, la mejor obra de Cervantes fue Cervantes.

miércoles, junio 12, 2024

La tentación de releer(me)

 











En una entrevista de radio fui impelido a decir, de memoria, al menos un fragmento de alguna de mis piezas literarias. Defraudé la petición con una verdad: jamás he memorizado nada de lo que he escrito, creo que ni una línea. Esto se debe a la mala memoria y al pudor: si voy a gastar tiempo y neuronas en retener literatura, prefiero, como le he hecho, que sea de algún escritor admirable, no incierto material propio.

Por supuesto que releer la obra personal —para corregirla, no para memorizarla— es parte ineludible del oficio. Esto que ahora escribo para la prensa lo reviso tres o cuatro veces antes de enviarlo al matadero de la publicación. No hay tiempo para más. Con los libros, la relectura para revisar y corregir da mayores márgenes, y sé, porque esto hago, que un libro puede ser leído quince, veinte veces o más cuando es posible o cuando no cede la inseguridad sobre el valor de su contenido.

Ya publicado, la cosa cambia. En mi caso, sufro una especie de aversión a su relectura, como si al llegar a la condición de libro la escritura se desprendiera para siempre de mi ser, tanto que el miedo a reencontrarla muta a pavor. Pero hay una excepción, debo reconocerlo. Ocurre cuando regalo algún libro (de mi autoría, digo) a alguien que admiro. Más de una vez —hace poco lo viví en un par de ocasiones— me veo tentado a pasar la vista por sus páginas para sentir en mi fuero íntimo si algún párrafo tomado y leído al azar no suena mal, para leer como si leyera quien recibió el obsequio. A veces me arrepiento, a veces no, y respiro aliviado como creyendo ingenuamente que al no decepcionarme no decepcionaré. Este es un lío en el que se mezcla la inseguridad, el ego, la incertidumbre, el deseo de ser grato y la tenaz sombra de la frustración.

Hay otro caso excepcional: cuando se abre la posibilidad de reeditar un libro. Esto lo he vivido al menos cinco veces, y en todos los casos por supuesto que aprovecho la circunstancia para releer y pulir con un criterio: sumar la menor cantidad posible de modificaciones, de preferencia todas leves. La labor en tales casos no ha sido traumática, y esto lo atribuyo al hecho obvio de que ya alguna vez, en su primera edición, el material fue celosamente revisado, con lupa a veces, de modo que la lectura previa a la reedición no es un trabajo áspero. Eso sí: jamás queda firme, sólida, la certeza de su calidad final. A lo mucho, el único dividendo obtenido es saber que se hizo lo que se pudo con mirada autocrítica, sin el chantaje interior dictado por la vanidad.

martes, junio 11, 2024

Miembro honorario de Letras de Chile

 











Agradezco profundamente este honor a la Corporación Letras de Chile. Me sumo con alegría a sus propósitos de divulgación literaria con el ánimo y la convicción que allá les he visto y les aplaudo. Muchas gracias de veras por su generosa iniciativa, la de investirme como primer miembro honorario extranjero de su institución. Aquí la nota que consigna el hecho.

sábado, junio 08, 2024

David, mail y conclusiones

 











Como humilde tributo, tuve dos veces la oportunidad de mencionar a David Lagmanovich (Huinca Renancó, Córdoba, Argentina, 1927-San Miguel de Tucumán, Argentina, 2010) durante mi reciente viaje a la Argentina. La primera y más importante, el 9 de mayo en una mesa organizada dentro de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. La verdad es que desde el año 2000 tengo muy presente a David. Además de vernos tres veces en persona, recibí su lúcida amistad, por mail, durante la década final de su vida, y no dudo en confesar que, como amigo y maestro, fue un ser humano decisivo en mi vida.

David practicaba la buena y ya casi olvidada buena costumbre de enviar cartas. Por correo electrónico, obvio. De haberse dado en estos tiempos, aquel diálogo virtual quizá se hubiera visto entorpecido por Whatsapp, que, sospecho, acelera y atropella tanto la interlocución que al final es imposible saber de qué se habló, hallar un hilo conductor en las conversaciones. Por mail todavía era, y es, posible dialogar con cierta morosidad y hondura, como lo hacía David y como yo trataba de corresponderle (aunque, claro, sin su sabiduría).

Veo un ejemplo de los muchos que quedaron resguardados en la bandeja de mi correo electrónico. En una carta de enero de 2008, escribió: “Acabo de terminar de leer la tercera de las tres novelas de Ross Macdonald, protagonizadas por el detective Lew Archer, que forman un volumen encuadernado de la colección de la Biblioteca de Letras. Las tres novelas son: The Galton Case, The Chill, y Black Money. A veces tienden a ser demasiado enredadas, pero están llenas de inteligencia y de un agudo estudio de la naturaleza humana. También, de momentos y frases dignos de ser recordados.

Anteriormente leí una selección de cuentos tempranos de Raymond Chandler —el nombre del libro es Trouble Is My Business, y se completa con otro titulado Red Wind, que no saqué de la biblioteca por error— y en donde los protagonistas son varios detectives, todos parecidos entre sí, y anteriores al definitivo Philip Marlowe”.

Sin detenerse mucho, pero con agudeza, David comenta sus lecturas de aquellos días. En sus palabras se nota el deseo de compartir algunas veloces impresiones de lector. Sigue:

“Otra cosa que leí, como parte de estos entretenimientos del verano, fueron los Aforismos de Lichtenberg, que antes había consultado algunas veces, pero ahora lo leí íntegramente. Verdaderamente notable.

Ahora me queda por leer el último libro que me traje de la BdeL, también un ‘omnibus’ como los llaman en Estados Unidos, y que contiene tres novelas de mi admirada Ruth Rendell. Estoy disfrutando de estas lecturas, porque en los últimos años casi no he leído nada que no fuera por obligación, es decir, en relación con algún trabajo que estuviera haciendo. Esto, en cambio, es esparcimiento”.

Dos o tres conclusiones de mi parte: extraño aquel tipo de charla epistolar, los maestros son maestros para siempre y uno debe leer también, aunque sea de vez en cuando, por puro esparcimiento.

miércoles, junio 05, 2024

Frases ubicuas

 











Ahora la publicidad no sólo es infinita, sino también los espacios mediante los que la divulgan. Esta es la razón, creo, por la que hoy es casi imposible lograr la fijación uniforme de imágenes y frases urdidas con el ánimo de permanecer en la memoria del receptor. Los mensajes son tantos y las plataformas de difusión están tan segmentados que es casi imposible tocar de manera homogénea a los destinatarios: lo que hoy escucha un joven, jamás alcanza a un viejo, y viceversa.

No muchos años atrás, digamos treinta o cuarenta, esto no era así. La televisión, el medio más poderoso, tenía cuatro canales nacionales. Todos los mexicanos los veíamos todos, así que hubo un periodo en el que resultaba casi imposible que no supiéramos a coro nacional, por ejemplo, los eslóganes, los jingles y los lemas de la publicidad. Algunos sobreviven unánimemente entre los mayores de cincuenta años, como estos cinco gubernamentales y otros cinco comerciales:

“¡Ya ciérrale!” Fue una campaña para el ahorro de agua; en el anuncio, un niño algo obeso decía el verbo imperativo y con la mano hacía la seña de cerrar una llave de agua.

“Cumples y te encuentras con Lolita, fallas y te enfrentas a Dolores”. Eslogan simpático-temible de la Secretaría de Hacienda setentera.

“Hablando se entiende la gente”. Frase de Teléfonos de México antes de que Slim lo agarrara en oferta durante el sexenio de su compa Salinas de Gortari.

“La familia pequeña vive mejor” y “Pocos hijos para darles mucho”. Creo que las dos aparecían en el mismo anuncio diseñado ante el estallido de la demografía del DF.

“¡Pero te peinas!” Frase de cierre en la campaña para promover la credencial con fotografía de lo que hoy es el INE.

“A que no puedes comer solo una”. Hace cuatro décadas no había quién ignorara este eslogan de Sabritas, que desde entonces nos ha hecho adictos a la grasa saturada.

“En la casa, en el taller, en la oficina, tenga usted Vitacilina”. Se basa en la rima, como en tantos anuncios de aquella época.

“La rubia que todos quieren”. Eslogan de la cerveza Superior (clara) y uno de los más famosos entre los borrachos y los no borrachos del país.

“Mejor mejora Mejoral”. La atribuyen a Salvador Novo; obvio, es del ácido acetilsalicílico de la marca Mejoral.

“Pues… te la presto”. Cachonda, la enunciaba Lucía Méndez mientras, supuestamente desnuda debajo de la camisa Manchester, comenzaba a desabotonarla.

sábado, junio 01, 2024

Palabras que se bifurcan

 













En varias notas publicadas en esta columna he querido subrayar curiosidades vinculadas con la palabra. No con la mirada del especialista, que estoy lejos de asumir, sino la del usuario asombrado ante la plasticidad de la escritura y, sobre todo, del habla nuestra de cada día. Hasta una plaquette provisional organicé con esos apuntes (Voces de la calle, Universidad Iberoamericana Torreón, 2023) a los que en un futuro, si esto crece, puedo sumar la siguiente anotación.

Hay algunas palabras que sin perder una sola de sus características formales alcanzan significados muy distintos. No lo señalo por su función metafórica, como decir “la copa del sombrero”, donde la palabra “copa” no es usada en sentido estricto, sino figurado. Más bien, se trata de palabras que usamos habitualmente en determinada orientación semántica y colocadas en otro contexto no dejan de mostrar cierta rareza. Como ocurre con frecuencia en estos casos, los ejemplos mostrarán con mayor claridad lo que he tratado de explicar. En cada caso sólo mostraré el ejemplo del uso habitual y luego del inhabitual; creo que así se advertirá que la palabra ha sido sacada de su uso regular y ha pasado a otro menos usual.

Ambulancia. "La ambulancia salió a toda velocidad"; “Le gustaba caminar por las noches y disfrutar esa grata ambulancia”.

Observar. "Me aburrí al observar el río"; “Era un tipo siempre acostumbrado a observar las leyes”.

Comisión. "La Comisión decidió no aprobarlo"; “Cayó en la cárcel por la comisión de un delito muy grave”.

Interesar. "La película logró interesar a los niños"; “La bala logró interesar uno de sus pulmones”.

Realista. "Soy realista: no conseguiré ese trabajo"; “Muchas personas son realistas, apoyan a la monarquía”.

Hechizo. "Cayó bajo el hechizo de su mirada"; “Con pedazos de madera y lámina construyó un carro hechizo”.

Sancionar. "El jurado lo sancionará por transgredir la ley"; “Los legisladores se negaron a sancionar la ley”.

Aterrar. "El camino es muy oscuro y lo va a aterrar"; “Solo sale a la calle para aterrar la ropa”.

Copia. "Sacó una copia fotostática de poema"; “El jefe autorizó gran copia de regalos para los niños”.

Policía. "La policía de la ciudad tiene nuevas patrullas"; “Los aztecas se organizaban con mucha policía”

Suspendido. "Fue suspendido para todo lo que resta de la temporada"; “La lectura de esa novela me tiene muy suspendido”.

miércoles, mayo 29, 2024

El método Chandler


 






No es infrecuente que en las entrevistas a los escritores se les pregunte si tienen algún tipo de ritual para que las musas acudan y ayuden a trabajar. Algunos responden que no, que simplemente se sientan frente al teclado y comienzan a fluir las palabras por sus brazos, esto sin importar ninguna situación externa como el horario, el ruido, la música, el calor, el frío, el alcohol, el café, el cigarrillo o cualquier otro tipo de estimulante. Otros más, quizá la mayoría, expresa que si no se presentan ciertas condiciones, las que cada cual ha elegido, son incapaces de parir un solo párrafo.

Entre los dos extremos, claro, hay puntos intermedios, tipos que se muestran favorecidos por alguna condición que, si no se da, de todos modos no quedan anulados, pues se fuerzan a escribir más allá de las cábalas personales o de las circunstancias que bombardean desde el exterior.

Leo ahora un brevísimo libro de Osvaldo Soriano titulado Soriano por Soriano, obviamente autobiográfico. Allí, en uno de sus pasajes hace una afirmación que me gustaría compartir tal cual: “Hoy me enorgullezco de no haber escrito jamás una línea en horas de la mañana. Parece un orgullo esnob pero yo sé que, si lo intentara, saldrían sólo disparates. Lo más temprano que llego a escribir es a las seis o siete de la tarde, y escribo mejor cuando me encierro en lugares extraños, que alquilo o me prestan. Si no conozco a nadie y no hay teléfono, mejor. Chandler recomendaba a los escritores un método que le parecía infalible para vencer la pereza: encerrarse en su cuarto y no hacer nada. En ese juego está permitido no escribir, pero totalmente prohibido hacer otra cosa. Ni leer, ni ver películas, ni hablar por teléfono, ni revisar la contabilidad. Nada que no sea rascarse, mirar el techo, prender y apagar la luz y fumar cigarrillos. Al cabo, pensaba Chandler, uno se harta de no hacer nada y se pone a trabajar”.

Esto lo escribió Soriano cuando internet estaba a punto de entrar a saco en la vida de la humanidad, así que el método de Chandler ahora debe añadir la prohibición del celular. Si no es así, su prescripción resultará derrotada sin piedad por las notificaciones que hoy, para cualquiera, no sólo para los escritores, son el gran enemigo de cualquier concentración.

sábado, mayo 25, 2024

Teatro, juventud y talento

 









Es la tarde del miércoles 22 de mayo y no sabemos con exactitud el destino de la noche. “Vamos de nuevo al teatro”, le digo a Maribel. Buenos Aires, se sabe, es una ciudad abarrotada de teatros. Por ejemplo, las grandotes de la avenida Corrientes, y muchos pequeños a veces levantados con menos plata que ilusión, como dice algún tango. Elegimos otra vez el Nun, un espacio pequeño y acogedor donde a diario hay una puesta diferente y cada una se repite cada ocho días durante cierta temporada. Leí en la web del Nun los comentarios de Tardamos diez años en llegar al corazón, la obra del día, y todos eran elogiosos. Ante los piropos uno entiende que pueden ser excesivos, pero era para el caso lo de menos: la obra nos quedaba cerca, a cuatro cuadras, y las caminamos con el deseo de pasar un buen rato. Esto decía su sinopsis: “Tardamos diez años en llegar al corazón es la historia de dos niñas que deciden matar a su pez llamado Naná. Este pequeño crimen será el fin de la calma de esta familia. Una madre triste, un padre cansado, una tía poco querida y dos niñas muy atentas. Las verdades irán saliendo a flote y la pregunta será: ¿qué hacemos con ellas?”

Pero el buen rato apetecido no lo fue bueno, sino maravilloso. La obra, escrita por Maga Rosu cuando tenía 18 años, cuenta una historia intensa, escrita con precisión y fluidez, con pasajes que pasan de lo cómico a lo tierno y de lo tierno a lo doloroso, todo sin solución de continuidad, a un ritmo emocional de vértigo. Si a la altura del texto se colocan además, como es menester en una obra de teatro, la puesta y sobre todo las actuaciones, el resultado es redondo, podría decirse que cercano a la perfección.

En este punto es necesario destacar las actuaciones. Las cinco son espléndidas, de tan alta calidad que ninguna se queda corta ni desbordaba a las demás: todas lucen una exactitud que pasma, una entonación y una gestualidad en sintonía con la condición del personaje y su situación en cada secuencia.

Juana (Maia Lis) y Elena (Anna Fantoni) son las dos hijas de la familia. La primera es involuntariamente graciosa, inquisitiva, imprudente; la segunda, claridosa, aguda, precozmente adulta. Cada cual desde su trinchera, acribillan con preguntas y respuestas sorprendentes a su padre (Gabriel Schapiro) y a su madre (Maru Belli), que son, él, un tipo abrumado por la vida y las responsabilidades, un tanto tibio en la autoridad con sus hijas; y ella, una mujer atravesada por una melancolía de origen incierto, una pesadumbre que la mantiene en el rincón de los afligidos. El catalizador de un estallido en esa familia algo convencional llega con la aparición en escena de la atractiva y medio lagartona tía Silvia (Susana Giannone), lo que detona un conflicto urticante en el hogar.

Pero, más allá de la trama y de las impecables actuaciones, asombra que se trate de una obra escrita por una joven de 18 que hoy tiene 22, y que ella misma sea la responsable de la dramaturgia y la dirección. Lo dicho: hoy muchos jóvenes viven extraviados en la Absoluta Nada del celular, pero los que sí están sacando provecho a la era de la información pueden tener veinte años y exhibir una madurez de cuarenta. Es el caso de Maga Rosu, autora y directora de Tardamos diez años en llegar al corazón.