sábado, noviembre 30, 2019

Memoria de la lectura
























Las memorias suelen referirse a la vida completa de quien recuerda y escribe, pero también a cierto periodo o a determinado tema. En Los libros y la calle (Ampersand, Buenos Aires, 2019,168 pp.) Edgardo Cozarinsky (Buenos Aires, 1939) ha construido una memoria específica: la de sus lecturas. Con un estilo sobrio y elegante, este prolífico escritor, guionista y cineasta argentino condensó su larga experiencia como adicto del libro, casi como deberían hacerlo todo los artistas para ayudar a la develación de los secretos agazapados en sus obras.
Gracias a estas páginas de Cozarinsky podemos acceder no a los caprichos bibliográficos de Cozarinsky, sino a su alma, a su sensibilidad creadora, pues, quiérase o no, siempre hay una relación estrecha entre lo que se lee y lo que después se escribe (y en su caso también se filma). ¿Y quién es el escritor/cineasta que podemos ver tras los libros y los autores que desfilan en esta memoria? Para empezar, un curioso, un buscador incesante de obras que al final terminan configurando una suma de títulos en la que no es extraña la presencia de cierto caos, el caos en el que incurren los lectores hedónicos y voraces. Al final del libro, como previendo que el lector se lo agradecerá, aparece la lista de los títulos y los autores sobrevolados en la memoria, cerca de 200. Esta es apenas, suponemos, una mínima parte de otros cientos leídos y tenidos, pues, como él mismo lo observa, “Me sentiría exiliado si no viviera entre paredes cubiertas de libros”.
La memoria libresca no se desentiende de la otra, la vital, pues no es posible leer al margen de la vida y sus habituales circunstancias como el amor, la amistad, el trabajo, los viajes y demás. Así, Cozarinzky traza sus impresiones de lector sobre el lienzo de sus diferentes edades. Si habla, por ejemplo, de sus lecturas de Stevenson o Balzac, establece un puente entre la memoria de aquellas páginas y el mundo que lo rodeaba cuando las leyó, los parientes o amigos que lo orientaron, los lugares donde leyó y las páginas escritas con algún vago o marcado influjo.
Cozarinsky se refiere en la mayor parte de los casos a libros literarios, no tanto de otra índole. Dice: “No me envanece ni me humilla pertenecer a una especie menguante, si no ya extinta: la de aquellos para quienes la literatura, no el psicoanálisis ni la sociología ni alguna de las muchas ramas de la fronda teórica, explican la vida”. Coincido con él. Para muchos, leer literatura es más que suficiente.

miércoles, noviembre 27, 2019

Patología de la miseria




















El libro Patología de la pobreza (El Colegio Nacional, México, 2017, 57 pp.) es un documento breve y contundente sobre los estragos que la pobreza inflige al ser humano. En general es algo que inferimos: a mayor desventaja económica, mayor grado de cercanía de la enfermedad, es decir, de la muerte. Su autor, Ruy Pérez Tamayo (Tampico, 1924), es una eminencia en el ámbito de la medicina mexicana que en el caso de este libro ha resumido la estrecha relación entre la precariedad y el deterioro físico acelerado. Es, por ello, un material que nos alerta sobre la necesidad de avanzar en la mejoría de la calidad de vida como base de la salud/longevidad.
“Pobreza y enfermedad”, “La patología de la pobreza” y “Las enfermedades crónicas y la transición epidemiológica en México” son los tres ensayos que configuran el libro. Pérez Tamayo —quien fue fundador y director durante quince años la Unidad de Patología de la Facultad de Medicina de la UNAM en el Hospital General de México, y durante diez años del Departamento de Patología del Instituto Nacional de la Nutrición— observa que en principio es necesario analizar “las consecuencias de la pobreza en los distintos aspectos de la vida humana que tienen relación con la enfermedad, como la ignorancia, la desnutrición, las malas condiciones higiénicas, la ausencia de planificación familiar, etc.”. Por ello, añade, “Para combatir con eficacia la patología de la pobreza lo que se necesita no es más ciencia médica o más hospitales, sino simplemente más riqueza”.
De los aportes del doctor Alejandro Celis (primero que planteó en México la relación entre pobreza y patología), Pérez Tamayo cita, entre otros, que en los setenta “los enfermos del Hospital General [donde trabajaba Celis] de la SSA estaban mucho más desnutridos y tenían lesiones más avanzadas, cuando fueron vistos por primera vez en esa institución, que los pacientes de la consulta privada”.
La crítica a nuestro sistema de salud debe pasar primero, concluimos, por modificar las condiciones que hacen posible no tanto la enfermedad, sino la miseria. “La salud es un derecho —señala el autor—, pero tal derecho se vuelve inoperante en la miseria. La buena nutrición no es posible cuando no hay ni qué comer, ni dinero (…), ni trabajo para ganar dinero, ni educación para aprender a trabajar…”.
Patología de la pobreza es, por todo, un librito que mueve a reflexión sobre el imperativo siempre acuciante de generar y distribuir mejor la riqueza.

sábado, noviembre 23, 2019

La Pereyra en 366 páginas















Entre las escuelas emblemáticas de La Laguna se encuentra, sin duda, la Carlos Pereyra, institución que cumplió 75 años de vida y para celebrarlo publicó un libro cuyo contenido recoge, con textos e imágenes, una gruesa parte de su historia. La investigación fue coordinada por la doctora Laura Orellana Trinidad, directora de Investigación Institucional en la Ibero Torreón.
El ejercicio de reconstrucción histórica abarca 366 páginas en formato oficio apaisado, y cubre desde el año pereyrano cero hasta 2018. No podía ser menor el tamaño de la obra si consideramos la complejidad del objeto estudiado. En una introducción, seis largos capítulos y una sección de reflexiones finales, el libro conmemorativo rinde detallado testimonio de los innumerables retos que la Pereyra ha encarado en sus más de siete décadas.
Para llegar a buen término, la investigación se basó en distintas fuentes, entre ellas, los anuarios, las publicaciones que editaron los estudiantes en diferentes periodos, las revistas institucionales, las cartas y documentos del archivo del colegio, las memorias de algunos egresados, las fuentes hemerográficas y (es muy importante destacar esto) las más de cuarenta entrevistas “individuales y grupales” a jesuitas, directivos, personal administrativo, profesores y egresados.
A grandes zancadas puede subrayarse que el primer capítulo describe el contexto social y económico de La Laguna en los albores de la Pereyra como escuela preparatoria; los siguientes dos apartados dan cuenta de los primeros avances para asentar su infraestructura, sus programas, su planta de maestros y su visión hispanista. El cuarto capítulo describe las características de la Ratio Studiorum, es decir, el modelo de educación eje de la enseñanza jesuita. En la quinta estancia se aborda el periodo de los setenta, ochenta y el fin de siglo, con las complejas implicaciones que tuvo esta larga etapa en el contexto religioso derivado del Concilio Vaticano II. El capítulo final examina los rasgos de la Pereyra frente la realidad más cercana: la de la educación en un mundo que ha cambiado radicalmente debido a las nuevas tecnologías.
Todos en La Laguna tenemos, cerca o lejos, y acaso sin saberlo, algo que ver con la Pereyra. Puede ser que un pariente o amigo hayan egresado de sus aulas, o que un cliente o proveedor hayan sido profesor, funcionario... En todos los casos es posible que haya un rasgo común: el orgullo de haber estado en la Pereyra durante algún periodo de sus 75 años.

miércoles, noviembre 20, 2019

Muñoz Valenzuela desde Chile













Cuento desde hace diez años con la amistad de Diego Muñoz Valenzuela, escritor chileno prolífico y reconocido. Entre muchas otras editoriales, lo ha publicado el FCE, y en estos días me ha enviado por mail varias reflexiones sobre lo que pasa en Chile. Su pedido es que, quienes podamos y queramos, le hagamos eco. Así sea pequeño, aquí está el mío en este palmo de papel:

16 de noviembre, 2019
“Grandes emociones y pensamientos imperfectos”, título de una magnífica novela de Rubem Fonseca, me da la clave para escribir mi crónica de hoy, cuando cuatro semanas después del estallido del 18 de octubre comienza una nueva fase. Las emociones han sido intensas: millones de personas manifestándose en la calle contra abusos de naturaleza muy diversas, carabineros vestidos para la guerra que declaró el irresponsable gobernante, brutal represión reflejada en muertes, torturas, violaciones, apaleos, pérdidas de ojos, militares en las calles. Podría seguir y seguir.
Partió con el reclamo por el alza de treinta pesos en el pasaje de metro pero nos dimos cuenta que la razón real era una abrumadora suma de abusos que partieron en 1973, siguieron con la imposición del experimento neoliberal en dictadura y la destrucción del estado, y la continuidad y profundización del mismo modelo en tiempos de la precaria democracia que logramos.
Este tiempo que parte ahora es el de la construcción de una nueva democracia, y no está siendo fácil, ni lo será. Se abren muchas posibilidades que requieren un tránsito hacia la madurez, donde aprendamos a convivir de otra manera diferente a la que nos han impuesto y enseñado. “El fin de la infancia”, título de la gran novela de Arthur Clarke me otorga la síntesis perfecta. Ya no tenemos derecho a comportarnos como niños. Nos ganamos ese deber en estas cuatro semanas. La lucha sustantiva comienza ahora y debe considerar ciertos pilares fundamentales: el conocimiento, la tolerancia, la inteligencia, la organización, la perseverancia. Sin ellos no podremos avanzar hacia los objetivos que —en clara conciencia, difusa o intuitivamente— queremos lograr.
Sin jerarquía ni orden, pues todos son fundamentales, entre en estos pilares.
El conocimiento. Hemos vivido décadas sometidos a diversos tipos de censura y adormecimiento. Primero fue la quema de libros, la censura expresa, la falta total de libertad de expresión, la represión brutal. Después la televisión, el consumismo irracional, el estrangulamiento económico de los medios de comunicación independientes (¿qué puedes decir ahora, Eugenio Tironi?), la concentración de los medios en consorcios económicos. En estos días hemos advertido el efecto nocivo de estos medios controlados por quienes controlan el poder económico. Por suerte tenemos las redes sociales. Pero necesitamos prepararnos y aprender mucho esta nueva fase, sobre todo si queremos que el pueblo gobierne. Somos el resultado de un modelo que no ha privilegiado la educación  y eso implica que tenemos un déficit. Yo propongo que volvamos a  leer, toda clase de libros, porque necesitamos más palabras y más pensamiento. Mal que mal, tenemos que redactar una nueva constitución y todos debemos contribuir, no solo los delegados constituyentes.
La tolerancia. Requerimos ponernos de acuerdo entre personas que piensan diferente, que tienen historias distintas: formación, aficiones, anhelos, saberes, creencias, habilidades singulares. Y tenemos que construir una gran mayoría. Es una oportunidad fantástica. Si no le vemos así, pienso que es un error. La infancia se caracteriza por la priorización del cumplimiento del deseo personal en forma inmediata. La madurez en la capacidad de comprender que hay millones de otros deseos (la famosa y compleja empatía, de la cual solemos carecer) y que debemos aceptar que no todos se pueden cumplir al mismo tiempo. Y que debemos priorizar los problemas más acuciantes. El gran desafío de la tolerancia: convertirla en un desafío personal, no en una mera carencia de los demás. Comprender al otro, asignarle un valor, no despreciarlo a priori. Cuestionarse a sí mismo. Convivir con el otro, posibilitar el encuentro de un acuerdo y construir mayorías, porque siempre habrá grupos que pretenden imponer lo suyo a troche y moche. Esto es la democracia.
Inteligencia, que es un producto que requiere dos ingredientes básicos: el conocimiento y la tolerancia. Para crear una sociedad nueva en la pizarra -y después para construirla, un desafío mucho mayor- necesitamos ideas antiguas y nuevas. No podemos despreciar ningún aporte, no podemos darnos ese lujo. Podemos desechar algunas en el camino, pero hay que demostrar a todas luces su inconveniente naturaleza maligna, impráctica, ociosa, lo que sea y esto requiere argumentos, conversaciones, capacidad de escucha y convicción. ¿Por qué no podemos convencer a un país si tenemos las mejores ideas? ¿O el único camino es la imposición, la lógica del apaleo o de la manipulación? Hoy vemos cómo se manifiesta la intolerancia: divisiones y subdivisiones en partidos y movimientos por quítame estas pajas. “Nosotros somos los puros, los únicos dueños de la razón”, la consigna de los esclarecidos. Cuidado con la estrechez, con el fanatismo, con las sectas, con la mera demonización del oponente sin argumentos sólidos. Por el país completo se advierten manifestaciones de este fenómeno.
La organización es imperativa: social, barrial, gremial, de género, pueblos originarios. También organización política, no nos equivoquemos en esto. Hemos llegado a detestar con razones a los políticos, porque son responsables del estado de cosas. Pero en la historia ha habido políticos grandes, generosos, trabajadores. Debemos crear nuevas formas de organización política, porque necesitamos sustituir a los políticos actuales, derrotarlos, desplazarlos.
Y perseverancia, claro está. Valientes hemos demostrado ser. Eso está en nuestro favor, pero creer que en cuatro semanas el país va a funcionar de otra manera radicalmente diferente, eso permítanme ciudadanas y ciudadanos eso es ingenuidad pura, puerilidad infantil, falta de madurez. Para deshacer una labor planificada, movida por poderosos intereses, ciertamente maligna, ejecutada a lo largo de muchas décadas, necesitaremos mucho tiempo (conocimiento, inteligencia, tolerancia, organización) para lograr resultados buenos, regulares y hasta magros. Pero lo lograremos, si somos perseverantes y cumplimos con estas cinco condiciones esenciales.
En esto pienso -de seguro imperfectamente- esta bella mañana, azul e inundada de sol, estremecido por las grandes emociones de un pueblo completo que ha vencido en esta primera batalla, donde cada uno de nosotros va ejerciendo su aprendizaje personal para aportar al conjunto de la sociedad la nueva fase que nos conducirá al fin de la infancia.
Mi única invitación en este momento tan especial: aquilatar el valor del truunfo alcanzado y pensar —de verdad, de manera profunda, comprometida— acerca de cómo cada cual aportará en estos cinco campos en los años venideros: organización, conocimiento, inteligencia, tolerancia, perseverancia. Si logramos esto, construiremos un Chile nuevo, solidario, libre y justo.

17 de noviembre, 2019
Mandatario zombi
Pensar que hace solo unos pocos días te imaginabas ovacionado en Naciones Unidas. Ahora tu sueño se ha evaporado entre gases tóxicos, proyectiles letales, nubes de humo y fogatas que te envuelven en llamas, como si ya hubieras ingresado a tu propio infierno. Tus esbirros te mantienen criogenizado, aislado en un cubo de vidrio impermeable, flotando en un líquido que te preserva de cualquier mal. Otros deciden tus palabras, tus momentos, las acciones de tu presunto gobierno. Te has convertido en un pelele, una marioneta inútil, un muñeco de trapo, el espectro de un estadista fracasado hasta los tuétanos. Todavía no percibes bien lo que ha ocurrido, ahora que el tiempo es tan gelatinoso y líquido como la realidad. Lees las palabras de otros, te retiras de vuelta al catafalco transparente para dormir ese miserable sueño donde todavía mantienes la esperanza fútil de ser lo que no eres, mandatario zombi.

18 de noviembre, 2019
“El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos” (Antonio Gramsci).
Esta cita goza de plena actualidad, pues advierto la presencia de toda clase de monstruos, de múltiples demostraciones de intolerancia, que es un veneno letal para la democracia, que -pienso, elucubro o deliro (usted dirá)- es la quimera detrás de la cual vamos, si no absolutamente todos, la amplia mayoría.
Habrá algunos pocos que quieren otra cosa: seguidores de Pol Pot, Stalin, Franco, Hitler, Mussolini o Pinochet. A estas alturas debiéramos aprendido algo de la historia, basta informarse sobre el estado de cosas alcanzado mediante esa clase de liderazgos.
Un ejemplo al caso (uno de tantos): la funa a Beatriz Sánchez. ¿Quiénes son los puros y prístinos seres autorizados a denostarla, acusarla de traición, impedirle hablar? Cuidado con esa clase de ciudadanos talibanizados, porque ya veremos que muy pronto sacarán a relucir al acero de las guillotinas jacobinas y las aplicarán a todo aquel que no acate sus ideas con mansedumbre de borregos.
Creo pertinente aclarar que Beatriz Sánchez no me interpreta en lo absoluto: ni su trayectoria política, ni sus estrategias, ni su accionar periodístico, ni su modo de hablar, nada. No pretendo ofender a Beatriz, es un mero ejemplo. Pero no tengo dudas en declarar que ella es una demócrata valiosa, un ser humano digno de nuestro mayor respeto.
Quiero que construyamos un país donde todos puedan expresar sus ideas, sin temor a amenazas, crímenes, agresiones, represión, ni funas, ni descalificaciones. Podría poner muchos otros ejemplos de personas que han sido atacadas por sus posiciones en estos días.
Anoche los nazis criollos salieron a escribir terribles amenazas en contra de los extranjeros, los pueblos originarios, las mujeres. ¡Qué horror que exista esa clase de seres! Lo mismo que los agentes represivos que matan, golpean, torturan, sacan ojos.
En esencia, lo que quiero decir es que, por fortuna, no pensamos igual. No tenemos que pensar igual. Es un horror que pensáramos todos igual, una pesadilla espantosa, irresistible. Si alguien anhela esto, significa que tiene un problema muy severo. Si usted piensa así, parta por leer 1984 de Orwell, El mundo feliz de Huxley. Leer sirve para curarse de la ignorancia, del absolutismo, de la idiotez. Por eso los nazis quemaban libros primero, luego a personas, igual que en la época de la Inquisición, en nombre de la Santa Iglesia.
Yo no quiero un mundo uniforme, gris, uniformado, genuflexo. Quiero un mundo protagonizado por seres libres, cultos, fraternos, propositivos, solidarios, activos. Conocí como demasiados otros compatriotas el horror de una patria sometida a un solo credo, aplastada por la represión inmisericorde, sometida a la censura.
Vamos a ganar, debemos ganar, tenemos el deber de ganar, con las mejores ideas y los principios más altos, con la máxima tolerancia. Y para vencer necesitamos a cada uno de los chilenos que desea y merece un mejor país, no esta pesadilla, ni ninguna otra pesadilla vil de opresión dictatorial. Esta lucha la vamos a ganar a condición de marchar todos juntos, unidos, solidarios, libres, tolerantes.
A un mes del despertar de Chile, les ruego a mis compatriotas, con fervor y con humildad, que erijamos la tolerancia como un baluarte sagrado e imprescindible.


sábado, noviembre 16, 2019

Una mirada a tres miradas










No son fotos en acción sino de estudio. Más que en la foto espontánea o la foto en pose pero al aire libre (en grupo y con testigos), la foto preparada en un espacio cerrado y luz vigilada deja ver detalles reveladores de la personalidad. Bien decodificadas, es verdad, todas las fotos conllevan alguna jiribilla, pero quiero imaginar que en las placas captadas dentro del estudio fotográfico los personajes elegían, por así decirlo, “su rostro”. Hasta donde es posible imaginar y si el fotógrafo sabía relajar al modelo, en tal situación no había tantas prisas ni presiones, los músculos de la cara se relajaban y uno puede suponer que el sujeto pensaba específicamente en el hecho de que estaba siendo retratado, y ponía de su parte. El gesto, así, se identifica con la personalidad, parece más íntimo.
Más allá de la trampa puesta en “leer” y “descubrir” índoles a toro pasado, cuando ya sabemos cómo fue tal o cual personaje captado en un acercamiento fotográfico, creo que es posible distinguir, así sea borrosamente, el natural de un sujeto a partir de la expresión retenida por la placa sensible en un estudio. Veamos los casos de tres revolucionarios emblemáticos (click a la imagen para verla de mejor tamaño) ahora que viene otro aniversario del movimiento armado.
Zapata es misterioso, receloso, enigmático. Es el menos extrovertido de los tres, sin duda. De hecho, el morelense es sólo mirada. Sus ojos son casi la totalidad de su ser. En ellos brilla la convicción, el arrojo, pero también la desconfianza y, acaso, el resentimiento. Se nota que no está del todo cómodo, que lo desasosiega la ocasión, y responde con un aire de desafío. También, que no juega, que para él la cosa siempre va en serio, que no permite dobleces.
En la mirada de Villa hay algo felino y al mismo tiempo infantil. La leve sonrisa le da un aire de tipo sobrado, seguro, firme y despojado de temor. La cara ancha es la de un tipo que irradia vitalidad, y las patas de gallo, pese a la lozanía de su piel, permiten sospechar que ha reído mucho, que es de talante alegre y juguetón, como niño que a la primera oportunidad ya está inventando algo para divertirse, pero que también es dominante en sus prácticas.
Madero tiene firmeza en la mirada, serenidad en el gesto, buen porte en la posición del cuerpo. Hay en el fondo de sus ojos, también, un poderoso brillo de convicción y confianza, y creo que nos parecería inverosímil esperar de este hombre algo distinto a la generosidad y la inteligencia.
Luego de esta aproximación, ya pueden ustedes recordarme el famoso dictum de la imagen que vale más que mil palabras. Bueno, es cierto, no le hice caso: me las hubiera ahorrado. Estas fotos comunican por sí solas.

miércoles, noviembre 13, 2019

El reino de este libro




















En la pasada Feria del Libro Región Laguna un joven preguntó a Saúl Rosales sobre los tres libros que se llevaría a una isla etcétera. Es una pregunta común, lo sabemos, y Saúl la respondió de acuerdo a sus gustos. Tras pensar en los míos, creo que uno de los que treparía a la maleta es El reino de este mundo, de Alejo Carpentier. Lo elegiría porque fue un libro determinante en mi noción de lo literario. Hacia 1983 u 84, esta novela de Carpentier tuvo en mí un efecto alucinante. Por un lado, me desafió como lector: por primera vez me enfrenté a un estilo pleno de barroquismo, a una escritura que me comprometió a percibir que la literatura no sólo estaba hecha de palabras, sino de ritmos, de secreta musicalidad. Por otro, vi en aquella obra que la literatura podía ser, además de arte, una manera de contar la convulsa realidad en la que vivimos. Fue una lección, y jamás la olvidé.
Unos años después de la primera lectura, di de casualidad (¿de qué otra manera podía ser?) con la primera edición publicada en México por Ediapsa. Su colofón indica que salió de la imprenta el 24 de mayo de 1949, así que este año cumplió setenta. Su valor es sobre todo literario, claro, pero tiene otro: la idea de que la realidad de América Latina se apega a lo que Carpentier denominó lo “real maravilloso”. El cubano detectó esto en Haití, “A cada paso hallaba lo real maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo real maravilloso no era privilegio único de Haití, sino patrimonio de la América entera, donde todavía no se ha terminado de establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías”. Para demostrar lo que describe en su prólogo, Carpentier recorre un fragmento de la historia haitiana. Allí podemos observar, como en cualquier otro fragmento de la historia latinoamericana, lo desmesurado (maravilloso) de nuestra realidad tanto geográfica como humana. Casi en la parte final del relato, el narrador omnisciente borda un hermoso pasaje que luego, recordado sea de paso, serviría de epígrafe a mi primer libro: “Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse Tareas. En el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía establecida, incógnita despejada, existir sin término, imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y de Tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este Mundo”. Invito a leer este portento.

sábado, noviembre 09, 2019

Rogelio Guedea, conductor de tráiler




















La ExpoFeria, el lugar en el que estamos, se encuentra en el noroeste de Gómez Palacio, al lado del libramiento que semicircunda la zona más densamente poblada de La Laguna, es decir, Torreón, Gómez Palacio y Lerdo, nuestra área metropolitana. Dada su función, por el libramiento zumban miles de vehículos al día, autitos desvencijados de trabajadores, Lobos y Navigators de patrones, y decenas de tráileres cargados con infinitos productos, algunos de doble remolque conducidos por verdaderos tigres del asfalto.
Como estos tigres es Rogelio Guedea (Colima, 1974), una especie de conductor de tráiler literario. Lo digo por dos razones: por la velocidad y por la cantidad de obra que ha logrado transportar a lo largo de su todavía corta vida. Viajero irredento, Guedea a trotado por buena parte del mundo y ha tenido la capacidad, la insólita capacidad, de seguir manejando su tráiler, es decir, de seguir escribiendo en donde quiera que el amanecer lo sorprende. Poeta, narrador, ensayista, cronista, antólogo, traductor, columnista, todo cabe en los fletes de este escritor precoz e incansable. Cada que publica un libro y me asomo a su tremebunda blibliografía, pienso lo mismo: ¿a qué edad nació este escritor, cómo es posible que apenas con 45 años ya tenga más de sesenta libros publicados? Como dijo Reyes sobre Lope, parece que en su caso las 24 horas del día no alcanzan para justificar tantas páginas. Es como si le robara horas al sueño o en su caso cada día tuviera 40 o 50 horas. Es demasiado, es abrumador, y por eso afirmo que Rogelio Guedea guía un tráiler fórmula uno.
Antes de comentar grosso modo la novela que esta tarde nos reúne, no resisto la tentación de decir cómo conocí a su autor. Fue en octubre de 2005, en Ciudad Obregón, Sonora. Días antes de mi viaje a esa ciudad recibí la noticia de que gané el premio nacional de cuento Gerardo Cornejo. Recuerdo que para llegar allá tomé dos fastidiosos vuelos, uno al DF y otro a Obregón, que me dejaron liquidado. Cuando me instalaron en el hotel, mi anfitrión, un señor amable de nombre Ramón Íñiguez, me dijo que en el mismo hotel estaba hospedado el ganador de poesía, pues se trataba de un certamen bicéfalo. A la hora de comer, bajé al restaurante y poco después llegó Rogelio. Recuerdo que me lo presentaron y en el vi lo que ustedes ahora ven: un joven macizo, de ojos claros, barba de candado, sonriente, más fresco que la ensalada que yo tenía en el plato. Me llamó la atención su acento, y más que su acento, el énfasis expansivo de sus palabras. Imperdonable tímido como soy y cansado por el viaje reciente, yo no podía hablar mucho, pero el trato alegre y desenfadado de Rogelio pronto conquistó mi confianza. Luego de escuchar a Rogelio en esa primera comida, me avergoncé de mi cansancio, pues si bien yo había viajado de Torreón al DF y del DF a Obregón, él había viajado de Dunedin, Nueva Zelanda, a Los Ángeles, y de Los Ángeles a Guadalajara, y de Guadalajara a Obregón, todo para recibir su premio. O sea, había atravesado el Océano Pacífico y el muy cabrón andaba como si nada, como si viviera a la vuelta del hotel. Y supe más: supe que para entonces ya había publicado varios libros de poesía y micronarrativa, que había estudiado en su tierra natal y en España, que trabajaba en una universidad de la remota Oceanía, y que era un pata de perro, que conocía más de la mitad del mundo. Lo que terminó por fulminarme fue un dato curioso, el colmo del cosmopolitismo: Guedea vivía en Nueva Zelanda, había estudiado en Europa, había viajado por Asia, sabía de todo, y cuando preguntó por mi lugar de origen y radicación, le dije que nací en Gómez Palacio, Durango, y que vivía en Torreón, Coahuila. “¡Gómez Palacio, ah, mira, alguna vez pasé por allí!”, me dijo. “¿Cómo, conoces Gómez Palacio?”, reviré. “Sí, una vez pasé por allí junto con mi esposa. Creo que hasta tengo una foto de ese viaje”, confirmó. Luego de la comida sentí, y no me equivoqué, que ya era amigo de este joven culto e impetuoso, erudito y callejero a la vez. Tuve por eso la desvergüenza de regalarle mi libro Juegos de amor y malquerencia.
La premiación se dio, seguimos platicando varias horas, y al fin tomamos nuestros vuelos. Él también viajaría al DF, no recuerdo por qué, pero en otro avión. Ya en el aeropuerto del DF, esperé varias horas mi salida a Torreón, y se dio otra casualidad: en los tumultos del aeropuerto me encontré a Rogelio nuevamente, y al verme me abrazó con júbilo. En unas cuantas horas, dentro del avión, había leído mi libro, y le había entusiasmado. Me felicitó y nos despedimos otra vez. “Este tipo lee en todos lados”, pensé. “Está loco y lleno de vitalidad”, repensé.
Pasadas unas semanas, cuando Rogelio ya había vuelto a Nueva Zelanda me mandó un correo electrónico con estas palabras: “Aquí está la foto que te dije. Es mi esposa Blanca en una esquina de tu ciudad”. Abrí la foto y quedé azorado: en efecto se trataba de Blanca con una mochila de mochilero en la espalda, sonriente en primer plano. En segundo plano, la esquina de Allende y Degollado donde hasta la fecha se ubica el Centro Abarrotero de Gómez Palacio, tienda a la que muchas veces, de niño, acompañé a mi madre para sus compras de mandado, pues era parte de la misma manzana donde estaba mi casa. O sea, el vago Rogelio Guedea no sólo había estado en Gómez Palacio, sino que había merodeado en la manzana donde nací y viví hasta los trece años, como lo probaba la foto de su esposa.
Por si fuera poca coincidencia, unos meses después, ya en 2006, me llegó el libro La otra mirada, una antología de la microficción escrita en lengua española. En Tucumán, Argentina, fue organizada por mi amigo y maestro argentino David Lagmanovich, y fue publicada por la editorial Menos Cuarto en Palencia, España. Cuando la abrí, vi que cerraba con textos de dos escritores mexicanos: Rogelio Guedea y yo. Tras esto, pensé que eran ya muchas las circunstancias que me acercaban a la amistad de Rogelio, así que desde entonces he visto con admiración y orgullo todo lo bueno que ha hecho desde 2005 a la fecha: más libros, varios premios, innumerables viajes. No nos vemos seguido, y apenas hemos coincidido tres o cuatro veces, una en un congreso en la UNAM y dos o tres en la FIL, pero en todos estos años siento que mi diálogo con él es como el diálogo de esos hermanos o primos que no se ven pero se presienten y siempre se desean lo mejor.
Conducir un tráiler, novela publicada originalmente en 2008 por Random House Mondadori y ahora, en 2009, por el FCE, es un desafío narrativo en dos sentidos: por un lado, porque a partir de Abel Corona, su protagonista narrador, despliega un universo complejo de tramas y subtramas y una multitud de personajes laterales, lo que demandó un estilo que se desliza sin solución de continuidad por una paleta colorida y llena de registros, además de un hábil y harto complicado manejo de las perspectivas del narrador. Esta novela es, por ello, la antítesis de un cuento: mientras en éste todo se concentra en una sola anécdota desahogada a su vez por muy pocos personajes cuyo destino parece gobernado por una mano que no los deja moverse hacia otro lado que no sea el que determina la trama, Conducir un tráiler es el relato denso de la vida. Abel es su pivote, ciertamente, él es el sol de este sistema, pero a partir de sus acciones se desprende una constelación de acciones y personajes que no permite hacer un recorte preciso, exactamente como pasa con la vida, accidente en el cual todo se conglomera, choca, se atrae y se repele en un sinfín de circunstancias que en literatura sólo mediante la novela es posible simular.
Ya desde el Quijote sabemos que hay cierto tipo de novelas multitudinarias, novelas que si bien tienen un Jean Valjean, se abren como granada de personajes. Son de factura muy complicada porque sus subtramas deben envolvernos en la apariencia de realidad. ¿Y cómo es la realidad? ¿Puede ser contada por medio de la escritura lineal y sucesiva? La simultaneidad infinita de planos es propia de la realidad. La escritura sólo cuenta con la linealidad de su forma, pero es posible fingir una especie de cubismo si las piezas son ensambladas con cierta técnica. Rogelio Guedea ha logrado esto: contarnos las azarosas andanzas y pensamientos de Abel Corona como un pretexto para contarnos algo más: la vertiginosidad de la existencia en el caos de la violencia y la múltiple e imprevisible condición humana; las  vidas que aquí aparecen son canicas puestas a rodar desde un cerro, como dijo Agustín Yáñez en una parte de Al filo del agua.
En algún pasaje de esta novela espesa de agravios, balazos, sexo, droga, negocios, amigos y enemigos, seres grises y seres memorables, ires y venires, machos y delicados, hay un pasaje que, me parece, resume de una pincelada el destino de Abel Corona, lo que mueve a nuestro protagonista y sirve como palanca de toda la historia: “Me gustaría saber lo que se siente conducir un tráiler, dijo esta vez para sí. Ir por una carretera que no tenga ni ciudad de salida ni ciudad de llegada. Avanzar y avanzar sin detenerme. Y que eso, al contrario de la vida y de todas las cosas que hay en la vida, no se acabara nunca. Que el tiempo fuera solamente un manojo de kilómetros recorridos y que todas las mujeres que fuera encontrando a mi paso fueran una sola mujer”.
Esta reflexión, mutatis mutandis, también puede referirse a la vida literaria de Rogelio, escritor que como trailero conduce una obra literaria cuyo punto de llegada apenas podemos entrever, pues todavía le quedan miles de kilómetros por delante.

Comarca Lagunera, 8, noviembre y 2019

miércoles, noviembre 06, 2019

Boceto de Hugo Hiriart














Presentar a un escritor de larga trayectoria, como en este caso a Hugo Hiriart, puede hacerse por dos caminos: el primero y más habitual, tomando la ruta de la semblanza en modo solapa de libro como ésta que ofrece la Revista de la Universidad y espero sea confiable aunque no la más actualizada: “Hugo Hiriart nació en la Ciudad de México el 28 de abril de 1942. Narrador, dramaturgo, guionista y ensayista. Estudió filosofía en la FFyL de la UNAM. Ha sido director y productor del Teatro Santa Catarina y director del Instituto de México en Nueva York. Actualmente es docente en el área de literatura dramática de la Universidad de la Ciudad de México. Becario de la Fundación Guggenheim en 1984. Miembro del SNCA desde 1994. Premio Xavier Villaurrutia 1972 por Galaor. Premio de la Asociación Mexicana de Críticos 1980. Premio Woodrow Wilson Internacional Center for Scholars 1988 Washington. Ganador del Ariel 1990 al mejor mediometraje por Xochimilco, historia de un paisaje. Primer lugar en el I Certamen Nacional de Juguetes 1993. Premio de dramaturgia Juan Ruiz de Alarcón 1999. Premio Nacional de Ciencias y Artes 2009, en el campo de Lingüística y Literatura. Premio Mazatlán de Literatura 2011 por su libro El arte de perdurar (Editorial Almadía). Entre sus libros destacan Disertación sobre las telarañas, 1980; Acerca de la naturaleza de los sueños, 1995; Los dientes eran el piano, 1999)”.
Por supuesto, una semblanza de esta índole —insisto que de la modalidad solapa de libro— algo nos dice sobre la persona pero suele dejar fuera lo esencial. Y he aquí el segundo camino mediante el cual podemos presentar a un escritor: Hugo Hiriart no es solamente, pues, la suma de su currículum, la enumeración cronológica de sus libros y premios, sino, a mi parecer y si me pidieran que lo definiera en tres patadas, un espíritu que mira, duda y sonríe. En efecto, si algo destaca en su amplia obra es la curiosidad de su mirada, el acento siempre puesto en la duda y un velo nada infrecuente de humor asordinado.
Escritor con los variados intereses del erudito, Hiriart tiene permanentemente presente que el estilo debe ser sobrio y atractivo a un tiempo. Su obra refleja pues un equilibrio sutil entre el qué y el cómo: decir algo inteligente, agudo, revelador, con un tratamiento bello de la forma. Es posible advertir esto en toda su obra, por ejemplo en su trabajo ensayístico, zona de la escritura en la que Hiriart se mueve con harta soltura, como chef en la cocina, para no incurrir en el lugar común del pez en el agua. Es, aunque suene raro expresarlo así en este momento, discípulo directo de Montaigne como cultor del ensayo libre, personal, creativo, ese ensayo que desde el humanista francés tiene como centro la subjetividad del propio autor.
Doy el ejemplo de El arte de perdurar, libro que tenemos muy a la mano pues no hace tanto, en 2010, lo publicó Almadía. Con una prosa que no dudo en calificar de exquisita, Hiriart reflexiona en el tono del ensayo clásico, es decir, amable, relajado, culto, sobre la idea de la perduración que en general sueñan los artistas sin que esto signifique convertirla en tema visible en sus conversaciones o escritos. En aquellas páginas, el escritor mexicano expone el tema de su libro: “… pese a estar tan presente en los sueños íntimos del escritor, el tema de la perduración ha merecido poca atención directa de la crítica. Indirecta sí: las historias de la literatura son, en parte, sobre eso. Se juzga de mal gusto hablar sobre la trascendencia, el tema es irritante, tal vez, hasta de mal agüero, y se le escamotea. (…) Nosotros no. El tema de este ensayo es el de la perduración literaria”. Para acercarse al objeto auscultado, Hiriart apela a dos ejemplos mayúsculos: Jorge Luis Borges y Alfonso Reyes, y parte de una pregunta: “¿Por qué Borges alcanzó una gloria literaria que le ha sido negada a Reyes?” A partir de allí comienza la indagación, trabajo de suyo difícil si consideramos que la materia observada es tenue, intangible, un fantasma que debe ser puesto bajo la lupa”.
Un solo texto de ejemplo no hace verano, pero a merced tenemos muchos otros libros igualmente valiosos como Vivir y beber, Sobre la naturaleza de los sueños y su hermano Disertación sobre las telarañas, los dos últimos de editorial Era; en ellos, este Montaigne mexicano asedia varios temas con punzante claridad y belleza. En Disertación sobre las telarañas hay un ensayo titulado “El arte de la dedicatoria”, acaso uno de sus textos más conocidos. En él, nuestro homenajeado reflexiona zumbonamente sobre la dedicatoria como género literario, y amoneda (este verbo tiene la marca registrada de Borges) una dedicatoria posible: “No deberemos olvidar las dedicatorias excluyentes: ‘dedico estos poemas a toda la humanidad, menos a Enrique Krauze’”. Siguiendo el maldoso guiño, el historiador dedicó su libro Retratos personales de esta forma: “Dedico este libro a toda la humanidad, menos a Hugo Hiriart”, que fue como dedicarlo sólo a él.
No los distraigo más. Nomás quiero añadir que homenajeamos en esta Primera Feria Región Laguna no a toda la humananidad, sino sólo al narrador, dramaturgo, guionista, articulista y ensayista Hugo Hiriart. Me da muchísimo gusto saludarlo y agradecer personalmente sus libros. Bienvenido de nuevo a La Laguna, maestro. Gracias por acompañarnos.