miércoles, noviembre 29, 2023

Dos de Nueva Imagen












Caminaba en el centro histórico de Querétaro con mis colegas escritores Ricardo Vigueras, Elpidia Carrillo y José Juan Aboytia y vimos una librería de viejo llamada El Tragaluz. Pequeña, apretada de libros, apenas daba margen para caminar y ver entrepaños. Muchos de los ejemplares eran contenidos en bolsitas de plástico para protegerlos, supongo, de la humedad y el polvo. Vi la edición de La tregua, de Benedetti, publicada en México por la editorial Nueva Imagen. Pensé en llevármela, pero no lo hice porque ya tengo esa novela en dos versiones, una de ellas casi la primera edición. Elpidia la tomó, y poco después escribió en su Facebook: “En el hotel, al abrir la bolsa donde estaba bien conservada, descubrimos la firma del poeta”.

Tres semanas después, en Durango, caí en la librería de viejo Alfarabía (sic). Luego de una de mis visitas a ese espacio, escribí esto: en la ida de la tarde al Museo Regional Ángel Rodríguez Solórzano, sede del Encuentro de Escritores José Revueltas 2023, en Durango, volví a incursionar en la librería de viejo que me queda de pasada, y ahora pesqué otro libro de hechura no reciente. Es la segunda impresión (1984) de la primera edición mexicana (1983) de Final del juego, tal vez el libro de Cortázar que más me gusta. Este libro ya lo tengo, lo compré nuevo hace cuarenta años, y lo usé mucho en mis clases de cuento. Desgraciadamente una vez lo presté (recuerdo a quién, pero no importa) y cuando me lo regresaron tenía una de las peores lastimaduras que puede sufrir un libro: lo habían mojado, como que le tiraron encima un vaso de agua. Así, con las hojas onduladas, la marca como de cicatriz en muchas de sus páginas y a sabiendas de que odio los libros mojados aunque estén ya secos, lo recibí y lo conservé hasta la fecha, casi como un fetiche de mi primer deslumbramiento ante Cortázar. Hoy lo reencontré intacto, sólo con el papel un poco más amarillento. Otra vez lucía ante mí, impecable, la hermosa portada con un cuadro de Remedios Varo y todos sus cuentos sin mácula de accidentales líquidos. La edición es perfecta, de Nueva Imagen, editorial que creo fundó Saltiel Alatriste antes de pasar a Alfaguara y luego caer en desgracia. Hay otros dos detalles que deseo resaltar: que la primera edición de Final del juego es de Sudamericana y fue publicada en el año de mi nacimiento, 1964, que también tengo. Y el otro detalle es que allí aparecen cuentos ya legendarios como “Continuidad de los parques”, “Axolotl”, “La noche boca arriba” y por supuesto “Final del juego”. Me costó cien pesos, como claramente se ve en el pegotito con el precio que innecesariamente le infligieron a la portada.

Puedo suponer que fue una especie de premio de consolación.

sábado, noviembre 25, 2023

Encuentros fortuitos, el cuento como desafío










Entre otras, una de las responsabilidades del editor es, a veces, cuando no hay quién lo materialice o se lo piden, escribir el texto que aparecerá en la espalda del libro, aquel lugar que todos hemos visto ubicado en lo que la mayoría conoce como “contraportada” y en el argot editorial denominamos “cuarta de forros”. Suele ser un texto no firmado y siempre, sistemáticamente, elogioso, pues lo que procura es invitar al potencial lector a comprar el libro y quizá también, si no es mucho pedir, a leerlo. Por ello, es muy difícil, por no decir imposible, encontrar que este género de escritura consigne que el libro es aburrido o prescindible. El texto de la cuarta de forros presupone el aplauso, el espaldarazo y muchas veces el confeti más irresponsable.

Cuando escribí y firmé las palabras para la cuarta de forros del libro Encuentros fortuitos (UANL-Ibero Torreón, 2023) ya estaba segurísimo de mis afirmaciones, sobre todo de la última línea. Cito el convite: “El dolor, la rabia, el humor, la desesperanza, el vacío y la incertidumbre son algunas de las estaciones del alma que atraviesa Encuentros fortuitos, segundo libro de cuentos de Miguel Báez Durán. Armado con una prosa más que bien templada y en todo momento espesa de literatura, el autor nos lleva a convivir con personajes que habitan la frontera simbólica entre México y Canadá, sujetos cuya inestabilidad nos permite suponer, por extensión sinecdóquica, la inestabilidad de la vida, el monstruo que acecha detrás de cualquier rutina o sensación de bienestar. Así, una turista canadiense entregada a la caridad indolora pierde misteriosamente la vida en Cancún, una madre alucina con las caricaturas niponas que podrían contaminar a su hijo, unos pelagatos edifican a punta de memeces su indestructible ego, una mujer es acosada por los arañazos del amor y la maternidad, un escritor revisa su fracaso en el espejo del reconocimiento ajeno y remotísimo, un inquilino con anhelos de serial killer reflexiona sobre el cese taxativo del ruido en su vecindario y, por último, un sujeto queda hecho pomada por la belleza fugaz e inalcanzable. He aquí, dicho de manera muy sintética, el contenido de Encuentros fortuitos, libro que evidencia la pericia narrativa de Miguel Báez Durán, escritor pleno de imaginación y de recursos para usarla, sin duda un maestro del nocaut cuentístico”.

Insisto: al escribir lo anterior sabía que el minitexto de la cuarta debía terminar de manera categórica y subrayar que Miguel Báez Durán (Monterrey, NL, 1975) es un “maestro del nocaut cuentístico”. Razonar esta afirmación aparentemente excesiva es el propósito de los renglones que ofrezco a continuación.

Diré en esta nueva oportunidad, para empezar, lo que he repetido muchas veces sobre todo en los talleres literarios: que el cuento es un género literario peliagudo, fácil nada más para quienes lo observan desde la otra orilla del río. Es pues un error juzgarlo por su complexión breve, pensar que el cuentista es un tipo que se sienta, relata una anécdota y termina en la cuartilla dos o cinco o diez, cuando la aventura narrada ha terminado. Así de sencillo y así de falso. Se le minusvalora en principio por su brevedad: ¿qué tan difícil puede ser sancochar un texto corto?, piensan muchos. Lamento decir que la brevedad es apenas su característica más saliente, la punta de un iceberg que debajo esconde —cuando el cuento es eficaz, cuando el cuento es, como quería Poe, impactante— un montón de malicias, tantas que por ello muchos narradores le sacan la vuelta y optan por la escritura quizá más relajada de la novela, género que asimismo demanda otras pericias.

Pues bien, digo que Miguel Báez es un maestro del cuento no por capricho o por los imperativos de la amistad, sino porque sus cuentos son dispositivos literarios que admiten la lectura más puntillosa. En Encuentros fortuitos no asistimos a la escritura de un aprendiz, de alguien que apenas tantea con paso titubeante el terreno movedizo del cuento. Al contrario, en este libro estamos frente a la presencia de un narrador ya dueño de todos los recursos necesarios para articular historias compactas, emotivas, dignas de figurar en la biblioteca más rigurosa. Pienso de nuevo en la extensión; pese a que se trata de cuentos largos, la apretada intensidad de cada pieza crea la impresión de vertiginosidad, rasgo propio del cuento, casi como si en la lectura asistiéramos a un viaje en caída libre.

Los cuentos avanzan sin detalles que queden librados al azar, sin distracciones parasitarias, siempre al servicio del asunto central, siempre apegados al conflicto del protagonista. Desde cada uno de los arranques sabemos de un propósito, de un deseo clavado como daga en el espíritu de cada personaje principal, y hacia allá, a ver cumplido o frustrado ese deseo, avanzamos guiados por una prosa que no se da reposo en su fluidez, casi frenética en el despliegue de las peripecias y sin embargo espesa de belleza literaria, henchida de giros que nos permiten apreciar la soltura de un narrador que se apodera de un tono y no lo suelta hasta persuadirnos de que lo contado está muy bien contado, con las medidas justas de velocidad, introducción de detalles y verosimilitud.

En los siete cuentos que habitan este libro conviven las mejores herramientas de la narrativa. Por ejemplo, una que no es frecuente encontrar en otros escritores: la capacidad para bucear minuciosamente en el alma de los personajes, la destreza para sumergirse en interiores atormentados, en vidas que encallan en miedos, en odios, en obsesiones, en tristezas recónditas, en muy pocos, poquísimos o de plano nulos motivos de alegría. No se ha equivocado Saúl Rosales, quien tras leer los cuentos de Encuentros fortuitos me comentó que, natural o aprendido, hay algo de destoyevskiano en los microcosmos urdidos por Miguel Báez. Y sí, la mayor parte de los personajes que deambulan por estas páginas son sujetos sujetos a un pequeño infierno, seres incrustados en la urbe que bajo la cutícula de civilización no pueden evitar los manotazos de la soledad y la barbarie.

He compartido con su autor los títulos de mis relatos preferidos. Con los libros de cuentos, como ocurría antes con los discos y sus canciones, siempre pasa esto: uno selecciona en la cabeza las piezas que más le cuadran. No citaré aquí cuáles son, para no prejuiciar más al lector con mi opinión. Sólo diré, como cierre de mi reseña, que este libro es un dechado de libro de cuentos, que todos sus párrafos han sido concebidos, problematizados, ejecutados y revisados con lupa por un escritor lagunero desbordante de talento literario y voluntad creativa, por Miguel Báez Durán, un narrador que ha aceptado los desafíos del cuento y ha salido airoso como lo que es: “un maestro del nocaut cuentístico”.

Comarca lagunera, 22, noviembre y 2023

Nota. Texto leído en la presentación de Encuentros fortuitos (UANL-Ibero Torreón, 2023) celebrada el 22 de noviembre de 2023 en la Galería de Arte Contemporáneo del Teatro Isauro Martínez, Torreón. Participamos Mariana Ramírez Estrada, el autor y yo.

miércoles, noviembre 22, 2023

Encuentros fortuitos, cuentos de Miguel Báez

 









Encuentros fortuitos, libro de cuentos de Miguel Báez Durán coeditado por la Universidad Autónoma de Nuevo León y la Universidad Iberoamericana Torreón en 2023, será presentado hoy miércoles 22 de noviembre a las 7 PM en la Galería de Arte Contemporáneo del Teatro Isauro Martínez, de Torreón. Mariana Ramírez Estrada, el autor y yo haremos los comentarios sobre el libro.

Los personajes de los siete cuentos reunidos en Encuentros fortuitos habitan la frontera simbólica entre México y Canadá, y son sujetos cuya inestabilidad nos permite suponer la inestabilidad de la vida, el monstruo que acecha detrás de cualquier rutina o sensación de bienestar. Así, una turista canadiense entregada a la caridad indolora pierde misteriosamente la vida en Cancún, una madre alucina con las caricaturas niponas que podrían contaminar a su hijo, unos pelagatos edifican a punta de memeces su indestructible ego, una mujer es acosada por los arañazos del amor y la maternidad, un escritor revisa su fracaso en el espejo del reconocimiento ajeno y remotísimo, un inquilino con anhelos de serial killer reflexiona sobre el cese taxativo del ruido en su vecindario y, por último, un sujeto queda hecho pomada por la belleza fugaz e inalcanzable.

Miguel Báez Durán (Monterrey, NL) radica en Torreón desde 1985. Es licenciado en Derecho por la Universidad Iberoamericana Torreón y maestro en Letras Hispánicas por la Universidad de Calgary. Entre otros libros, es autor de Vislumbre de cineastas y Miel de maple. Ha publicado reseñas de cine y libros en revistas y en su blog, además de haber colaborado como crítico de cine en programas de radio cultural. Fue profesor de español como lengua extranjera en la Universidad de Calgary, la Universidad Concordia y la Universidad de Quebec en Montreal. Hasta el 2017 también fue profesor de tiempo completo en el Departamento de Lenguas y Culturas de Vanier College. Actualmente colabora como profesor de asignatura en la Ibero Torreón. También da clases de español como lengua extranjera en línea.

Mariana Ramírez Estrada nació en Torreón, y estudió Ciencias Humanas en la Ibero Torreón. Es editora de revistas y libros, correctora de estilo y maestra de literatura.

La entrada es libre y al final habrá brindis.

sábado, noviembre 18, 2023

Podcast sobre Leyenda Morgan










 

No soy de medios audio, visuales ni audiovisuales, por eso el auge de los podcasts no me ha seducido. Esto no significa, sin embargo, marginarme si alguien me convida a trabajar en un producto de esa índole, como pasó con la propuesta del comunicólogo regiomontano Gabriel Contreras, quien me invitó a dialogar sobre la reedición de mi libro Leyenda Morgan (UANL, 2023) para, con ese material, armar un podcast. Ya quedó, y aquí lo dejo al alcance de quien guste escucharlo. Las respuestas que di, si alguien las prefiere leídas, son las siguientes, y creo son útiles para acceder a la materia de la literatura criminal en general y a mi libro de cuentos en particular.

1

Mi primer contacto con la literatura policial, detectivesca o criminal se dio, como supongo les ocurre a muchos lectores incipientes, con los cuentos de Edgar Allan Poe, particularmente con el primer cuento de la historia de la literatura policial: “Los crímenes de calle Morgue” en la edición de Porrúa de la colección Sepan cuentos. Allí también hay otros cuentos policiales famosos, como “La carta robada”, y en esas historias me asombró la acumulación de pistas y la tremenda capacidad de Auguste Dupin para atar las pistas y esclarecer el misterio. Supe entonces que todo escenario de un crimen o todo relato detallado de un delito esconden mensajes, comunican, y la tarea del investigador es decodificar bien los indicios, interpretar las huellas.

Poco después, en la misma colección Sepan cuentos de Porrúa, leí los cuentos de Conan Doyle que tienen como protagonista, ya lo sabemos, al detective más famoso de la literatura, Sherlock Holmes. Son historias algo mecánicas, de estructura algo rígida, dirigida al público europeo del siglo XIX, cuando todavía lo policial no había alcanzado la popularidad que luego tendría. Gracias a Holmes se afianzó en mí la certeza de que lo más importante en una historia de este tipo son las pistas, y que el investigador astuto debe ser capaz de conjeturar lo que comunican

Con los años seguí leyendo de todo, y no faltaron libros policiacos, aunque no muchos, pues hasta la fecha no me considero un lector o escritor de este tipo de literatura, sino un lector a secas que en el camino ha leído y escrito algunos relatos policiales. Cayó en mis manos, por ejemplo, el libro escrito por Borges y Bioy firmado con el seudónimo H. Bustos Domecq, que exagera hasta lo paródico los recursos de la narrativa detectivesca de enigma. También me gustó mucho Rodolfo Walsh, su libro Variaciones en rojo. De los mexicanos, comencé con Bernal y Taibo II, y con el paso del tiempo se han sumado autores más recientes. También debo decir que el cine y series de televisión me han orientado y estimulado para animarme a escribir cuentos policiacos.

Debo agregar que para mí es muy importante la noción de principio, medio y fin. No me agradan las historias deshuesadas, los finales nebulosos, demasiado abiertos o mañosamente resueltos, sin pistas previas. Un último detalle: cuando pensé en escribir algo policial, pensé en combinar el relato de enigma con el policial duro. Es decir, que en una misma historia hubiera una pregunta y elementos que aludieran a la viscosidad de la violencia común, no la relacionada con el narco, sino con los robos, extorsiones y demás tropelías que siempre han existido.

2

Lo primero fue imaginar al personaje, diseñar sus rasgos físicos y su psicología. Gradualmente fui añadiendo detalles a su aspecto. Sabía que debía ser policía judicial con poca instrucción, con un pasado familiar algo disfuncional y precario, además de no muy exigente con su ética. También, que debía ser muy sagaz y valiente, intuitivo. Me impuse desde el principio la idea de hacerlo antisocial, poco dado a la conversación, solitario, nada sentimental y ajeno por completo a las delicadezas. Una de las obligaciones más enfáticas que me propuse cumplir es vincularlo estrechamente con gustos populacheros, nada culteranos, pues he leído y visto películas en las que el policía, luego de pasar todo el día en los barrios bajos, en los tugurios, en los lupanares, en los callejones oscuros y mugrientos entre delincuentes, soplones y demás canallas, llega a su departamento de soltero insalvable, se sirve un whisky, pone música clásica en el estéreo y acaricia a un gatito o a un perro french. Yo no quería eso, pues imagino que un policía judicial mexicano al uso tiene en general gustos elementales, oye música populachera, come tacos, bebe cerveza y todo su mundo real y simbólico es rasposo.

En el camino también pensé en la formación intelectual de mi protagonista, por llamar de algún modo a su formación. En lugar de tener referencias sobre la Divina Comedia, como ocurre con ciertas películas gringas en la que un investigador deduce que los crímenes se relacionan con clásicos, mi policía sólo debía tener preparación elemental. Imaginé entonces que en lugar de libros muy sesudos, mi policía se había pasado la vida leyendo novelitas semanales de puesto de periódicos, literatura baratísima, historietas mexicanas. Como le pasó al Quijote con las novelas de caballería, mi investigador se ve embrujado por los cómics que devora y eso lo lleva a imaginar que él puede convertirse en protagonista de esas publicaciones. Así, mi libro Leyenda Morgan es un libro de cuentos, pero con algunos rasgos de novela, como un solo personaje en todas las historias, una sola atmósfera, una estructura similar en donde se trata de respetar el principio-medio-fin y un presente narrativo en todo el libro. En este sentido, se me ocurrió que el presente narrativo de todo el libro se da mientras el policía bebe cerveza en una cantina, y entre cada vuelta a ese presente el personaje imagina delitos que ha esclarecido en el pasado, siempre con la sensación de que son parte de una historieta.

Esto va de la mano a la idea de añadir imágenes de cómic al libro, portadas como de historieta popular mexicana a cada cuento y también una página de historieta en cada cuento pero no como ornamento, no como ilustración, sino como parte de la trama para reforzar la idea de que mi policía se imagina protagonista de una novela policiaca semanal. Este libro ganó el premio nacional de cuento del INBA-SLP 2005, y los jurados, Ana Clavel, Daniel Sada y Hernán Lara Zavala destacaron que esta narrativa textual con algunos elementos icónicas era una novedad. El premio de San Luis es convocado desde 1974, y quizá mi libro sea el único de corte policial que lo ha ganado.

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No soy especialista, como académico, en literatura policiaca de México ni de ninguna parte. A lo mucho soy un lector esporádico de este tipo de obras. Sé que en los años recientes han aparecido autores valiosos como Élmer Méndoza, Eduardo Antonio Parra o Vicente Alfonso, por mencionar sólo a tres muy destacados, pero son muchos más. Ellos han continuado la obra de Usigli, Bernal, María Elvira Bermúdez, algo de Ibargüengoitia, algo de Leñero y, por supuesto, de Taibo II y Juan Hernández Luna. Creo sin embargo que todavía falta mucho para alcanzar la fuerza y la abundancia de literaturas policiacas o criminales como las de Inglaterra, Estados Unidos, Francia y, en América Latina, Argentina. Ahora bien, esto no es una competencia, y México puede hacer aportes que ya de alguna manera está haciendo al incorporar a la literatura circunstancias de la realidad hiperviolenta del crimen organizado. Pero no es fácil trabajar con la violencia extrema, pues de allí puede salir una literatura tan truculenta que puede resultar inverosímil. No digo “inverosímil” porque no pueda ser creída como literatura, sino porque siempre sospecharemos que es una creación artificial del escritor, ya que sería al menos raro que un novelista haya “vivido” esas experiencias para después contarla. Tal vez el género más adecuado para contra la hiperviolencia sea el ensayo, como lo han demostrado con sus libros Sergio González Rodríguez, Héctor Domínguez Ruvalcaba y Oswaldo Zavala.

En lo personal, creo que los mejores temas para lo policial tienen que ver con el delito común, con los fraudes, con los robos, con los homicidios por celos o por venganzas familiares. Quizá eso es un material más fácil de explorar y explotar por el escritor y no tanto el submundo de la hiperviolencia donde se mueve el crimen organizado.

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Ni siquiera he pensado en mi policía judicial como un antihéroe. Quizá ciertos lectores se identifican con él porque en el fondo todos apetecemos no tener miedo, movernos y dialogar con quien sea sin que nos tiemble la voz. En lo personal creo que mi personaje es desagradable, pero tampoco tuve muchas opciones al construirlo. Haberlo hecho amable, educado, cordial, justo, sensible, lo hubieran convertido en un fantasma. El tipo es un tipo terrestre, formado en su circunstancia, sin muchos principios ni valores. No lo propongo como modelo de nada en la realidad, sino como un sujeto que, algo hiperbolizados, tiene algunos rasgos comunes a los guardianes de la ley en nuestro país, peones que buscan su acomodo en el inmenso ajedrez de la corrupción.

5

Un rasgo que también quise sumar a Leyenda Morgan quizá no es muy visible, pero yo sé que de alguna manera está allí. Desde hace mucho soy admirador de la literatura picaresca española, y creo que en gran medida nuestra realidad está llena de Lazarillos de Tormes y de Buscones de Quevedo. Quizá en la literatura ya no aparecen tantos pícaros, pero en la realidad estamos llenos de personajes de este tipo, logreros, gandallas, transas, vivos. Ahora bien, no creo que esos personajes sólo rondan en los bajos fondos de la sociedad, sino que son ubicuos. Esto significa que para mí el pícaro puede vivir y lucir sus mañas en el barrio, pero también es pícaro quien hace transas en las altas esferas políticas o empresariales. Si algo caracteriza a la realidad mexicana es eso, la superabundancia de pícaros. Son pícaros los compas de la tiendita que nos despachan kilos de 900 gramos, pero también son pícaros los banqueros que nos hace cargos oscuros en la tarjeta. Por eso mismo casi nadie está limpio en mi libro Leyenda Morgan, todos se mueven allí como gesticuladores, son mentirosos seriales y sujetos con moral torcida. La mirada del lector se centra en el protagonista porque es el protagonista, pero casi todos los personajes con los que trata harían lo mismo si pudieran.

Esto no significa que mi libro se asuma como un tratado sociológico o una obra con mensaje concientizador. No fue ese mi propósito al escribirlo, sino articular historias en las que con ciertas dosis de humor negro se refleja de manera algo esperpéntica la realidad en la que creo que nos movemos. Es por ello un objeto literario, no académico, aunque alguien quiera leerlo de cualquier otra manera. La idea más remota de este libro me nació al escuchar una conferencia sobre derechos humanos. Recuerdo que la ponente habló de los procesos judiciales y dijo que si las evidencias de un delito no están bien levantadas, no habrá castigo, pues el debido proceso obliga a que el delito quede perfectamente demostrado. Como las escenas del crimen se contaminan, como las autoridades no peinan adecuadamente los lugares donde se comete un delito, eso a la larga provoca la imposibilidad del castigo, la impunidad. Mi personaje no es un corrupto mayor, es un pícaro centavero y un traidor casi secreto de su oficio, pero si multiplicas esa picardía individual por miles o millones, es por eso que vivimos en una realidad muy dada a la injusticia, a la impunidad.

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Los argentinos hablan de “códigos” y de “no tener códigos” cuando un delincuente traiciona a otro o pasa ciertas líneas, como no cumplir un acuerdo, robar lo robado o meterse con familiares. Creo que esta insistencia en la “ética” entrecomillada es herencia de los grupos mafiosos del sur de Italia, lo que tanto resalta y seduce en la saga de El Padrino. No creo que en México sea tan claro hablar de este tipo de códigos. Acá siento que no hay mucho prurito o cargo de conciencia si alguien traiciona a alguien, si se rompe con la ética. Mi personaje es un tipo torcido, que ni siquiera repara en la existencia de una mínima ética. Lo único que busca y muchas veces logra es obtener una ganancia particular tras dar con la solución de un misterio. En él jamás resalta un remordimiento, la idea de que transgredió algo. Para él, lo más normal es lo anormal, medrar, usar su cargo para centavear. Por eso también vive y trabaja solo; esto le permite no rendirle cuentas a nadie.

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Es cierto, mi libro es una mixtura de elementos cultos y populares. Me da pena decir que un rasgo culto está en la textura de la prosa, en su tono, y en la idea cervantina que ya mencioné: así como el Quijote enferma con novelas de caballería, mi policía es engatusado por los cómics policiacos. Los elementos populares son muchos: las canciones que oye mi policía (sólo Los Cadetes de Linares), las películas que ve (de los hermanos Almada), su apodo de beisbolista y en general el contexto en el que se mueve, los lupanares, las cantinas, los mercados, las taquerías. En todo esto creo que influyó el hecho de que yo me muevo en dos planos: tengo algún contacto con la alta cultura (por ejemplo, con los libros) y también con la calle, con la realidad más inmediata de la comarca lagunera.

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En todos los cómics imaginados por el Teniente Morgan hay una frase que opera como subtítulo: “La ley nunca descansa”. Por supuesto es una ironía. Mi policía representa a la ley, pero es quien menos va a ejercerla. Podría pensarse que él es una sinécdoque del Estado criminal: la parte por el todo. Él no es tonto, al contrario, no tiene lecturas, no tiene formación, pero es muy inteligente. Lamentablemente pone su sagacidad al servicio sólo de sí mimo, nunca de la ley. 

miércoles, noviembre 15, 2023

Escoria sin dueño

 

















Ya hace algunos años sancoché una columna con este mismo tema: el de las falsas atribuciones literarias. Son cada vez más frecuentes y no hay poder humano que las detenga, y menos con las redes sociales a la mano, lo que para muchos es como tener disponible una AK-47 cuyo único empleo es disparar falacias hacia todos lados. Comento un caso de falsa atribución que recién me topé en las zahúrdas de la comunicación actual a las que solemos llamar “redes”.

Lo primero que jaló mi atención fue el título: “Excelente escrito de Gabriel García Márquez”. Fuera del mundillo literario, es al menos raro llamar “escrito” a cualquier texto que seguramente responde a un género específico (poema, cuento, crónica…). Leer de nuevo que el “escrito” era de GGM me puso en guardia, y no me equivoqué. Organizado en “versos”, comienza así: “Si te atrae una mujer / por la talla de su pecho, / por su cintura o por sus caderas, / te estás equivocando”. Una mínima instrucción literaria permite ver, sin ninguna dificultad, el tono chafa del texto, su catadura de poesía menos que elemental, su mirada embusteramente solidaria. Continúa: “Si lo que más valoras / en ellas son los rasgos de su cara / el color de sus ojos, / la longitud de sus piernas / o como se ve con minifalda / te sigues equivocando”. No mejora, no se eleva, sigue a ras de suelo, y allí se queda, así que está de más proseguir.

Pensé lo de siempre: GGM no escribió poesía, y si lo hubiera hecho es muy difícil imaginarlo con ese tono de poema de almanaque, edulcorado y “con mensaje”. Estaba a punto de abandonar el asunto cuando de reojo vi los comentarios. Todos eran elogiosos, una catarata de aplausos a lo bonito del poema, la demostración más acabada del mal gusto triunfante. De esa manera llegué a un comentario que me desconcertó: “El texto no es del colombiano. Es demasiado bueno para ser de García Márquez”. Las primeras seis palabras estuvieron a punto de renovar mi fe en la humanidad, pues decían la verdad: “El texto no es del colombiano”. Lo malo fue la segunda afirmación: “Es demasiado bueno para ser de García Márquez”. Parecía la opinión más centrada, la más sensata, la más informada, pero terminó siendo la peor, la más próxima al desastre.

sábado, noviembre 11, 2023

Vindicación de Malinche

 











Malinche y la conquista de México (UA de C, Saltillo, 2023, 171 pp.), nuevo libro de Saúl Rosales, cumple lo que su título promete: por un lado, varios de sus ensayos recorren la circunstancia de la indígena que sirvió principalmente como traductora al regimiento español y, por el otro, nos acerca a varios momentos de la empresa que tuvo como eje a Hernán Cortés. Es, el del escritor y maestro lagunero, un libro trazado durante los años del quinto centenario de la conquista europea al suelo mexicano, los que van de 2019 a 2021.

El tema de este título no es cómodo, pues bien sabemos que el debate sobre la conquista de América en general y de México en particular se ha extendido por décadas y la paleta de opiniones va, hasta la fecha, del blanco al negro con todos los grises posibles en el medio. La polémica se da desde lo nominal: ¿cómo debemos llamarle? ¿Conquista? ¿Genocidio? ¿Choque de dos mundos? ¿Encuentro inevitable? ¿Proyecto civilizatorio? ¿Conmemoración? ¿Efemérides? ¿Pesadilla? Por esto digo que no es un libro cómodo, ya que, si lo miramos bien, los acontecimientos ocurridos a partir de 1492 en el territorio que luego sería llamado América conjugan todas o casi todas las posibilidades de la denominación: lo mismo fue un encuentro inevitable que un genocidio y un culturicidio de los pueblos originarios y, en algún otro punto y con asegunes, un proyecto civilizatorio. Pero todo es y será debatible, claro, y qué no lo es cuando hablamos del pasado y las desventuras de la humanidad. Ahora bien, en el libro que nos ocupa es destacable una suerte de equilibrio en la ponderación: más que exaltar a unos o a otros, el autor resalta, subraya, enfatiza que todo ese proceso fue una hazaña de indígenas y españoles. Hay figuras señeras, obviamente, pero a ellas debemos sumar miles de rostros anónimos que en el ataque y la defensa se mostraron bizarros en el primer sentido —el único que debería tener— de esta palabra.

En sus ensayos —ensayos de interpretación, preciso—, Saúl Rosales interroga sobre todo los tres libros más salientes escritos en torno a la conquista de México: las Cartas de relación, la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España y la Historia general de las cosas de la Nueva España, de Cortés, Bernal Díaz y Bernardino de Sahagún, respectivamente. Junto a ellos, convida una batería no muy amplia pero sí valiosa de especialistas en el tema como Miguel León Portilla, Christian Duverger y Camilla Towsend.

Creo seriamente que lo sustancial en Malinche y la conquista de México no está en el aparato erudito, sino en la destreza de su autor para cuadrar los asuntos que acomete. Los textos que componen este libro son por ello excelentes ejemplos de ensayo libre, subjetivo, de interpretación. En todos asoma asimismo la buena prosa y la originalidad del abordaje, rasgos clave a la hora de valorar los trabajos de este género y acaso de todo tipo de escritura. Dividido en tres partes tituladas “Malinche”, “Variaciones sobre la conquista de México” y “Más variaciones, 1519-1521”, contiene 29 piezas y una acuciosa presentación escrita por Salvador Hernández Vélez. En la parte inicial, Rosales focaliza su atención en la figura de Malinche, y, sin aspavientos, más que simpatizar, empatiza con ella, para decirlo con una palabra hoy tan de moda.

Al insistir en la eliminación, por su retintín minusvalorativo, del artículo “la” al nombre Malinche, el autor habla sobre la inmerecida carga de injurias perpetrada contra la figura de la indígena. Lo expone así:

Tal vez también contribuya, para atribuirle capacidad denigrante al artículo, el hecho de que a Malinche se le quiso ver desde hace siglos como una traidora. Se supone que traicionó a sus connacionales, cuando México no existía como nación; que habría traicionado a los mexicas, cuando ella no era mexica. Hasta se creó el mexicanismo malinchismo para significar la preferencia por lo extranjero.

Me detengo a pensar en la sutileza de ensayista con la que Rosales ha percibido el tufo a desdén que hay en un artículo: “la Malinche” —le parece y es así— no es lo mismo que “Malinche”, como no es lo mismo “el Roberto” que “Roberto” o “la Susana” que “Susana”. Abolir un monosílabo es el comienzo de su vindicación. Y por supuesto no para allí: los primeros textos del libro dan cuenta del personaje fascinante que es Malinche. Con todo en contra desde niña, va rebotando en su escarpada biografía hasta terminar como pago en especie (humana) a las huestes de Cortés luego de la batalla de Centla. No rebasa los veinte años y ya el barroquismo de su destino la ha zarandeado hasta convertirla en casi nada.

El azar, sin embargo, le juega a favor cuando se convierte en propiedad de los soldados españoles, y más particularmente de Cortés: por nacimiento y luego por haber sido vendida a una comunidad que no era la suya, Malinche sabe náhuatl y maya, y como el capitán lleva a Gerónimo de Aguilar, recién rescatado en tierras de la península yucateca, hay un español que sabe maya; así la cadena de transmisión comunicativa queda establecida con dos traductores que serán fundamentales en las órdenes a los aborígenes aliados y en los tratos o desavenencias con los enemigos: Malinche recibe la información en náhuatl, la comunica en maya a De Aguilar y éste la pasa en español a Hernán Cortés. Este flujo verbal tripartita no duró mucho, pues Malinche, virtuosa políglota al fin, pronto se hizo de la lengua española y por su medio comenzó a pasar toda la información del náhuatl para Cortés y del español para sus interlocutores indígenas, de ahí que fue ella la principal bisagra entre las dos lenguas, que es como decir entre las dos cosmovisiones.

El libro de Saúl Rosales es una vindicación de Malinche, es verdad, como lo evidencia en este ilustrativo pasaje:

La idea de que Malinche es —digo que es, porque sobrevive a pesar de todo—  una traidora de los mexicanos perdura como herida amarga en la sociedad. Pero Malinche no traicionó ni a los mexicas. Malinche era de otro pueblo, era popoluca, de un lugar alejado cientos de kilómetros de Tenochtitlan y, más aún, sujeto a hostilidades de los súbditos de Moctezuma.

Malinche es el ejemplo del ser humano que se sobrepone a las adversidades y se alza hasta un destino luminoso. Malinche es digna de resplandecer en la memoria con brillo de bronce lustrado; de permanecer entre quienes han sido inmortalizados con los más sólidos materiales y en las páginas imborrables. Su biografía es de símbolo nacional.

Esto puede hacer pensar en un deslumbramiento exclusivo del autor por la figura de la “lengua” o “faraute” de Cortés, pero no es así. En todas las páginas de su libro hay un relente de admiración por aztecas, tlaxcaltecas y españoles por igual, lo que nos lleva a reconsiderar odios retroactivos. Rosales hace el planteo en estos términos:

Juntos, el poder de los siempre insumisos y aguerridos tlaxcaltecas y el poder de los europeos y sus aliados indígenas se encaminan a Tenochtitlan. Los súbditos del poderoso imperio azteca se les oponen con armas y diplomacia, como hicieron desde que los extranjeros se instalaron en Veracruz. Estas tres fuerzas del siglo XVI, mexicas, tlaxcaltecas y europeos, son las que deberían estar presentes en el espíritu mexicano.

La civilización azteca cuya energía bélica y creadora dejó incontables testimonios en la historia y en la geografía; el poderío tlaxcalteca que sobrevivió insumiso a pesar de estar cercado por el imperio mexica y la potencia europea que había tenido la suficiencia para cruzar el Atlántico y explorar y colonizar vastedades no imaginadas son el trío de fuerzas nutricias que debían alimentar la psicología de los mexicanos.

Por todo, este de Saúl Rosales es uno más de sus valiosos libros, “un testimonio —como señala Salvador Hernández Vélez en el prólogo— que documenta fielmente (…) el pulso de la vida nacional durante el inicio y la consumación de la conquista de México a quinientos años de distancia”.

Torreón, Coahuila, 10, noviembre y 2023

Nota. Texto leído en la presentación de Malinche y la conquista de México. Participamos Salvador Hernández Vélez, el autor y yo. Se celebró en el Centro de Transferencia de la Ciudad Universitaria de la UA de C, Torreón, el 10 de noviembre de 2023.

miércoles, noviembre 08, 2023

Higuita en escena

 











Lo vi a finales de los noventa en el ya demolido estadio Corona de Torreón. Fue en un partido de visitante, venía con los Tiburones Rojos de Veracruz a jugar contra el Santos Laguna. Supongo que ya había pasado su mejor momento, pero no estoy seguro, pues su retiro se dio en 2009, casi al cerrar la primera década del siglo. Me estoy refiriendo a René Higuita (Medellín, Colombia, 1966), personaje del que recién vi el documental que le hizo Netflix, género que prefiero por mucho frente a las llamadas biopics.

El título del producto audiovisual es elocuente para los aficionados: Higuita. El camino del escorpión (Luis Ara, 2023). Alude, claro, a uno de los momentos más famosos del futbol mundial, aquel en el que el colombiano ejecutó, sin mácula, la muy difícil jugada cuyo nombre es “el escorpión”. La hizo en Wembley, en un amistoso frente a Inglaterra, y por supuesto es abordada en el documental.

Asimismo, el trabajo recorre la vida del portero colombiano, su pobreza y su orfandad, su voluntad, su peculiaridad como portero anotador de goles, el loco futbol que propuso como arquero que no dudaba en salir de su área para elevar la taquicardia de los aficionados incluso con el riesgo de toparse contra enemigos que, como Roger Milla, podían despedazarlo. Fue, en su papel de guardameta, un adelantado, y se dice que se debe a él un cambio de regla en el futbol: castigar con falta al portero que recibe con las manos el balón deliberado de un compañero. Higuita demostró que el arquero podía/debía jugar también con los pies, de ahí la modificación al reglamento.

Lo más atractivo del documental no está, sin embargo, en sus referencias al futbol, sino en el contexto dentro del cual se movió Higuita: el de la Colombia hiperviolenta de los ochenta y noventa, el de la presencia del narcotráfico que tuvo como cima a Pablo Escobar Gaviria, la Colombia de la extorsión, los secuestros y la muerte en cantidades industriales.

Para quienes gustan del futbol mezclado con ingredientes sociales y políticos, Higuita. El camino del escorpión es un buen platillo; el oído, la mirada y el entendimiento salen complacidos de este paseo por el futbol y la realidad de un país que ha sufrido mucho pero allí sigue, fuerte y caminando como René Higuita.

sábado, noviembre 04, 2023

Colección Vientos del Pueblo


 











Hace un par de semanas tuve la oportunidad de presentar en Querétaro, dentro del Segunda Semana de Novela Negra F.G. Haghenbeck, un puñado de cuadernillos ilustrados que son parte de la colección Vientos del Pueblo, del FCE. Se trata, como quizá ya lo sabemos, de una serie de publicaciones breves lanzadas al mercado con precios que oscilan entre los 11 y no más de 20 pesos cada una. El escritor sonorense César Gándara y yo los comentamos a los flancos de Luis Arturo Salmerón, coordinador de la colección.

Los títulos de los que hablamos son los que tienen tema policiaco o criminal, y fueron estos siete:

1. “Los crímenes de la calle Morgue”, de Edgar Allan Poe. Sobre él, basta citar el lugar común: es el primer relato policial de la historia.

2. “Con tinta sangre”, del argentino Juan Sasturain, narra el regreso de Cárter a un centro nocturno del Caribe. Habla con el barman Milpalmeras de un hecho ocurrido hace muchos años: en la disputa de la cantante Almita, Bradley y él bolerista Spinoza hablan en un privado del Guayaba Club: Spinoza se hace un tajo y escribe un bolero con su sangre, pero algo pasa y muere: el asunto es saber si se desangró o alguien colaboró para matarlo. La sorpresa, sin embargo, tiene más que ver con el presente de Almita que con todos los demás personajes.

3. “Vidas criminales”, del español Juan Madrid, es la historia de dos recién salidas de la cárcel, Rufina y Dolorcitas. Ambas tienen vocación por el delito, no las detiene nada, como Nikitas del estropicio y la maldad gratuita. En Madrid se dan vuelo cometiendo delitos, matan sin asomo de sentimientos. La maldad está aquí hiperbolizada, es excesiva. El torcido policía que las persigue, Jenaro Iturriaga, tiene gran voracidad sexual, la pureza ética no es lo suyo.

4. “Sfumato. Más azul” es de Elia Barceló, también española. Un asesino serial mata mujeres y deja cuadros a medio pintar. El detective Molina no sabe nada de arte, pero indaga entre galeristas. La historia se combina con otra paralela, como si fueran dos en una: Leonardo da Vinci en Amboise, Francia, explicado, ya viejo y enfermo, los secretos de su arte a un discípulo; aquí rige la idea del misterio como base del arte.

5. Del mexicano Antonio Malpica, “El crítico” narra la investigación de un asesinato. Lo perpetró “El crítico”, un asesino serial que mata escritores, los descuartiza y envía a la policía libros llenos de enmiendas a mano. Solana, el investigador, es acompañado por Ibáñez y una becaria, van a la librería Gandhi, donde en las gavetas está un cuerpo descuartizado. Cierran la librería y mandan llamar a varios escritores. Entre libros, se da la indagación y los amoríos de Ibáñez y la becaria. Al final el crimen no es resuelto, queda abierta la resolución de la historia.

6. En “Subasta”, de la ecuatoriana María Fernanda Ampuero, una narradora en primera persona cuenta su secuestro, la subasta siniestra en la que será ofrecida. La raptaron, como a otros, en un taxi. Para salvarse, recuerda un viejo recurso de su niñez: rodearse de viscosidades de gallos para evitar ser tocada. En la subasta se caga, se mea, y nadie la compra. La tiran a una especie de periférico. Un cuento siniestro.

7. Por último, en “El intérprete griego” aparece Mycroft, hermano de Sherlock Holmes. Es más sagaz que Sherlock según Sherlock. Indagan el caso de un intérprete de griego que se ve involucrado en el intento de robar una fortuna a una familia ateniense. Se sabe que Conan Doyle buscaba bajar el precio a Sherlock, por eso hizo aparecer a su hermano, un tipo más astuto (recordemos que el famoso escritor terminaría matando a su más famoso detective, lo que provocó el enojo de sus lectores).

En total estos siete cuadernillos no alcanzan un precio de cien pesos. Son las publicaciones literarias más baratas y atendibles que hay hoy en nuestras librerías. En Torreón las encontramos en la librería Educal.

miércoles, noviembre 01, 2023

Palabras que no tenemos


 











Los idiomas tienen límites, no lo designan todo. Sin que yo entienda muy bien por qué, el poema “Everness” (“Sólo una cosa no hay. Es el olvido. / Dios, que salva el metal, salva la escoria / y cifra en su profética memoria / las lunas que serán y las que han sido...”), de Borges, tiene un título intraducible al español, o más bien que no tiene palabra equivalente en nuestro idioma. Sé que algo parecido ocurre con el pensamiento de Heidegger, quien para filosofar acuñó palabras en alemán que en las traducciones tuvieron que ser inventadas en español. Pero no me meto en esos berenjenales de especialista, sólo consigno el hecho así, por encimita.

Reparé en esta situación al escuchar recientemente un programa de radio. La locutora pronunció esta frase: “Una mañana muy lunes”. Aunque rara, es entendible, funciona si comprendemos que el sustantivo “lunes” opera allí como adjetivo: en lugar de decir “una mañana muy agitada”, “una mañana muy bonita” o “una mañana muy [lo que sea]”, la frase sorprende porque “lunes” no es adjetivo, no califica nunca nada.

Esto me llevó a pensar en palabras que no hay en español, y lo primero que tuve a la mano fueron los adjetivos derivados de los días de la semana: “sábado” y “domingo” sí han generado un adjetivo: “sabatino” y “dominical”; los demás días no lo tienen y veo difícil que se puedan formar por analogía: “martesino” o “jueval” o "juevesal" suenan horrible.

Salvo dos, “septembrino” y “decembrino”, no tenemos adjetivos derivados de los meses, e igual sonaría espantoso decir “enerino” y “agostino”, o “febreral” y “octubral”. No se dejan sin tropezar en cacofonías. Las que sí se dejan mutar hacia adjetivos son las temporadas del año: primaveral, veraniego, otoñal, invernal.

Algunos lapsos más genéricos producen adjetivo, otros no. Día-diario, semana-semanal, quincena-quincenal, mes-mensual, semestre-semestral, año-anual, dos años-bienal, siglo-secular, milenio-milenario. No hay adjetivo para algunos otros periodos, como el que mide el sustantivo “década”.

Y ya por último: sé que no hay adjetivo para el lapso de una hora, pero Jaime Sabines lo forzó en el título de su primer libro (1950) y no suena feo: “Horal”.