Elías observa el número
incrustado en la pared de ladrillo rojo. Como si fuera a robar, mira a los dos
flancos de la calle y advierte que no viene nadie. Un olor a jazmines rodea ese
momento y detiene la vista en la maceta rectangular: “Cuida bien sus flores”,
piensa. Toca el timbre, una especie de gong oriental que suena casi en su
oreja, muy próximo. La casa es pequeña, de apenas unos cinco metros de ancho.
Oye una respuesta lejana, seguramente la voz de Rita. Pasan dos minutos y
vuelve a timbrar. Unos segundos después, la puerta se abre y allí está ella,
Rita. Pasa un instante que ambos dedican al reconocimiento fugaz de las
facciones. Pese a las arrugas, descubren en la memoria de esos rasgos la
antigua cara que tuvieron, cuando fueron jóvenes. Sonríen, se dicen hola y
aproximan sus mejillas en un roce que intenta ser un beso. Rita le permite el
paso y él, Elías, avanza hacia uno de los sofás. No sabe si sentarse o
permanecer de pie hasta que ella le ofrece tomar asiento. Suena entonces, del
fondo, una voz que dice Rita. Ella se disculpa y va hacia una habitación. Tarda
como cinco minutos y Elías aprovecha para mirar. Objetos de cerámica, manteles
tejidos, cuadros de metal repujado, un óleo con la imagen de una casita en la
montaña, un trastero con vajillas chinas, un florero y una vela inmensa delante
de la guadalupana. En una mesa ratona más lejana, decenas de cajas con
medicamento. Piensa en su situación: sesenta y cinco años, soltero, un infarto
salvado de milagro y la sensación de que pronto llegarán más enfermedades. Rita
vuelve. Explica que su madre le demanda mucho tiempo. Ochenta años, muchas
enfermedades. Rita debe tener sesenta o poco más. Ya no es bella, pero algo,
algo lejano de lo que era sobrevive todavía en su gesto. Elías supone que la
vitalidad de Rita, lo que quizá la hace parecer más joven, es la fe. Ella tiene
fe, cree en algo. Rita sonríe, dice que trabajar y cuidar a su madre es muy
pesado, pero no importa, ella estará allí hasta que dios quiera. Elías imagina
entonces esas manos, las manos de Rita, cuidándolo. No queriéndolo. Cuidándolo
cuando lleguen los malos días.
miércoles, agosto 31, 2016
lunes, agosto 29, 2016
Sobre Juanga sin aspavientos

Disiento amablemente (y parcialmente) de algunos que se han puesto doctorales y descalificatorios a la hora de juzgar: en ese oficio para mí hay tres sujetos metidos hasta el tuétano en el ánimo popular de México: en orden cronológico, Agustín Lara, José Alfredo Jiménez y Juan Gabriel, cada uno con al menos treinta composiciones que ya pertenecen al cancionero íntimo de nuestro país. En efecto, las letras de Juan Gabriel no son dechados de calidad literaria, abundan en defectos, pero aun así intentan y logran comunicar algo. Lara y Jiménez, cada cual a su modo y en el plano verbal más dotados, también tienen detalles que en lo estrictamente literario pueden ser cuestionables, pero igual: comunican con gran fuerza sentimientos elementales de, sobre todo, amor y desamor. Lo que no debemos perder de vista es que Juan Gabriel, a diferencia de Lara y Jiménez, fue todo: compositor, arreglista y espléndido cantante, y si a eso agregamos sus ruidosos performances en el escenario y el tiempo mediático que le tocó, ya vemos el resultado.
En cuanto a los defectos, la canción comercial/popular es
así, se articula abajo, muchas veces por personas sin instrucción, intuitivas.
No podemos pedir que Lara sea López Velarde, que José Alfredo sea Sabines ni
que Juanga sea Octavio Paz. Lo digo sin aspavientos: me gusta lo comercial cuando
a mi juicio tiene, pese a sus defectos, indescriptibles aires de sinceridad, y
eso noto en Juan Gabriel y en muchos otros compositores de vena callejera. Si muy
académica y quisquillosamente nos ponemos a buscar defectos a sus piezas, quizá los
hallaremos. Pero insisto, cualquier canción popular (bolero,
huapango, ranchera, norteña, balada, corrido, son, cumbia…) los tiene:
De la sierra morena,
cielito lindo, vienen bajando
un par de ojitos
negros,
cielito lindo, de contrabando.
Veamos rápido: hay abuso de diminutivos y un ripio
espeluznante en el bajando/contrabando. Además, el verbo “vienen” debe concordar con “par” y no lo hace. ¿Pero quién se fija en eso? O:
Qué bonitos ojos tienes
debajo de esas dos
cejas
qué bonitos ojos
tienes.
Ellos me quieren mirar
pero si tú no los dejas
ni siquiera parpadear.
¿Debajo de esas dos cejas? ¿Qué las cejas no son siempre dos
y qué debajo no están siempre los ojos? Y si no parpadean, ¿no es precisamente
para mantenerse abiertos y mirar? Si nos acercamos a la música popular, siempre
encontraremos fealdades como estas o peores, pero no es el caso.
No voy a desgarrarme los trapos ante la muerte de Juan
Gabriel, pues “morir es una costumbre que sabe tener la gente”, pero tampoco
voy a ponerme pesado y desdeñar su valor en el contexto específico que le cupo
en suerte: el de la música sencilla que como mejor prueba de su penetración y de
su arraigo termina siendo oída/cantada con la familia y los amigos, es decir, con
la gente que uno quiere.
Nota 1: sólo una vez, hace cerca de veinte años, fui a un concierto de Juan Gabriel. Lo ofreció en el estadio Corona de Torreón, hoy extinto, y luego de eso escribí y publiqué una crónica que no sé si conservo y cuyo contenido no recuerdo ni siquiera vagamente. Supongo que me puse rejego, que acudí a la ironía y me hice el desentendido de la emoción. También supongo que eso se debió al momento que corría mi manera de percibir y a que en general me molestaban, y me molestan todavía, los espectáculos con multitudes. Veinte años después estoy en posición de afirmar que lamentablemente no hice esto: disfrutar mejor aquel concierto.
Nota 2: La juangolatría pasa principalmente por la emoción, insisto, no por el frío racionalismo. Ese personaje y sus creaciones gustan no porque sean perfectos, sino porque las vinculamos con el espacio simbólico de lo afectivo. Por eso muchos que son duros, fieros y/o cultos declaran que simpatizan con el paracuarense (no sé si éste sea el gentilicio de Parácuaro, Michoacán) porque les recuerda a su madre, a su familia, a la novia o el novio. Analizar a Juanga con criterios esteticistas lleva necesariamente a la perdición, igual que rechazar a Vivaldi porque no tiene éxito en las carnes asadas, entre caguama y caguama. En fin. No pasa nada si alguien ama u odia al recién ido. En los gustos cabe todo. Como en otras tantas materias, a mí me cuadran los dos. Lo único que hago es consumirlos en espacios diferentes.
Nota 2: La juangolatría pasa principalmente por la emoción, insisto, no por el frío racionalismo. Ese personaje y sus creaciones gustan no porque sean perfectos, sino porque las vinculamos con el espacio simbólico de lo afectivo. Por eso muchos que son duros, fieros y/o cultos declaran que simpatizan con el paracuarense (no sé si éste sea el gentilicio de Parácuaro, Michoacán) porque les recuerda a su madre, a su familia, a la novia o el novio. Analizar a Juanga con criterios esteticistas lleva necesariamente a la perdición, igual que rechazar a Vivaldi porque no tiene éxito en las carnes asadas, entre caguama y caguama. En fin. No pasa nada si alguien ama u odia al recién ido. En los gustos cabe todo. Como en otras tantas materias, a mí me cuadran los dos. Lo único que hago es consumirlos en espacios diferentes.
miércoles, agosto 24, 2016
La risa del maestro
La edición tira a feyita y el ejemplar que el azar con celofán me
deparó está descabalado —le faltan algunas diez páginas—, pero no importa, es
un gran libro. Me refiero a El humor de
Borges (Lectorum, 2008, 207 pp.), de Roberto Alifano, amigo y colaborador
de Borges. Sé que hay una edición más reciente y, supongo, mejor, más aseada,
así que es de relativamente fácil consecución. Hago énfasis en la idea de
conseguirlo sobre todo a los borgólatras, aunque no está de más para los no
iniciados en este autor que, como el mismo Borges señalaba de Quevedo, es menos
un escritor que una literatura, una amplia y profunda y divertida literatura.
Lo leí en 2009, cuando lo compré, y desde entonces no dejo de sentir gozo
ante el pingüe racimo de anécdotas compiladas por Alifano para demostrarnos lo
que observa en su presentación: “Borges fue generando así una obra verbal
paralela a su obra escrita que compite con ésta y la enriquece. A fuerza de
tanto reportaje y tanta inquisición terminó siendo un conversador fascinante.
Por más que se lo saque de contexto [las cursivas son de Alifano], Borges
siempre es genial, siempre es prodigioso. Un escucha sagaz puede notar que, a
la vez que contesta toda respuesta muy solemnemente, por lo común toma el pelo
muy solemnemente a su interlocutor”.
Es pues una colección de comentarios del mejor escritor y repentista latinoamericano,
de manera que uno puede leerla de corrido o a saltos, dejándose llevar por el
encabezamiento más sugerente. Nunca en estos años di una opinión general sobre
el libro, pero lo mencioné y cité directamente en un artículo titulado “Borges
en el futbol”; ahora, en el cumpleaños 117 de Borges, no sobra recomendar El humor de Borges como una de las
muchas puertas de entrada, la más risueña, a la lujosa mansión de su obra
escrita. La compilación de Alifano me lleva a creer que se trata de un libro importante
pese a su ligereza, pues subraya de forma sencilla, nada abstrusa, el talento
del inmenso escritor argentino: si así hablaba, si así respondía a cualquier
espontánea incitación, ya podemos imaginar cómo se desempeñaba a la hora de
escribir.
Es, en suma, un libro que no complica su justificación. Con unas cuantas
instantáneas arrancadas de sus páginas basta, creo, para persuadirnos: hay que
buscarlo, leerlo y sonreír con sus numerosas pinceladas.
Va un puñado:
La peligrosidad de ser Borges
Borges es acosado por unas
señoras en el momento mismo en el que cruzamos la calle.
—¿Usted es Borges, verdad?
—pregunta una de ellas.
—Sí —responde el escritor—. Pero
si seguimos aquí corro el riesgo de dejar de serlo en cualquier momento.
Posición ética
Hacia mil novecientos cuarenta y
tantos Borges integraba la comisión directiva de la Sociedad de Escritores. En
una reunión, el poeta Vicente Barbieri clama ante sus compañeros:
—Señores, debemos hacer algo por
los jóvenes que se inician en el camino de las letras.
Borges levanta la cabeza y con
dos palabras aconseja el procedimiento a seguir:
—Sí, disuadirlos.
Trueque
Aunque es bien sabido que nunca
se le concedió el Premio Nobel de Literatura, muchas veces Borges fue propuesto
para ese premio. Las propuestas venían de diversas instituciones del mundo. Un
señor le informa en la calle que se ha enterado de una de ellas.
—Borges, más de veinte críticos
italianos lo proponen a usted como candidato al Nobel para este año.
Y Borges responde con sonrisa
maliciosa:
—Bueno, le cambio a esos veinte
italianos por un sueco.
Asesino sí, pero ladrón, no
Contaba Borges que un compadrito
le contó que había estado preso un par de veces; pero agregó: “Siempre por
homicidio, señor, siempre por homicidio”.
Seguridad borgiana
En la Sociedad de Distribuidores
de Diarios, Revistas y Afines, le presento a Borges al periodista Enrique
Bugatti.
—¿Cómo me dijo que se llamaba
usted, señor? —le pregunta Borges.
—Bugatti, como los automóviles
—le responde el periodista.
—Ah, encantado, yo soy Borges,
como las cajas fuertes.
Plagio
Una tarde, mientras completábamos
un artículo que Borges me dictaba para la agencia EFE, cierta urgencia (no
literaria), hizo que me disculpara por un minuto. Cuando regresé, Borges me esperaba
de pie afirmado en su bastón: “Bueno, el hábito del plagio —me dijo sonriendo—.
En este caso será un plagio diurético. Ahora discúlpeme usted por un minuto”. Y
se dirigió al baño.
En el trono
En el avión que nos lleva a la
ciudad de Santa Fe, donde mantendremos un diálogo público sobre El Quijote, Borges me pregunta si conocí al poeta
Pedro Miguel Obligado.
—Lo conocí muy poco, casi no lo
traté —le respondo—. Era un excelente poeta.
—Pero sí, tiene poemas magníficos
—asiente—. Yo recuerdo de memoria un poema de él que empieza con estos versos: Es otoño.
Estoy solo. Pienso en ti. Caen las ojas…
Unos versos realmente espléndidos.
—Coincido con usted, tiene poemas
bellísimos; un gran lírico.
—Sí, pero era un hombre raro,
poco tratable —comenta Borges—. Le voy a revelar uno de sus hábitos, un hábito
un poco escatológico. Resulta que todos los días, a las cinco de la tarde,
entraba a la librería Atlántida, de la calle Florida, pedía la llave del baño,
tomaba un voluminoso tomo de arte, y se encerraba por un largo tiempo. Cuando
algún empleado quería entrar al baño, lo encontraba ocupado, y si golpeaba la
puerta, se oía de adentro: Un momento, tenga paciencia, soy Pedro Miguel
Obligado”. ¿No le parece raro eso a usted?
Al día siguiente, por la mañana
llamo a la habitación de Borges para
bajar a desayunar y no responde. Preocupado le pido a una empleada del hotel
que me abra la puerta. Compruebo entonces que Borges está en el baño. Golpeo y
desde adentro se oye su voz, intencionalmente grave: “Un momento, tenga
paciencia, soy Pedro Miguel Obligado”. Cuando sale, completa la broma diciendo:
“Bueno, Alifano, como puede imaginarse estaba ocupando el sitio de Pedro Miguel
Obligado”.
Sensatez trasandina
—Borges, esto sin duda habrá de
alegrarlo —dice asombrada una joven chilena—. En mi país a usted se lo estudia,
se lo lee y se lo reconoce más que en el suyo.
—Bueno, eso puede ser una prueba
de que aquí seguramente son más sensatos que en Chile —responde Borges.
Último comentario: el libro cierra con un texto sobre el sobreseimiento
a Alifano luego de que María Kodama lo acusó de “delitos contra la propiedad
intelectual” por El humor de Borges. La justicia argentina juzgó que Alifano no incurrió en ningún
delito pues “aportó su creatividad individual transcribiendo fragmentos de
conversaciones entre ambos, y que en ellas fue co-protagonista y determinador
de muchas respuestas a sus preguntas”.
Robo
La
idea del robo se le ocurrió a Prudencio. Éramos cuatro: él —o sea Prudencio—,
Archivaldo, Sidartha y yo, José, el único con nombre normal y quizá por eso el
único que corrió con otra suerte, aunque sólo momentáneamente. Aquel día
estábamos en la esquina sin un peso en la bolsa, y comenzamos a platicar de
música. Sidartha fue quien nos alborotó la tentación: “Dentro de dos semanas
vienen Los Huracanes de Montemorelos y nosotros sin dinero para ir a verlos”.
No teníamos ni para cerveza, y a Sidartha se le ocurría sacar el tema de Los
Huracanes. Nos quedamos callados un minuto y de golpe fue Prudencio quien habló:
“Tengo una idea para conseguir lana. Está peladito”. Comentó que don Gus dejaba
mucho dinero en la caja registradora de su tienda de abarrotes, y que en la
noche se quedaba sola. Lo difícil era brincar el muro de atrás, como de cinco
metros, desde el terreno baldío, pero ya en el patio era más o menos sencillo
entrar a la tienda pues don Gus le había hecho una puertita a su gato. “Si
llevamos un serrucho, hacemos un poco más grande la puertita y listo, pasamos
arrastrándonos”, dijo Prudencio. Les comenté que yo era un poco más rellenito y
que me daba miedo, pero Sidartha dijo que no me preocupara, que yo podía
quedarme en el patio para echar aguas. A la noche siguiente, Prudencio llevó
una soga gorda y unos guantes de carnaza. Le hicimos varios nudos separados
como medio metro uno del otro, para tener mejor agarre, además del gancho de
varilla metálica para pescar la soga en la cresta del muro. Esperamos a que se
dieran las once y allá fuimos. Todos brincamos limpiecito y sin ruido, aunque
yo batallé para subir. Prudencio le dio duro al serrucho y logró ampliar la
puertita del gato. Entraron los tres, y yo, como habíamos acordado, me quedé en
el patio. Me asomé por la puertita y vi que con la lámpara encendida esculcaban
la caja registradora. Entonces se me antojó entrar, pues sentí que si no lo
hacía me iban a dar una parte insignificante del botín. Por mala suerte me
atoré en la puertita del gato. Cuando estaba luchando por zafarme comenzó a
sonar la alarma, y era como una maldita patrulla. Entonces mis amigos, ya con
el dinero en una bolsa, me jalaron hacia adentro de la tienda. Luego salieron a
rastras, fácil. Yo intenté salir, pero de nuevo me quedé atorado y sólo pude
ver a mis amigos como sombras, uno por uno superando el muro. Vi al final que
recogían la cuerda, que me abandonaban mientras la sirena de la alarma no
paraba de hacer ruido. Esperé entonces la llegada de la policía, de don Gus, y
preparé la confesión que de todos modos me iban a sacar por las buenas o por
las otras: “Lo planeamos entre cuatro: Prudencio, Archivaldo, Sidartha y yo”.
domingo, agosto 21, 2016
La sinécdoque de Predrag Jekovic
Futbol y política no son necesariamente sinónimos de deporte y concertación. A veces, con más frecuencia de la deseable, ambas actividades equivalen a violencia, a veces a violencia extrema. Ambos, el futbol y la política, son los temas vertebrales que, paralelos, atraviesan Predrag. Ángel del exterminio, novela corta de Daniel Salinas Basave (Monterrey, 1974).
Este es el primer libro que de él
he leído, y no me tiembla el teclado al afirmar que es una grata, gratísima
sorpresa. No debería serlo tanto, pues su segundo apellido anuncia de entrada
algo: Daniel Salinas es nieto del filósofo y cervantista Agustín Basave
Fernández del Valle, y sobrino de Agustín Basave, polítólogo e
historiador. Reportero y escritor, Salinas
Basave ha publicado libros como Mitos del
bicentenario, La liturgia del Tigre
Blanco (biografía sobre Jorge Hank Rohn), Vientos
de Santa Ana y Dispárenme como a
Blancornelas, además de haber ganado premios importantes como el Gilberto
Owen, Malcolm Lowry, José Revueltas y Sor Juana Inés de la Cruz.
En Predrag, novela corta que da la impresión de no serlo acaso por la
densidad de datos que la informan, accedemos a una especie de relato biográfico
narrado en segunda persona, perspectiva que, recordemos, usó Fuentes en la nouvelle Aura o Rulfo en el cuento “Acuérdate”. Ya desde allí, sostenido con
solvencia por el autor, ingresamos a su tono peculiar, envolvente: las acciones
que realiza Predrag nos pasan rozando porque sentimos que nosotros, como
lectores, en realidad somos el propio Predrag respirando el ensangrentado aire
balcánico de los noventa.
Cuando nos enteramos de quién es nuestro
(aquí el posesivo es casi literal) personaje, ingresamos al infierno encarnado
en un solo sujeto: Predrag Jerkovik es
un fanático (también esto es literal) del Estrella Roja de Belgrado. Desde niño
hasta los veinte años, su único objetivo en la vida consiste en la banalidad de
defender los colores de ese equipo hasta donde es posible: asistir al estadio,
gritar, emborracharse, fumar mariguana y al final de cada partido tratar de
apalear a los aficionados enemigos sobre todo si adhieren al Partizán, sus más
enconados rivales. Predrag es un veinteañero alto, blancuzco, feo y
absolutamente entregado al ocio. Estamos en los albores de la década de los
noventa y Yugoslavia comienza a desgajarse, el nacionalismo serbio, encabezado
por Slobodan Milošević, hace de las horrendas suyas y no pasarán sino meses
para que los Balcanes se conviertan en un pandemonio en el que sin misericordia lucharán
serbios, croatas, eslovenos, bosnioherzegovinos y montenegrinos.
Poco antes de que estalle la
guerra yugoslava, un grupo paramilitar ultranacionalista de Serbia detecta y recluta
a un aficionado nada tierno del Estrella Roja, precisamente Predrag. El
comando, encabezado por Željko Ražnatovi, alias Arkan, ve en las tribunas que el joven
tiene talento para la violencia y conjetura que servirá a la perfección en las
labores de limpieza étnica que requieren los serbios contra los croatas.
Gradualmente, sin que desaparezca por completo el futbol, vemos los avances de
Predrag: de ser una bestia en la hinchada del Estrella Roja pasa a convertirse
en un asesino con Kaleshnikov y violador difuso al servicio de una causa
nacionalista de la que entendía poco o nada, pues su interés se movía hacia otras
direcciones: “Estar en guerra significaba descargar. Descargar tu AK-47 y descargar tu pene una y
otra vez”.
La conflagración en los Balcanes,
lo sabemos, fue una carnicería. La OTAN intervino con bombardeos en Belgrado y
algunos años después Milošević fue detenido y llevado a La Haya acusado de crímenes de
lesa humanidad. Ya antes Arkan se había enriquecido con botines de guerra y afianzado
su liderazgo, aunque estaba impedido de salir de Serbia debido a que también
pesaban sobre él acusaciones de genocidio. Predrag pasa entonces a formar parte
de su custodia y, con el tiempo, Arkan le encomienda cuidar la espalda de sus
hijos y de su esposa, la famosa cantante Svetlana Ražnatović, mejor conocida en la farándula como
Ceca, un bombón.
Impresiona en Predrag. Ángel del exterminio, su malicia sinecdóquica: revela el todo por la parte,
pues al seguir los turbios pasos de Predrag, al verlo “evolucionar” de don nadie
hasta lo que llegó, en el trayecto pasamos sustanciosa revista a uno de los
conflictos bélicos más despiadados del siglo XX. Daniel Salinas Basave ha
convocado en esta novela, por todo, sus dos principales destrezas: la de reportero
que sabe investigar y la de escritor que sabe relatar. A ellas sumemos, por si
fuera poco, la de aficionado que sabe subrayar el flanco político, social y
mafioso del futbol.
Predrag. Ángel del exterminio, Daniel Salinas Basave, Editorial Artificios (colección
En la mira), Mexicali, 2016, 88 pp. Edición de Elba Cortez y Rafael Rodríguez.
El feisbuquero-tía
No voy a darle mucha importancia, pero al menos sí opinaré
brevemente sobre él. Lo llamaré feisbuquero-tía. Se trata de un militante del
regaño y de la enmienda, un aconsejador profesional aunque sin paga, un enderezador
de entuertos que a la menor provocación nos indica —como si fueran pellizcos,
coscorronazos o jalones de oreja/trenza— qué hacer, cómo comportarnos, qué
camino seguir en la vida. El feisbuquero-tía no amplía una opinión, no plantea
su modesto parecer sobre un tema, sino que escribe para corregir nuestro
camino, para que abandonemos malos hábitos y andemos por la senda adecuada, precisamente la que
él transita. En su obsesión por hacernos el bien, no se conforma con escamotear sus likes; en lugar de eso nos interpela con respuestas en las que figura casi textual y por sistema la frase “lo que debes hacer” y otras análogas. El feisbuquero-tía siempre tiene la boca fruncida, el ceño cejijunto
y permanentemente a la mano un poderoso dedo índice —de Zeus— para señalar todos los errores en los que
incurren los feisbuqueros-sobrinos. No opina, no plantea una posición que, como
todas, puede ser aceptada o no, sino que nos hace ver lo jodidos que andamos,
lo ridículos que nos vemos, lo grave de nuestro fallido comportamiento. No nos pide,
nos exige que depongamos nuestras luchas, que renunciemos a lo que somos, que
bajemos la cortina de nuestro negocio y abramos uno nuevo. El feisbuquero-tía entra
a Facebook y siente perverso gusto al ver el tiradero, pues eso le dará la
oportunidad de repartir órdenes para que hagamos, al menos, un poco de limpieza. El
feisbuquero-tía jamás se distrae: vigila, nos mira entrar y salir, y bufa como un
depravado bisonte porque estamos mal, muy mal, y a veces siente, pese a sus generosos
esfuerzos, que no tenemos remedio. El feisbuquero-tía no sabe que es feisbuquero-tía.
sábado, agosto 20, 2016
Placas
Le
decíamos licenciado, pero creo que el licenciado Aguirre no era nada, ni de la secundaria
había salido. Era nomás, creo, uno de esos sonrientes, lenguaraces e
hiperactivos vividores que logran acomodarse siempre en puestos más o menos
importantes sólo porque se levantan más temprano. Ahora, gracias a una supuesta
amistad con el alcalde (el propio Aguirre hizo correr el mito de que de niños vivieron
en la misma colonia), había conseguido un cargo fantasma: promotor de turismo y
tradiciones en el centro histórico. Era una burrada, uno de esos inventos del
poder para asignar puestos públicos a las sanguijuelas que colaboraron en la
campaña electoral. El sueldo de Aguirre era ridículo, pero de todos modos se
trataba de una erogación innecesaria, pues no hacía nada. Para no llamar la
atención del periodismo siempre deseoso de jugar a las vencidas contra los
jerarcas del municipio, Aguirre diseñó un plan con el cual autojustificarse laboralmente
o, como se dice en el argot burocrático, comenzó a hacer como que hacía. Durante
una noche diseñó su estrategia y a la mañana siguiente, a primera hora, expedito
aunque se tratara de una vacuidad, envió una carpeta al señor alcalde: era su
proyecto de promoción turística en el centro histórico. Pasaron varios días y
no recibió respuesta. Atribuyó el silencio a las numerosos compromisos del
presidente, aunque la verdad su proyecto fue piadosamente arrojado a la basura
mucho antes de que llegara a las manos del mero mero. Todo esto lo sé por la
secretaria del alcalde, mi novia, con quien crucé información luego de la
reunión que los comerciantes del centro tuvimos con “el licenciado” Aguirre. No
sé cómo, el parásito nos convocó y no sé por qué acudimos a su llamado. Fuimos
como treinta dueños de restaurantes y bares, todos convidados con la idea de
fomentar el turismo en nuestra zona de trabajo. Luego de una exposición
supuestamente erudita (con datos saqueados de aquí y de allá), Aguirre propuso que
para atraer la curiosidad del público debíamos colocar placas metálicas de “estilo
sitio histórico”, sin tomar en consideración que dijeran mentiras. “Lo importante es que la
gente venga al centro”, dijo, y dio un ejemplo: “Por ejemplo, en un bar podemos
colocar una placa que diga ‘En esta casa Francisco Villa preparó su estrategia
militar para la toma de Torreón’”, y así. Lo único que debíamos hacer era
ponernos de acuerdo para no repetir placas conmemorativas y solicitar a los historiadores
de la localidad, previo pago, que acomodaran los datos en un libro turístico
adecuado. Por supuesto, la iniciativa no prosperó y el aviador siguió en su puesto.
Ignoro si ha concebido mejores estupideces.
miércoles, agosto 17, 2016
Memoria
Hubo
tristeza general en la familia cuando el tío Hernán cayó en coma. Yo también lo
lamenté, pues era un tipo muy querido pese a sus excentricidades. En las
fiestas hacía bromas, siempre insistía en traer más cerveza cuando se acababa y
era bueno para bailar con cuanta tía y sobrina se atravesara en su camino. Su
último gran descubrimiento fue el karaoke, aparato que usaba para torturarnos
con su repertorio de “boleros de oro”, racimo obsoleto de canciones cuyo tema
eje era la desdicha amorosa. Porque el tío Hernán, hay que decirlo, siempre fue
muy enamorado. Jamás se casó, pero los que lo conocieron de joven (mi mamá, por
ejemplo) dicen que cada mes cambiaba de novia y que en La Laguna no hubo lupanar
ajeno a su infatigable escrutinio. Visto así, sólo por encima, parecería un
bicho frívolo. En el fondo no lo era, pues tenía un flanco intelectual, por
decirlo de algún modo, que lo llevó a formar una biblioteca relativamente bien
surtida con unos dos mil títulos entre los que se contaban los tres de poesía
que escribió y publicó: Rosas del
corazón, Sinsabores del alma y Por la geografía de Venus, todas ediciones
de autor impresas con buena voluntad aunque con las patas. Fue mi madre quien
me dio la noticia cuando el coma de su hermano ya no tuvo marcha atrás: el tío
Hernán, previsor, había escrito una carta con su testamento. Carecía de hijos,
así que dejó sus pertenencias a quienes tenía más cerca: sus dos hermanas y
algunos sobrinos. Supo que alguna vez publiqué dos inolvidables (por malos) poemas
en una revista cultural de la universidad y ya con eso me consideró su “heredero
literario”, así que me quedé con todos los libros. Ahorro detalles sobre los
títulos y los géneros del material. Sólo me detengo en un libro encuadernado en
azul oscuro, como tesis pero escrito a mano. En la portada tiene el nombre de
mi tío con ampulosas letras doradas. Las hojas lucen amarillentas, y aunque le
entiendo poco a su caligrafía, sé que se trata de una especie de
memoria exclusivamente donjuanesca del irrefrenable tío. El libro está dividido
en años. Cada uno abarca como veinte páginas y como diez mujeres distintas, o
sea, poco menos de una al mes. El estilo es rebuscado, dulzón y a ratos picante,
cuando la ocasión lo ameritó. La cronología comienza en abril de 1960 y termina
en agosto de 2003, cuando el promedio de conquistas había descendido a tres por
año. Tengo la impresión de que el tío Hernán me dejó todos los libros sólo para
que yo intente publicar sus impublicables memorias, “el río de placer que
conservaré en palabras que serán como trofeos, como rosas encajadas en el
jardín de mi recuerdo”, según consignó glucosamente en la página 16.
domingo, agosto 14, 2016
Oíd, mortales
Nunca he contado esta anécdota, la anécdota del único momento en mi vida en el que he estado cerca de una ceremonia de entonación de himnos nacionales. A mediados de 2012 yo era director de cultura de Torreón y como tal debía organizar actividades públicas. Por obvias razones, siempre procuré apersonarme en todas las presentaciones, fueran de lo que fueran, pues en esos casos (iba a escribir "eventos", pero no les digo así) siempre existe el peligro de que algo no funcione y se venga a pique la actividad. Yo quería estar presente, pues, en lo que iba organizando para no dejar solos ni a los artistas ni al público. Con problemas y precariedades, todo salió adelante en esos meses tensos y muy agitados para mí.
Por esas fechas tuvimos un pequeño festival de danza folclórica en la Plaza Mayor. Fue popular y gratuito, como todo lo que encabecé. En el encuentro participarían tres grupos: uno paraguayo, otro argentino y uno más mexicano, de Torreón, uno por día. En la inauguración se presentaron unos gauchos y unas chinas argentinos con música en vivo. Eran oriundos, me dijeron, de Campana, ciudad de la provincia de Buenos Aires. Hice la inauguración y presenté al grupo. Invoqué, para exaltar la belleza de su folclor, al gaucho Martín Fierro, a don Ata, a la Negra Sosa, tiré un rollito sobre las milongas, las chacareras y los gatos, y algo agregué sobre Cosquín, el festival gigante que organizan en Córdoba. Ya el público estaba impaciente, lo noté, y aceleré mi remate. Textual, di la bienvenida a los músicos y a los bailarines, con estas palabras: "¡Oíd, mortales, el grito sagrado / libertad, libertad, libertad!", y bajé del escenario.
Poco después, en la cena colectiva con los invitados, el del bombo (un gordito de piel lechosa y pelo de cazuela) me dijo que comenzó a golpear el cuero con lágrimas en los ojos al escuchar el "oíd, mortales". Lo entendí. Quizá me hubiera pasado lo mismo si lejos de mi país escucho "Mexicanos, al grito de guerra".
La foto que acompaña este largo post es de mis hijas (hoy ya no se parecen a ellas, han crecido mucho). Como puede verse, lucen alegres junto al joven gaucho de Campana, provincia de Buenos Aires.
sábado, agosto 13, 2016
Atletas
Fuimos
a competir en los juegos estatales con un equipo de veinte atletas y obtuvimos
extraordinarios resultados. Todos, me incluyo, nos habíamos preparado con
dificultades y sacrificios pero al fin logramos sacar adelante nuestro entrenamiento. Por eso mismo atravesamos con total facilidad las eliminatorias
regionales: de antemano no nos preocupaba pues gozamos de un nivel muy superior
en esta zona. Este primer logro coincidió con el cambio de director en el
Instituto Deportivo Municipal (IDM). Si antes era complicado conseguir todo lo
necesario para los viajes y las competencias, ahora fue peor. Faltaban tres
semanas para el viaje, y los atletas no fuimos siquiera recibidos por la
autoridad. Nuestra preocupación no estaba tanto en que ese sujeto nos recibiera
o no, sino en saber si contaríamos con lo necesario para participar en los
estatales. Por medio de un vocero nos comunicaron que todo estaba listo:
uniformes, transporte, hotel, comidas, lo mínimo indispensable para participar.
Pero llegó el día de la salida y lamentablemente no llegaron los uniformes.
Todos nos ajuareamos con los trapos del año pasado y antepasado y ante antepasado, de
manera que parecíamos una delegación de carnaval. Al llegar al punto de reunión
esperamos durante varias horas el transporte en el que viajaríamos seis horas a
la sede de los juegos. Nuestro representante llamó desesperadamente al IDM y
luego de no sé cuánto nos enviaron un camión desvencijado, inútil hasta para cargar
maíz. Pese a todo, subimos y ya arriba comprobamos que la pasaríamos algo más
que mal: el cacharro no traía aire acondicionado y dentro olía a una mezcla
peligrosa de diésel y mierda, porque ni el escape ni el baño funcionaban. La
tortura en cámara lenta duró nueve horas, tres más que en un camión normal.
Llegamos ya de noche, molidos y directo al hotel que nos habían previsto. Para
nuestra mala suerte, jamás hubo una reservación, así que nuestro representante
llamó al IDM y luego de media hora nos comunicaron que pararíamos en otro
hotel. Nos llevaron hacia allá y cuando lo vimos fue inocultable, por las
cortinas en cada habitación, que se trataba de un hotel de paso que por eso y
por el nombre exaltaba su especialidad, pues se llamaba “Momentos Íntimos” con
sórdidas letrotas de neón. Ya no digo lo que pasó a la hora de cenar: tuvimos
que salir del hotel y buscar alguna taquería donde nuestro coordinador hizo
malabares para que alcanzara el presupuesto con una ingesta inevitablemente
grasosa y antideportiva. Al día siguiente competimos e, insisto, nuestros
resultados fueron extraordinarios. En todas las disciplinas quedamos entre los
últimos lugares. Sólo un atleta, yo, saqué un miserable sexto sitio en salto
triple.
miércoles, agosto 10, 2016
Llamadas
Ya
instalados en la reunión del viernes no fue nada difícil que llegáramos a la
misma conclusión: había perdido la cordura. Éramos cuatro matrimonios y cada
mes organizábamos un encuentro sin duda gratificante. No llevábamos comida
lujosa y la bebida no pasaba de la cerveza para los hombres y el vinito tinto de
medio pelo para las mujeres, pero esa materia prima daba para pasarla bien con
la charla sobre los hijos y la chamba. El tema salió un poco al azar, nada
premeditadamente. No nos habíamos reunido para hablar sobre eso, pero sin
quererlo el rollo atravesó toda la noche. Las cuatro mujeres habían recibido
esa semana una llamada de Virginia, la misteriosa Virginia. Todos en la reunión
la conocíamos bien y sabíamos que cuando inauguró su sorpresiva viudez se le agudizaron las muestras de locura. Tal vez no era locura, sino depresión o algo
parecido, aunque lo más fácil es etiquetar a alguien de loco cuando su
comportamiento se desliza hacia lo que juzgamos, no sin ligereza, como anormal.
Virginia iba con su marido a las reuniones, pero desde que lo perdió, apenas tres
años después de haberse casado, inició un proceso hasta cierto punto entendible
de no arrimarse a nada que le recordara su tragedia. Lo extraño es lo que dijo
durante el sepelio: “Yo lo presentí, sabía que iba a morir con una semana de
anticipación”. Ya viuda dejó de asistir a las reuniones, aunque de todos modos
era convocada a tiempo. Ella sabía, pues, qué día exacto se daba el encuentro
mensual, y esa semana no fue la excepción. No asistió, pero hizo algo que dio
materia prima para la charla. O sea, toda la noche estuvo presente. De lunes a
jueves distribuyó unas llamadas alarmantes: “Hola, Claudia. No te preocupes, ya
supe lo que pasó con Luis y estoy contigo, querida amiga”. Por supuesto que a
Claudia le estalló el corazón y de inmediato buscó a Luis por el celular. Luego
él, en la oficina, le aseguró que no pasaba nada, que tenía mucho trabajo y que
ignoraba de dónde había salido lo que dijo Virginia. Y lo mismo en las cuatro
llamadas. Todas las mujeres, por supuesto, tras comprobar que no pasaba nada se
comunicaron con Virginia para reclamarle la imprudencia; ella se disculpó con
un débil argumento: “Lo que pasa es que lo oí en la calle, supe que a Luis le
había ocurrido algo grave”. Era imposible comprobar si se trataba de un rumor
cierto o inventado por ella, y le exigieron que no volviera a telefonear esos
mensajes. Ya estábamos en el resumen de la conversación y hasta reíamos cuando
sonó el teléfono de Claudia. Era Virginia: “Disculpa, amiga, por la llamada del
martes. A Luis no le pasó nada esta semana, pero cuidado, puede pasarle algo la
semana que entra. Cuenta conmigo para lo que se ofrezca”.
domingo, agosto 07, 2016
Hotel Kennedy: cuentos sobre calles destruidas
Agrupados en la colección En la mira,
los cuentos de Hotel Kennedy (Editorial
Artificios, 2016), de José Salvador Ruiz Méndez (Mexicali, 1971) constituyen otro bienvenido ejemplo de la fortaleza alcanzada por la actual narrativa negra
producida en México, particularmente en el norte del país, y en el caso preciso
de este libro, en territorio mexicalense.
Estudioso de la literatura policial
vinculada sobre todo al contexto de nuestra frontera norte, Ruiz Méndez ha
sabido asimismo construir su propia obra de ficción. Recién, por ejemplo, ganó
en Tamaulipas el quinto premio nacional de cuento Rafael Ramírez Heredia con el
libro No déis lugar al diablo.
Hotel
Kennedy nos coloca en el bajo mundo
cachanilla. En algunos de los cuentos caminamos guiados por Dominico Hidalgo
Aqueberro, alias el Kótex, policía judicial retirado que luego de servir
oficialmente a la justicia —es un decir, así que bien podemos entrecomillar la
palabra “justicia”— se dedica a planear asaltos con sujetos de la más turbia
calaña. De hipotético origen español, origen exaltado por su acento gachupín y
el uso de palabras según él lujosas, el Kótex acondiciona sus andanzas gracias
a los conocimientos adquiridos durante su paso por la policía: sin vacilar,
sabe con quién, cómo y dónde operar para sacar una raja económica que jamás se
le niega.
Otros cuentos no lo incluyen, pero no
dejamos de asistir por ello al submundo criminal lleno de apodos, armas, drogas
y delincuentes —muchos delincuentes, todos— que ni siquiera parpadean cuando se
ven impelidos a matar. José Salvador Ruiz ha procurado, en todos los casos,
armar historias que encuadren en el bastidor tradicional del género negro:
guardar la sorpresa y dejarla caer en los últimos renglones. En este sentido me
parecen ejemplares los cuentos “Nada puede fallar” y “Junkie cop”, articulados con
maestría para, en ambas historias, jugar con dos planos narrativos y derivar en
vuelcos tan rotundos como lógicos.
Son muchas, pues, las virtudes de los
ocho cuentos que componen Hotel Kennedy.
Destaco la que ya señalé (el juego con la temporalidad y el latigazo final en
cada pieza) y otras no menos atendibles: el detallado conocimiento del
territorio ficcionalizado, el denso humor, la pluralidad de torcidos personajes
y el haber descubierto que los Oxxos pueden ser elevados a la categoría de
teatros donde el hampa, con charola o sin ella, acuerda sus pequeñas y grandes tropelías.
Hotel Kennedy, José Salvador Ruiz, Editorial Artificios (colección En la mira), Mexicali, 2016, 111 pp. Edición de Elba Cortez y Rafael Rodríguez.
Hotel Kennedy, José Salvador Ruiz, Editorial Artificios (colección En la mira), Mexicali, 2016, 111 pp. Edición de Elba Cortez y Rafael Rodríguez.
sábado, agosto 06, 2016
Pasajero
Cuando comenzaba el viaje de regreso vio que todo tuvo algo de sueño o fue una
especie de milagro aunque esta palabra religiosa no se aviniera bien con aquel
tipo de aventuras. Había salido de La Laguna sólo movido por la necesidad,
acaso interminable, de conseguir unos pesos más para su familia. Ya sumaba dos
hijos, y si bien había “cerrado la fábrica” —como se refería a la operación
anticonceptiva de su esposa—, sacar adelante los gastos de la casa constituía
desde hace varios años un pequeño y habitual infierno. Tal era la razón por la
que no daba largas cuando lo llamaban de Chiapas para ofrecer el curso; era un
una joda de jodas viajar hasta allá un viernes por la tarde, trabajar casi todo
el sábado y regresar el domingo más cansado que un camello luego de cruzar el
Sahara, pero eso significaba una entradita nada desdeñable que servía siempre, cómo
no, para resolver alguna necesidad de su esposa o de sus hijos, los tres tiburones
que sin la menor consideración extinguían cualquier ingreso. Siempre era lo
mismo. Llegaba la invitación del curso quince días antes, él aceptaba y de
inmediato le enviaban la reservación del vuelo, los detalles del hotel y algún
pormenor extra muy afectuosamente comunicado por una secretaria eficaz. Todo
era preciso, mecánico, muy de estilo empresarial. E igual, al aterrizar en
Chiapas, la recepción de un chofer, el recorrido al hotel y las infalibles
muestras de que todo estaba en orden. El sábado, ya en el curso, las seis horas
con descanso intermedio —break, le
llaman ahora los siervos del inglés—, la foto con el grupo bien hinchado por la
camaradería que infundían sus palabras y al final el pago en efectivo, la presa
anhelada. Así era siempre, pero aquella vez falló lo última parte del proceso.
El pago no estuvo a tiempo y lo agarró sin un peso en las arcas, ni uno. El
problema era el trasbordo en la capital, las ocho horas de espera en el DF y
sin nada para hotel. Allí se dio el milagro: la vecina de asiento era
conversadora y él se hizo el canchero, un hombre de mundo aunque no trajera un chicle
en la bolsa. Pronto, entre insinuaciones ambiguas de los dos, ella lo convidó a
no pasar solo la noche en un hotel, y lo convidó a su casa de Polanco. Era
funcionaria pública, no muy agraciada pero de hermoso corazón, tan hermoso que
a la mañana siguiente, con la serena alegría de quien se sabe solvente y
desinteresado, le preparó café, fruta, panecito con mantequilla y lo mandó al
aeropuerto con un taxista de confianza. Poco antes, con ella todavía en bata de
dormir teóricamente sexy, se intercambiaron teléfonos por si volvía a
ofrecerse. Pero eso no ocurrió. En Tuxtla ya nunca fueron impuntuales con el
pago.
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