La
idea del robo se le ocurrió a Prudencio. Éramos cuatro: él —o sea Prudencio—,
Archivaldo, Sidartha y yo, José, el único con nombre normal y quizá por eso el
único que corrió con otra suerte, aunque sólo momentáneamente. Aquel día
estábamos en la esquina sin un peso en la bolsa, y comenzamos a platicar de
música. Sidartha fue quien nos alborotó la tentación: “Dentro de dos semanas
vienen Los Huracanes de Montemorelos y nosotros sin dinero para ir a verlos”.
No teníamos ni para cerveza, y a Sidartha se le ocurría sacar el tema de Los
Huracanes. Nos quedamos callados un minuto y de golpe fue Prudencio quien habló:
“Tengo una idea para conseguir lana. Está peladito”. Comentó que don Gus dejaba
mucho dinero en la caja registradora de su tienda de abarrotes, y que en la
noche se quedaba sola. Lo difícil era brincar el muro de atrás, como de cinco
metros, desde el terreno baldío, pero ya en el patio era más o menos sencillo
entrar a la tienda pues don Gus le había hecho una puertita a su gato. “Si
llevamos un serrucho, hacemos un poco más grande la puertita y listo, pasamos
arrastrándonos”, dijo Prudencio. Les comenté que yo era un poco más rellenito y
que me daba miedo, pero Sidartha dijo que no me preocupara, que yo podía
quedarme en el patio para echar aguas. A la noche siguiente, Prudencio llevó
una soga gorda y unos guantes de carnaza. Le hicimos varios nudos separados
como medio metro uno del otro, para tener mejor agarre, además del gancho de
varilla metálica para pescar la soga en la cresta del muro. Esperamos a que se
dieran las once y allá fuimos. Todos brincamos limpiecito y sin ruido, aunque
yo batallé para subir. Prudencio le dio duro al serrucho y logró ampliar la
puertita del gato. Entraron los tres, y yo, como habíamos acordado, me quedé en
el patio. Me asomé por la puertita y vi que con la lámpara encendida esculcaban
la caja registradora. Entonces se me antojó entrar, pues sentí que si no lo
hacía me iban a dar una parte insignificante del botín. Por mala suerte me
atoré en la puertita del gato. Cuando estaba luchando por zafarme comenzó a
sonar la alarma, y era como una maldita patrulla. Entonces mis amigos, ya con
el dinero en una bolsa, me jalaron hacia adentro de la tienda. Luego salieron a
rastras, fácil. Yo intenté salir, pero de nuevo me quedé atorado y sólo pude
ver a mis amigos como sombras, uno por uno superando el muro. Vi al final que
recogían la cuerda, que me abandonaban mientras la sirena de la alarma no
paraba de hacer ruido. Esperé entonces la llegada de la policía, de don Gus, y
preparé la confesión que de todos modos me iban a sacar por las buenas o por
las otras: “Lo planeamos entre cuatro: Prudencio, Archivaldo, Sidartha y yo”.