Toda la prensa, no sólo la sensacionalista, se regodea con casos de violencia individual extrema como los perpetrados por José Luis Calva Zepeda, quien dentro de poco podrá ser conocido como el Hannibal Lecter chilango o, en su defecto, como Pepe el Destripador o El Antropófago de la colonia Guerrero. Cualquiera que sea el mote que lo encumbre en la posteridad, este presunto devorador de humanos se tomó demasiado en serio aquello de escribir sólo con experiencias realmente vividas.
De comprobarse que Calva Zepeda en realidad despachó al más allá las almas de sus víctimas y a su estómago los cuerpos, estamos ante la presencia de un asesino serial de elevado voltaje. En México sólo se sabía de un homólogo quintanarroense cuyo nombre es, en sí, surrealista, no muy apropiado para asociarlo al homicidio y a la ingesta de prójimos: Gumaro de Dios Arias, quien admitió ante la justicia que había “asesinado, cocinado y comido a un compañero y que incluso planeaba devorarlo completamente”.
Lo peculiar del serial killer chilango no es, sin embargo, que se haya dedicado a matar mujeres y luego a merendárselas tras expertas cocciones a fuego lento, sino el hecho de que se asuma como escritor de textos terroríficos que forzosamente, para alcanzar un mayor grado de verosimilitud, requieren de una experiencia vital más o menos acorde a los relatos.
Es un viejo debate del arte, de la literatura en particular. El tema, en su cuadratura más simple, plantea dos tipos de artistas: los que se forman a punta de experiencias y los que eligen el camino de los libros, de la información codificada por otros. Para ilustrarlo con nombres, sería el caso, por un lado, de Lezama y Borges, cuyas aventuras literarias estuvieron basadas más en los libros, y, por el otro, de Onetti y Bukowski, quienes apelaron al contacto con la vida para diseñar sus obras. ¿Qué es lo mejor? Creo que no hay mejor ni peor, que una obra artística vale por sí misma, por la capacidad que pueda tener para seducir a los lectores, y me parece necio descalificar a un escritor por “libresco” o marginarlo por poco intelectualizado.
El problema se agudiza, sin embargo, cuando enfrentamos la obra de un autor maldito. ¿Qué tan cierto, qué tan vivido o experimentado es lo que escribe?, se preguntan siempre los lectores. Creo recordar, a propósito, que Bataille alguna vez fue cuestionado sobre ello: ¿es usted personaje de sus obras?, le dijeron; y él respondió: Sí, soy yo. Soy yo cuando escribo. Algo así. Con esa respuesta quiso explicar que para escribir sobre asesinos no es necesario serlo, sino saber imaginarlo, creerlo mientras “se asesina” a alguien sobre el papel.
Por eso el choro del Hannibal chilango me parece, más que una confesión de su fe en la experiencia real, un exceso de locura que demanda atención siquiátrica inmediata. Eso de que escribía la novela Instintos caníbales y al mismo tiempo, para reforzarla, degustaba suculenta gastronomía humana, es una película de Hollywood, un disparate.
De comprobarse que Calva Zepeda en realidad despachó al más allá las almas de sus víctimas y a su estómago los cuerpos, estamos ante la presencia de un asesino serial de elevado voltaje. En México sólo se sabía de un homólogo quintanarroense cuyo nombre es, en sí, surrealista, no muy apropiado para asociarlo al homicidio y a la ingesta de prójimos: Gumaro de Dios Arias, quien admitió ante la justicia que había “asesinado, cocinado y comido a un compañero y que incluso planeaba devorarlo completamente”.
Lo peculiar del serial killer chilango no es, sin embargo, que se haya dedicado a matar mujeres y luego a merendárselas tras expertas cocciones a fuego lento, sino el hecho de que se asuma como escritor de textos terroríficos que forzosamente, para alcanzar un mayor grado de verosimilitud, requieren de una experiencia vital más o menos acorde a los relatos.
Es un viejo debate del arte, de la literatura en particular. El tema, en su cuadratura más simple, plantea dos tipos de artistas: los que se forman a punta de experiencias y los que eligen el camino de los libros, de la información codificada por otros. Para ilustrarlo con nombres, sería el caso, por un lado, de Lezama y Borges, cuyas aventuras literarias estuvieron basadas más en los libros, y, por el otro, de Onetti y Bukowski, quienes apelaron al contacto con la vida para diseñar sus obras. ¿Qué es lo mejor? Creo que no hay mejor ni peor, que una obra artística vale por sí misma, por la capacidad que pueda tener para seducir a los lectores, y me parece necio descalificar a un escritor por “libresco” o marginarlo por poco intelectualizado.
El problema se agudiza, sin embargo, cuando enfrentamos la obra de un autor maldito. ¿Qué tan cierto, qué tan vivido o experimentado es lo que escribe?, se preguntan siempre los lectores. Creo recordar, a propósito, que Bataille alguna vez fue cuestionado sobre ello: ¿es usted personaje de sus obras?, le dijeron; y él respondió: Sí, soy yo. Soy yo cuando escribo. Algo así. Con esa respuesta quiso explicar que para escribir sobre asesinos no es necesario serlo, sino saber imaginarlo, creerlo mientras “se asesina” a alguien sobre el papel.
Por eso el choro del Hannibal chilango me parece, más que una confesión de su fe en la experiencia real, un exceso de locura que demanda atención siquiátrica inmediata. Eso de que escribía la novela Instintos caníbales y al mismo tiempo, para reforzarla, degustaba suculenta gastronomía humana, es una película de Hollywood, un disparate.