Hace unos días tuve la extraña suerte de manejar mi coche, ya que la mayor parte del tiempo lo cedo venturosamente a la dueña de mis quincenas de millonario excéntrico. En él me desplacé al Teatro Martínez, pues debía atender un asunto literario con ese otro millonario excéntrico llamado Saúl Rosales. Al buscar estacionamiento, un problema que por fortuna casi no padezco, lo hallé sobre la Jiménez casi esquina con Allende, y coloqué mi mueble “en batería”. Por experiencia sé que los parquimetristas (ignoro si así se les pueda denominar a esas aves de rapiña encargadas de tumbar láminas al menor parpadeo) no se tientan el desarmador para retirar las placas y dejar en el limpiaparabrisas el papelito de la infracción, así que introduje en la ranura una moneda de dos pesos que me garantizara inmunidad durante media hora.
Lo que pasó no tiene Sara García (léase abuela): la monedita de dos chuchos fue engullida por la máquina y en ningún momento la pantalla del aparato dejó ver el tiempo registrado, o sea, que se tragó mi dinero y no me dio a cambio ni un segundo de derecho a estacionarme. Mi primera reacción fue de desconcierto: ah cabrón, qué chingados pasó, murmuré entre muelas, casi filosóficamente. Miré al entorno, como buscando a un ángel salvador o a un parquimetrista que me explicara lo ocurrido. No hallé nada, como era de esperar, pues los encargados de parquímetros nunca están cuando bajamos del coche y sólo aparecen cuando nosotros desaparecemos.
La segunda reacción fue más racional. Bueno, me dije, son dos méndigos pesos, le voy a echar otra moneda y pedigrí resuelto. Pero la tercera reacción, todavía más racional, era el diablito que me hablaba a la oreja: ¿Y por qué le vas a poner más, si ya de por sí es un robo? Mientras me debatía entre ponerle más dinero o no ponerle, mis ojos erraron en busca del ángel salvador o de alguien que testimoniara lo ocurrido, pero no pasó nada. Al fin tomé la decisión: escarbé de nuevo el bolsillo y saqué otro fierro; estaba a punto de meterlo cuando volvió el diablillo introductor de dudas: si ya se tragó una, ¿qué te hace pensar que ahora sí la hará valer?, y me detuve. Así permanecí un minuto o poco más, enredado entre una posibilidad y otra.
Finalmente se impuso la cordura: no le iba a poner más plata, por mínima que fuera, a un servicio que no me aseguraba ninguna eficacia. Pensé en mis dos pesos depositados, como dice la sabia expresión coloquial, de oquis, y pensé en los sueldos de nuestros funcionarios, de nuestros regidores, de toda la horda de patanes que se asignan sueldos de lujo y bonos de marcha y casi termino por publicar un desplegado para denunciar al alcalde por mis dos pesos robados. Obviamente reí ante la magnificación del mal, pero en el fondo, ya pensándola mejor, el chanchullo o el desperfecto (caso de que lo sea) no es para reír. ¿Alguna vez se nos ha informado cuál es el padrón exacto de parquímetros? ¿Alguna vez se nos ha dicho cuánto gana el municipio por concepto de estacionamiento en la vía pública? ¿Alguna vez se nos ha comunicado qué hacer en caso de engullimiento baldío de monedas? Creo que nunca. Decidí entonces no cooperar con El Mal, y escribí un recadito amenazante, éste: “Señor del parquímetro. Le puse dos varos al aparato y no marcó nada. Si me quita la placa, lo voy a buscar para arreglarnos. Atentamente: Cavernario Galindo”. De sobra está decir que no perdí mi placa.
Lo que pasó no tiene Sara García (léase abuela): la monedita de dos chuchos fue engullida por la máquina y en ningún momento la pantalla del aparato dejó ver el tiempo registrado, o sea, que se tragó mi dinero y no me dio a cambio ni un segundo de derecho a estacionarme. Mi primera reacción fue de desconcierto: ah cabrón, qué chingados pasó, murmuré entre muelas, casi filosóficamente. Miré al entorno, como buscando a un ángel salvador o a un parquimetrista que me explicara lo ocurrido. No hallé nada, como era de esperar, pues los encargados de parquímetros nunca están cuando bajamos del coche y sólo aparecen cuando nosotros desaparecemos.
La segunda reacción fue más racional. Bueno, me dije, son dos méndigos pesos, le voy a echar otra moneda y pedigrí resuelto. Pero la tercera reacción, todavía más racional, era el diablito que me hablaba a la oreja: ¿Y por qué le vas a poner más, si ya de por sí es un robo? Mientras me debatía entre ponerle más dinero o no ponerle, mis ojos erraron en busca del ángel salvador o de alguien que testimoniara lo ocurrido, pero no pasó nada. Al fin tomé la decisión: escarbé de nuevo el bolsillo y saqué otro fierro; estaba a punto de meterlo cuando volvió el diablillo introductor de dudas: si ya se tragó una, ¿qué te hace pensar que ahora sí la hará valer?, y me detuve. Así permanecí un minuto o poco más, enredado entre una posibilidad y otra.
Finalmente se impuso la cordura: no le iba a poner más plata, por mínima que fuera, a un servicio que no me aseguraba ninguna eficacia. Pensé en mis dos pesos depositados, como dice la sabia expresión coloquial, de oquis, y pensé en los sueldos de nuestros funcionarios, de nuestros regidores, de toda la horda de patanes que se asignan sueldos de lujo y bonos de marcha y casi termino por publicar un desplegado para denunciar al alcalde por mis dos pesos robados. Obviamente reí ante la magnificación del mal, pero en el fondo, ya pensándola mejor, el chanchullo o el desperfecto (caso de que lo sea) no es para reír. ¿Alguna vez se nos ha informado cuál es el padrón exacto de parquímetros? ¿Alguna vez se nos ha dicho cuánto gana el municipio por concepto de estacionamiento en la vía pública? ¿Alguna vez se nos ha comunicado qué hacer en caso de engullimiento baldío de monedas? Creo que nunca. Decidí entonces no cooperar con El Mal, y escribí un recadito amenazante, éste: “Señor del parquímetro. Le puse dos varos al aparato y no marcó nada. Si me quita la placa, lo voy a buscar para arreglarnos. Atentamente: Cavernario Galindo”. De sobra está decir que no perdí mi placa.