Entre 1957 y 2007 pueden caber casi cuarenta películas; 39, para ser exactos, las mismas en las que ha trabajado Arturo Ripstein como asistente, como guionista y principalmente como director. Es él, por ello, uno de los más consistentes cineastas que ha dado nuestro país, y ni duda cabe que cualquier comentario sobre su obra completa demanda, pese a los altibajos comunes a toda carrera creativa, adjetivos favorables. Para hablar de cine y de su cine, Ripstein estará en el auditorio del Museo Arocena (entrada por la Juárez) hoy a las siete de la tarde; la charla es convocada por el Cinart, el Museo Arocena y el Icocult laguna.
La oportunidad de oír, pues, a un director de largo aliento es inmejorable ahora que, se supone, el cine mexicano goza de renovada buena salud. Y digo renovada porque desde tiempos de don Joaquín Pardavé cada diez o quince años se habla de “nuevo cine mexicano” y se insiste que ahí la llevamos, que dentro de poco apagaremos el sol de un sombrerazo. Sea los que fuere, si eso es cierto o no, es seguro que así como hay actores sólidos, también hay fotógrafos de calidad, guionistas dignos y directores que lo son más allá y más acá de cualquier rebambaramba publicitaria, como Ripstein.
La extensa carrera de este realizador es así de grande, como sabemos, porque prácticamente nació con una cámara (en vez de una torta) bajo el brazo. Hijo de productor, desde la edad del gateo tuvo que sortear el cablerío de los aparatos eléctricos usados en el mundo de los rodajes, y muy pronto apuntó el objetivo (sin metáfora) hacia la filmación de la película Tiempo de morir, de 1965. Tenía la hermosa friolera de 21 años, una edad, como digo, en la que todo parece fácil, incluso rodar una película.
A diferencia de muchos, el caso del precoz Ripstein no fue un arrebato de creatividad o, para decirlo en términos más técnicos, una llamarada de petate fílmica. Lejos de serlo, el joven subió al mejor barco que en aquellos entonces estaba disponible no en México, sino en el mundo; ese barco se llamaba Luis Buñuel, de quien Ripstein estuvo cerca y pudo obtener el conocimiento que no le podía dar ni la mejor universidad.
De esa manera, cuando llegó el tiempo de volar solo, lo hizo ya con las alas bien dispuestas, y así, un año sí y otro también, fueron desfilando cintas que ahora son clásicos de nuestro cine, como El castillo de la pureza (donde es inolvidable la claustrofílica ojetez de Claudio Brook), El lugar sin límites (basada en la novela homónima de José Donoso y marcada inolvidablemente por la actuación fuera de todo límite de Roberto Cobo, el Jaibo de Buñuel y la Manuela de Ripstein), La reina de la noche (con una Lucha Reyes que fue Patricia Reyes Spíndola en alto calibre actoral), El imperio de la fortuna (un delicioso refrito —los refritos suelen ser más ricos que los fritos— de El gallo de oro, la historia de Rulfo que en la versión ripsteiana maravilla con su Gómez Cruz y su Blanca Guerra impecables) y Profundo Carmesí (con Regina Orozco y Daniel Giménez Cacho en dupla formidable), entre otras muchas películas famosas y otras no tanto.
No enumeré cinco títulos al azar: son, en la numerosa filmografía de Arturo Ripstein, las que más aprecio. Sé que cualquiera puede hacer su lista y sé incluso que cualquiera puede minosvalorar el cine de Ripstein. Lo que sí no podemos hacer, por más que lo deseemos, es ignorarlo. Querámoslo o no, Ripstein es, en lo suyo, un jefe.
La oportunidad de oír, pues, a un director de largo aliento es inmejorable ahora que, se supone, el cine mexicano goza de renovada buena salud. Y digo renovada porque desde tiempos de don Joaquín Pardavé cada diez o quince años se habla de “nuevo cine mexicano” y se insiste que ahí la llevamos, que dentro de poco apagaremos el sol de un sombrerazo. Sea los que fuere, si eso es cierto o no, es seguro que así como hay actores sólidos, también hay fotógrafos de calidad, guionistas dignos y directores que lo son más allá y más acá de cualquier rebambaramba publicitaria, como Ripstein.
La extensa carrera de este realizador es así de grande, como sabemos, porque prácticamente nació con una cámara (en vez de una torta) bajo el brazo. Hijo de productor, desde la edad del gateo tuvo que sortear el cablerío de los aparatos eléctricos usados en el mundo de los rodajes, y muy pronto apuntó el objetivo (sin metáfora) hacia la filmación de la película Tiempo de morir, de 1965. Tenía la hermosa friolera de 21 años, una edad, como digo, en la que todo parece fácil, incluso rodar una película.
A diferencia de muchos, el caso del precoz Ripstein no fue un arrebato de creatividad o, para decirlo en términos más técnicos, una llamarada de petate fílmica. Lejos de serlo, el joven subió al mejor barco que en aquellos entonces estaba disponible no en México, sino en el mundo; ese barco se llamaba Luis Buñuel, de quien Ripstein estuvo cerca y pudo obtener el conocimiento que no le podía dar ni la mejor universidad.
De esa manera, cuando llegó el tiempo de volar solo, lo hizo ya con las alas bien dispuestas, y así, un año sí y otro también, fueron desfilando cintas que ahora son clásicos de nuestro cine, como El castillo de la pureza (donde es inolvidable la claustrofílica ojetez de Claudio Brook), El lugar sin límites (basada en la novela homónima de José Donoso y marcada inolvidablemente por la actuación fuera de todo límite de Roberto Cobo, el Jaibo de Buñuel y la Manuela de Ripstein), La reina de la noche (con una Lucha Reyes que fue Patricia Reyes Spíndola en alto calibre actoral), El imperio de la fortuna (un delicioso refrito —los refritos suelen ser más ricos que los fritos— de El gallo de oro, la historia de Rulfo que en la versión ripsteiana maravilla con su Gómez Cruz y su Blanca Guerra impecables) y Profundo Carmesí (con Regina Orozco y Daniel Giménez Cacho en dupla formidable), entre otras muchas películas famosas y otras no tanto.
No enumeré cinco títulos al azar: son, en la numerosa filmografía de Arturo Ripstein, las que más aprecio. Sé que cualquiera puede hacer su lista y sé incluso que cualquiera puede minosvalorar el cine de Ripstein. Lo que sí no podemos hacer, por más que lo deseemos, es ignorarlo. Querámoslo o no, Ripstein es, en lo suyo, un jefe.