sábado, agosto 28, 2021

Impaciente punto final

 






De Augusto Monterroso hay un texto previsiblemente breve titulado “La brevedad”. Lo tengo a la mano, para desahogar este apunte, en un libro homónimo de los que cada año publica y distribuye, en ediciones no venales, la Asociación Nacional del Libro en tándem con la SEP. En realidad es una selección apretada de textos cortos en este caso útil para dar una idea rápida sobre el autor de origen centroamericano. Dado que el texto aludido es pequeño, lo comparto casi entero: “Con frecuencia escucho elogiar la brevedad y, provisionalmente, yo mismo me siento feliz cuando oigo repetir que lo bueno, si breve, dos veces bueno. (…) Lo cierto es que el escritor de brevedades nada anhela más en el mundo que escribir interminablemente largos textos, largos textos en los que la imaginación no tenga que trabajar, en que hechos, cosas, animales y hombres se crucen, se busquen o se huyan, vivan, convivan, se amen o derramen libremente la sangre sin sujeción al punto y coma, al punto. A ese punto que en este instante me ha sido impuesto por algo más fuerte que yo, que respeto y que odio”.

En otro lugar del mismo librito, Monterroso apunta: “… me aterroriza la idea de que la tontería acecha siempre a cualquier autor después de cuatro páginas”. Suponer riesgo de necedad en tan poco texto, cuatro páginas, es a todas luces una hipérbole, aunque en efecto sea cierto que a medida que se extiende la exposición de una idea aumenta la posibilidad de que asome su oreja la peligrosa “tontería”. Esto, a veces difícil de apreciar en la escritura de los profesionales, puede notarse con plena desnudez en la de los amateurs, como en el caso de los ensayos estudiantiles obligatorios. Cuando el profe decide encargar un trabajo de ocho cuartillas, a la segunda ya se nota el gemido, el ripio, la falta de ideas y el consiguiente alargamiento del tema en el vacío, y a veces, por qué no, el olor a plagio, todo por fijar la meta en extensiones a las que el redactor novato sólo podrá llegar a rastras, si es que llega.

En una de las conferencias —creo que la primera— de Piglia sobre Borges disponibles en YouTube, el autor de Plata quemada observa que el creador de “El Aleph” jamás escribió algo de más de diez cuartillas. Esto no es tan cierto, pues así, de golpe, basta recordar los ensayos dedicados al Martín Fierro y a Lugones, que sin ser muy largos, están muy por encima de las diez cuartillas. Ahora bien, salvo esos casos aislados, al recordar a Borges como totalidad (e igualmente a Schwob, a Torri, a Arreola, a Monterroso…) uno tiene en efecto la impresión de que toda su obra está armada con fragmentos, con recortes, con chispazos de realidad y fantasía, pero, al mismo tiempo, le percibe una apretada unidad, la compacidad de un todo firme y continuo, sin grietas.

La veneración del largo aliento tuvo su clímax en el siglo XIX, sobre todo con los novelistas. La avidez lectora del público estimuló la escritura de largas historias, de dilatados episodios nacionales que remacharon la noción rotunda de que el escritor digno de atención es sólo aquel que construye catedrales narrativas, inmensos conglomerados de acciones y de personajes. Poco campo quedó en esa noción para los escritores de brevedades, para aquellos que, como Monterroso, toman la pluma, comienzan a escribir y de inmediato se ven acosados por el impaciente punto final.

En el siglo XX esto cambió, y hoy cada vez son más los escritores que, si no tienen inclinación por la arquitectura de una obra catedralicia, proponen textos de menor envergadura aunque no necesariamente de poco filo, sino piezas concentradas en malicia y pulcritud estilística. De hecho, tengo para mí que el escritor en cierne nota de inmediato que lo suyo no es acumular cuartilla tras cuartilla, sino verse ceñido, constreñido, al espacio de una sola y dejar allí, si la fortuna le sonríe, una travesura literaria. Así pues, por respeto al lector, al tiempo del lector, es preferible que el escritor de brevedades, como Monterroso, nos confiese la inexorabilidad de su corto aliento, su impotencia ante el punto final, a que sienta el tonto imperativo de urdir obras inmensas en las que la vacuidad no tiene más remedio que nacer y multiplicarse.

miércoles, agosto 25, 2021

Letra horrible









Instalemos la imaginación en 1980. En una casa clasemediera de Torreón, un joven recién salido de la pubertad sancocha sus trabajos escolares en la mesa de la sala, frente a uno de los muchos floreros de mamá. Usa para escribir una maquinita Lettera Olivetti color crema, la lap top mecánica más popular de aquella época, casi una ouija. No puede teclear con más de dos dedos, los índices, pero poco a poco ha adquirido la velocidad suficiente para asentar las ideas en el papel antes de que se fuguen. A diferencia de muchos de sus amigos y amigas, trabaja en silencio, sin música, pues sabe que si se dejara acompañar por las notas de cualquier canción, nada podría fluir bien en sus trabajos escolares. El estéreo, que por cierto tiene al lado de la mesa, se mantiene apagado. Escribe, digamos, un ensayo para la clase de historia. Consulta en un libro prestado y en la enciclopedia Salvat, sus únicas herramientas documentales. En la Lettera hay una hoja de máquina tamaño carta, de las finas, aquellas que tenían textura irregular y un marco de florituras ya impreso, útiles para los trabajos finales. Procura no equivocarse para evitar el uso del corrector blanco, y así, en una tarde o dos, salen a pujidos las seis cuartillas del ensayo escrito con prosa trastabillante, insegura, pero ya tal vez sin tantas fallas ortográficas ni sintácticas.

Un día lo amonesta un profesor; le recuerda que esos trabajos necesitan portada, los datos generales en hoja aparte, al frente. Todavía está lejos la invención del Word o el Corel, así que surge una idea: el estudiante de prepa convoca a su padre para que elabore a mano, con bolígrafo negro, las portadas de sus trabajos. Sabe que su padre, quien estudió hasta la primaria por falta de recursos en su niñez, tiene una caligrafía espléndida, llena de arabescos hermosos y trazos seguros y perfectos. El viejo acepta, pregunta que qué debe escribir, y cuando recibe la información comienzan a brotar de su mano letras deslumbrantes, mayúsculas de lujo y remates de palabras con ganchos decrecientes que son un placer para la vista.

Aquel joven era yo y aquella caligrafía era la caligrafía de mi papá, una caligrafía aprendida en una escuela rural de La Laguna, porque en los cuarenta, cincuenta, sesenta y todavía en parte de los setenta se enseñó en las vasconceleanas aulas mexicanas, incluso en las de rancho, a escribir con “letra pegada”, con letra de la llamada “Palmer”, nombre derivado del Método Palmer elaborado por Austin Norman Palmer (1860-1927) para la escritura a mano. En mi caso, hasta tercero de primaria, de 1970 a 1973, hice ejercicios caligráficos en alguno de los libros de texto gratuitos y en los cuadernos adjuntos para tal propósito, pero poco después el sistema fue radicalmente cambiado y nos obligaron a escribir con letra “de molde” o “despegada”, lo que terminó por arruinar la letra de muchos niños —y luego adultos— de mi generación.

Ciertamente el origen de la “buena letra” es misterioso, tan misterioso como todos los talentos, pero es un hecho que con muchos ejercicios la escritura a mano se va soltando hasta el dominio de la belleza en el trazado de cada letra. Como en la primaria hicieron incontables ejercicios de caligrafía, mi padre, mi madre, mis tíos y muchas otras personas mayores que conocí o conozco, escribieron/escriben con una elegancia que hoy nos deslumbra y antes era habitual hasta en los recaditos más insustanciales. Luego llegó, para muchos, el aprendizaje de la horrible letra despegada que casi solamente queda bella a los arquitectos y a los diseñadores.

La letra fea provocó que yo no tenga manuscritos de lo que he publicado, que a estas alturas no es poco. Es decir, desde los tiempos de la Lettera escribo en teclados, siempre con dos dedos, siempre seguro de que cuando emprendo la escritura a mano quedo inhibido de inmediato para seguir adelante. Por supuesto, tampoco llevo diarios ni agendas, pues me paraliza ver los anárquicos rasgos de mi letra.

Siempre lamenté no tener la letra de mi padre, o su firma sobria y elegante a la vez. Desde niño no me quedó más remedio que aceptar la letra horrible con la que, por cierto, no escribo este apunte.

sábado, agosto 21, 2021

Paseo feliz por las palabras

 

De muchas formas podemos acercarnos al conocimiento de nuestra lengua. El caso es tener curiosidad, gusto por saber qué hay detrás de esos especímenes, las palabras, inventados para poblar el mundo con ideas. Tras comenzar el estudio de las palabras —tan formal o informal como queramos— notaremos que la forma esencial de la comunicación, ésta que aquí uso y permite al hombre compartir su experiencia mediante estructuras de sonidos o imágenes, es casi mágica. No por nada los antiguos creían en las posibilidades sobrenaturales de la palabra, del Verbo, que es casi como decir que todo, que absolutamente todo lo que el hombre ha creado, lo visible y lo invisible, está hecho de palabras.

Tengo para mí que el estudio de la lengua puede ser árido y complejo, pero también divertido y sencillo hasta donde pueden ser divertidas y sencillas las materias que demandan cierta competencia intelectual y un mínimo de interés. En los años recientes, el español Álex Grijelmo nos ha mostrado que los asedios a nuestra lengua no riñen con la amenidad. Al contrario, si un aporte ha hecho el periodista burgalés es un meticuloso desenfado para arrostrar sus defensas apasionadas del idioma español. Esto no significa falta de rigor o de información, sino deseo de “descomplicar”, para decirlo con una palabra suya, lo que habitualmente hallamos en tratados inaccesibles al gran público.

En la tesitura grijelmeana anda Historia de las palabras, de Daniel Balmaceda (Buenos Aires, 1962). No es la historia “de las” palabras, hay que aclarar, pero sí de algunas palabras, de muchas palabras que gracias a Balmaceda nos revelan auténticas sorpresas. Periodista, Balmaceda ha sido editor de las revistas Noticias, El Gráfico, Newsweek, Aire Libre y La Primera. Es miembro titular y vitalicio de la Sociedad Argentina de Historiadores. Es autor, entre otros, de Espadas y Corazones, Romances turbulentos de la historia argentina e Historias insólitas de la historia argentina, Historias de corceles y de acero y Biografía no autorizada de 1910. Son aproximadamente setenta entradas, lo que no equivale a computar setenta palabras, ya que el autor despliega en cada tranco un abanico de acercamientos que por razones históricas, temáticas o lingüísticas son afines a la palabra “detonante”, de suerte que este libro importa la pasmosa virtud de parecer más largo de lo que es. Tiene poco más de 200 páginas, pero, como digo, cumple a su modo las funciones de un grueso diccionario etimológico o es, al menos, un preámbulo inmejorable para acceder al amplísimo reino de la etimología.

En la introducción, el autor observa que uno de los objetivos de su libro “es generar el deseo de detenernos frente a una palabra e intentar conocer su origen, su historia”. Los apuntes fueron originalmente publicados en Idiomanía, revista acaso parecida a la mexicana Algarabía, por la feliz conjugación de inteligencia y goce que atraviesa sus páginas. Allí aparecieron estas zambullidas de Balmaceda a dos de sus pasiones: la historia y la palabra, que al unirse dan como resultado algo muy parecido al estudio etimológico, pues, como él afirma, “Muchas de las historias que se esconden detrás de una palabra merecen ser rescatadas”. Este rescate es, luego, un divertido paseo por el pasado de ciertas palabras que alguna vez entraron a la muchedumbre de nuestro léxico, se aclimataron, las usamos a diario y, como todas, pueden ser individualizadas, “biografiables”.

He dicho que este libro (lo compré en mi viaje de 2011 a Mendoza, Argentina) produce la sensación de una amplitud que no tiene. Eso de debe al desdoblamiento que el autor hace en muchas de sus páginas: aprovecha una palabra para discurrir por varias más. Por ejemplo, en el artículo “El que espera, no desespera”, trata sobre el prefijo “des” y traza una lista de palabras que lo contienen, las evidentes (como des-ayuno, o des-cifrar) y las no tanto (como des-cripción —que es eliminar lo críptico a algo, aclararlo—, des-arrollo —que es extender, hacer crecer el rollo de papel que en la antigüedad leía el maestro a sus discípulos—, des-quite —que es recuperar algo que nos han quitado—, etcétera. Vemos en este caso que a partir de un prefijo se ramifica un puñado de palabras que nos revela su ser, su encantadora peculiaridad. Son especialmente interesantes los acercamientos de Balmaceda (quien escribe siempre con buen humor, sin poses doctorales, amable) a palabras cuyo origen no es remoto y se relaciona con creaciones físicas (jacuzzi, tupperware, Rayos X, saxofón) o mentales (boicot, linchar).

El trayecto es en suma divertido y estimulante, pues a nadie, creo, dejará de parecerle atractivo conocer la historia de la familia Jacuzzi, o del exitoso empresario Tupper, o de Röngten (quien al ver que los rayos por él descubiertos no dejaban de ser una incógnita, decidió llamarlos “X”), o del desafortunado e ingenioso y musical Antoine Joseph Sax, o de Mr. Boycott y Mr. Lynch, cuyos apellidos pasaron a formar parte del vocabulario mundial.

Esta Historia de las palabras (Sudamericana, Buenos Aires, 2011, 205 pp.) es, por todo, un gran libro. Daniel Balmaceda ha logrado hacer grato, grato y muy interesante, el recorrido en el que fue nuestro sonriente guía.

miércoles, agosto 18, 2021

Confluencia inexorable

 











El 13 de agosto de 1521, hace 500 años, es marcado en los calendarios como el de la Caída de México-Tenochtitlan. Bien sabemos que en los extremos del debate sobre este acontecimiento se encuentran quienes sostienen que se trató de un atropello europeo, particularmente español, en tierra hoy mexicana, y, en la otra orilla de la discordia, quienes arguyen que con el triunfo de Cortés y sus aliados llegó la civilización a este bárbaro pedazo del planeta. No voy a sumarme ni siquiera un poco a la defensa de una posición o de otra, pues, como sucede con toda polémica de este tipo, es decir, jalada hacia los polos del blanco o del negro, en medio tiene grises que tal vez puedan ayudar a comprender mejor aquel convulso pasado.

Para comenzar, la llegada de los europeos a México-Tenochtitlan era, desde el 12 de octubre de 1492, un hecho inexorable. Desde que Colón avistó Guanahaní comenzó el choque entre las culturas americanas y las culturas europeas. Nótese que digo “culturas”, en plural, y no “cultura”, como suele decirse, pues es evidente que no podemos pensar en civilizaciones uniformes puestas en conflicto, sino en una diversidad amplia y compleja de grados de desarrollo y más aún de personalidades individuales. Así como no todos los europeos que llegaron a (lo que después sería llamada) América no eran idénticos en términos de profesión, región, lengua, temperamento y ambición, igual los indígenas: no eran lo mismo las muy elementales tribus que habitaban el Caribe comparadas con las comunidades verdaderamente desarrolladas de Mesoamérica, la península de Yucatán o el imperio inca. Como en Europa, había de todo por acá.

Y de todo también en términos de personalidad individual. En todos lados ha habido, hay y habrá sujetos ambiciosos y despiadados como Nuño de Guzmán, pero también, afortunadamente, individuos como fray Bernardino de Sahagún. Esto significa que no todo lo que llegó de Europa fue espada fuera de su vaina, ni todo lo que había por acá era indígena de buen corazón. La realidad, por diversa, ofrecía tipos humanos de muy distintas condiciones, de ahí que no sea viable proceder, al vislumbrar el pasado, con un rasero maniqueo.

Hace 500 años, ni en México-Tenochtitlan ni en ninguna parte del planeta se procedía con demasiada diplomacia cuando de conquistar se trataba. Las guerras y la destrucción del otro eran la norma, y todavía hoy, con la ONU y muchas otras organizaciones internacionales en primera fila, la guerra se enseñorea como factor de cambio político. Los europeos, los españoles que llegaron a Veracruz en 1519 tenían pues en la cabeza explícitos planes de conquista. La guerra era inevitable o inexorable, como ya dije arriba, así que pensar que debían pensar como nosotros es un anacronismo. El capitán de las huestes españolas, Hernán Cortés, supo sacar provecho de la rivalidad entre los mexicas y los pueblos aledaños a México-Tenochtitlan, y con una táctica de alianzas, obra maestra de la ingeniería política, hirió relativamente rápido el corazón del imperio azteca.

A diferencia de otros proyectos de conquista, por lo general arrasadores, el de Cortés tuvo como dinamo, gracias a él, un propósito de mestizaje. No sin traumatismos, y la prueba de que aquello funcionó somos nosotros, los actuales mexicanos heredamos mayoritariamente, dicho en trazo grueso, dos culturas. La historia oficial nos ha machacado sistemáticamente que debemos rechazar el flanco hispánico, pero esa es una aspiración imposible de consumar, es decir, no podemos evitar la porción de sangre española en nuestras venas, sangre que es sinécdoque de todo lo español que no podemos extirpar. Tampoco podemos negar, sería una necedad, toda la riqueza de lo indígena que recibimos, acaso el componente que más nos singulariza hoy como nación.

Ante la legión de defensores y detractores de la conquista —una polémica ideal para guerrear en las redes sociales—, creo que lo mejor es asumir una postura reflexiva que trate de indagar en el pasado con menos acaloramiento y más serenidad, como de hecho ocurre en las aproximaciones a la figura de Cortés emprendidas por el francés Christian Duverger en Hernán Cortés. La espada (Taurus, México, 2019, 509 pp.) y en el ya clásico Hernán Cortés (FCE, México, 2021, 775 pp.) de nuestro José Luis Martínez, obras monumentales que con documentos en la mano plantean/replantean que en la conquista hubo más, mucho más que buenos y malos.

Por último, y aunque no sea necesario expresarlo, desde hace mucho estoy bien instalado en mi condición de mestizo, en mi ser indígena-español al mismo tiempo. Mal haría si no, pues, aunque la negara, tal confluencia estaría en mí definitiva, inexorablemente, así que creo es mejor asumirla y comprenderla.

sábado, agosto 14, 2021

Edwards y el Poeta gregario

 















En la página 121 de Adiós, Poeta… (Tusquets, México, 1990, 323 pp.), memorias de Jorge Edwards (Santiago de Chile, 1941), hay una opinión sobre Neruda que, como tantas otras en aquel libro, llamó —disculpen el manoseado adverbio— poderosamente mi atención. Debo citar en largo: “[Neruda] Se había declarado alguna vez ‘poeta casamentero’, y al respecto había dado pruebas, pero era, más allá de eso, una persona aficionada a relacionar a gente, a crear grupos y convivir intensamente con ellos. De pronto se replegaba, se aislaba, y ahí se producía lo mejor de su reflexión y de su creación poética, pero, cuando salía de su intimidad creativa, siempre misteriosa para los otros, se convertía, como ya lo he dicho antes, en una de las personas más gregarias que he conocido. Su paso de la soledad a la sociabilidad era, creo, uno de los mayores enigmas, y es el enigma fascinante de todos los verdaderos poetas: la poesía transcurría por una vertiente y la vida cotidiana por otra (…) Si tenía un grupo de personas, grupo grande y cambiante, en Chile, grupo que adaptaba matices diferentes en Valparaíso, en Santiago, en Isla Negra, también lo tenía en París, y supongo que lo tuvo en México, en Roma, en Budapest, en Moscú”.

Leí este título de Edwards porque es un autor latinoamericano al que sólo conocía por los buenos cuentos de Las máscaras (1967) y, como vive aún y recién acaba de cumplir noventa años, quise conocerlo mejor. Elegí para lograrlo Adiós, Poeta…, una memoria en la que ciertamente somos testigos del recorrido vital de Edwards hasta 1990, pero que en todo momento pespuntea hacia los muchos encuentros que como amigo, colega escritor y compañero de la diplomacia chilena tuvo con el autor de Canto general.

De entrada, es completamente entendible que quien sea que se haya codeado con un genio, y Neruda lo era, sienta en algún momento el impulso de contar su vida en relación con el personaje legendario. Es un poco o un mucho algo aproximado a lo que ocurrió con Eckermann y sus Conversaciones con Goethe, o con Boswell y su Vida de Samuel Johnson. Es difícil aguantar la comezón de mostrar con la escritura que se ha estado junto a una cumbre, como acercarse al Everest y sentirse urgido por contarlo.

El Edwards que miramos en Adiós, Poeta… es esencialmente un escritor que incurre, como muchos de su generación, en la carrera diplomática en función, él lo dice, del cosmopolitismo que supone, además de una forma de subsistir. Describe sus orientaciones literarias iniciales, los beligerantes grupos que configuraban el mundillo de las letras en Santiago, la rivalidad entre huidobristas (por Vicente Huidobro), de rokhistas (por Pablo de Rokha) y de nerudianos, y deja ver sobre todo los encendidos debates entre los escritores artepuristas y los comprometidos, disyuntiva otrora básica para figurar o no a tal o cual barricada. Nos describe, por supuesto, su posición más bien de centro, por no decir socialdemócrata y tendiente a la derecha, frente a las posturas radicales, estalinistas, del Neruda que conoció en los cincuenta. Es sin duda una buena memoria en función del propio autor, del Poeta (como Edwards alude a Neruda y justifica la mayúscula del título) y de un alud de escritores y demás artistas, entre ellos algunos mexicanos como Fuentes y Rulfo, conocidos por Edwards en muchas partes del mundo, sobre todo en Francia y Chile.

Vuelvo a la larga cita desplegada líneas antes porque pensé que destacar la habilidad de Neruda para formar grupos y grupúsculos, para socializar en largas jornadas de vino y whisky, es una pericia de la cual carece la mayor parte de los escritores. En general, lo digo por mí y por muchos homólogos que conozco, organizar fiestas, articular una vida social más o menos frecuente y concurrida no embona con la vida literaria. Al contrario, los escritores, muchos escritores, suelen hacer vida social siempre con algo de culpa y buena parte de las veces con magra satisfacción, pues la teoría de que se lee y se escribe en terca soledad no es tan errada, y tal soledad deviene hábito, manera de vivir. Por eso me asombró lo que dice Edwards: que Neruda se aislaba, escribía maravillas y al salir de su covacha era el alma de las fiestas. Apenas puedo creerlo.


miércoles, agosto 11, 2021

Doce nuevas

 














La crónica deportiva, como casi todo, se alimenta de la novedad, y es insaciable. Además de fluidez y a veces buen timbre de voz (grave para el beisbol, agudo para el futbol, sereno para la tauromaquia…), los relatores deben hacerse notar por su creatividad a la hora de acuñar palabras o frases con llegada al gran público, lo que a la larga muta a santo y seña del personaje que fragua y populariza las mejores. Así como Ángel Fernández, el todavía no superado cronista deportivo mexicano, amonedaba frases que quedaron retenidos en la memoria de quienes ahora tenemos cincuenta o más años, los más famosos aún activos tienen cada uno la suyas: Enrique Bermúdez: “Tirititito nada más”, “donde las arañas hacen su nido” o “la danza del área”; Christian Martinolli: “La terminó perdiendo” (terminó perdiéndola), “de qué te vas a disfrazar”, “¡ah, no, bueno!” Gustavo Mendoza: “De pechito, papá”. Son marcas personales, distintivos que los peculiarizan en el océano de la crónica deportiva.

Hay palabras o frases, sin embargo, que un buen día aparecen en algún relato y poco a poco son compartidas por todos. Las que vienen configuran apenas una breve lista entre las que he pescado en la crónica de los años recientes. Compruebo que no son palabras y frases de la vieja guardia porque jamás las usaron Ángel Fernández, Fernando Luengas, Gerardo Peña, José Ramón Fernández o incluso Emilio Fernando Alonso, que sigue activo pero podemos considerarlo de una etapa más o menos lejana.

Buen pie. Tienen “buen pie” los jugadores que tocan bien, que saben dar pases atinados, disparar bien hacia la portería, golpear de tres dedos. En teoría todos los futbolistas, dado que el futbol es esencialmente pedestre en el sentido anatómico del término, deberían tener buen pie, pero ya sabemos que hay Picapiedras inhabilitados para dar correctamente un pase de tres metros.

Como dios. Esta frase cuasiteológica es cada vez más frecuente en la crónica. Creo que quien más la emplea es Luis García. Se usa cuando un jugador resuelve algo de manera impecable: un remate de cabeza con el giro exacto de cuello, un chanflazo al ángulo, el control dirigido de un cambio largo de juego, son ejecuciones perfectas, realizadas “como dios”.

Convertir. Antes se anotaban, se metían o se hacían goles (“Fulano sabe hacer goles”, dice Orvañanos). Hoy también, cuando alguien anota, “convierte”. Creo que se trata de un préstamo de la relatoría argentina. De hecho, llamar “relator” al cronista de futbol también es un empréstito de allá.

Cortar circuitos. Se refiere a impedir que un equipo conecte sus líneas, es decir, que la defensa pase bien el balón a la media y ésta a la delantera, lo que frustra el arribo a la meta enemiga.

De una. Frase ya aclimatada en buena parte de nuestra crónica. Es tomar una decisión sin titubear, como viene, como cuando se ejecuta un remate de botepronto o un pase de primera intención.

Descargar. Cuando un jugador tiene el balón y los rivales le cierran las salidas, ahora ya no da un pase de apoyo a su compañero, sino que “descarga”, se quita la pelota de encima y permitir que su equipo siga con el control de la jugada.

Espejear. Como bien se sabe, el futbol es un deporte en el que se necesita mirada periférica, ya que los rivales pueden aparecer en cualquiera de los 360 grados de la realidad; por ello se ha puesto de moda esta metáfora automotriz: así como “espejeamos” al conducir un auto o una moto, el jugador debe mirar hacia los costados, y si se puede también hacia atrás, para saber si le conviene o no correr, detenerse, saltar, fintar o deshacerse del balón. Un jugador que sabe espejear, se supone, anticipa, a veces por milésimas de segundo, las acciones del rival.

Futbol champagne. Frase cliché del Kikín Fonseca. Significa futbol elegante, muy técnico y vistoso, precisamente lo contrario al futbol que jugó el Kikín Fonseca.

Gesto técnico. Se trata de una jugada en la que el futbolista deja ver gran dominio, finura, control y rapidez, todo al mismo tiempo. Como matar de pecho un balón, rematar de escorpión, hacer un pase de “inglesa” o una “elástica” que deje frito al enemigo.

Recambio. No entiendo bien su uso. Los narradores y los comentaristas suelen habilitar esta palabra que, a mi parecer, no añade nada a “cambio”. Dado el prefijo reiterativo “re”, da la impresión de que un cambio volvió a ser cambiado, pero en el futbol esto no puede ocurrir. Podemos afirmar que “cambiaron” al que entró de cambio, no que lo “recambiaron”. Para que lo “recambien” tendría que haber entrado de cambio un par de veces, y esto es imposible.

Revulsivo. El DRAE señala: “Dicho de una persona o cosa: Que provoca una reacción brusca, generalmente con efectos beneficiosos”. Se trata pues de los cambios que sí funcionan, tanto de estrategia como, principalmente, de jugadores. Quien más la usa es Hugo Sánchez, siempre con acento madrileño.

Vacunar. Es anotar gol. Creo que también es un préstamo de la crónica sudamericana. En este caso se anticipó a la omnipresencia de tal verbo en el contexto de la pandemia.


lunes, agosto 09, 2021

Algunas respuestas sobre el microrrelato

 
















Hoy cumpliría 94 años mi amigo y maestro David Lagmanovich (Huinca Renancó, Córdoba, Argentina, 1927-San Miguel de Tucumán, Argentina, 2010). Para recordarlo subo al blog una reseña de 2005 publicada originalmente en el ejemplar 29 de Espéculo, revista electrónica de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid. Veo que esta publicación, coordinada por el doctor Joaquín María Aguirre, llegó hasta el número 48 (julio-octubre de 2011). Durante algunos años David y muchos académicos, a los que me sumé tímidamente con algunas reseñas, aparecimos en aquel espacio, que a mi juicio era muy bueno. Ya no supe qué pasó, por qué dejaron de circular nuevos ejemplares, aunque el contenido de 48 números (1995-2011) sigue en línea aquí. Colaboré, como dije, en algunos ejemplares; en uno de ellos, con la reseñita que acá reitero como recuerdo de David en su onomástico.

Algunas respuestas sobre el microrrelato

Jaime Muñoz Vargas

La emergencia reciente de un espécimen literario conocido indistintamente como microrrelato, cuento en miniatura, casicuento, minificción, brevísimo o minicuento, ha dado ya significativo pábulo a una reflexión crítica para tratar de asirlo. Como en casi todos los casos, se ha pasado de la práctica a la explicación, de la escritura de esas piezas narrativas al examen que permita entender su evolución y sus características. Aunque todavía escaso, el escudriñamiento de estos alfileres prosísticos ha comenzado ya a ofrecer resultados y no es arriesgado pensar que pronto hablaremos de este género (¿subgénero?) sin la sensación de andar sobre terreno movedizo.

David Lagmanovich, poeta y ensayista argentino, maestro en la Universidad de Tucumán y en varias de los Estados Unidos y Alemania, ha dado un paso importante en la clarificación de este asunto con Microrrelatos, un acercamiento crítico donde las micronarraciones ocupan el centro de su atención en tanto frutos que ya abundan por racimos pero que todavía no han sido suficientemente pasados por la lupa.

Acaso sea “El dinosaurio” de Monterroso la pieza emblemática de este género. Ninguna como ésta ha conseguido una cantidad mayor de lecturas y paráfrasis. Pero es apenas un caso entre miles, como lo demuestra Lagmanovich. Tan grande ha sido la producción de microrrelatos en Latinoamérica que ahora es un imperativo construir el aparato crítico que dé cuenta de su historia, sus rasgos específicos, sus máximos representantes y la bibliografía disponible para leerlo y para explorarlo con mirada crítica.

En México son pocos los que han detenido su mirada en el microrrelato; puede decirse que es Lauro Zavala el crítico que más énfasis ha puesto en su recolección y en su estudio. De allí la importancia que implica ventilar las opiniones de un minucioso observador del fenómeno como lo es David Lagmanovich; sus comentarios pueden ayudarnos a incorporar nuevas nociones en torno a un género cada vez más fecundado por los escritores de nuestras literaturas.

El crítico argentino plantea de entrada que la indiferencia ante el microrrelato se ha basado, entre otras razones, en “la persistencia de viejos hábitos de lectura —la idea, por ejemplo, de que el objeto ‘libro’ debe impresionarnos por su volumen— [lo cual] impedía, en muchos lectores y críticos, que se prestara demasiada atención a ese fenómeno”. Pero ante la exuberancia casi tímida del microrrelato tal indiferencia no podía durar, y eso es precisamente lo que Lagmanovich muestra con su indagación: que estos diminutos tejidos narrativos son ya tan abundantes que posponer su consideración evidenciaría, cuando menos, la demora de los espeleólogos literarios.

El argentino expone que los embriones de la brevedad podemos encontrarlos en buena parte de la estética decimonónica. Aunque a la literatura llega un tanto después, el deseo de evitar excesos y redundancias se incorpora gradualmente a las artes; así en Debussy y su rechazo a la extensión de los dramas líricos wagnerianos o, en el plano de la escultura, la belleza conceptual y simbólica de Constantin Brancusi. De la torrencial búsqueda en la forma se pasa poco a poco al despojamiento de todo aquello que empiece a parecer desmesura, ripio.

En fin, todo esto confluye en uno de los más poderosos asertos teóricos del arte del siglo XX: la maravillosamente adecuada aseveración, compartida por Walter Gropius, Mies van der Rohe y otros teóricos del grupo de la Bauhaus (1919-1933) que se expresa en estas tres palabras: “Menos es más”.

Con esa nueva estética sobre la mesa, los narradores, como los demás artistas de la palabra, tenían dos caminos polares: el primero, insistir en la redundancia con claras tendencias barrocas —lo cual, con Carpentier y Del Paso, no me parece ilegítimo— y, el segundo, edificar obras donde sean abolidos los excesos, las tautologías, los agregados ornamentales, donde lo menos tienda a ser más. Por supuesto ninguna de las dos rutas ha sido anulada, pero sí es evidente que la segunda comenzó a gozar de más adeptos que han optado por la mesura y la ultracondensación.

Microrrelatos es un libro dividido en cinco partes, todas ellas allanadoras del camino que nos guía al entendimiento pleno de la narración brevísima. “Márgenes de la narración: el microrrelato hispanoamericano”, sondea los orígenes de esta forma de ficción en nuestra América y cita ejemplos representativos; “Hacia una teoría del microrrelato hispanoamericano” ubica y separa las características del micro en relación con otras formas de expresión narrativa; “Sobre el microrrelato en argentina” y “Para un censo de microrrelatos argentinos” da cuenta de lo que ha sucedido con el género en la historia literaria de aquel país millonario de narraciones, y “Marco Denevi y sus Falsificaciones” recorre el quehacer clave como microficcionista de quien escribió El amor es un pájaro rebelde.

Libro de importancia capital para quienes se dedican a la práctica y a la teoría del cuento brevísimo, Microrrelatos, ensayo del argentino David Lagmanovich, contiene además numerosas piezas narrativas (el género muy bien lo permite) que sirven de ejemplo a cada afirmación, por lo cual su utilidad es doble y deja ver que la escritura de microrrelatos llegó a nosotros para no irse nunca más, como lo puede testimoniar esta perla inolvidable de la argentina Ana María Shua (tomada de La sueñera) y que no resisto la tentación de re-citar:

¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio.

Microrrelatos, David Lagmanovich, Cuadernos de Norte y Sur, Tucumán, 2004, 153 pp.


sábado, agosto 07, 2021

Seguir entre libros

 











Durante mucho tiempo he arrastrado por la vida una biblioteca. Se trata de los libros que minuciosa y testarudamente he pescado en 40 años de indescifrable bibliopatía. Mi ritmo de lectura es de cuatro piezas por mes, si me va bien, así que ya no me dará la biología para leer lo acumulado. Esto no me arredra, pues, como toda buena enfermedad, la bibliomanía es incurable y a lo mucho que puede aspirar quien la padece es a sobrellevarla con abnegación y mirando para otro lado cada vez que se busca sentido a este sinsentido. El caso es que hace poco logré revivir una estantería donde cupo, digamos, una cuarta parte de la biblioteca. Falta crear el espacio para los demás libros, pero eso ocurrirá, si todo sale bien, hasta finales del año. Por ahora he pensado de nuevo, una vez más, en la necedad de dar espacio a tanto papel. Es, cómo no, un asunto caro y molesto, pues en lugar de mandar al carajo tanto libro uno termina por ceder con el pasajero, efímero y alucinado fin de leer para no sé qué, quizá para ser feliz a pequeños trancos, para alcanzar alguna forma de la seguridad emocional u otro objetivo igual de difuso. En la foto, deformada por haber sido hecha en “modo plano”, no se nota que por ahora, sólo para que ya no durmieran en cajas, aventé los libros casi al azar, así que faltará organizarlos por temas o algo parecido. Esto sería más fácil si un día despierto y decido mandar todo a la mierda, venderlo a precio de ganga o directamente donarlo a alguna institución que se encargue de tirarlo en un hoyo burocrático, qué sé yo. Pero no he podido. Sigo pues arrastrando por la vida esta curiosa incomodidad.


Tres alegres laguneros

 







Vi los seis juegos de la selección mexicana en las olimpiadas, todos en horario de menudero. El de ayer, por ejemplo, comenzó a las cuatro de la madrugada y terminó exactamente a las seis con la victoria por 3 a 1 de México contra Japón. Escribo esto, pues, en modo zombie, más lejos de la cordura que en días de sueño normal. Para despertar no fue necesario programar el ruido del teléfono dizque inteligente, pues poco antes de su aviso se desató en La Laguna una tormenta de extraordinario ritmo en términos de volumen y duración. En el desierto donde vivo no estamos acostumbrados a tanta agua, así que me levanté para revisar posibles estragos. No había goteras ni nada semejante, de manera que me apoltroné frente al televisor con la esperanza de que nuestro equipo se agenciara la de bronce.

De inmediato noté que México jugaba muy distinto al primer choque contra los mismos nipones. Como compartieron grupo, en el segundo partido los aztecas se toparon con los anfitriones y fueron exhibidos sobre todo durante el primer tiempo. Ese día los nuestros perdieron 2-1, pero como habían arrasado a Francia (4-1), a Sudáfrica (3-0) y a Corea del Sur (6-3), llegaron a la semifinal contra Brasil, en la que cayeron por la fatídica —para México— vía de los penales. Perder contra los sudamericanos esfumó la esperanza de medalla de oro/plata para nuestro país, y abrió la puerta a la posibilidad de obtener bronce contra, otra vez, los japoneses. Por suerte, los orientales recién habían jugado dos agotadores partidos hasta los tiempos extras, de modo que, predijo el periodismo, llegarían cansados al segundo encuentro contra los descendientes de Cuauhtémoc, mexicanos por fortuna.

Los especialistas no se equivocaron: el equipo japonés fue otro en el nuevo desafío. Conservaba la técnica y el ánimo que lo caracteriza, pero las piernas de sus samuráis acusaban una merma notable en velocidad. Takefusa Kubo, su mejor hombre, un atacante con la complexión física del actor y cantante Joselito, ya no fue decisivo. Todavía no habían pasado ni quince minutos de partido cuando los mexicanos, con penal cobrado por Córdova, ya iban 1-0. El 2-0 no tardó en llegar, esta vez mediante un certero cabezazo de Vásquez. Así se fueron al segundo tiempo, y ahora Alexis Vega, con otro remate de testa, puso los cartones 3 a 0. Faltaba media hora para terminar el juego y México tenía casi asegurada la medalla en disputa, pero todavía los japoneses hicieron algunos intentos que sólo redituaron un tanto. Entre las limitaciones físicas de los nipones y el buen desempeño de los mexicanos, cayó otra medallita para nuestro país, nada mal.

Me dio gusto en general el trabajo de los dirigidos por Jaime Lozano. Sólo en el primer partido contra Japón tuvieron un bache censurable, así que es una presea alcanzada a punta de esfuerzo y buen futbol. Ahora bien, el gusto general aumenta si lo particularizo: tres de los once jugadores mexicanos que terminaron el partido ayer son laguneros: uno de Torreón, uno de Gómez Palacio y uno de San Pedro de las Colonias, es decir, respectivamente, Jorge Sánchez, Uriel Antuna y Eduardo Aguirre, todos con pasado santista, además.

Luego del papelón de los mexicanos en la Copa Oro, es cierto que la selección grande podría asimilar refacciones de la que asistió a Tokio. Si así será, ojalá que puedan figurar allí los tres alegres laguneros de cuyos pescuezos penden hoy tres flamantes medallas.


miércoles, agosto 04, 2021

Admirables atletas

 











A mediados de 1976 recién había cumplido una docena de años y hervía en mi interior una gran pasión por el deporte en sus dos vertientes: como practicante y como espectador. En el primer caso, es obvio que entre las limitaciones materiales, la falta de orientación y la pobreza de facultades innatas mi desempeño no iba a dar para mucho más que no fuera el deporte amateur donde, pese a las mencionadas precariedades, algo destaqué en futbol y quizá en natación. A la pelota jugaba en la calle y en la escuela, y practiqué intuitivamente nado en las albercas Alejandra y Konabay, ambas de mi natal Gómez Palacio. Nunca pasé de ser un deportista del montón, ubicable en rendimiento apenas una rayita arriba de la mediocridad, y siempre, hasta hoy, he sospechado que con un poco más de disciplina y asesoría mis resultados hubieran sido menos grises.

En el caso de mi desempeño como espectador he sido desde muy joven un terco admirador de la excelencia deportiva, y aunque no trabajo en la prensa del ramo creo no ser incompetente para hablar, aunque sea grosso modo, de disciplinas atléticas diversas. Los primeros olímpicos que vi completos, y con devoción, fueron los de Montreal 76, juegos en los que se encumbró la figura hermosísima de Nadia Comaneci. Fue tal el mazazo dado por la rumana que muchos nos enamoramos de ella y comenzamos a entender las pruebas y ciertas reglas de la gimnasia (en otros olímpicos me enamoré de su compatriota Ecaterina Szabo, también medallista).

Por aquellos años reverdeció en México el fervor por las competencias de marcha, pues Daniel Bautista —heredero de las glorias del sargento Pedraza— ganó oro en Montreal, y en Los Ángeles, ya hacia el 84, Raúl González y Ernesto Canto le dieron a nuestro país sendas veneras de oro en 20 y 50 kilómetros. No es mucho lo que podemos enumerar en materia de medallas (Carlos Girón y Jesús Mena en clavados, Soraya Jiménez en halterofilia, la selección de futbol en Londres 2012…), y por esto siempre es grato recordar aquellas hazañas.

Sin embargo, no sólo son dignos de admiración y memoria quienes se han colgado preseas de cualquiera de los tres metales. Cierto que podemos sentir frustración al ver que nuestros competidores se quedan a veces muy lejos de las medallas, pero no debemos ser injustos. Hay competidores que no las ganaron, como Alejandro Cárdenas y Ana Gabriela Guevara, y alcanzaron una calidad atlética indiscutible. Es el caso también, ahora, de Alexa Moreno, Rommel Pacheco y muchos deportistas mexicanos más que en lugar de críticas deberían recibir aplausos.

Sólo reflejan una brutal miserabilidad quienes no toman en cuenta la calidad de los deportistas que llegan a las olimpiadas. Ya sea por genética (en velocidad) o por presupuesto (los países desarrollados) muchos atletas de otras naciones nos sacan ventaja, e igualmente deben, como cualquier otro deportista del mundo, renunciar a la normalidad para entregar su vida a una práctica concreta en la que sus rivales harán lo mismo: dedicarse por completo a una disciplina con la ventaja de gozar mejor infraestructura y más apoyos.

En suma, fustigar frente a la pantalla, afirmar que tal o cual atleta debió hacer esto o aquello, es muy fácil. Lo complicado es ejecutarlo in situ frente a monstruos que corren, brincan, lanzan y en general se desenvuelven en sus disciplinas como lo que son: los mejores del planeta.

Ya hubiera querido yo asistir a unas olimpiadas. No como atleta, sino de perdida como espectador, así que prefiero reconocer a nuestros deportistas en vez de lamentar, en ocasiones con necia burla, que no traigan medallas.