Mañana a las siete de la tarde en el Teatro Garibay (Bravo
245 poniente) presentaremos el libro póstumo La balada de tu nombre, de Arcelia C. de Aizpuru. Lo comentaremos Elena Palacios Hernández, Miguel Ángel Centeno y yo, y Lorena Verónica Aizpuru, hija de la autora, leerá algunos poemas. La entrada es
libre. Tuve la suerte de prologarlo; aquí un fragmento de mi preámbulo:
Llegué al taller literario del Teatro Isauro Martínez a
mediados de 2017. Lo que encontré fue un grupo numeroso y cordial, bien
dispuesto a leer, escribir y escuchar. Recuerdo que en la primera sesión ya
estaba allí, siempre en primera fila, siempre atenta, Arcelia Cruces de
Aizpuru. Era evidente que se trataba de la tallerista de mayor edad, y ella no
tenía el menor propósito de ocultar tal condición. Al contrario, con permanente
buen humor reía de sus muchos años de vida, poco más de ochenta en aquel
momento. Veía bien, pero oía mal, así que se ayudaba con un aparato auricular.
Todos los sábados llegaba y se iba en taxi, y era de las/los talleristas que
jamás fallaban, salvo por motivos de salud o viaje. Se trataba de una mujer
culta y amable, con carrera profesional y urbanidad de persona de antes.
Los primeros poemas que nos compartió respondían a lo que
había leído y escrito toda su vida: poesía en molde tradicional, con metro y
rima. Mujer de antes, como ya dije, en sus versos dominaba una visión del mundo
que parecía algo anticuada para la estética de nuestro tiempo. Forma y fondo
eran, pues, conservadores, y era lógico y legítimo que así fuera.
Un día llevó un poema cuyo tema le resultaba profundamente
triste. Se refería en él a la ausencia de su esposo, recién fallecido. Para
entender la gravitación de aquella pérdida en el ánimo de Arcelia es necesario
recordar dos detalles de suyo peculiares: su esposo había nacido el mismo día,
el mismo mes y el mismo año que ella, pero en otro lugar de México, y luego de
encontrarse jamás se separaron. La muerte de su compañero representó entonces,
para ella, entrar a una vida harto distinta, y la presencia del ausente comenzó
a manifestarse en todo. Cuando Arcelia llevó la primera estancia del poema que
deseaba escribir sobre su sentimiento de aquel momento, me atreví a sugerirle
—delante de todos los talleristas que la querían y la respetaban y hoy quieren
y respetan su memoria— que no estaba obligada al metro y a la rima, que su
poema podía prescindir de esas ataduras para fluir libre, con la respiración
emocional moviéndose a sus anchas por el papel.
Soy franco: pensé que tal recomendación se quedaría en eso,
en una mera recomendación de taller, pero Arcelia asumió el reto y por primera
vez en su vida deambuló por el verso libre. En la tenue simetría de sus
estrofas se nota todavía la lucha contra el verso medido, pero poco a poco
urdió las secciones del largo poema que constituye la materia de este libro.
Con su pena a cuestas, Arcelia tuvo la enorme y noble
voluntad de buscar con palabras a su ser amado. Creo que lo reencontró y, de
paso, logró que fuéramos testigos privilegiados de tan hermoso empeño: la
búsqueda literaria y vivencial que hoy se materializa en las venideras páginas.