sábado, febrero 27, 2021

Tres eternos segundos

 








El periodista Manuel Serrato me preguntó en un programa de radio qué pincelada de Maradona retenía mi memoria. Le dije que, al margen de los hitos llamados “gol del siglo” (a los ingleses) y “gol imposible” (a la Juve), hay dos jugadas del 10 que siempre recuerdo con agradecido pasmo. Una de ellas la comenté en el texto “De los centros”, y ahora paso a describir la segunda: en mi fuero íntimo la he denominado “Tres eternos segundos”, y es la siguiente.

En un partido del Barcelona contra el Real Madrid celebrado en el Santiago Bernabéu, Maradona y Lobo Carrasco contragolpean y desde la media cancha sólo tienen por delante a un defensa y al portero. El zaguero sale a frenar a Lobo Carrasco, quien apenas alcanza a dar el pase lateral hacia Maradona, quien viene sólo casi por el centro del terreno. El argentino tiene ahora el balón y ve al portero que, como ordena el librito, se adelanta para cerrar el ángulo. Con el pecho levantado, Maradona flota hacia adelante, vertiginoso, hasta llegar a la raya del área grande. A cuatro metros de Agustín, el portero, Diego ejecuta un leve y brevísimo movimiento de cuerpo/piernas que condensa un engaño múltiple: el arquero no sabe allí si el atacante tirará cruzado, bombeará el balón, pasará por derecha o por izquierda o intentará un tiro por debajo de las piernas. Cualquiera de estas cinco acciones se abre como posibilidad. Maradona elige adelantar el balón por la izquierda del portero, quien se estira sin poder cortar la jugada. Hasta aquí sentimos que se trata de una buena acción, pero nada extraordinaria. Lo asombroso viene dos segundos después.

Eludido el portero, la pelota y Maradona aparecen solos frente al arco. Aunque no queda en su perfil, el 10 puede tocar ya la pelota con el pie derecho, con el izquierdo, como sea, pues la puerta está abierta a cinco o seis metros y ni Maradona ni nadie podrían fallar en tal circunstancia. Supongo que de reojo mira a Juan José, el defensa que, ilusionado con una barridón heroico, viene a cerrar en diagonal hacia el primer palo. El tiempo que tuvo Diego para tirar puede ser considerado una eternidad en los parámetros del futbol, pero no lo hace, sino que elige el extraño camino del arte y la genialidad. Mientras el defensa arroja los tacos por delante y termina incrustado como horqueta en la base del poste, Maradona frena de golpe, engancha hacia adentro, da un toquecito más al balón y antes de que el portero vuelva, sin ver al arco cachetea tersamente con la zurda y hace el desmesurado gol.

Si pensamos que en el alambique de la memoria futbolera quedan para siempre sólo instantes, el instante en el que Maradona corta hacia adentro en aquel tanto vivirá para siempre. De alguna forma fue una gambeta a la lógica del futbol más que a un defensor. Cualquiera, creo, hubiera tirado de inmediato frente al arco abierto, tal y como le quedó a Maradona tras el regate al portero, pero mientras los ojos de todos esperan ese toque obvio, el 10 alargó la escena tres eternos segundos en un metro cuadrado del Bernabéu que al final de la jugada revoleó pañuelos blancos.

sábado, febrero 20, 2021

Buceo de Miguel Ángel Centeno











 

Un personaje de la cultura popular argentina tenía como apodo “El hombre que razonaba demasiado”. Como él, y aunque no tantos como es deseable, algunos seres humanos incurren en el acto de razonar. Otros más piensan y resuelven problemas prácticos, claro, pero poco se dan a la tarea de trabajar con las ideas al grado de concluir que nada es simple, que aun lo más pequeño y en apariencia elemental reviste una complejidad digna de la más honda reflexión.

Miguel Ángel Centeno Campos (Gómez Palacio, Dgo., 1982) es, como el personaje susodicho, un hombre que en lo suyo razona demasiado. De profesión psicólogo y por ello especialista en el buceo de almas, ha ramificado su quehacer hacia otro tipo de psicología: la que explora en el yo propio y se expresa no mediante cuadros clínicos, sino con versos. Según se sabe, si indagamos en el laberinto del alma humana es casi imposible dar con certezas rotundas (“rotundo” significa “redondo”, es decir, “perfecto”), sino con aproximaciones que por fuerza deben ser cautas: nada hay de automático en las manifestaciones de nuestro comportamiento y por ello no hay un ser humano idéntico a otro.

Es esta diferencia la que torna interesante —algunos dicen que hasta novelesca— cualquier vida. Miguel entonces, como su tocayo Montaigne, se toma a sí mismo como personaje de su libro y luego nos comparte en serenos poemas el agitado mar que olea en su interior. Digamos que observa (todos los sentidos pueden ser asimilados al de la vista), después reflexiona y al final trasmuta en verso sus conjeturas. Esto no significa que las piezas de este poemario sean helados informes del alma propia o graficación estadística de sentimientos, sino cálidas aproximaciones al hombre que habita bajo la piel de un ser que en el exterior es llamado Miguel Ángel Centeno.

Oscuros soliloquios insinúa desde el título que sus “conclusiones”, por denominarlas de un modo provisional, son expuestas en grado de vislumbre o tentativa. Los poemas son un diálogo del poeta consigo mismo, un ida y vuelta de ideas que se da sobre todo en la noche, de ahí su énfasis en la oscuridad, pero también una conversación que no supone el arribo al alba de las certidumbres acabadas, sino a la penumbra inevitable de la duda que es, precisamente, el combustible de cualquier reflexión que aspire a ser profunda.

Celebro que Miguel Ángel, participante en el taller literario del Teatro Isauro Martínez, nos permita caminar al lado de su espíritu en estos Oscuros soliloquios, el primero de sus libros. El trato con su poesía será, sin duda, una forma de conocerlo mejor a él y, de paso, a nosotros mismos, sus agradecidos lectores.

Por último, una semblanza mínima: Miguel Ángel Centeno Campos es psicólogo por la Universidad Juárez del Estado de Durango y maestro en terapia de familia y pareja por la Universidad Autónoma de La Laguna (donde también es profesor). Miembro del taller literario del Teatro Isauro Martínez, ha publicado en la revista Estepa del Nazas y en la revista Acequias de la Ibero Torreón.


miércoles, febrero 17, 2021

Entre la vida y las fotos











 

Pese a la insistencia de muchos historiadores, todavía es común advertir que en el público sigue afianzada una noción de la historia como algo independiente del historiador. Aunque la historia, o sea, el pasado, es una realidad que ya no existe y sólo podemos tangibilizarla en términos de documento, la opinión generalizada tiende a pensar que tanto los documentos como los libros de historia son, per se, “la historia”. Parece un juego de palabras, pero no lo es. Sólo es necesario pensar que el pasado ya no existe y es imposible que vuelva, razón por la cual es necesario reconstruirla, es decir, historiar, conseguir documentos y articular conjeturas (relatos) a partir de su análisis e interpretación. La escritura que se obtiene como resultado es la historiografía, la escritura de la historia, no la historia en sí, ya irrecuperable.

Creer que la escritura de la historia es “la historia” ha sido tal vez la clave que ha posibilitado su manipulación por el poder. Como la gente cree que la historia está en los libros de historia, nada más adecuado para cualquier poderoso que fomentar la escritura de historias a modo para legitimarse. Esta es la razón por la que hasta la fecha las historias más populares son las que se refieren a los acontecimientos políticos y militares, a las caídas y los ascensos de tal o cual régimen o gobierno, a la vida y a la obra de los próceres. No otro tema, sino éste, aborda Leonardo Sciascia en El Archivo de Egipto, una novelita algo olvidada. Su tema eje es simple: la escritura de la historia generalmente ha dependido de los caprichos del poder, de ahí que sea tan peligrosa en manos de los mandamases.

Cada vez es más frecuente, sin embargo, comprobar que la escritura de la historia mira hacia otro punto, no tanto ya a los Grandes Hechos y a las Grandes Figuras sino al magma en el que se despliega la vida cotidiana con toda su complejidad. Esta historia nos enfatiza que la escritura sobre el pasado puede también detenerse a hurgar en comunidades específicas unidas asimismo por prácticas sociales ajenas al poder y sus detentadores. Esta historia, menos glamorosa pero tan importante como la otra, fija su atención en la gente de a pie, en el ciudadano que todos los días reproduce haceres compartidos por su comunidad. Visibilizar estas prácticas, describir su espesura, traerlas al presente para comprenderlas, es también tarea de historiadores.

Como cualquier escritura sobre el pasado, la de la vida cotidiana requiere apuntalarse en documentos. Es el caso de Luces en el polvo. Influencia del Club Fotográfico de La Laguna en el trabajo de José de Jesús Gil Alonso (1961-1987), libro de Alfredo Máynez Gil publicado en 2020 por la Ibero Torreón. Gracias a la cercanía de un fondo familiar lleno de textos y fotografías, Máynez Gil hundió su atención en el pasado de un grupo de ciudadanos de La Laguna dedicados a diversos oficios, pero ligados en un momento de sus vidas por una pasión: la fotografía. El joven historiador se apoya en una fuente primaria: las actas del Club Fotográfico de La Laguna animado por, al menos, cuatro decenas de integrantes a lo largo de un cuarto de siglo.

Además de tales actas, en sí misma valiosas por elocuentes, Máynez Gil apeló a otras herramientas útiles en ciertos casos como apoyo para la escritura de la historia: las entrevistas directas, ya que una parte significativa de los participantes en el Club viven y accedieron al diálogo, lo cual incrementó y precisó la información contenida en las actas. Asimismo, al material fotográfico reunido por su abuelo José de Jesús Gil Alonso, miembro del Club, quien es situado en este libro como la parte de un todo que le es afín: su grupo de amigos, los demás participantes. El libro es entonces una especie de sinécdoque.

Luces en el polvo contiene una introducción, siete secciones y un apartado conclusivo. Además, como apéndice muy destacado, una galería con 22 fotografías de Gil Alonso. El prólogo fue preparado por la doctora Laura Orellana Trinidad, directora del Archivo Histórico de la Ibero Torreón, quién aquí, nuevamente, ha enfatizado el valor no sólo académico, sino social, que tiene el resguardo de los documentos familiares como fuentes primordiales para la reconstrucción del pasado. A propósito del material trabajado por Alfredo Máynez, acentúa la importancia que adquiere dar visibilidad en la escritura histórica a grupos antes ignorados: “La estimación del acervo fotográfico del doctor Gil Alonso se inscribe en un entramado de profundos cambios culturales que han afectado a las Ciencias Sociales en las últimas cinco décadas, particularmente a la historia, la archivística y la sociología. Esta metamorfosis se debe, en gran medida, a las luchas de distintos grupos sociales por lograr una mayor representación en la sociedad, lo que finalmente tuvo un impacto en la selección de los objetos de estudio que estas disciplinas comenzaron a abordar así como del tipo de documentos que se requerían para estudiarlos”.

No cabe duda de que lo conseguido en Luces en el polvo debe motivar el orgullo de Alfredo Máynez Gil, quien con este su primer libro da pie a seguir explorando todo lo que puede ofrecer cada documento resguardado en los fondos familiares, tanto los que ya tienen cabida en los archivos como aquellos que siguen en posesión de hijos o nietos. Felicidades a Alfredo por este inteligente libro y felicidades a Laura por acompañarlo en el camino de su enfoque y su escritura.


sábado, febrero 13, 2021

Acequias 83












El martes 16 de febrero a las 6 de la tarde en su cuenta de Facebook la Universidad Iberoamericana Torreón presentará el libro Luces en el polvo. Influencia del Club Fotográfico de La Laguna en el trabajo de José de Jesús Gil Alonso (1961-1987), investigación realizada por Alfredo Máynez Gil. Los comentarios estarán a cargo de Laura Orellana Trinidad, el autor y quien esto firma. Precisamente el prólogo íntegro de este libro, escrito por la doctora Orellana, y una entrevista a Alfredo Máynez sobre su primera experiencia como autor, son los cimientos del número 83 de Acequias, revista de la Ibero Torreón disponible gratuitamente en la web de esta universidad. En su editorial del número publicado en diciembre pasado, se consigna su contenido de la siguiente forma:

Este 2020 ha sido, sin exagerar, el año más raro en la historia de la humanidad. Nunca como ahora, doce meses se han ido de forma tan peculiar, con una buena parte de la población mundial resguardada en sus hogares para alejar en lo posible el contagio de Covid 19. Muchos, pese al confinamiento y las medidas sanitarias dispuestas por la autoridad, hemos visto la lamentable pérdida de parientes y amigos cercanos, y hemos sabido que en todas partes los gobiernos han combatido, con mayor o menor éxito, al agente microscópico que provocó la pandemia. Amaneceremos al 2021, lamentablemente, con la zozobra de no saber cuándo terminará esta extraña forma de vivir. Mientras no haya certeza, vale más atender las medidas propuestas por las autoridades y no dejarse llevar por la desesperación, que suele ser mala consejera.

En medio de tal panorama, este número de Acequias abre con un acercamiento de la doctora Laura Orellana al trabajo del maestro Alfredo Máynez sobre la labor fotográfica de José de Jesús Gil Alonso. Lo sigue una entrevista al autor de Luces en el polvo donde, entre otras afirmaciones, describe el valor de la historiografía como herramienta para reconstruir el pasado no sólo de los próceres o de los hitos militares o políticos, sino también de mujeres y de hombres que en su vida cotidiana edificaron realidades dignas de ser investigadas y contadas.

Una larga entrevista del escritor Gerardo Segura al editor Édgar Valencia nos muestra el origen remoto de una vocación por la lectura y los libros. Luego, Iñaki Leal, exalumno de la Ibero hoy radicado en Nueva Orleans, comenta a tranco amplio la trayectoria literaria de Ricardo Piglia. Viene después un ensayo sobre La Laguna a principios del siglo XX escrito por el exalumno de la Ibero Torreón Gerardo Alfredo Martínez Macías, y en seguida otro del escritor lagunero Jesús Nares Jaramillo sobre la obra poética de Fernando del Paso. A propósito del décimo aniversario luctuoso de Francisco José Amparán se ofrece sobre él un apunte biográfico.

Cierran esta edición 83 de Acequias un cuento de Saúl Rosales, quien en 2020 cumplió 80 años; un fragmento del libro Magdalena Mondragón: su vida y su obra en México, de Blanca Galván, y tres poemas de Miguel Ángel Centeno, miembro del taller literario del Teatro Isauro Martínez.

Sin más, deseamos que el 2021 sea infinitamente mejor.

miércoles, febrero 10, 2021

Infinito español

 








En su siempre entusiasmante Minucias del lenguaje (FCE, México, 1996), José G. Moreno de Alba incluyó un artículo breve pero ilustrativo sobre la infinita variedad de la lengua española hablada y escrita aquí, allá y acullá. Comenzó su comentario afirmando que si bien el castellano-base llegó a América ya cuajado y no acusó cambios profundos en su fonología, gramática y léxico, es imposible pensar que se trata de un monolito impermeable a matices y diferencias.

“Con frecuencia se menciona a la española como un ejemplo de lengua con mínimas diferencias internas, con muy bajo índice de articulación dialectal. Particularmente suele decirse lo anterior cuando se alude al español que se habla en América, pues a diferencia del europeo, que es producto del predominio de un dialecto latino, el castellano, sobre otros del mismo origen (el leonés, el gallego, el asturiano…), que influyeron notablemente como sustrato, el de este lado del Atlántico es sólo el desarrollo de una lengua que llegó ya estructurada por completo. A ello se debe que se llegue a decir que hay más diferencias lingüísticas entre dos valles contiguos de Asturias que en todo el enorme territorio americano donde, como sabemos, poco influyeron las lenguas aborígenes”, señaló el expresidente de la Academia Mexicana de la Lengua.

Ciertamente, las lenguas americanas no calaron hondo en la estructura del español ni modificaron el léxico que solemos llamar “patrimonial” (es decir, el constituido por las palabras que todos los hispanohablantes entendemos y usamos parejamente: mesa, amor, dios, madre, noche…), pero, como afirma Moreno de Alba, esto no significa que el español carezca de innumerables variaciones, sobre todo en el plano del léxico que infunde un carácter dialectal al uso de los diversos “españoles” de nuestro continente.

Cita para demostrarlo el libro Léxico del habla culta de Santiago de Chile (UNAM, México, 1987) en el que advierte notables diferencias entre el léxico de la capital chilena comparado con el de la mexicana. Luego pone a prueba al lector y arma dos columnas, una con palabras mexicanas y otra con chilenas, para que las relacionemos. Hice la prueba y reprobé, lo digo sinceramente. En otros términos, no soy ducho en chilenismos.

Ahora bien, y esto lo agrego yo, en un lugar y en otro no sólo hay cambios totales de léxico (uso de una palabra en lugar de otra), sino matices de una misma palabra o uso preferencial de una palabra equivalente y entendible. Pongo el ejemplo de una actividad que tenemos muy a la mano gracias a los medios, el futbol. Si tomamos por ejemplo el argot del futbol argentino, notaremos cambios o variantes con respecto del mexicano. Pueden ser diferencias leves o grandes, pero diferencias al fin: en México decimos, en algunos casos sólo preferentemente, “alineación”, no “formación"; “banca”, no “banco”; “defensa”, no “defensor”; “portero”, no “arquero”; “abanderado”, no “línea”; “árbitro”, no “referí”; “quedó campeón”, no “salió campeón”; “narrador”, no “relator”; “el chance”, no “la chance”; “estadio”, no “cancha”; “porra”, no “hinchada”.

Si en una actividad mediática y ubicua no hay estandarización en el léxico y sí cambios o matices de género o de léxico, ya podemos imaginar qué pasa con las enormes diferencias atañederas a la gastronomía, el vestido y las múltiples realidades que apelan a designaciones específicas en cada país hispanohablante.

Venturosamente, tales diferencias son un valor de nuestra lengua, no una pobreza o un demérito.


sábado, febrero 06, 2021

Manía gramatical

 











En El principio del placer (José Emilio Pacheco, Joaquín Mortiz, México, 1972) figura el cuento “La fiesta brava”. El título del libro es un empréstito de la psicología que se refiere, según sabemos, a la noción formulada por Freud según la cual el sujeto busca fuentes de placer para mantener el equilibrio en relación con el displacer que provoca no obtenerlo. En este caso, la palabra “principio” es usada no como sinónimo de “inicio” o “comienzo”, sino como equivalente, en el lenguaje científico, a “ley” o “regla”. Así, cuando decimos “el principio de Arquímides” no nos referimos “al comienzo de Arquímides”, sino a una ley o regla cuya postulación se debe al físico siracusano: “Todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje vertical y hacia arriba igual al peso de fluido desalojado”. Igualmente se habla del “principio de Pascal”, del “principio de Bernoulli” y de muchos principios más.

Esta introducción, en apariencia digresiva, se vincula con el contenido del relato “La fiesta brava” y justifica el título del apunte que aquí avanza. Es, a mi juicio, el mejor o uno de los mejores cuentos fraguados por JEP, un artefacto literario con ángulos sociopolíticos y arquitectura peculiar. Cuando lo leí por primera vez, más o menos a mediados de los ochenta, me impresionó Andrés Quintana, su protagonista, un traductor y narrador enfermo de (la llamo así de manera tentativa) manía gramatical. En efecto, Quintana no sólo es un obseso de la corrección de sus textos, sino de todo lo que a su alrededor cuaja en palabras. No poco tiempo se le va en rumiar lo que lee, oye, escribe o piensa, y dado que la realidad se expresa abundantemente con palabras, material no le falta al tal Quintana, como en este ejemplo situado en el metro capitalino: “Bajó en la estación Insurgentes. Los magnavoces anunciaban el último viaje de esa noche. Todas las puertas iban a cerrarse. De paso leyó una inscripción grabada a punta de compás sobre un anuncio de Coca Cola: ASESINOS, NO OLVIDAMOS TLATELOLCO Y SAN COSME. / Debe decir: “ni San Cosme”, / corrigió Andrés mientras avanzaba hacia la salida. Arrancó el tren que iba en dirección de Zaragoza”.

No es extraño pues que en los oficios de escritor, traductor, corrector, periodista, profesor de español, similares y conexos, se trajine en el placer, o acaso en la tortura, de pensar y repensar palabras y frases. En todas partes se agazapan el acierto o el error, la rareza o el tópico, la fealdad o el arte amonedados en palabras. Quien padece esta manía disfruta con la reflexión de lo que lee, oye o piensa, pero también puede sentir una suerte de molestia pues su cabeza se desentiende de la realidad sólo para ponderar la viabilidad de una palabra o la ineficacia de otra. La lectura, por ello, se torna algo tortuosa, no tan fluida como la del lector ajeno a la enfermedad.

Hablé al comienzo del libro de Pacheco publicado por Mortiz. Recordé a Freud y en seguida comenté el matiz de la palabra “principio” colocada en el mundo de la ciencia. Curiosamente, yo publiqué en Mortiz una novela titulada El principio del terror que desde el punto de vista verbal tiene dos peculiaridades: una parte literal y otra, digamos, metafórica. Se refiere en efecto al principio como comienzo, y al terror como sinónimo de pavor político: con la decapitación de un tal Pelletier comenzó la etapa llamada “del terror” en la Revolución Francesa. Si no se explica esto, es fácil, como de hecho sucedió, que los potenciales lectores piensen erróneamente en terror gótico, en “literatura de terror”.

Como dije, hasta en la palabra o la frase más insípidas es posible acometer algún análisis. La manía gramatical no tiene llenadero.


miércoles, febrero 03, 2021

Diez desagrados









Al comentar sus intrincados diarios de juventud, Ricardo Piglia señaló que una obsesión visible en aquellas hojas fue la de las listas. El autor de Respiración artificial armaba, pues, listas sobre cualquier tema, y ya viejo, en un documental, explicó que tal vez lo hacía “para no pensar”, para “sacarse las ideas de la cabeza”. Allí mismo muestra dos: una con un ranking de boxeadores y otra (“más interna”) quizá relacionada con algunos de sus intereses: amor, sentido de la vida, política, futbol, teatro, cine, literatura…

Las listas gustan al mundo y son por ello carne de internet. En YouTube, por ejemplo, hay miles de cápsulas con listas de todos los pelajes. Sólo de cine podemos hallar las diez mejores películas de la historia, las diez mejores películas de terror de toda la historia, las diez mejores películas de terror mexicanas de toda la historia, y lo mismo podemos encontrar de actrices, recetas, relojes, rascacielos, videojuegos, asesinos seriales, tacos, ajedrecistas, inventos y un etcétera incuantificable.

No es extraño entonces que a mi modo piense de vez en cuando en listas. Una de ellas se relaciona con objetos que me desagradan de sobremanera (uso aquí la preposición “de” sólo para recomendar que nunca debe ser usada antes del adverbio “sobremanera”). Son objetos que aborrezco, pero este aborrecimiento no tiene por qué empatar, obvio, con los gustos de quien lee. Mi lista es la siguiente:

Gorra de hiphopero. Mi padre, beisbolista de la vieja guardia, la odiaba, y me heredó esta saludable aversión. Tiene la visera recta y el hongo muy abombado; si es usada con la visera cargada a la sien, siempre infunde al portador un notable aire de imbecilidad.

Cuernos de reno navideños. Es uno de los ornamentos más feos inventados por la civilización humana. Pachones, de fieltro, como dos cojines con picos, no los pondría en mi vehículo ni amenazado de muerte por la despiadada camorra napolitana.

Sombrero de copa futbolero. Es espantoso, y no sé por qué sigue teniendo tanto éxito en los estadios. Sólo se le ve bien al gato protagonizado por Mike Myers en The cat in the hat y a Slash, guitarrista de Guns & Roses.

Portacelular de cinturón. Siempre me da una impresión triple: de inseguridad, de incomodidad y de fealdad. Siento que el celular se va a caer de allí, que el usuario no está a gusto cuando se sienta y que indefectiblemente el dispositivo tiene algo de ostentoso si el teléfono es grande.

Aroma a Vainillito. Todavía usada en algunos vehículos carentes de misericordia, esta fragancia podría imprimir el toque mágico de Ómnibus de México incluso a los Ferraris. Si tengo la desgracia de tomar un taxi o un Uber con su tufo, sé que me espera una larga cefalea.

Escoba cuadrada. Sólo sirve para barrer mal. Jamás podrá competir contra la escoba con forma de escoba, la de espiga natural.

Firma electrónica. Todos los dispositivos comerciales para firmar a mano sobre una pantalla son ineficaces. Ni un calígrafo es capaz de firmar allí con la sensación de haber firmado bien.

Crocs grandes. Los crocs parecen un calzado práctico, pero sospecho que sólo se le ve lindo a los niños. Pasada cierta edad y en cierto tamaño de pie, siempre tengo la impresión de que apestan a una mezcla de hule y patas.

Contenedores de pasteles. En general, todos los contenedores de comida para un solo uso son abominables. Todos. Los de pastel son particularmente latosos, pues suelen ser grandes y de un plástico rígido y muy contaminante.