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viernes, junio 30, 2023
miércoles, junio 28, 2023
Sin agua
El
problema de escasez de agua en Torreón es sumamente grave, tanto que ya es hora
de que las autoridades lo tomen en serio y para venideros años traten de evitar,
ya sin postergaciones, ya sin demagogia técnica, el sufrimiento de la
ciudadanía.
Todavía estamos montados en el mes más caluroso del año, aunque al parecer ha pasado lo peor: han sido dos semanas para recordarlas con tristeza, pues sin misericordia nos pusieron frente a varios días consecutivos con temperaturas máximas ubicadas arriba de los 40 grados. Como ya no hay indicios de que en el futuro tengamos una realidad climática algo menos dura, es imperativo que desde hoy se tomen precauciones para que no falten el agua y la electricidad, dos recursos indispensables en todo momento, pero más en las temporadas de torridez como la que recién cruzamos y de la cual, de hecho, aún no salimos, aunque es cierto que ya pasó lo más difícil.
No
fueron, ni son todavía, pocos los reclamos de la ciudadanía que padece escasez
de agua. Se sabe que muchas zonas de la región han estado sometidas a un
suministro de agua mínimo y además breve, de una o dos horas diarias de flujo,
lo que sin duda trastorna la vida. Hay que insistir en esto: sin agua es
imposible maniobrar, sacar adelante la existencia sin un alto costo físico y
emocional. Sólo quien ha visto vacíos los depósitos de su casa, sólo quien ha
estado muy temprano a la expectativa para verificar si hay presión, sólo quien
se ha bañado con media cubeta o ha resistido al equipo de refrigeración sin
agua sabe a lo que me refiero en esta reiterada alerta. Sencillamente es
imposible vivir, sortear las tareas cotidianas sin la sombra de malestares
variados y tenaces.
¿Será posible algún día tener garantizado el suministro de agua en La Laguna? Me refiero a un suministro digno, permanente y democrático, no al esporádico y fugaz chorrito que flagela a muchas colonias laguneras. Recuerdo que hace años se discutía sobre el futuro y se planteaba que nuestra región estaba en riesgo de vivir sometida a la más severa falta de agua. Pues bien, aquel futuro ya es presente. Estamos al borde del colapso si no es que ya muchos sectores de la comunidad aterrizaron en él. Como dicen, la solución no era para mañana: urge para ayer.
lunes, junio 26, 2023
Argentina 2023
Fueron
días algo vertiginosos y cansados, pero muy gratos porque mezclaron trabajo,
amistad, literatura y gastronomía. Luego del viaje a Saltillo donde el domingo
7 de mayo participé en la Feria Internacional del Libro de Coahuila con la
presentación de “Leyenda Morgan” (UANL, segunda edición, 2023), el jueves 11 de
mayo salimos muy temprano Maribel y yo hacia Buenos Aires. Los vuelos
Torreón-Ciudad de México-Buenos Aires fueron perfectos, y el mismo día 11
aterrizamos en el aeropuerto de Ezeiza a las 10 de la noche. Paramos en un
departamento casi aledaño a la avenida Corrientes esquina con Julián Álvarez,
digamos que en el rumbo de Villa Crespo, cerca de la avenida Raúl Scalabrini
Ortiz, el entorno donde nació el poeta Juan Gelman. Salvo por alguna lluvia
esporádica, el clima que nos acompañó fue inmejorable durante toda la estancia,
tanto que no demandó abrigo pesado, que por las dudas sí llevamos. Fue mi
séptimo viaje a la Argentina y el primero para Maribel, así que ella compartió
ahora conmigo toda la experiencia tantas veces contada en nostálgicas
sobremesas de Torreón. Cargué con mi laptop para el trabajo en casa, el famoso
home office que aprendimos a manejar durante la pandemia, así que los desayunos
y las comidas se desahogaban en el espacio fijo que elegimos como radicación
temporal, lo que significó un ahorro notable. Ya en la tarde venían los
encuentros y los compromisos. El mismísimo viernes 12 a las seis de la tarde
hicimos nuestra única incursión a la Feria Internacional del Libro de Buenos
Aires. En el pabellón chileno era presentada “Una antología insumisa” de mi
amiga Pía Barros, y allí saludé a sus paisanos chilenos Diego Muñoz Valenzuela
y Paulina Bermúdez Valdebenito, y a los amigos argentinos Sandra Bianchi, Laura
Nicastro, Juan Romagniolli, Leandro Hidalgo, Martín Gardella, Raúl Brasca y
Fabián Vique. El sábado lo reservamos para participar en el festejo por el
decimoquinto aniversario de Macedonia Ediciones, emprendimiento editorial
encabezado por Vique y José Luis Bulacio. La ceremonia fue larga, de cuatro
horas, y se dio en la localidad de Haedo, provincia de Buenos Aires. Entre
emotivas mesas de lectura, performances teatrales, música, vino, empanadas y
torta (lo que nosotros llamamos “pastel”), transcurrió aquella jornada plena de
literatura y camaradería en la que tuve el gusto de participar en una mesa de
microficción. Entre otros amigos, allí reencontramos a Carlos Dariel, Norah
Lorenzo, Jorge Figueroa, Nanim Rekacz, Viviana Abnur y Andrea Burucua, y
conocimos a Claudia Cortalezzi, Patricia Dagatti, a la cantautora Myriam Belfer
y al escritor peruano Ary Malaver; en otra oportunidad saludaría también allí a
Javier Ramponelli y al poeta Carlos Norberto Carbone. Al final, ya en la cena,
rematamos en el restaurante Recoleta de Haedo con unas pizzas y otros platos
espectaculares.
Los
días siguieron avanzando con una rutina semejante a la ya descrita: trabajo de
revisión de textos en la mañana, y en las tardes y noches encuentros con los
amigos y la gastronomía porteña. Cuando no hubo encuentros vespertinos, llevé a
Maribel a conocer algunos puntos indefectibles: la Avenida de Mayo, la Plaza de
Mayo, la Casa Rosada, la peatonal Florida, la avenida 9 de Julio, el obelisco,
el café Tortoni, la Mafalda de San Telmo, la plaza del Congreso… Pude conversar
dos tardes (ambas en el café La Ópera) con el gran escritor Enrique Medina,
quien a su vez me presentó al ensayista Antonio Las Heras; saludamos a mi
paisano lagunero José Juan Zapata y a Jéssica, su esposa regiomontana; vimos en
su programa de radio-teatro a Alejandro Dolina, con quien cenamos en el
restaurante Babieca de la avenida Santa Fe. También cenamos y charlamos amplia
y muy afectuosamente en el fabuloso restaurante temático Perón-Perón con
Giselle Aronson y Fernando Veríssimo, y una tarde merendamos en la cafetería
Imperio con el periodista Eduardo Anguita, quien luego me entrevistó en su
programa de Radio Nacional. En ese mismo lugar, pero otra tarde, nos vimos con
el escritor Fernando Sorrentino y Alicia, su esposa. En el restaurante-librería
Casa Tinta cenamos con Sandra Bianchi y su pareja, el periodista Rodolfo
Chisleanschi. Las tardes y las noches estuvieron llenas de actividad, como el
partido de futbol que vimos un lunes por la noche porque nos quedaba a cuatro
cuadras: un choque entre Atlanta contra Gimnasia y Esgrima de Jujuy en el
estadio Don León Kolbowski, sede de Atlanta, donde Maribel, gracias a un joven
vecino de asiento, probó por primera vez el mate. Un domingo tuvimos asado en
casa de Andrea Burucua, y fue Javier, su pareja, quien controló la parrilla que
disfrutamos Hugo Alejandro Gómez, Dariel, Figueroa, Bulacio, Vique, Andrea
(amiga de la Andrea anfitriona), Manuel (hijo de Andrea), Maribel y yo. Una
tarde lluviosa conversé en el Big Joe con mi amigo Mario Berardi, también escritor,
e intercambiamos libros como si fueran banderines. A quienes han colaborado en
Acequias, revista de la Ibero Torreón, les di el ejemplar de papel
correspondiente y mi reiterada gratitud a nombre de la Ibero Torreón. El 23 de
mayo, día de mi cumpleaños, me entrevistaron en la estación Radio Cultura de la
Sociedad Argentina de Escritores (SADE) para el programa “El país y sus
escritores”, conducido por Edgardo Muller, esto en el rumbo más pirrurris de
Recoleta. Y otra tarde, ésta de ventisca, saludamos en la cafetería La Giralda
al gran periodista y narrador Ricardo Ragendorfer, a quien no conocíamos. Una
noche volvíamos ya algo tarde al departamento y nos topamos en la calle Loyola
con un establecimiento (El furor de Villa Crespo que guarda el recuerdo del
maestro Osvaldo Pugliese) de donde emergían notas de tango; con curiosidad
entramos y vimos bailar un rato a las parejas hipnotizadas e hipnotizantes por
culpa de aquel endiablado ritmo. La única actividad mañanera que tuvimos se dio
el jueves 25, cuando por instancias de Alejandro Dolina asistimos a una
entrevista de radio que me hicieron en el programa La Mañana, con Víctor Hugo
Morales, periodista que todos los futboleros no pueden no conocer pues fue él
quien relató para la eternidad el segundo gol de Maradona a los ingleses en
1986, donde bautizó a Diego como “barrilete cósmico” (el barrilete es lo que
nosotros conocemos como “papalote”). El mismo 25 en la tarde asistimos al
festejo del día patrio en la Plaza de Mayo, donde la oradora fue Cristina
Fernández de Kirchner, vicepresidenta argentina. En medio de estas actividades
se dio el curso sobre literatura mexicana que compartí por allá, la
presentación de mi libro “Entre las teclas”, en edición argentina, y un viaje a
Tigre, ciudad turística bellísima a la que el domingo 28 de mayo nos condujeron
Fabián y Adriana. Cuando llegó la noche anterior a nuestro regreso todavía le
sacamos jugo al recorrido: Laura Nicastro y Quique Ruslender, su esposo, nos
invitaron a disfrutar un asado en su departamento, del cual salí además con un
jersey de Chacarita Jr., regalo de Quique, acaso el hincha número uno de los
Funebreros.
¿Algo se me pasa en esta apretadísima y meramente enumerativa crónica? Mucho, todo lo inefable, como el sabor de los vinos o de mis amadas chocotortas con café, como la impagable amistad de tantos amigos y el hecho simple, elemental, de ser, de existir junto a la mujer que amo.
sábado, junio 24, 2023
Escuela de la escritura privada
Vía
Whatsapp recibo un mensaje de cierto joven universitario. Me comparte una
inquietud académica y de inmediato le contesto con la mayor rapidez y amplitud
que me es posible. A veces se puede responder con holgura y a veces no, pero la
prontitud es casi infalible, más cuando entre mi interlocutor y yo hay un nexo
afectivo o laboral. Luego de mi respuesta pasa más de una hora y lo que recibo
es un triste “ok”. No acostumbro dar consejos ni mandar ni regañar a nadie,
salvo quizá, de vez en cuando y hoy cada vez menos, a mis tres hijas, pero esta
vez me interesaba que el joven aprendiera no precisamente una lección, sino un
comportamiento que desde hoy juzgo necesario para su desempeño profesional, ya
que dentro de no mucho tiempo deberá comunicarse más formalmente mediante la
escritura.
Recomendé a mi interlocutor dos o tres reglas de la comunicación profesional. Cierto que nuestro diálogo podría considerarse privado e informal, pero no me pareció mala idea aprovechar el descuido para poner sobre la mesa dos o tres tímidos consejos. Le dije que si la respuesta que pidió le fue enviada inmediatamente, no podía preguntar algo o abrir una conversación en Whatsapp sin continuarla con premura. Dejar que pasara más de una hora luego de la respuesta creaba la sensación de desinterés, e incluso tal paréntesis podría ser asumido como grosería. Asimismo, que un escueto “ok”, sin agradecimiento, agazapa en su simplonería un gesto de muy poca consideración por el otro.
Tras
el minúsculo consejo el joven aceptó el error, lo tomó con buena actitud y pasó
de inmediato a localizar una justificación: “Así escribo con mis amigos”. Esto
me llevó a estirar el comentario. Quizá con las personas muy cercanas, en un
grado superlativo de informalidad, no sea tan necesario el uso de una especie
de “etiqueta” o “buena urbanidad” al escribir en medios como Whatsapp, pero
fuera de tal contexto es pertinente acatar ciertas reglas mínimas de
convivencia escrita.
Le
comenté, por ampliar un poco, que hoy se escribe pésimamente mal en las redes
sociales y en los sistemas de mensajería inmediata como Whastapp o el inbox.
Para quien tiene cierta convivencia con el uso de la escritura, como los
periodistas o los escritores, por ejemplo, las redes o los sistemas de
mensajería no suelen ser espacios de escritura deshilachada, sino uno más de
los sitios en los que se podría notar su esmero en el uso de la palabra. Quien
sólo escribe para las redes o los sistemas privados de mensajes debe tener en
cuenta que los vicios de su escritura desenfadada muy probablemente pasarán a
sus textos más formales, de manera que para un futuro profesionista no está tan
mal obligarse a escribir bien incluso en los contextos de informalidad, pues
eso será una escuela permanente, una especie de práctica sin fin de su
expresión.
Nadie dice que es fácil escribir. Al contrario. Por eso mismo es pertinente que tomemos cursos gratuitos de escritura en las redes y en Whatsapp. Que nuestros ensayos y nuestros errores nos den la mano.
miércoles, junio 21, 2023
Diálogo sobre viejos
Recién
leí un puntual comentario de Alfredo Loera, escritor lagunero, sobre las
librerías de viejo. Hoy en Torreón tenemos cuatro: Otelo, El Libro Usado, La
Tinta y la del güero de la avenida Juárez, cuyo nombre, si lo tiene, ignoro.
Escribe
Alfredo: “Las librerías de viejo
se vuelven entrañables porque son una metáfora de la tradición literaria e
intelectual. Se tiene la equivocada idea de que el canon es lineal, definido,
inamovible y académico. Ese canon tiene únicamente una función formativa o, en
el peor de los casos, comercial. No se puede sacar casi nada de él; es una idea
falsa de la literatura. La tradición es un montón de páginas hongueadas sobre
mesas y libreros repletos de polilla”.
Y continúa: “Me atrae en gran medida la imagen
de lo terroso y de lo antiguo, pues la lectura apasionada se ha vuelto un
trabajo arqueológico; ediciones de libros escritos por gente desconocida que en
su momento fueron los grandes autores, pues así lo aseveran las pequeñas
sinopsis, los grandes premios, y que ahora se nos presentan igualados por el
tiempo, al lado de otros desconocidos quienes pasaron de largo sin ser notados
hasta llegar a nuestras manos…”.
No resistí la tentación de hacer eco a su post
con estas palabras: “Como dicen ahora, me siento ‘representado’
por tu espléndido texto. Soy habitué de las librerías de viejo y, como sé que
visitamos las mismas de la localidad, haz de cuenta que seguí tus palabras como
si fuera una cámara subjetiva de cine: lo que tú veías, yo lo veía igual, con
el mismo decorado, con los mismos clientes ingenuos y no tan ingenuos. Hace
poco fui a Buenos Aires y me traje muchos libros, y sólo el 5% o 10% nuevos. Por
esto: cerca del departamento donde paré hallé una librería de viejo. Era un
paraíso. Como me quedaba a dos cuadras, poco a poco la fui saqueando y pensé
que ya no iba a ser necesario buscar en otras librerías. La razón es simple: en
una sola librería el azar me había deparado más de los que yo podía cargar
hasta Torreón, así que no tenía sentido internarme en otra librería para que el
azar me deparara más libros apetecibles. Con una bastó, con un solo azar fue
suficiente para desbordarme la maleta…”.
Larga vida a las librerías de viejo.
Nota 1. El artículo completo de Alfredo Loera es el siguiente:
Un laberinto llamado “las
librerías de usado”
Alfredo Loera
Es
increíble lo que uno puede hallar en las librerías de usado. Ahí es donde se
encuentra en verdad la tradición literaria de una ciudad; no sólo eso, también
su espíritu, su memoria, sus anhelos, su inconsciente colectivo.
La
formación de un escritor necesita pasar por estos lugares; en especial cuando
en ellos no hay orden: es la mejor manera de hacerse un criterio. Y sobre todo
de perderles el respeto a los libros. No se puede escribir nada si no se les
pierde el respeto a los mayores. Desde luego, se trata de una irreverencia
contenida, siempre hecha con desconfianza, pero a la vez con cinismo; el mismo
cinismo del librero cuando sabe que un volumen de tan maltratado va a la
basura, sin importar el nombre impreso en la portada. ¿Cuántas primeras ediciones
se perdieron así? ¿Cuántos ejemplares firmados por Borges, por Rulfo, por
García Márquez, por Fuentes se tiraron a la basura porque, en el
desconocimientos de estas firmas, los libreros, al ver los tomos humedecidos,
creyeron imposible su venta? En las librerías de usado nadie tiene privilegios;
al menos no, en esas donde todavía no nos alcanza el lavado de cara del
capitalismo rampante que de inmediato busca usurpar los espacios sociales que
se han ido formando por la misma gente.
Libros
por aquí y por allá, de los más diversos temas, sin etiquetas en los
mostradores, sin guías previas de lectura, sin modos de saber si es un libro de
ficción o un estudio sesudo sobre una de las conspiraciones más complejas en
dominio del mundo (ya sea el Club Bilderberg o los reptilianos, aunque creo que
son los mismos); sin nada que nos prevenga o nos predisponga a su lectura más
allá de las solapas y cuartas de forros empolvadas, y en ocasiones ni siquiera
eso.
Las
librerías de viejo se vuelven entrañables porque son una metáfora de la
tradición literaria e intelectual. Se tiene la equivocada idea de que el canon
es lineal, definido, inamovible y académico. Ese canon tiene únicamente una
función formativa o, en el peor de los casos, comercial. No se puede sacar casi
nada de él; es una idea falsa de la literatura. La tradición es un montón de
páginas hongueadas sobre mesas y libreros repletos de polilla.
Me
atrae en gran medida la imagen de lo terroso y de lo antiguo, pues la lectura
apasionada se ha vuelto un trabajo arqueológico; ediciones de libros escritos
por gente desconocida que en su momento fueron los grandes autores, pues así lo
aseveran las pequeñas sinopsis, los grandes premios, y que ahora se nos
presentan igualados por el tiempo, al lado de otros desconocidos quienes
pasaron de largo sin ser notados hasta llegar a nuestras manos; libros de
escritores locales mil veces ninguneados y que al leer el primer cuento del
ejemplar, ahí de pie en los pasillos laberinticos de la librería, nos deja un
buen sabor de boca y la consciencia de que lo literario es algo misterioso y
que va más allá de los reflectores; libros sobre política que ahora sería
imposible publicar por la incorrección ideológica del abordaje, y que sin
embargo interesan incluso más por el arrojo de las ideas y por la sensación de
leer algo con un tufo de prohibido; ediciones de autores leídos en una vieja
reseña, de quienes jamás vimos un ejemplar en las librerías de nuevo y que, al
cabo de años de búsqueda, aparecen amontonados debajo de una caja, la cual
quizás estuvo siempre en el mismo sitio hasta que esa buena tarde nos dignamos
a esculcar.
Y
no sólo eso. Me falta hablar de las personas asiduas a estos lugares. Porque no
me dejarás mentir, estimado lector: no cualquiera se presenta a estos sitios
con la naturalidad necesaria. Para ser asiduo a una librería de usado se
requiere de cierto carácter, de cierta independencia, de cierta vitalidad por
el debate desorbitado. Muchas veces he entablado conversaciones con extraños
sobre temas fuera de toda conexión actual en esos pasillos, o tal vez
simplemente sea la inocua pasión de buscar algún libro sin saber bien a bien lo
que ese libro nos dará. Aunque también es un espacio idóneo para reírse
sanamente de los incautos (risas malignas).
El
primer incauto es aquel que llega ya con el título de la obra y le pregunta al
estimado librero por el ejemplar. Es de lo más cómico que puede ocurrir (más
risas malignas).
Incauto
1: Disculpe, tiene el libro ¿Quién se ha llevado mi queso?
Es
indispensable señalar que inmediatamente después de ser escuchada esta frase en
el local se hace un silencio, sin importar cuántos de nosotros, aquellos otros
incautos en búsqueda del libro de la semana, estemos indagando estante por
estante.
Después
del incómodo silencio, y esto dependerá de la amabilidad del librero o librera,
el diálogo continuará en cualquiera de las tres vertientes.
Opción
1: Librero: No, mijo, no lo tenemos.
Opción
2: Librero: Mira, mijo, acá la onda es buscarle entre todos esos tomos.
Opción
3: Librero: Creo que sí, pero no me acuerdo dónde está.
Por
supuestos siempre hay algunos matices. Recuerdo una vez que, en una de nuestras
más importantes librerías, la Otelo, arribó un joven preguntando por El diosero de Francisco Rojas, y el
estimado librero, muy amablemente (era un hombre extremadamente viejo), se paró
en sus dos muletas y como pudo caminó los veinte pasos hasta el fondo y con una
paciencia infinita, digna de un mártir de la literatura y de los libros, con
sus lentes de fondo de botella se puso a buscarlo; tardó como media hora, lo
entregó y se lo vendió al muchacho por veinte pesos. Eso para mí fue una
especie de milagro. Me hizo recuperar mi confianza en la humanidad.
Pero
hubo otra ocasión en donde la librera (oculto sus identidades pues no deseo
evidenciar a nadie en particular), me acababa de comentar que no sabía que
decirle a la gente cuando alguien abría la puerta con la siguiente frase:
Incauto
2: Señora, recomiéndeme un libro.
Al
salir el cliente, esta vez, al cabo de comprar Las aventuras de Huckleberry Finn, la apreciable librera y yo
soltamos la carcajada. “Ves lo que te digo”, me comentó la mujer.
En
fin, es un mundo con material suficiente para una novela de cuatro tomos con
saltos de tiempo y espacio al estilo de Faulkner, pero por ahora me detengo.
Aquí sólo tuve el deseo de compartirte mi admiración por estos locales. Espero
te hayas entretenido, estimado lector, y que nunca se acaben las librerías de
viejo.
Nota 2. La espléndida foto de este post fue tomada por mi hija Ivana Muñoz en la librería Otelo.
sábado, junio 17, 2023
Madrugada al vapor
Cuando
desperté, el calor no sólo todavía estaba allí, sino peor de molesto que en el
día. Escribo esta crónica entre bostezos, a las seis de la tarde de ayer. No es
extraño que uno se mueva en calidad de zombie cuando la madrugada anterior se ha
escurrido no en el sueño placentero y reparador, sino en una mezcla de vigilia
sudorosa y sueño incómodo. Digamos que el relato debe comenzar con la hora en
la que caí en la cama: a las 11 de la noche del jueves. Gracias al mantenimiento
que yo mismo aplico al aparato de aire lavado, el clima en la habitación mejora
notablemente cuando ya no hay sol, así que me fui al lecho con la expectativa
casi jubilosa de dormir arropado por el vientecillo fresco de mi refrigeración,
una especie de oasis en mi propia casa.
Estaba
soñando no recuerdo qué aventura cuando escuché algo. Como en el cuento
“Luvina”, de Rulfo, lo que oí, somnoliento, fue el silencio. Estaba aturdido
por el cansancio, pero estiré la mano al buró y vi la hora en el celular: las
dos de la mañana. Como si estuviera en una cámara de vacío, no percibí ningún
ruido. Eso me alarmó y me hizo pasar, de golpe y sin solución de continuidad,
de la modorra a la lucidez. ¿Por qué no se oye el hermoso ronroneo del aparato
de aire? ¿Por qué puedo escuchar algunos lejanos vehículos en la calle o los
ladridos de un perro remoto? Volví a estirar la mano y encendí mi lamparita de
lectura: nada. La noticia me cayó como balde de agua helada (una metáfora
totalmente fallida en este caso): no había electricidad. A partir de allí no se
me fue el sueño, sino que me lo arrebató el calor. Hice lo que todos hacemos en
estos casos: abrí la ventana y, como fantasma panzón en calzoncillos, caminé en
la oscuridad para abrir otras ventanas y lograr que el viento tuviera manera de
fluir. Fue infructuoso: no había viento, la madrugada no producía una sola puta
racha de aire benefactor. Intenté dormir.
En
movimiento constante, sin una posición precisa en la cama, como gusano en
comal, esperé que volviera la electricidad como quien espera al amor de su
vida. Pasó quizá media hora y reparé en un detalle; sobre mi almohada ya húmeda
empollé la pregunta: ¿y si sólo se fue la luz en mi casa? A rastras, busqué un
short y una playera en la penumbra, me puse las sandalias y decidí explorar la
calle. Salí, revisé que “la pastilla” no hubiera saltado y luego avancé a la
mitad de la carretera; desde allí, en una escena que de haber sido filmada
sería ridícula, el señor en short verificó que ni una sola brizna de luz refulgía
en la cuadra; de alguna mezquina manera, la desgracia de los vecinos fue un
consuelo: todos estábamos en las mismas transpiradas condiciones.
Volví a la cama y por mi cabeza vi pasar ruidos lejanos. Una moto, una patrulla, un tráiler. En lo más profundo de mi ser rogaba por el milagro, por el literal hágase la luz. Recordé que el miércoles pasado, en esta misma columna, escribí sobre las dos más horribles calamidades de la vida doméstica en medio del calor que ahora padecemos: que Simas nos deje sin agua y que la CFE no acuda rápido a reparar los desperfectos cuando toda una colonia se queda sin servicio. Poco después, vencido por el cansancio, ignoro cómo, terminé por ingresar al sueño. No sé si antes de caer dormido alcancé o no a mentar sus respectivas madres al calor y a la CFE.
miércoles, junio 14, 2023
Calor, agua y electricidad
Este
calor infernal (el adjetivo “infernal” no es aquí un ornamento literario) ha
desbordado el ya de por sí grave problema lagunero de la escasez de agua. Por
el calentamiento global, la casualidad, el monstruoso azar, la ineptitud de las
autoridades o la razón que sea, esta temporada de calor ha alcanzado registros
no sólo extremos, sino sostenidos, de varios días consecutivos en las proximidades
de los cuarenta grados o poco más. Es una probadita, el prenuncio del futuro
que nos aguarda casi sin remedio.
Frente
a este escenario es inevitable revalorar dos bienes a los que sólo les prestamos
atención cuando nos los cortan por demora de pago: el agua y la energía
eléctrica. Cierto que siempre son necesarios, cierto que no podemos prescindir
de ellos, pero en estos lapsos de calidez diabólica pueden ser considerados de
vida y de cuasimuerte, derechos realmente humanos.
La
razón es simple: independientemente de la posición social y económica (aunque,
como siempre, las clases altas pueden sortear los problemas con mayor
facilidad, por ejemplo abriendo espacio a tinacos de almacenamiento tamaño piscina),
la falta de agua y de electricidad lleva al colapso de la vida, de ahí que las
autoridades del Sideapa, Simas y la CFE en particular, y de la autoridad en su
conjunto, deban trabajar para que en el futuro la torridez no nos tome
desprevenidos.
Sin
agua y sin electricidad, reitero, la vida bordea los límites de la resistencia.
Es una tragedia que desgarra minuto tras minuto y transforma los actos más
simples de la cotidianidad, como dormir o ducharse, en desafíos traumáticos.
Por
un lado, la CFE debe estar atenta con sus cuadrillas para la reparación, cuando
truenen, de transformadores. Por otro, Simas y Sideapa no pueden argumentar que
hay poca agua por el alto consumo de temporada, pues lo mismo sucede en
invierno: hay poca agua.
Estamos pues frente a una contingencia, la del calor extremo y el problema en el suministro seguro de agua y de electricidad. Creo que hay tiempo todavía para tomar recaudos y evitar que en el futuro todo esto nos coloque en el colapso que hoy, lastimosamente, estamos rozando. La disposición de agua y de electricidad, insisto, son derechos humanos. Ni más ni menos.
lunes, junio 12, 2023
Leyenda Morgan
Gracias al maestro Enrique Medina por su reseña a mi Leyenda Morgan (UANL, Monterrey, 2023). El comentario fue publicado en la edición de Página 12, Buenos Aires, Argentina, el 12 de junio de 2023. Aquí la reseña.
Teniente
Morgan
Enrique Medina
La novela policial, mirada de costado en sus inicios por alguna crítica “seria”
o “exigente”, y luego revalorizada como un auténtico género literario, tuvo
diferentes etapas antes de consolidarse. Pasando de los enigmas de los
escritores ingleses a la narrativa dura norteamericana, sin dejar de lado la
complejidad del francés Simenón, muchos han sido los creadores que grabaron a
fuego libros señeros con personajes que han quedado como clásicos en la mente
de los lectores. Al Sam Spade de Dashiell Hammett, al Philip Marlowe de
Raymond Chandler, al Mr. Ripley de Patricia Highsmith, al Hércules Poirot de
Agatha Christie, y rematando con el brutal Mike Hammer de Mickey Spillane,
dejando espacio para los que falten mencionar, vale sumar ahora al Teniente
Morgan del mexicano Jaime Muñoz Vargas.
Leyenda Morgan se
titula el libro. Con habilidad, el autor ha sabido construir un personaje con
características muy marcadas y curiosas en una singular narrativa que no sólo
crea un personaje para deleitar con sus aventuras, sino que, en sí mismo ya de
por sí, es una considerable creación que se yergue por mérito propio en las
páginas que lo dibujan. El modo que tiene el protagonista para
presentarse: “Morgan, Teniente Morgan”, imitando al agente de inteligencia 007
con su “Bond, James Bond”, es la clave para ingresar a este fascinante mundo de
acontecimientos descalabrantes. Rudas, sangrientas, por momentos
escalofriantes, estas historias se desenvuelven en un decorado oscuro y
siniestro que el autor describe con absoluta maestría en una narración que
peca, muy bien, de tosca inocencia y sutil ferocidad.
El protagonista es un personaje cuyos rudos y
sangrientos episodios atrapan completamente. Siendo un nadie lavacoches,
de suerte pasa a vestir el uniforme azul de policía. De ahí, gracias al milagro
de un muy sonado caso de secuestro, en el que participa apenas dándose cuenta,
pero sabiendo aprovechar los coletazos del periodismo amarillista que lo erige
héroe por haber perdido parte de la oreja derecha, debido a un balazo cómplice
en el trámite, rápido, de reflejos bien aceitados, y gracias a verse en los
diarios que lo muestran héroe, el protagonista deja de ser un policía de cuadra
y pasa a convertirse en investigador judicial. Y ya, apenas si le falta hacerse
acreedor de rasgos que lo singularicen. Magistral, el autor lo describe
terminante y con feliz rúbrica.
Morgan, que en realidad tiene un nombre chato y sin
brillo, se erige teniente y calza botas picudas de tacón cubano, fuma
cigarrillos Raleigh, bebe mucha cerveza marca “Indio”, empuña una pistola
“Beretta” de nueve milímetros y quince tiros, y maneja un Impala que a veces
niega venirse a razones. Y por si fuera poco, es fanático de la música rock de
su juventud. Estas características que lo identifican con aspaviento entre sus
pares, sólo son los detalles pintorescos que le dan color y simpatía; pero
también tiene otras que sólo comparten el autor y los lectores: y es una profunda
vocación de corrupto, asesino y coimero.
Cada aventura es una delicia de ingeniosidad y estilo. Así
como coimea desvergonzadamente, también es estafado por algún asesino falto de
palabra. Pero también sabe prorratear una recompensa desmesurada como si
lidiara con un tendero de barrio popular. En otra historia es alquilado para
actuar como sicario, pero, extrañamente, elimina al contratante. Los
relatos se hacen atractivos porque el lector también debe meterse a detective y
descubrir la conclusión junto al Teniente Morgan, cuando él, recurriendo al
clásico estilo de los finales policiales, pasa a explicar el caso cerrando el
episodio. Admirable libro y notable escritor.
El novelista Guillermo Arriaga, guionista, entre
otras, de las películas Amores perros y 21 gramos, ha escrito
sobre Muñoz Vargas: “Su narrativa suda, huele, moja, ensucia de sangre,
lágrimas, semen. Y encima de todo esto es, además, un escritor elegante. Su
prosa es limpia, precisa; al estilo de los grandes contadores de historias, no
se queda en un regodeo estéril del lenguaje. Quien lea este libro tendrá el
viejo placer de encontrarse con una historia contada de manera espléndida, con
un escritor que sabe su oficio, un maestro que usa el lenguaje con
sabiduría”.
Cabe destacar las ilustraciones de Rubén Escalante Alonso, que dibuja el personaje con hondura y patetismo, como si se lo hubiera cruzado en algunos de esos aciagos piringundines de terror. Jaime Muñoz Vargas nació en Gómez Palacio, Durango, en 1964. Es editor y maestro de la Universidad Iberoamericana Torreón. Ha publicado una veintena de libros, narraciones como El principio del terror, Juegos de amor y malquerencia, Las manos del tahúr; y también de periodismo Tientos y mediciones, Entre las teclas. Ha ganado los premios nacionales de Narrativa Joven, y San Luis Potosí, entre otros. Leyenda Morgan fue editado por la Universidad Autónoma de Nuevo León.
sábado, junio 10, 2023
Juicios del 85
Argentina, 1985
(Santiago Mitre, 2022) es una película que me debía. Está disponible en la
plataforma de Prime y más allá de los asegunes que nunca faltan en estas obras
basadas en hechos reales y relativamente cercanos en el espacio y en el tiempo,
es un film muy útil para acceder al conocimiento más simplificado posible de tres
hechos: uno, la máquina de aniquilación política puesta en funcionamiento de
1976 a 1983 en la Argentina; dos, el llamado Juicio a las Juntas, es decir, a
los militares que ejercieron el terrorismo de Estado; y tres, las consecuencias
históricas que tal enjuiciamiento tuvo para la vida de América Latina en
general y de la Argentina en particular. Cierto que la película se ubica
temporalmente en el punto dos, el juicio de 1985, pero a partir de allí es
inevitable expandir la mirada hacia el pasado y el futuro inmediatos de aquel
año bisagra.
Como
se sabe, en los sesenta y setenta América Latina fue escenario de numerosas
luchas revolucionarias que, con diversos matices, pugnaban por la construcción
del socialismo, dicho esto con un trazo demasiado grueso; eran los años más
tensos de la Guerra Fría, y no es difícil imaginar que el territorio
latinoamericano era una zona sometida a la enorme influencia política y
económica de los Estados Unidos, cuyos presidentes auspiciaban sin reparo golpes
militares y gobiernos títeres para controlar y saquear a las que entonces
fueron bautizadas como “repúblicas bananeras”. El crecimiento de la pobreza, el
enriquecimiento de las oligarquías y la cerrazón política de tales totalitarismos hizo insoportable la realidad y muchos jóvenes, inspirados sobre todo por la
revolución cubana, fueran forzados a seguir el camino de las armas para acceder
al poder y lograr cambios. Las elecciones, cuando las había, solían ser meras pantomimas
y por ello es que nacieron los Tupamaros en Uruguay, los Montoneros en
Argentina, el FPMR en Chile, la Liga 23 de Septiembre en México, el Frente
Sandinista en Nicaragua, Alfaro vive, ¡carajo! en Ecuador, el M-19 en Colombia y
varios más. Mucha sangre corría del río Bravo hasta Ushuaia.
Dada
su peculiaridad histórica, marcada por la influencia voraz de sus oligarcas y su
recurrente golpismo militar, Argentina padeció de todo en los setenta. Se dio
la vuelta de Perón, su triunfo electoral, su muerte y, dada la debilidad y la
impericia de Isabel Martínez, su viuda y presidente, en 1976 fue echada por un
golpe militar que a la postre se convirtió en dechado de brutalidad sin más
límite que el dictado por la sádica imaginación de los represores. Dos casos tristemente
famosos ilustran sus excesos: la apropiación de bebés y los vuelos de la muerte
en los que arrojaban al mar, vivos, a los “subversivos”.
Recuperada
la democracia, con Raúl Alfonsín como presidente, comenzó a tomar forma un
proyecto inédito en el mundo: enjuiciar a exgobernantes por crímenes de lesa
humanidad. No sin turbulencias en la sociedad argentina, el Juicio a las Juntas
(militares) comenzó un lento y denso desahogo de testimonios sobre la
brutalidad verde olivo. El fiscal que encabezó el acopio de pruebas contra los
militares fue Julio César Strassera, personificado por Ricardo Darín, quien
acompañado por el adjunto Luis Moreno Ocampo (Peter Lanzani) y un equipo de jóvenes
leguleyos, supieron configurar un corpus monumental de documentos para
demostrar las atrocidades perpetradas por los Videla, Massera, Agosti y demás asesinos
con insignias en el pecho que durante siete años se convirtieron en un ejemplo más de "la banalidad del mal", como llamó Hanna Arendt al horror nazi convertido en burocracia.
La película se atiene a una secuencia cronológica y abarca desde el momento en el que se sopea apenas la posibilidad de que los juicios se realicen hasta el momento en el que Strassera lee la acusación final. La ficción apela a algunos fragmentos de video real, disponible este último, gracias a YouTube, en numerosos enlaces. Más allá de lo apretado de su trama, y más allá de que alguno (yo mismo) pueda poner reparos a tal o cual adaptación de la realidad al formato fílmico, Argentina, 1985 es un excelente documento para los no iniciados en materia de bestialidad política en América Latina y su difícil procesamiento judicial y su esporádica y siempre deseable consecuencia: la cárcel perpetua para los genocidas.
miércoles, junio 07, 2023
Steiner y el pensamiento
Entre
las diversas colecciones del Fondo de Cultura Económica se encuentra una, la
Cenzontle, que me gusta mucho por tres razones: la primera, su diseño; la
segunda, la brevedad de sus tomos; y la tercera, la calidad de sus contenidos.
Podría añadir una cuarta razón: su bajo precio. En Torreón hay muchos de sus títulos
en la librería Educal enclavada, como sabemos, en el Museo Arocena. Son unos
libritos tamaño cuarto de oficio (más o menos), todos con el mismo diseño exterior
y los mismos excelentes materiales. Tengo varios, y en abril pasado leí uno de
la serie: Diez (posibles) razones para la
tristeza del pensamiento (FCE coeditado con Siruela, México, 2020, 83 pp.).
Lo comento grosso modo.
Su
título es elocuente: el erudito francés (1929-2020) reflexiona en diez capítulos
sobre el pensamiento y la inevitabilidad de la tristeza que atraviesa la consciencia
humana. Cada apartado cierra con una afirmación similar: de la primera a la
décima, concluye que la explorada en cada sección es una razón más para la
tristeza del pensamiento.
Aunque
no tanto como para no hacerlo disfrutable, es un libro denso para quien, como
yo, no está habituado a navegar honduras filosóficas. Siento incluso que más
allá de las conclusiones, más allá del aterrizaje de cada apartado, lo
fundamental, lo mejor, son las afirmaciones que Steiner va dejando en el camino
de su exposición. En cada página hay una pincelada memorable, un razonamiento
asombroso sobre la asombrosa máquina de pensar. En este sentido, es de esos
libros que se antojan llenos de potenciales citas y epígrafes, plenos de quirúrgica
profundidad.
Por ejemplo, sobre la superabundancia de pensamientos inevitables e inútiles: “No hay quizá ninguna actividad humana más extravagante. No pensamos en nuestro pensamiento excepto en los breves periodos de concentración epistemológica o psicológica. Casi en su totalidad, el incesante conjunto y suma del pensamiento pasa fugazmente, inadvertido, sin forma ni utilidad. Satura la consciencia y muy posiblemente el subconsciente, pero se seca como una delgada lámina de agua sobre la tierra abrasada”, y poco más adelante, “la masa del iceberg del pensamiento humano se desvanece, sin ser percibida ni registrada, en el cubo de la basura del olvido”. Un libro pequeño, sí, pero inmejorable para pensar en qué y cómo pensamos, y por qué los humanos somos esencialmente un animal triste.
sábado, junio 03, 2023
Nombres obligatorios
Al compartir algunas ideas sobre
literatura mexicana a público argentino me vi hace poco en la necesidad, dado
el tiempo disponible, de armar una pequeña selección de nombres
representativos. Toda criba de esta índole es injusta, como sucede también en
la constitución de antologías, pero es inevitable cuando requerimos, por
fuerza, una mirada comprensiva, abarcadora.
El tema surgió de una experiencia real. La
cuento. En una sesión de taller literario comenté que el intercambio de libros
entre nuestros países, los latinoamericanos, es paupérrimo, tanto que se reduce a un número de nombres
que caben en una sola mano. Pregunté abiertamente: ¿díganme los nombres de
autores peruanos y argentinos que recuerden? Las
respuestas fueron un buen tanteo de la realidad: en ambos casos apenas pasaban
de cinco precarios nombres. Igual pregunta me atreví a plantear ante amigos
argentinos: a cuántos escritores mexicanos conocían. La respuesta fue análoga
en su número, lo que me reveló que nuestras literaturas se desconocen casi en
su totalidad.
Por ello en la ponencia sobre nuestros escritores ante público argentino quise ampliar la lista de los mencionados. A los ya conocidos (no sé si leídos) Reyes, Paz, Rulfo y Fuentes sumé algunos nombres que ni de broma aparecen en el horizonte argentino de lecturas, pero son, sin duda, clásicos contemporáneos mexicanos. Sólo pensé en el siglo XX. Comencé con Martín Luis Guzmán, que me parece básico. Añadí a Revueltas, frecuente en las listas de autores importantes de nuestro país pero muy desconocido más allá de nuestras fronteras. Mencioné a Rosario Castellanos, un caso parecido a los dos anteriores. Igual hice con Elena Garro y Elena Poniatowska, y a ellas agregué a José Agustín, Ibargüengoitia, Monsiváis y Pacheco.
Las listas de este tipo son muy injustas, por discriminatorias, pero, como dije hace algunos párrafos, son inevitables. Faltan muchos nombres de escritores y escritoras para sentir que allí nuestro país está bien representando, pero incluso en su insuficiencia, en su inevitable pobreza, no es ya lo mismo que los cinco o seis nombres de cajón que siempre afloran para dizque abrazar a la literatura mexicana.