viernes, junio 30, 2023

miércoles, junio 28, 2023

Sin agua









El problema de escasez de agua en Torreón es sumamente grave, tanto que ya es hora de que las autoridades lo tomen en serio y para venideros años traten de evitar, ya sin postergaciones, ya sin demagogia técnica, el sufrimiento de la ciudadanía.

Todavía estamos montados en el mes más caluroso del año, aunque al parecer ha pasado lo peor: han sido dos semanas para recordarlas con tristeza, pues sin misericordia nos pusieron frente a varios días consecutivos con temperaturas máximas ubicadas arriba de los 40 grados. Como ya no hay indicios de que en el futuro tengamos una realidad climática algo menos dura, es imperativo que desde hoy se tomen precauciones para que no falten el agua y la electricidad, dos recursos indispensables en todo momento, pero más en las temporadas de torridez como la que recién cruzamos y de la cual, de hecho, aún no salimos, aunque es cierto que ya pasó lo más difícil.

No fueron, ni son todavía, pocos los reclamos de la ciudadanía que padece escasez de agua. Se sabe que muchas zonas de la región han estado sometidas a un suministro de agua mínimo y además breve, de una o dos horas diarias de flujo, lo que sin duda trastorna la vida. Hay que insistir en esto: sin agua es imposible maniobrar, sacar adelante la existencia sin un alto costo físico y emocional. Sólo quien ha visto vacíos los depósitos de su casa, sólo quien ha estado muy temprano a la expectativa para verificar si hay presión, sólo quien se ha bañado con media cubeta o ha resistido al equipo de refrigeración sin agua sabe a lo que me refiero en esta reiterada alerta. Sencillamente es imposible vivir, sortear las tareas cotidianas sin la sombra de malestares variados y tenaces.

¿Será posible algún día tener garantizado el suministro de agua en La Laguna? Me refiero a un suministro digno, permanente y democrático, no al esporádico y fugaz chorrito que flagela a muchas colonias laguneras. Recuerdo que hace años se discutía sobre el futuro y se planteaba que nuestra región estaba en riesgo de vivir sometida a la más severa falta de agua. Pues bien, aquel futuro ya es presente. Estamos al borde del colapso si no es que ya muchos sectores de la comunidad aterrizaron en él. Como dicen, la solución no era para mañana: urge para ayer.


sábado, junio 24, 2023

Escuela de la escritura privada

 






Vía Whatsapp recibo un mensaje de cierto joven universitario. Me comparte una inquietud académica y de inmediato le contesto con la mayor rapidez y amplitud que me es posible. A veces se puede responder con holgura y a veces no, pero la prontitud es casi infalible, más cuando entre mi interlocutor y yo hay un nexo afectivo o laboral. Luego de mi respuesta pasa más de una hora y lo que recibo es un triste “ok”. No acostumbro dar consejos ni mandar ni regañar a nadie, salvo quizá, de vez en cuando y hoy cada vez menos, a mis tres hijas, pero esta vez me interesaba que el joven aprendiera no precisamente una lección, sino un comportamiento que desde hoy juzgo necesario para su desempeño profesional, ya que dentro de no mucho tiempo deberá comunicarse más formalmente mediante la escritura.

Recomendé a mi interlocutor dos o tres reglas de la comunicación profesional. Cierto que nuestro diálogo podría considerarse privado e informal, pero no me pareció mala idea aprovechar el descuido para poner sobre la mesa dos o tres tímidos consejos. Le dije que si la respuesta que pidió le fue enviada inmediatamente, no podía preguntar algo o abrir una conversación en Whatsapp sin continuarla con premura. Dejar que pasara más de una hora luego de la respuesta creaba la sensación de desinterés, e incluso tal paréntesis podría ser asumido como grosería. Asimismo, que un escueto “ok”, sin agradecimiento, agazapa en su simplonería un gesto de muy poca consideración por el otro.

Tras el minúsculo consejo el joven aceptó el error, lo tomó con buena actitud y pasó de inmediato a localizar una justificación: “Así escribo con mis amigos”. Esto me llevó a estirar el comentario. Quizá con las personas muy cercanas, en un grado superlativo de informalidad, no sea tan necesario el uso de una especie de “etiqueta” o “buena urbanidad” al escribir en medios como Whatsapp, pero fuera de tal contexto es pertinente acatar ciertas reglas mínimas de convivencia escrita.

Le comenté, por ampliar un poco, que hoy se escribe pésimamente mal en las redes sociales y en los sistemas de mensajería inmediata como Whastapp o el inbox. Para quien tiene cierta convivencia con el uso de la escritura, como los periodistas o los escritores, por ejemplo, las redes o los sistemas de mensajería no suelen ser espacios de escritura deshilachada, sino uno más de los sitios en los que se podría notar su esmero en el uso de la palabra. Quien sólo escribe para las redes o los sistemas privados de mensajes debe tener en cuenta que los vicios de su escritura desenfadada muy probablemente pasarán a sus textos más formales, de manera que para un futuro profesionista no está tan mal obligarse a escribir bien incluso en los contextos de informalidad, pues eso será una escuela permanente, una especie de práctica sin fin de su expresión.

Nadie dice que es fácil escribir. Al contrario. Por eso mismo es pertinente que tomemos cursos gratuitos de escritura en las redes y en Whatsapp. Que nuestros ensayos y nuestros errores nos den la mano.

miércoles, junio 21, 2023

Diálogo sobre viejos

 








Recién leí un puntual comentario de Alfredo Loera, escritor lagunero, sobre las librerías de viejo. Hoy en Torreón tenemos cuatro: Otelo, El Libro Usado, La Tinta y la del güero de la avenida Juárez, cuyo nombre, si lo tiene, ignoro.

Escribe Alfredo: “Las librerías de viejo se vuelven entrañables porque son una metáfora de la tradición literaria e intelectual. Se tiene la equivocada idea de que el canon es lineal, definido, inamovible y académico. Ese canon tiene únicamente una función formativa o, en el peor de los casos, comercial. No se puede sacar casi nada de él; es una idea falsa de la literatura. La tradición es un montón de páginas hongueadas sobre mesas y libreros repletos de polilla”.

Y continúa: “Me atrae en gran medida la imagen de lo terroso y de lo antiguo, pues la lectura apasionada se ha vuelto un trabajo arqueológico; ediciones de libros escritos por gente desconocida que en su momento fueron los grandes autores, pues así lo aseveran las pequeñas sinopsis, los grandes premios, y que ahora se nos presentan igualados por el tiempo, al lado de otros desconocidos quienes pasaron de largo sin ser notados hasta llegar a nuestras manos…”.

No resistí la tentación de hacer eco a su post con estas palabras: “Como dicen ahora, me siento ‘representado’ por tu espléndido texto. Soy habitué de las librerías de viejo y, como sé que visitamos las mismas de la localidad, haz de cuenta que seguí tus palabras como si fuera una cámara subjetiva de cine: lo que tú veías, yo lo veía igual, con el mismo decorado, con los mismos clientes ingenuos y no tan ingenuos. Hace poco fui a Buenos Aires y me traje muchos libros, y sólo el 5% o 10% nuevos. Por esto: cerca del departamento donde paré hallé una librería de viejo. Era un paraíso. Como me quedaba a dos cuadras, poco a poco la fui saqueando y pensé que ya no iba a ser necesario buscar en otras librerías. La razón es simple: en una sola librería el azar me había deparado más de los que yo podía cargar hasta Torreón, así que no tenía sentido internarme en otra librería para que el azar me deparara más libros apetecibles. Con una bastó, con un solo azar fue suficiente para desbordarme la maleta…”.

Larga vida a las librerías de viejo.

Nota 1. El artículo completo de Alfredo Loera es el siguiente:

Un laberinto llamado “las librerías de usado”

Alfredo Loera

Es increíble lo que uno puede hallar en las librerías de usado. Ahí es donde se encuentra en verdad la tradición literaria de una ciudad; no sólo eso, también su espíritu, su memoria, sus anhelos, su inconsciente colectivo.

La formación de un escritor necesita pasar por estos lugares; en especial cuando en ellos no hay orden: es la mejor manera de hacerse un criterio. Y sobre todo de perderles el respeto a los libros. No se puede escribir nada si no se les pierde el respeto a los mayores. Desde luego, se trata de una irreverencia contenida, siempre hecha con desconfianza, pero a la vez con cinismo; el mismo cinismo del librero cuando sabe que un volumen de tan maltratado va a la basura, sin importar el nombre impreso en la portada. ¿Cuántas primeras ediciones se perdieron así? ¿Cuántos ejemplares firmados por Borges, por Rulfo, por García Márquez, por Fuentes se tiraron a la basura porque, en el desconocimientos de estas firmas, los libreros, al ver los tomos humedecidos, creyeron imposible su venta? En las librerías de usado nadie tiene privilegios; al menos no, en esas donde todavía no nos alcanza el lavado de cara del capitalismo rampante que de inmediato busca usurpar los espacios sociales que se han ido formando por la misma gente.

Libros por aquí y por allá, de los más diversos temas, sin etiquetas en los mostradores, sin guías previas de lectura, sin modos de saber si es un libro de ficción o un estudio sesudo sobre una de las conspiraciones más complejas en dominio del mundo (ya sea el Club Bilderberg o los reptilianos, aunque creo que son los mismos); sin nada que nos prevenga o nos predisponga a su lectura más allá de las solapas y cuartas de forros empolvadas, y en ocasiones ni siquiera eso.

Las librerías de viejo se vuelven entrañables porque son una metáfora de la tradición literaria e intelectual. Se tiene la equivocada idea de que el canon es lineal, definido, inamovible y académico. Ese canon tiene únicamente una función formativa o, en el peor de los casos, comercial. No se puede sacar casi nada de él; es una idea falsa de la literatura. La tradición es un montón de páginas hongueadas sobre mesas y libreros repletos de polilla.

Me atrae en gran medida la imagen de lo terroso y de lo antiguo, pues la lectura apasionada se ha vuelto un trabajo arqueológico; ediciones de libros escritos por gente desconocida que en su momento fueron los grandes autores, pues así lo aseveran las pequeñas sinopsis, los grandes premios, y que ahora se nos presentan igualados por el tiempo, al lado de otros desconocidos quienes pasaron de largo sin ser notados hasta llegar a nuestras manos; libros de escritores locales mil veces ninguneados y que al leer el primer cuento del ejemplar, ahí de pie en los pasillos laberinticos de la librería, nos deja un buen sabor de boca y la consciencia de que lo literario es algo misterioso y que va más allá de los reflectores; libros sobre política que ahora sería imposible publicar por la incorrección ideológica del abordaje, y que sin embargo interesan incluso más por el arrojo de las ideas y por la sensación de leer algo con un tufo de prohibido; ediciones de autores leídos en una vieja reseña, de quienes jamás vimos un ejemplar en las librerías de nuevo y que, al cabo de años de búsqueda, aparecen amontonados debajo de una caja, la cual quizás estuvo siempre en el mismo sitio hasta que esa buena tarde nos dignamos a esculcar.

Y no sólo eso. Me falta hablar de las personas asiduas a estos lugares. Porque no me dejarás mentir, estimado lector: no cualquiera se presenta a estos sitios con la naturalidad necesaria. Para ser asiduo a una librería de usado se requiere de cierto carácter, de cierta independencia, de cierta vitalidad por el debate desorbitado. Muchas veces he entablado conversaciones con extraños sobre temas fuera de toda conexión actual en esos pasillos, o tal vez simplemente sea la inocua pasión de buscar algún libro sin saber bien a bien lo que ese libro nos dará. Aunque también es un espacio idóneo para reírse sanamente de los incautos (risas malignas).

El primer incauto es aquel que llega ya con el título de la obra y le pregunta al estimado librero por el ejemplar. Es de lo más cómico que puede ocurrir (más risas malignas).

Incauto 1: Disculpe, tiene el libro ¿Quién se ha llevado mi queso?

Es indispensable señalar que inmediatamente después de ser escuchada esta frase en el local se hace un silencio, sin importar cuántos de nosotros, aquellos otros incautos en búsqueda del libro de la semana, estemos indagando estante por estante.

Después del incómodo silencio, y esto dependerá de la amabilidad del librero o librera, el diálogo continuará en cualquiera de las tres vertientes.

Opción 1: Librero: No, mijo, no lo tenemos.

Opción 2: Librero: Mira, mijo, acá la onda es buscarle entre todos esos tomos.

Opción 3: Librero: Creo que sí, pero no me acuerdo dónde está.

Por supuestos siempre hay algunos matices. Recuerdo una vez que, en una de nuestras más importantes librerías, la Otelo, arribó un joven preguntando por El diosero de Francisco Rojas, y el estimado librero, muy amablemente (era un hombre extremadamente viejo), se paró en sus dos muletas y como pudo caminó los veinte pasos hasta el fondo y con una paciencia infinita, digna de un mártir de la literatura y de los libros, con sus lentes de fondo de botella se puso a buscarlo; tardó como media hora, lo entregó y se lo vendió al muchacho por veinte pesos. Eso para mí fue una especie de milagro. Me hizo recuperar mi confianza en la humanidad.

Pero hubo otra ocasión en donde la librera (oculto sus identidades pues no deseo evidenciar a nadie en particular), me acababa de comentar que no sabía que decirle a la gente cuando alguien abría la puerta con la siguiente frase:

Incauto 2: Señora, recomiéndeme un libro.

Al salir el cliente, esta vez, al cabo de comprar Las aventuras de Huckleberry Finn, la apreciable librera y yo soltamos la carcajada. “Ves lo que te digo”, me comentó la mujer.

En fin, es un mundo con material suficiente para una novela de cuatro tomos con saltos de tiempo y espacio al estilo de Faulkner, pero por ahora me detengo. Aquí sólo tuve el deseo de compartirte mi admiración por estos locales. Espero te hayas entretenido, estimado lector, y que nunca se acaben las librerías de viejo.

Nota 2. La espléndida foto de este post fue tomada por mi hija Ivana Muñoz en la librería Otelo.

sábado, junio 17, 2023

Madrugada al vapor

 







Cuando desperté, el calor no sólo todavía estaba allí, sino peor de molesto que en el día. Escribo esta crónica entre bostezos, a las seis de la tarde de ayer. No es extraño que uno se mueva en calidad de zombie cuando la madrugada anterior se ha escurrido no en el sueño placentero y reparador, sino en una mezcla de vigilia sudorosa y sueño incómodo. Digamos que el relato debe comenzar con la hora en la que caí en la cama: a las 11 de la noche del jueves. Gracias al mantenimiento que yo mismo aplico al aparato de aire lavado, el clima en la habitación mejora notablemente cuando ya no hay sol, así que me fui al lecho con la expectativa casi jubilosa de dormir arropado por el vientecillo fresco de mi refrigeración, una especie de oasis en mi propia casa.

Estaba soñando no recuerdo qué aventura cuando escuché algo. Como en el cuento “Luvina”, de Rulfo, lo que oí, somnoliento, fue el silencio. Estaba aturdido por el cansancio, pero estiré la mano al buró y vi la hora en el celular: las dos de la mañana. Como si estuviera en una cámara de vacío, no percibí ningún ruido. Eso me alarmó y me hizo pasar, de golpe y sin solución de continuidad, de la modorra a la lucidez. ¿Por qué no se oye el hermoso ronroneo del aparato de aire? ¿Por qué puedo escuchar algunos lejanos vehículos en la calle o los ladridos de un perro remoto? Volví a estirar la mano y encendí mi lamparita de lectura: nada. La noticia me cayó como balde de agua helada (una metáfora totalmente fallida en este caso): no había electricidad. A partir de allí no se me fue el sueño, sino que me lo arrebató el calor. Hice lo que todos hacemos en estos casos: abrí la ventana y, como fantasma panzón en calzoncillos, caminé en la oscuridad para abrir otras ventanas y lograr que el viento tuviera manera de fluir. Fue infructuoso: no había viento, la madrugada no producía una sola puta racha de aire benefactor. Intenté dormir.

En movimiento constante, sin una posición precisa en la cama, como gusano en comal, esperé que volviera la electricidad como quien espera al amor de su vida. Pasó quizá media hora y reparé en un detalle; sobre mi almohada ya húmeda empollé la pregunta: ¿y si sólo se fue la luz en mi casa? A rastras, busqué un short y una playera en la penumbra, me puse las sandalias y decidí explorar la calle. Salí, revisé que “la pastilla” no hubiera saltado y luego avancé a la mitad de la carretera; desde allí, en una escena que de haber sido filmada sería ridícula, el señor en short verificó que ni una sola brizna de luz refulgía en la cuadra; de alguna mezquina manera, la desgracia de los vecinos fue un consuelo: todos estábamos en las mismas transpiradas condiciones.

Volví a la cama y por mi cabeza vi pasar ruidos lejanos. Una moto, una patrulla, un tráiler. En lo más profundo de mi ser rogaba por el milagro, por el literal hágase la luz. Recordé que el miércoles pasado, en esta misma columna, escribí sobre las dos más horribles calamidades de la vida doméstica en medio del calor que ahora padecemos: que Simas nos deje sin agua y que la CFE no acuda rápido a reparar los desperfectos cuando toda una colonia se queda sin servicio. Poco después, vencido por el cansancio, ignoro cómo, terminé por ingresar al sueño. No sé si antes de caer dormido alcancé o no a mentar sus respectivas madres al calor y a la CFE.

miércoles, junio 14, 2023

Calor, agua y electricidad


 







Este calor infernal (el adjetivo “infernal” no es aquí un ornamento literario) ha desbordado el ya de por sí grave problema lagunero de la escasez de agua. Por el calentamiento global, la casualidad, el monstruoso azar, la ineptitud de las autoridades o la razón que sea, esta temporada de calor ha alcanzado registros no sólo extremos, sino sostenidos, de varios días consecutivos en las proximidades de los cuarenta grados o poco más. Es una probadita, el prenuncio del futuro que nos aguarda casi sin remedio.

Frente a este escenario es inevitable revalorar dos bienes a los que sólo les prestamos atención cuando nos los cortan por demora de pago: el agua y la energía eléctrica. Cierto que siempre son necesarios, cierto que no podemos prescindir de ellos, pero en estos lapsos de calidez diabólica pueden ser considerados de vida y de cuasimuerte, derechos realmente humanos.

La razón es simple: independientemente de la posición social y económica (aunque, como siempre, las clases altas pueden sortear los problemas con mayor facilidad, por ejemplo abriendo espacio a tinacos de almacenamiento tamaño piscina), la falta de agua y de electricidad lleva al colapso de la vida, de ahí que las autoridades del Sideapa, Simas y la CFE en particular, y de la autoridad en su conjunto, deban trabajar para que en el futuro la torridez no nos tome desprevenidos.

Sin agua y sin electricidad, reitero, la vida bordea los límites de la resistencia. Es una tragedia que desgarra minuto tras minuto y transforma los actos más simples de la cotidianidad, como dormir o ducharse, en desafíos traumáticos.

Por un lado, la CFE debe estar atenta con sus cuadrillas para la reparación, cuando truenen, de transformadores. Por otro, Simas y Sideapa no pueden argumentar que hay poca agua por el alto consumo de temporada, pues lo mismo sucede en invierno: hay poca agua.

Estamos pues frente a una contingencia, la del calor extremo y el problema en el suministro seguro de agua y de electricidad. Creo que hay tiempo todavía para tomar recaudos y evitar que en el futuro todo esto nos coloque en el colapso que hoy, lastimosamente, estamos rozando. La disposición de agua y de electricidad, insisto, son derechos humanos. Ni más ni menos.

lunes, junio 12, 2023

Leyenda Morgan














Gracias al maestro Enrique Medina por su reseña a mi Leyenda Morgan (UANL, Monterrey, 2023). El comentario fue publicado en la edición de Página 12, Buenos Aires, Argentina, el 12 de junio de 2023. Aquí la reseña.

Teniente Morgan

Enrique Medina

La novela policial, mirada de costado en sus inicios por alguna crítica “seria” o “exigente”, y luego revalorizada como un auténtico género literario, tuvo diferentes etapas antes de consolidarse. Pasando de los enigmas de los escritores ingleses a la narrativa dura norteamericana, sin dejar de lado la complejidad del francés Simenón, muchos han sido los creadores que grabaron a fuego libros señeros con personajes que han quedado como clásicos en la mente de los lectores. Al Sam Spade de Dashiell Hammett, al Philip Marlowe de Raymond Chandler, al Mr. Ripley de Patricia Highsmith, al Hércules Poirot de Agatha Christie, y rematando con el brutal Mike Hammer de Mickey Spillane, dejando espacio para los que falten mencionar, vale sumar ahora al Teniente Morgan del mexicano Jaime Muñoz Vargas.

Leyenda Morgan se titula el libro. Con habilidad, el autor ha sabido construir un personaje con características muy marcadas y curiosas en una singular narrativa que no sólo crea un personaje para deleitar con sus aventuras, sino que, en sí mismo ya de por sí, es una considerable creación que se yergue por mérito propio en las páginas que lo dibujan. El modo que tiene el protagonista para presentarse: “Morgan, Teniente Morgan”, imitando al agente de inteligencia 007 con su “Bond, James Bond”, es la clave para ingresar a este fascinante mundo de acontecimientos descalabrantes. Rudas, sangrientas, por momentos escalofriantes, estas historias se desenvuelven en un decorado oscuro y siniestro que el autor describe con absoluta maestría en una narración que peca, muy bien, de tosca inocencia y sutil ferocidad.

El protagonista es un personaje cuyos rudos y sangrientos episodios atrapan completamente. Siendo un nadie lavacoches, de suerte pasa a vestir el uniforme azul de policía. De ahí, gracias al milagro de un muy sonado caso de secuestro, en el que participa apenas dándose cuenta, pero sabiendo aprovechar los coletazos del periodismo amarillista que lo erige héroe por haber perdido parte de la oreja derecha, debido a un balazo cómplice en el trámite, rápido, de reflejos bien aceitados, y gracias a verse en los diarios que lo muestran héroe, el protagonista deja de ser un policía de cuadra y pasa a convertirse en investigador judicial. Y ya, apenas si le falta hacerse acreedor de rasgos que lo singularicen. Magistral, el autor lo describe terminante y con feliz rúbrica.

Morgan, que en realidad tiene un nombre chato y sin brillo, se erige teniente y calza botas picudas de tacón cubano, fuma cigarrillos Raleigh, bebe mucha cerveza marca “Indio”, empuña una pistola “Beretta” de nueve milímetros y quince tiros, y maneja un Impala que a veces niega venirse a razones. Y por si fuera poco, es fanático de la música rock de su juventud. Estas características que lo identifican con aspaviento entre sus pares, sólo son los detalles pintorescos que le dan color y simpatía; pero también tiene otras que sólo comparten el autor y los lectores: y es una profunda vocación de corrupto, asesino y coimero. 

Cada aventura es una delicia de ingeniosidad y estilo. Así como coimea desvergonzadamente, también es estafado por algún asesino falto de palabra. Pero también sabe prorratear una recompensa desmesurada como si lidiara con un tendero de barrio popular. En otra historia es alquilado para actuar como sicario, pero, extrañamente, elimina al contratante. Los relatos se hacen atractivos porque el lector también debe meterse a detective y descubrir la conclusión junto al Teniente Morgan, cuando él, recurriendo al clásico estilo de los finales policiales, pasa a explicar el caso cerrando el episodio. Admirable libro y notable escritor.

El novelista Guillermo Arriaga, guionista, entre otras, de las películas Amores perros y 21 gramos, ha escrito sobre Muñoz Vargas: “Su narrativa suda, huele, moja, ensucia de sangre, lágrimas, semen. Y encima de todo esto es, además, un escritor elegante. Su prosa es limpia, precisa; al estilo de los grandes contadores de historias, no se queda en un regodeo estéril del lenguaje. Quien lea este libro tendrá el viejo placer de encontrarse con una historia contada de manera espléndida, con un escritor que sabe su oficio, un maestro que usa el lenguaje con sabiduría”. 

Cabe destacar las ilustraciones de Rubén Escalante Alonso, que dibuja el personaje con hondura y patetismo, como si se lo hubiera cruzado en algunos de esos aciagos piringundines de terror. Jaime Muñoz Vargas nació en Gómez Palacio, Durango, en 1964. Es editor y maestro de la Universidad Iberoamericana Torreón. Ha publicado una veintena de libros, narraciones como El principio del terror, Juegos de amor y malquerencia, Las manos del tahúr; y también de periodismo Tientos y mediciones, Entre las teclas. Ha ganado los premios nacionales de Narrativa Joven, y San Luis Potosí, entre otros. Leyenda Morgan fue editado por la Universidad Autónoma de Nuevo León.

sábado, junio 10, 2023

Juicios del 85

 







Argentina, 1985 (Santiago Mitre, 2022) es una película que me debía. Está disponible en la plataforma de Prime y más allá de los asegunes que nunca faltan en estas obras basadas en hechos reales y relativamente cercanos en el espacio y en el tiempo, es un film muy útil para acceder al conocimiento más simplificado posible de tres hechos: uno, la máquina de aniquilación política puesta en funcionamiento de 1976 a 1983 en la Argentina; dos, el llamado Juicio a las Juntas, es decir, a los militares que ejercieron el terrorismo de Estado; y tres, las consecuencias históricas que tal enjuiciamiento tuvo para la vida de América Latina en general y de la Argentina en particular. Cierto que la película se ubica temporalmente en el punto dos, el juicio de 1985, pero a partir de allí es inevitable expandir la mirada hacia el pasado y el futuro inmediatos de aquel año bisagra.

Como se sabe, en los sesenta y setenta América Latina fue escenario de numerosas luchas revolucionarias que, con diversos matices, pugnaban por la construcción del socialismo, dicho esto con un trazo demasiado grueso; eran los años más tensos de la Guerra Fría, y no es difícil imaginar que el territorio latinoamericano era una zona sometida a la enorme influencia política y económica de los Estados Unidos, cuyos presidentes auspiciaban sin reparo golpes militares y gobiernos títeres para controlar y saquear a las que entonces fueron bautizadas como “repúblicas bananeras”. El crecimiento de la pobreza, el enriquecimiento de las oligarquías y la cerrazón política de tales totalitarismos hizo insoportable la realidad y muchos jóvenes, inspirados sobre todo por la revolución cubana, fueran forzados a seguir el camino de las armas para acceder al poder y lograr cambios. Las elecciones, cuando las había, solían ser meras pantomimas y por ello es que nacieron los Tupamaros en Uruguay, los Montoneros en Argentina, el FPMR en Chile, la Liga 23 de Septiembre en México, el Frente Sandinista en Nicaragua, Alfaro vive, ¡carajo! en Ecuador, el M-19 en Colombia y varios más. Mucha sangre corría del río Bravo hasta Ushuaia.

Dada su peculiaridad histórica, marcada por la influencia voraz de sus oligarcas y su recurrente golpismo militar, Argentina padeció de todo en los setenta. Se dio la vuelta de Perón, su triunfo electoral, su muerte y, dada la debilidad y la impericia de Isabel Martínez, su viuda y presidente, en 1976 fue echada por un golpe militar que a la postre se convirtió en dechado de brutalidad sin más límite que el dictado por la sádica imaginación de los represores. Dos casos tristemente famosos ilustran sus excesos: la apropiación de bebés y los vuelos de la muerte en los que arrojaban al mar, vivos, a los “subversivos”.

Recuperada la democracia, con Raúl Alfonsín como presidente, comenzó a tomar forma un proyecto inédito en el mundo: enjuiciar a exgobernantes por crímenes de lesa humanidad. No sin turbulencias en la sociedad argentina, el Juicio a las Juntas (militares) comenzó un lento y denso desahogo de testimonios sobre la brutalidad verde olivo. El fiscal que encabezó el acopio de pruebas contra los militares fue Julio César Strassera, personificado por Ricardo Darín, quien acompañado por el adjunto Luis Moreno Ocampo (Peter Lanzani) y un equipo de jóvenes leguleyos, supieron configurar un corpus monumental de documentos para demostrar las atrocidades perpetradas por los Videla, Massera, Agosti y demás asesinos con insignias en el pecho que durante siete años se convirtieron en un ejemplo más de "la banalidad del mal", como llamó Hanna Arendt al horror nazi convertido en burocracia.

La película se atiene a una secuencia cronológica y abarca desde el momento en el que se sopea apenas la posibilidad de que los juicios se realicen hasta el momento en el que Strassera lee la acusación final. La ficción apela a algunos fragmentos de video real, disponible este último, gracias a YouTube, en numerosos enlaces. Más allá de lo apretado de su trama, y más allá de que alguno (yo mismo) pueda poner reparos a tal o cual adaptación de la realidad al formato fílmico, Argentina, 1985 es un excelente documento para los no iniciados en materia de bestialidad política en América Latina y su difícil procesamiento judicial y su esporádica y siempre deseable consecuencia: la cárcel perpetua para los genocidas.

miércoles, junio 07, 2023

Steiner y el pensamiento












Entre las diversas colecciones del Fondo de Cultura Económica se encuentra una, la Cenzontle, que me gusta mucho por tres razones: la primera, su diseño; la segunda, la brevedad de sus tomos; y la tercera, la calidad de sus contenidos. Podría añadir una cuarta razón: su bajo precio. En Torreón hay muchos de sus títulos en la librería Educal enclavada, como sabemos, en el Museo Arocena. Son unos libritos tamaño cuarto de oficio (más o menos), todos con el mismo diseño exterior y los mismos excelentes materiales. Tengo varios, y en abril pasado leí uno de la serie: Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento (FCE coeditado con Siruela, México, 2020, 83 pp.). Lo comento grosso modo.

Su título es elocuente: el erudito francés (1929-2020) reflexiona en diez capítulos sobre el pensamiento y la inevitabilidad de la tristeza que atraviesa la consciencia humana. Cada apartado cierra con una afirmación similar: de la primera a la décima, concluye que la explorada en cada sección es una razón más para la tristeza del pensamiento.

Aunque no tanto como para no hacerlo disfrutable, es un libro denso para quien, como yo, no está habituado a navegar honduras filosóficas. Siento incluso que más allá de las conclusiones, más allá del aterrizaje de cada apartado, lo fundamental, lo mejor, son las afirmaciones que Steiner va dejando en el camino de su exposición. En cada página hay una pincelada memorable, un razonamiento asombroso sobre la asombrosa máquina de pensar. En este sentido, es de esos libros que se antojan llenos de potenciales citas y epígrafes, plenos de quirúrgica profundidad.

Por ejemplo, sobre la superabundancia de pensamientos inevitables e inútiles: “No hay quizá ninguna actividad humana más extravagante. No pensamos en nuestro pensamiento excepto en los breves periodos de concentración epistemológica o psicológica. Casi en su totalidad, el incesante conjunto y suma del pensamiento pasa fugazmente, inadvertido, sin forma ni utilidad. Satura la consciencia y muy posiblemente el subconsciente, pero se seca como una delgada lámina de agua sobre la tierra abrasada”, y poco más adelante, “la masa del iceberg del pensamiento humano se desvanece, sin ser percibida ni registrada, en el cubo de la basura del olvido”. Un libro pequeño, sí, pero inmejorable para pensar en qué y cómo pensamos, y por qué los humanos somos esencialmente un animal triste.

sábado, junio 03, 2023

Nombres obligatorios

 











Al compartir algunas ideas sobre literatura mexicana a público argentino me vi hace poco en la necesidad, dado el tiempo disponible, de armar una pequeña selección de nombres representativos. Toda criba de esta índole es injusta, como sucede también en la constitución de antologías, pero es inevitable cuando requerimos, por fuerza, una mirada comprensiva, abarcadora.

El tema surgió de una experiencia real. La cuento. En una sesión de taller literario comenté que el intercambio de libros entre nuestros países, los latinoamericanos, es paupérrimo, tanto que se reduce a un número de nombres que caben en una sola mano. Pregunté abiertamente: ¿díganme los nombres de autores peruanos y argentinos que recuerden? Las respuestas fueron un buen tanteo de la realidad: en ambos casos apenas pasaban de cinco precarios nombres. Igual pregunta me atreví a plantear ante amigos argentinos: a cuántos escritores mexicanos conocían. La respuesta fue análoga en su número, lo que me reveló que nuestras literaturas se desconocen casi en su totalidad.

Por ello en la ponencia sobre nuestros escritores ante público argentino quise ampliar la lista de los mencionados. A los ya conocidos (no sé si leídos) Reyes, Paz, Rulfo y Fuentes sumé algunos nombres que ni de broma aparecen en el horizonte argentino de lecturas, pero son, sin duda, clásicos contemporáneos mexicanos. Sólo pensé en el siglo XX. Comencé con Martín Luis Guzmán, que me parece básico. Añadí a Revueltas, frecuente en las listas de autores importantes de nuestro país pero muy desconocido más allá de nuestras fronteras. Mencioné a Rosario Castellanos, un caso parecido a los dos anteriores. Igual hice con Elena Garro y Elena Poniatowska, y a ellas agregué a José Agustín, Ibargüengoitia, Monsiváis y Pacheco.

Las listas de este tipo son muy injustas, por discriminatorias, pero, como dije hace algunos párrafos, son inevitables. Faltan muchos nombres de escritores y escritoras para sentir que allí nuestro país está bien representando, pero incluso en su insuficiencia, en su inevitable pobreza, no es ya lo mismo que los cinco o seis nombres de cajón que siempre afloran para dizque abrazar a la literatura mexicana.