La raíz indoeuropea mer, que significa “recordar”, “cuidar”,
produjo en latín memor, “el que
recuerda”, y palabras en español como “conmemorar”, “memorable”, “memorándum” y
“memoria”. Con esa misma raíz tiene algo que ver la palabra griega “mártir”, y
todas se relacionan con el asombroso acto humano de conservar en algún sitio la
idea de los hechos y los personajes idos, de recordar, palabra cuya etimología es todavía más bella: “recordar”
es traer de nuevo al corazón, re-cordis.
Aunque no todos los recuerdos son gratos, solemos asociar esta palabra con la
felicidad que implica traer desde el pasado, en términos de fantasmagoría,
aquello que alguna vez nos alegró y tiene la capacidad de seguir haciéndolo.
Eso ocurre precisamente con la memoria de los seres admirados y queridos.
Ex futbolista y periodista
deportivo, Roberto Gómez Junco (Monterrey, 1956) ha consumado en El ilustre pigmeo su primer libro, un
emotivo recuerdo (re-cordis) de
Celedonio Junco de la Vega, su bisabuelo poeta. Para articularlo ha procedido
con una mezcla de respeto, desenfado y humor, y el resultado me parece digno de
lectura porque en él se amalgaman con fortuna al menos dos géneros: por un
lado, se trata de un esbozo de biografía, la del poeta Junco de la Vega, y
paralelamente una especie de memoria personal, la del ex jugador de futbol y
hoy periodista. El pespunteo entre ambos relatos configura y hace ameno el
trayecto en las páginas de El ilustre
pigmeo.
La parte, digamos, biográfica
del poeta es asumida con cauteloso fervor por el bisnieto, quien varias veces
declara no tener toda la información que necesita para reconstruir con detalle
la andanza vital del personaje. Quedan, para indagarlo, sus textos publicados,
los artículos y sobre todo la poesía, pero no las pistas que ayuden a
reconstruir los ires y venires más mundanos del bisabuelo. El autor debe
ceñirse entonces a lo que hay disponible sobre su mesa de trabajo: ecos de
conversaciones familiares y vagos recuerdos sobre la gravitación íntima que don
Cele siguió teniendo tras su muerte. No hay mucho, pues, para adentrarse en la
cotidianidad del personaje. Lo que sí abunda, por suerte, es lo que dejó
escrito. Muchos epigramas en clave satírica y numerosos poemas cuya factura, así
tengan el registro emocional y léxico de la época, siguen pareciendo muy
logrados, actuales. En efecto, Celedonio Junco de la Vega escribe como poeta de su
tiempo, es decir, hay en él un eco del Modernismo que propagó Darío, pero así
como el nicaragüense sigue vivo, muchos de sus buenos epígonos, aunque
olvidados, persisten hasta nuestros días en el alcance de la belleza. Para los
poetas de aquella hora era imposible prescindir del metro octasilábico y
endecasilábico, de la estrofa y de la rima consonante; se ceñían a esos corsés
hoy abandonados debido al asentamiento del verso libre, pero quienes, como don
Cele, tenían talento, lo hacían con gracia cuando se trataba del piezas jocosas,
y de hondura, cuando el tema ameritaba gravedad.
Roberto Gómez Junco cita
muchos epigramas cuya agudeza cala hondo pese a la pequeñez del alfiler. En
algún momento se pregunta si su bisabuelo fue un gran poeta, y sospecho que lo
hace por una razón intuida: ciertamente, los epigramistas de periódico o de
sobremesa podrán ser muy leídos y celebrados mientras viven, pero siempre son
considerados menores y muy pronto pasan a ser reclutados por el olvido. Es el
caso de mi paisano Campos Díaz y Sánchez, quien durante muchos años, además de cabecear notas, escribió notables
epigramas para la sección editorial de Excélsior
(el Excélsior de Scherer) y a quien hoy
casi nadie recuerda. Celedonio Junco sería un poeta menor si sólo se conservara
su producción epigramática, y más olvidado estaría si sólo quedaran sus
artículos, pero no es así. Por las muestras de poesía grave que el bisnieto dispensa en su libro, advertimos que
Celedonio Junco de la Vega supo deambular con solvencia por la poesía seria, no
zumbona ni coyuntural. En alguna página del libro, por ejemplo, el bisnieto cita
un poema bárbaro dedicado a la memoria de su padre (padre de don Celedonio),
que no obstante su brevedad contiene la desgarrada perfección de una obra
maestra:
Nueve años ya que el último latido
marcó tu corazón en bien fecundo;
nueve años ya, y aún vibra en nuestro oído
el adiós de tu labio moribundo.
Fuiste en la lucha de la vida roble
que queda en pie tras la borrasca fuerte
tan sólo se abatió tu frente noble
ante un rayo implacable: el de la muerte.
¿Qué ha quedado de ti?; tu nombre escrito
en un mármol que cubre polvo helado
tu espíritu vagando en lo infinito,
y tu recuerdo en nuestro hogar honrado.
Mi frente triste ante la tumba inclino,
que tu ceniza venerada encierra;
mañana, ¿qué me espera en mi camino?,
¿cuál mi suerte será sobre esta tierra?
Cuando cerrados a la luz mis ojos,
duerma ese sueño de la tumba fría…
¿quién regará con llanto mis despojos?
¿en qué memoria quedará la mía?
Como se puede oír, hay más
que accidental calidad en esta pieza. El poeta tenía apenas 22 años y ya podía
trabajar con malicia el hipérbaton (“Fuiste en la lucha de la vida roble”, “que
tu ceniza venerada encierra”…), la unidad del campo semántico (“borrasca”,
“helado”, “frío”…), el adjetivo novedoso (“labio moribundo”, “rayo implacable”,
“ceniza venerada”…), y junto con el dominio de la forma, el del fondo, acaso
más difícil pues comporta una madurez difícil de creer a menos que la
atribuyamos a la precocidad. Gracias a un poema como éste es posible responder
a la pregunta de Roberto Gómez Junco: ¿don Celedonio era un buen poeta? Sí, lo
era, y harto precoz por si pareciera poco.
Mezclada con la biografía un
tanto aneblada del bisabuelo, corre en buena parte del libro la vivencia del
autor en relación con su deseo obsesivo por conocer aquella vida. No sólo vemos
aparecer, poco a poco, desde la penumbra del tiempo, borrosa, la figura del
Celedonio Junco de la Vega, sino también al hombre que la acerca hacia
nosotros, es decir, este libro también cuenta los afanes del autor por destacar
en el deporte y al alimón servirse de la lectura en un medio completamente
ajeno a las preocupaciones intelectuales, como si no se resignara a ser
completamente futbolista y de alguna manera, como lector, rendir tributo al
bisabuelo artista que deambula por sus sangre. En el este zigzag entre las
vidas del poeta y del futbolista que opina sobre su deporte, los lectores
dialogamos con un libro sabroso, interesante y bien escrito, un recipiente para
dos memorias que, cada cual a su modo, persistirán en el recuerdo de muchos que
los hayan leído o visto jugar con la palabra y el balón.
Comarca Lagunera, 15, marzo y 2018
*Texto leído en la presentación de El ilustre pigmeo (Roberto Gómez Junco, Font, Monterrey, 2017, 168 pp.) celebrada el 16 de marzo de 2018 en el marco de la Feria Universitaria del Libro UANLeer 2018.