En 2010 asistí a la Feria del Libro de Buenos Aires y entre otros pabellones encontré el de Página/12, periódico que además del diario edita suplementos y libros. Allí compré dos libros de Osvaldo Bayer, dos de Juan Sasturain, uno de Sandra Russo y una novela breve, titulada Corazones, de Juan Forn (Buenos Aires, 1959). Sobre él tenía sólo una referencia, la más visible en internet: que los viernes publicaba un texto espléndido en la contratapa de “Página”. Ahí fue donde comencé a leerlo y, lo digo desde ahora, a admirar su calidad no tanto de escritor, que la tiene en alto grado, sino de lector, de hombre vinculado visceralmente a los libros y curioso buceador en la vida de sus hacedores, como lo evidenciaba con total solvencia cada contratapa de los viernes.
Pasados los años, y luego de seguir
semana tras semana las contratapas de Página/12,
vi la noticia: Planeta había reunido en tres tomos las colaboraciones de Forn.
Quise conseguirlos y me di alguna maña para que llegaran a Torreón. Y ya, leído
el primero, sé que puedo opinar sobre la pertinencia de tenerlos a la mano si
uno deambula en el medio literario/periodístico. Esto no significa, claro, que
a un lector ajeno (digamos, un ingeniero) no gozaría las columnas semanales de
Forn ya arracimadas en libro, pero para mí es evidente que los tres tomos de Los viernes son un modelo casi didáctico
de trabajo literario para el periodismo, de suerte que allí pueden abrevar los
escritores que deseen incurrir en el periodismo o los periodistas que deseen
escribir no bien, sino muy bien: literariamente.
¿Y qué escribe Forn? Como es muy
poco conocido en México, hay que decir primero que además de escritor es
traductor (de John Cheever, Hunter Thompson…) y ha sido editor en Emecé y
Planeta. Entre otros, ha publicado las novelas Corazones, Frivolidad, Puras mentiras y María Domeq, el libro de cuentos Nadar la noche y de crónicas La
tierra elegida y Ningún hombre es una
isla. En 1996 creó el suplemento cultural Radar del diario argentino Página/12.
Actualmente es asesor literario y radica en la pequeña ciudad de Villa Gesell,
frente al Atlántico, cerca de Mar del Plata.
Con facha de jugador de rugby, este
escritor es ante todo, insisto, un lector tan agudo que seguir sus
colaboraciones para la prensa es seguir una guía de excelentes recomendaciones
no sólo literarias, sino artísticas en general. El género mediante el cual nos
mueve al arte es, si no me equivoco, la biografía —Hernán A. Isnardi las llama crónicas—,
una biografía compacta, ágil e informada con los datos más relevantes del
personaje perfilado.
Pero no se piense que los asedios
biográficos de Forn acometen a los sujetos para dar como resultado fichas de
solapa, frías y más tiesas que un cadáver. Lo que Forn hace, creo, es combinar
perfectamente la información con el arte de relatar, de suerte que el resultado
siempre deja la impresión de que debemos correr a leer el libro, ver la
película, oír la canción o buscar la pintura del sujeto escudriñado. Ahora bien,
el truco de estas lecciones de biografía sintética se ciñe a una gran escuela:
la de Marcel Schwob.
Para entender mejor lo que afirmo,
traigo unas palabras de Francois Dosse, quien en El arte de la biografía. Entre
historia y ficción (UIA, 2007), observa: “Schwob considera que el arte del
biógrafo emana de la capacidad de diferenciar, de individualizar, incluso a
personalidades que la historia ha reunido. Debe ir a la busca del detalle más
ínfimo, minúsculo, que se esfuerce por recordar lo mejor posible la
singularidad de un cuerpo, de una presencia. Schwob encuentra el instinto del
biógrafo en Aubrey, cuando revela a su lector que a Erasmo ‘no le gustaba el
pescado, a pesar de haber nacido en una ciudad pesquera’, que Hobbes ‘se volvió
calvo en su vejez’ o que Descartes ‘era un hombre demasiado sabio como para
ocuparse de una mujer; pero, como era hombre, tenía los deseos y apetitos de un
hombre y, por tanto, mantenía a una bella mujer de buenos antecedentes a quien
amaba’. De acuerdo con Schwob, el biógrafo sólo tiene que crear, a partir de la
verdad, rasgos humanos, demasiado humanos, aquellos que correspondan a lo
único. Su error es creerse hombre de ciencia. (…) Poco importa entonces que el
personaje sea grande o pequeño, pobre o rico, inteligente o mediocre, probo o
criminal, puesto que cada individuo sólo vale por aquello que lo hace
singular”.
Así entonces, o al menos muy
aproximadamente, procede Forn: sus personajes destacan no por las hazañas que
impulsaron o por sus grandes obras, sino por algo que podemos denominar caldo
inferior constituido por el ambiente, las inclinaciones, los accidentes y los
caprichos que se ven reflejados en pequeñas acciones singularizadoras,
individualizadoras. En efecto, cada vida tiene algún componente que la hace ser
distinta. El arte del biógrafo consiste en rastrear/destacar el elemento
diferenciador, de ahí que, al detectarlo, casi pasen a un segundo plano las
realizaciones más visibles del personaje elegido.
El primer tomo de Los viernes reúne 52 entregas (o
columnas, pues por haber aparecido en un espacio periodístico fijo pueden ser
abrazadas por ese género), cada una referida a un personaje distinto.
Predominan los escritores, pero en el catálogo también figuran cineastas,
cantantes, fotógrafos y pintores. Aunque la extensión de cada pieza ronda las
cuatro a cinco páginas, todas dan la impresión de ser más amplias, como si las
agrandara el eco que dejan en la memoria del lector.
Además de su buena prosa —prenda de
suyo agradecible si consideramos que las contratapas originalmente fueron
trabajados para la prensa, con todos los apremios que esto implica—, Forn tiene
una puntería de arquero medieval para las citas. Lector fino, siempre tiene
precisión para entresacar palabras justas, muchas veces deslumbrantes. Por ejemplo,
cuando cita a Freud en el retrato de Marie Bonaparte: “La gran pregunta que
nunca recibe respuesta y yo no estoy capacitado para responder, después de
treinta años de estudios sobre el alma femenina, es qué desea la mujer”; o a
Faulkner: “El problema de los jóvenes poetas es que aman su caligrafía como el
olor de sus propios pedos”; o a Monterroso: “A todos escritor debería
prohibírsele por decreto publicar un segundo libro hasta que él mismo logre
demostrar que su primer libro era lo suficientemente malo como para merecer una
segunda oportunidad”; o a Natalia Ginzburg: “Conocemos bien nuestra cobardía y
bastante mal nuestro valor”; o a Nabocov: “El lector de Pushkin siente que su
capacidad pulmonar crece”; a Renato Leduc (¡sobre Agustín Lara, nuestro “músico-poeta”!):
“Al mirarlo por primera vez, uno sentía que ya había visto ese rostro en alguna
piedra rota, en un pájaro mínimo o en la arena calcinada por el sol del Caribe.
Era una miniatura de tamaño natural”.
Gracias a los detalles que Forn
saca a la superficie, la prosa siempre afilada y las citas inmejorables
asistimos pieza tras pieza a biografías estimulantes, pequeños trampolinaes
para buscar por por nuestro propio pie algo más de los personajes dibujados.
Creo que a fin de cuentas eso es lo que desea un lector, el contumaz lector que
es Forn: convidarnos un placer, movernos a la búsqueda de más y más asombrosas
páginas.