Recién el sábado 22 de junio
publiqué “Nostalgia sin imágenes”, maquinazo en el que, dicho grosso modo, lamento que quienes fuimos
jóvenes en los setenta no tenemos hoy a la mano un archivo fotográfico que nos
permita mirar con un poco de mayor claridad, gracias a tal expediente icónico,
hacia el pasado. Mis amigos de la secundaria, los que se han reunido a
conversar como tribu frente a la hoguera del Whatsapp, coincidieron en general
conmigo: no tenemos imágenes que ilustren aunque sea poquito lo que fuimos en
la edad del acné y las primeras calenturas.
Un día después, el domingo 23,
alguien subió al grupo de Whats una tanda de seis fotos amarillentas, algo
borrosas pero iluminadoras sobre el único viaje de estudios que hicimos en
aquella época. Pensé que no existía un solo vestigio gráfico de la aventura,
pero 41 años después veo que venturosamente me equivoqué: alguien, un compañero
llamado Jesús Manuel Soto, llevó una milagrosa camarita Kodak Instamatic,
conservó las imágenes durante cuatro décadas y de buenas a primeras las compartió
ahora en el grupo virtual. Quedé deslumbrado. En casi todas aparece él, Jesús,
junto a varios de sus compañeros. Lo raro es que en dos (¡en dos!) aparezco yo
en primer plano, de playera a rayas rojinegras y cuello blanco, casi como si
fuera el cabecilla de una agrupación delictuosa puberta. Las dos fotos en las
que quedó registrada mi presencia son de la misma locación: estamos en el
puerto de Tampico, Tamaulipas, junto a un barco de Liberia, el país africano
que en el siglo XIX se había convertido en la tierra prometida de los negros
norteamericanos ya “libertos”. Claramente se lee “Monrovia” en la roda de la
nave, es decir, el nombre de la capital liberiana nombrada así en honor al presidente
gringo James Monroe. Nunca olvidé aquel barco, pues a mis 13 o 14 años me
impresionó su dimensión y el hecho exótico de que viniera de un país tan remoto.
Pues bien, en las fotos posamos en desorden ante la cámara; se nota que no nos
importaba mucho la situación, que el desmadre era más importante que acomodarse
tranquilamente para esperar el click
de la Instamatic. También se nota que los disparos no eran como ahora con los
celulares, uno tras otro, seguidos. En las dos tomas que retienen mi presencia
de mozalbete hay un leve reacomodo de los actores: en una me abraza con
camaradería Efraín Galván, alias el Tarahumara, y en la otra hace lo mismo
Jesús Macías, alias el Doc. Por allí alcanzo a distinguir a varios compañeros
más, como al mencionado Soto, dueño de la cámara, y a César Holguín (quien hace
la seña de amor y paz en las dos fotos), Gerardo Jiménez, Mario Andrés Ortega y
José Luis Orduña; ellos son todos los compañeros a los que he logrado, a
pujidos, identificar.
Gracias a la ayuda de mis
excondiscípulos pude también reconstruir parte del periplo, aunque a decir
verdad casi todo lo retengo en la memoria pese a que se dio entre 1978 y 1979,
cuando mis compañeros y yo teníamos entre 14 y 15 años. Aquí se impone una
pregunta: ¿cómo fue posible que un grupo de adolescentes más bien de clase
baja, hombres y mujeres, viajara desde La Laguna hasta Veracruz en aquellos
años y con un solo maestro como custodia de todo el contingente? Sigo sin
saberlo, nunca lo supe. El caso es que el heroico profesor Gámez organizó, no
sé cómo, aquel recorrido. No olvidaré que salimos desde la secundaria Flores
Magón, en el bulevar Miguel Alemán de Ciudad Lerdo, que había sido fundada en
1965. Era una buena época para la infraestructura educativa nacional, pues además
de las aulas y las canchas de excelente factura, la Flores Magón tenía unos
tallerazos de miedo y una herramienta que hoy parece increíble: camión para
viajes largos. El vehículo, supongo, ya estaba algo traqueteado, pero todavía
resultaba útil, y el profe Gámez logró, insisto que no sé cómo, orquestar una
aventura que hasta la fecha me asombra: salimos, como ya dije, de Ciudad Lerdo,
pasamos por Monterrey, hicimos un alto en Tampico, bajamos por el Golfo hasta
la playa de Tecolutla, Veracruz —donde toqué por primera vez el mar—, luego a
las pirámides del Tajín, después a las grutas de Cacahuamilpa en Tlaxcala, más
delante al Distrito Federal y al final el regreso a La Laguna. ¿Cuántos días
duró eso? Supongo que poco más de una semana, es decir más de ocho días en los
que nuestros padres permitieron aquella peligrosa ausencia colectiva en un
tiempo sin celular. En mi caso, no recuerdo haber llamado de algún teléfono
público a mis padres para transmitir palabras tranquilizadoras, y tampoco
recuerdo que mis compañeros de recorrido se mostraran muy preocupados por despreocupar
a sus padres con llamadas. Quizá, sin que yo lo supiera, el profe Gámez telefoneaba
de vez en cuando a la dirección de la secundaria para que a su vez los padres
llamaran allí, no sé.
A ese viaje debo un recuerdo de
alegre plenitud. Como varios compañeros, conocí el mar, vi pirámides, vi barcos
mercantes, vi a los voladores de Papantla, vi la selva, vi unas grutas
hermosas, vi y subí a la torre Latinoamericana, vi el palacio de Bellas Artes…
Otro de los supuestos que conjeturo
es que todo el paquete costó una bicoca por alumno, y que muchos apenas si
llevábamos un peso extra al margen del transporte, las comidas y los hoteles
pagados desde la salida. A estas alturas de mi vida, sé que aquel viaje no es
sólo un jirón difuso en mi memoria, un recuerdo afantasmado cuyo protagonista
es el jovencito que fui junto a mis compañeros y junto al heroico profe Gámez,
a quien por cierto apodábamos el Tobogán. Aquel viaje es algo más y hoy,
gracias a unas fotos casi milagrosas, me veo allí en un presente detenido,
abrazado por compañeros, feliz y, sin saberlo, tal vez memorizando aquella
experiencia que en este momento me ha dado tela para escribir la breve y retroactiva
crónica que aquí concluye.