lunes, marzo 28, 2016

Rogelio Ramos Signes, amigo














Lo conocí en algún café tucumano hace más de diez años, cuando asistí a un congreso de literatura organizado por (y en) la Universidad Nacional de Tucumán. Mi contacto en esa expedición fue David Lagmanovich, un amigo de lujo que jamás dudó en compartirme sus querencias más cercanas. Recuerdo que cuando llegué a Tucumán David me esperaba en los andenes de TransferLine. En ese momento nos conocimos personalmente luego de cinco años como intensos corresponsales vía mail, y casi de inmediato, sobre el remís, David me extendió una invitación: “Si gustas, llega a tu hotel, descansa un rato y más a la tardecita vamos a tomar café con un amigo que quiero que conozcas”. Hice lo indicado y el amigo resultó ser Rogelio Ramos Signes. Al que conocí entonces fue al que ustedes ya conocen: un hombre sereno, culto, amable, atento siempre a las palabras de su interlocutor, uno de esos tipos que deberían abundar, para que el mundo sea mejor, y sin embargo escasean. Aquella tarde con Rogelio, a quien David respetaba mucho, fue para mí inolvidable, por eso puedo reconstruirla en estas líneas.
Luego vi a Rogelio un par de veces más: otra en Tucumán y la más reciente en Buenos Aires, en las Jornadas de Raúl Brasca organizadas en la Feria del Libro hacia 2010. En todos los encuentros Rogelio ha sido el mismo que traté por primera vez en 2004. Y más allá de esos venturosos encuentros, Rogelio ha sido siempre un amigo amable por mail y ahora por Facebook, donde sin querer queriendo dialogamos y también donde sin querer queriendo él me enseña más que a escribir, a ser en la literatura.
Cierro con una anécdota muy personal, podría decir que íntima. Volvía yo de un viaje del DF a mi tierra, Torreón, en el norte de México, y por razones que no viene a cuento relatar, me encontraba tremendamente agobiado, puedo decir que triste, muy triste, mirando hacia un precipicio moral. Para entonces, en ese 2011, ya usaba un teléfono celular con servicio de correo electrónico y cuando iba en el micro por la ciudad de Querétaro llegó una carta. Era de Rogelio, quien por ese medio compartía a sus contactos un poema dedicado a su padre. Lo leí una vez. Lo leí dos, tres, cuatro veces en ese tramo de carretera, y lloré mucho, tanto que milagrosamente me sanó. Supe entonces, en el silencio de mi pena, que podía pasar lo que fuera a mi alrededor, pero que si seguía pasándome eso, tener amigos que escribían así, literatura de tal densidad emocional e intelectual, yo no era tan malo como me sentía. De la pesadumbre total pasé de golpe a sentirme un privilegiado, y de inmediato le escribí a Rogelio para agradecer su amistad y su literatura.
Le dije algo más: que se llamaba como mi padre, y eso de alguna forma me hacía quererlo y respetarlo más. Gracias, pues, amigo, y felicidades por ganarte nuestro cariño y nuestro respeto con tu obra literaria y tu generosa amistad.

Torreón, Coahuila, México, 19, marzo y 2016

Nota: Palabras leídas en el homenaje que el pasado 19 de marzo rindieron en Tucumán, Argentina, a Rogelio Ramos Signes. Gracias a Julio Estefan por leerlo. En la foto, con el homenajeado en mayo de 2010 durante la Feria del Libro de Buenos Aires.

miércoles, marzo 23, 2016

Despoblado













La ruta era alucinante, de pesadilla, una brecha seca en medio del semidesierto lagunero. El sol caía como soplete, sin piedad sobre la tierra sólo decorada por arbustos estoicos y uno que otro rocón calizo. ¿Quién abrió ese camino en la nada? Horacio lo recorría por el asunto de las fotos. Deseaba llegar a los petroglifos, hacer las tomas, y volver. Quizá no calculó bien lo que le habían informado: llevaba cerca de una hora en esa ruta de piedrecilla gris y no aparecía nada, sólo el panorama de los arbustos a los costados del Renault en movimiento. Una hora después de conducir comenzó a tener miedo. ¿Iba en realidad hacia los petroglifos? Esos vestigios no eran muy famosos, se les mencionaba poco en la documentación científica y turística del norte, y según cierto investigador, realmente un charlatán, representaban misteriosos ritos, maldiciones de seres sobrenaturales y esas cosas más o menos exitosas en las publicaciones esotéricas. Horacio sólo quería tomar unas fotos, no interpretar los signos acuñados hace cientos de años. Tenso ya tras el volante, adelantaba la cabeza para encontrar el cerrito. Ya está cerca, pensó para darse ánimos, pero veinte minutos después seguía sin encontrar nada. Tuvo ganas de orinar y detuvo el coche. Mientras disparaba su chorro en una planta hirsuta y espinosa, vio que una llanta trasera del Renault estaba muy baja. Fue hacia ella, la tocó, luego se asomó a la cajuela y vio con alarma que estaba en problemas: su refacción no tenía aire y, lo peor, no cargó gato ni cruceta. Un desastre. Por instinto levantó la mirada y observó hacia todos lados: lo mismo, nada. No supo si regresar o seguir adelante, pues no entendía con exactitud dónde estaba. Se sintió indefenso. Desenfundó el celular, pero no tenía señal. Decidió seguir y cinco minutos después halló una especie de cabaña. De allí salió un viejo. Le compartió su problema y, sin decir palabra, el tipo sacó una cruceta, puso un gato, quitó la llanta, infló la refacción con una bomba manual y la colocó. No aceptó paga. Poco después encontró los petroglifos. Hizo las fotos y volvió por la misma ruta con la sensación de que se había perdido. Ya no vio la cabaña. Todo había resultado misterioso, mágico y amenazante, en efecto una pesadilla, pero también —así la interpretó— una advertencia. Lo primero que buscó antes emprender el camino hacia el cerrito fue lo más práctico y ordinario: una vulka.

sábado, marzo 19, 2016

Motos












La vida te da lecciones, y por eso con Osvaldo pasó lo que tenía que pasar. Lo conozco desde la carrera, pues cuatro años estudiamos juntos en la Facultad de Administración. Digamos que no era muy brillante en los estudios —un alumno con promedio de ocho—, pero tenía virtudes muy bien cotizadas en el mundo convencional. Era, como se dice, un tipo carismático. Desde aquella época se distinguió por una manera de ser muy especial: hablaba con una sonrisa permanente y siempre parecía interesado en las palabras de quienes conversaban con él. No era bien parecido, pero se vestía a la moda y hacía ejercicio, de manera que su imagen irradiaba frescura, una salud de joven atleta. Todas las muchachas del salón, claro, lo querían, pues además de charlar con ellas entre carcajadas no faltó que en una u otra fiesta las sacara a bailar desparpajadamente de a dos o tres al mismo tiempo, como les gusta a las mujeres cuando no hay parejas suficientes. Los compañeros lo veíamos con desconcierto: era fácil llegar a odiarlo, pero resulta que también era buen amigo. Hicimos un equipo de beis y no dudó en acompañarnos. Armamos un viaje de estudios a Guadalajara, e igual, Osvaldo era de los primeros en anotarse y participar sin titubeos en el relajo. Fue precisamente por esas fechas cuando compró la moto, una Kawasaki hermosa. Si era exitoso con las mujeres, la moto le triplicó los bonos. Entonces sí lo envidié. Había trabajado y ahorrado y compró ese perfecto animal de fierro cuando estábamos casi por salir de la carrera. En esas fechas yo andaba, como decimos, “sobres” de Rocío, la más linda del grupo. Osvaldo, claro, me la tumbó sin despeinarse desde aquella mañana en la que los vi alejarse sobre la moto, con ella abrazada al pecho del valiente. No metí las manos, era imposible subir al ring contra ese contrincante, así que terminé por aceptar la realidad. Terminé la carrera, hice mi vida y no pasó nada que merezca algún recuerdo. Luego me enteré, por compañeros del grupo, que Osvaldo se había convertido en corredor de motos. Más adelante supe que organizaba competencias y que puso dos negocios especializados con taller y toda la cosa. Lo mejor en estos casos es colocarse lejos, sobrevivir al acoso de ese gusano barrenador de la conciencia que es la envidia. Un día, sin embargo, al encender la tele en el cable vi que lo entrevistaban —¡lo entrevistaban!— en ESPN antes de una competencia. Decidí verla, ver los muchos percances en la pista de cross, y soñé allí mismo con una posibilidad. La esperé durante toda la carrera, pero hice mal. El accidente jamás se dio. Con Osvaldo pasó lo que tenía que pasar: ganó.

miércoles, marzo 16, 2016

Tragos




















Me había ido bien y allí mismo, afuerita del bar El Nopal, sentí la obligación de ayudarlo. Tenía los ojos hinchados, el pelo revuelto y ya había perdido tres dientes. Los que le quedaban eran grandes y amarillos, y cuando hablaba le salía una voz cavernosa, triste, una voz como emitida desde el fondo de un desastre. Era él, ahora de bolero lumpen, casi cuarenta años después de haberlo conocido. El tatuaje en el brazo —un ojo con tres lagrimitas oscuras— me ayudó a identificarlo. Era él. Me atreví a preguntarle mientras lustraba mis zapatos. Usted ya no se acuerda de mí, le dije. Levantó la cara sin dejar de cepillar uno de mis empeines. No, patrón, la verdad no. El enrojecimiento de sus ojos mientras miraba hacia arriba y el pelo desgreñado y brilloso por la suciedad le dieron por un instante cierto aire de divino rostro sin corona de espinas. Bajó la cara y siguió con su chamba, concentrado ya en el jabón de calabaza. Yo lo conozco, amigo, le dije. Usted vendía loches. Ah, sí, respondió, de eso hace un chingatal de años. Pero ya ve, me acuerdo de usted muy bien. Usted se ponía en la Presidente Carraza y la calle Blanco, en su carrito, agregué para que tuviera mejor noticia de mi buena memoria. Y recordé más. Él boleaba y yo le compartía uno de mis mejores recuerdos de la infancia. Ahí voy, con el poco dinero que había disponible. Me alcanzaba para un lonche de mortadela y al llegar le pedía, como bocadillo de entrada, las “chichitas” del pan, los picos que quitan y tiran los loncheros antes de preparar lo que sigue. El tipo me los daba sin chistar y poco a poco se hizo costumbre: me veía venir y ya tenía seis, ocho o diez picos de francés, y yo era feliz en ese instante. Así hasta que salí a estudiar a Durango y así hasta que, sin darme cuenta, el lonchero desapareció hasta el reencuentro de hoy. Usted siempre me regalaba los piquitos de pan, remaché. Ah, respondió sin emoción. ¿Y por qué dejó los lonches y ahora bolea?, pregunté. Me fue mal, amigo. Me gusta tomar. Hago esto sólo para seguir tomando, ya qué, dijo mientras untaba grasa El Oso al mocasín. ¿Toma aquí en El Nopal? Sí, dijo. Entonces voy a pedirle un favor. Soy amigo del dueño. Ahora mismo vamos y le decimos que usted ya jamás pagará aquí sus tragos. Cada vez que venga, que le abra una cuenta y yo la pagaré. Volvió a mirarme desde su banquito portátil de bolero. Vi en su mirada que no me creyó, pero yo le hablaba en serio. Yo le iba a pagar una alegría con otra.

sábado, marzo 12, 2016

Lotería














Siempre, siempre me fue mal, pero ya no estoy para quejarme. Espero al médico para una revisión cardiaca de rutina y aquí, en esta salita de consultorio, recordé la serie de lotería. Aquello ocurrió hace quince años, en la antesala del oculista. Esperaba mi turno cuando vi en una silla aledaña la sección deportiva de La Opinión. La tomé casi desganadamente y allí apareció la tira de billetes. La secretaria del doctor andaba en otro lado, yo era el único paciente en espera de turno, así que nadie podía verme y tomé la tira. Mi vista estaba muy dañada, los lentes ya no me servían de mucho pero pude ver que se trataba de una serie vigente. Supuse que otro cliente la había dejado olvidada, o era del médico o de la secretaria, daba lo mismo, y decidí quedármela. Cargaba una carpeta con los papeles de mi liquidación, pues luego de ver al especialista yo debía pasar por los miserables pesos que me tocaban luego del despido. Mi situación era realmente complicada. Casado y con un hijo en edad escolar, me habían echado de la empresa luego de siete años de trabajo. Estaba hasta el tope de deudas y mi ojo izquierdo requería con cierta urgencia una intervención quirúrgica. La plata que me darían por el recorte no iba a durar ni dos meses, así que debía conseguir otra chamba de inmediato. Fue entonces cuando decidí gastar unos pesos en el examen, pues si le daba más largas, me había dicho el oftalmólogo, podía perder la vista de un ojo. Y en el consultorio, en aquella visita, hallé la tira de billetes que poco después me dio la sorpresa. Dejé la serie en la carpeta durante dos semanas y una de esas tardes vi un anuncio de Melate y eso me llevó a recordar la tira. Nunca fui buen comprador de esos sueños desesperados por hacerse rico, pero sabía que era necesario revisar en algún periódico o directamente en la Lotería Nacional. Fui al centro y al revisar la sábana se me vino encima toda la alegría de que era capaz este mundo: la serie estaba premiada. Temí que me descubrieran, así que espere tres semanas para cobrar. Hice todos los trámites y fue maravilloso, casi de infarto, el cheque que recibí. Traté de no hacer evidente mi nueva condición, pues desde allí supe que se habían acabado todos o casi todos los problemas. Mejoré la casa, compré dos coches austeros pero nuevos, cambié al pequeño de colegio y compré cinco taxis que afortunadamente fueron generando las ganancias suficientes como para vivir de eso. Ahora traigo un problema cardiaco, es verdad, pero sigue habiendo con qué atenderlo. Sé que estas historias suelen terminar mal, pero ésta todavía no.

jueves, marzo 10, 2016

Encuentro con Roberto Perfumo














Reviso en mi agenda retrospectiva que el jueves 16 de julio de 2015 a las dos de la tarde fui invitado por el periodista Eduardo Anguita a grabar su programa de radio. Desde Morón, luego de hora y media de viaje en bus, tren y subte, llegué puntual a la cita en el edificio de Radio Nacional ubicado en Maipú 555, casi el ombligo de la capital argentina. El programa de Anguita pasaría diferido el sábado siguiente, 18 de julio, a las ocho de la noche, y se trataba de una mesa en la que sería abordado el tema del narcotráfico en Argentina y en México. El Chapo se había fugado el día 11, así que para mi amigo Anguita resultaba interesante que un mexicano opinara particularmente sobre ese asunto. En el panel estarían también Eduardo Sguiglia —economista, ex embajador y escritor que durante la dictadura vivió exiliado en México— y Alberto Calabrese, experto en materia de narcotráfico.
Grabamos el programa, dije lo que quise, escuché con atención a mis interlocutores y todo quedó listo, sin mayor problema, para el sábado. Anguita fue muy cordial, y no quedaron a la zaga ni Sguiglia ni Calabrese, con quienes seguí la charla en los pasillos de Radio Nacional. En eso estábamos cuando pasó cerca de nosotros Roberto Perfumo, símbolo del futbol argentino. El ex jugador de Racing y River, ex mundialista y desde hace mucho periodista deportivo cuyo apodo, el Mariscal, describe perfectamente su manera de liderar en las canchas, saludó al colega Anguita y a sus acompañantes. Para los ahí reunidos era normal, supongo, ver y saludar a Perfumo, pero para mí no; estaba frente a un tótem especialista en secar rivales sobre el césped con una dureza pocas veces vista (tenía “una personalidad de su puta madre”, como dijo alguna vez Maradona) y no dudé en hacer lo que hice: saludarlo con efusividad, decirle que había leído su libro Hablemos de futbol (armado junto a Víctor Hugo Morales) y solicitarle una foto. Saqué mi celular y le pedí a no sé quién que me ayudara. Perfumo accedió sin problema, aunque lo noté algo cansado, con una sonrisa apenas insinuada y voz bajita. Luego de la foto se me ocurrió comentarle algo, lo que fuera, y me salió un elogio un poco extraño: delante de todos, de frente, le confesé que para mí hubiera sido un honor recibir una patada suya. Todos rieron, y más el Mariscal, y eso me hizo sentir muy bien.
Minutos después, al revisar la imagen, vi algo raro. Hay a nuestra espalda una pizarra para pegar anuncios, y en ella destaca la cara de otro argentino algo famoso. Es como si estuviéramos tres en esa foto.
Escribo este breve recuerdo porque hoy murió Roberto Perfumo (Sarandí, 1942-Buenos Aires, 2016). Descanse en paz.

miércoles, marzo 09, 2016

Lodazal












Pensé que había muerto, pero su presencia aquí, en el restaurante, casi al lado mío, histriónico y como siempre muy conversador, recordaba la sobada frase de la yerba mala que nunca iba a morir. Por supuesto que los años ya le habían propinado una golpiza, que las canas, las entradas, las arrugas y la barriguilla correspondían ahora a sus setenta. Conservaba, eso sí, la posición bien erguida, el cuello siempre tirante de los chaparros y el porte estudiado que reforzaba con el saco esport y la camisa sin corbata. Jamás olvidé “sus secretos”, la técnica persuasiva que alguna vez, hace treinta años, quiso enseñarme. “Mira, Rosalío, lo primero que debemos hacer es cambiarte el nombre. Un líder así llamado jamás avanzará lo suficiente”, fue lo primero que recomendó al aceptarme como adepto. Me sugirió un nombre ordinario, luego una inicial enigmática y al final mi verdadero apellido. “Puedes llamarte Carlos Y. Ortega”, dijo. Luego me explicó el truco: “Carlos es un nombre sencillo, y luego viene la ‘Y’ que desconcierta: por supuesto que te preguntarán y tú dirás que significa ‘Ybrahim’, pero que no te gusta usarlo, y así tus discípulos sentirán que acceden a tu mundo íntimo, que se adueñan de una ‘clave’”. El Maestro había creado un sistema de mensajes sutiles para convencer a la juventud sin que ella lo notara. “El uso del saco esport te da autoridad, pero jamás lo complementes con corbata. Los jóvenes perciben al hombre de corbata como remoto, como inalcanzable. El saco te deja a medio camino entre lo lejano y lo próximo, el sitio ideal en el que debe colocarse todo gran líder, Rosalío”. Su teoría de la Gran Conversión atravesaba sin solución de continuidad como diez o quince religiones alarmistas a las que aderezó con preceptos de su delirante cosecha. Por supuesto que la ensalada era aberrante, pero de eso me di cuenta algo después, cuando abandoné el grupo y comencé a leer. Siempre impartidas en cafés sombríos, las clases de Maestro —él las llamaba “iluminaciones”— buscaban adherentes a una causa que jamás me quedó clara y que obviamente no prosperó. Hoy el Maestro no podría reconocerme, y al oírlo cerca de mi mesa no puedo sino asombrarme de su parálisis, de su estancamiento en aquel lodazal de ideas pedestres. Ya casi anciano, oí que instruía a su discípulo: “El uso del saco esport te da autoridad, pero jamás lo complementes con corbata. Los jóvenes perciben al hombre de corbata como remoto, como inalcanzable. El saco te deja a medio camino entre lo lejano y lo próximo, el sitio ideal en el que debe colocarse todo gran líder, Carmelo”.

sábado, marzo 05, 2016

Playa




















Descubrí este bar por accidente. Salí tarde de la chamba (los encargos del jefe suelen llegar con absoluta imprudencia) y tomé el bus a toda velocidad. Faltaban cinco minutos para que comenzara la final y calculé: andarán en el minuto veinte cuando llegue a casa. Bueno, me resigné. Luego fue suficiente una pestañita en el asiento para advertir con espanto, al abrir los ojos, que había tomado la ruta equivocada. En el entronque del bulevar me fui al oeste, en sentido contrario al de mi casa. Bajé apenas me di cuenta del error. Y allí quedé, en un barrio desconocido y mugriento. Caminé unas cuadras con apuro. Vi el reloj. El partido ya comenzó, pensé. Y es la final y juega mi equipo y es el favorito. No conocía el rumbo, era urgente encontrar a alguien para saber qué camión debía tomar, y dónde también. Avancé dos cuadras más y parecía adrede: nadie andaba en la calle. Entonces ocurrió el milagro: en una esquina vi el bar Playa azul que en la pared lucía un anuncio en cartón fosforescente escrito a mano: “Hoy, final del futbol en vivo”. Me asomé y estaba casi lleno; sólo una mesa con dos sillas se abría como posibilidad. Fui hacia ella con el temor de que estuviera reservada. Me senté y vino un mesero. Me ofreció tres marcas de cerveza. Pedí una. Iban en el minuto diez, cero a cero. Sentí una alegría redonda, perfecta, pues ya tenía cerveza y lo mejor: una tele con la final desde el DF. En el minuto veinte llegó el fulano, un viejo como de sesenta años, correoso, bajo de estatura y de rasgos esquinados como los de Cousteau el de los documentales marítimos, aunque en jodido. Todas las mesas estaban ocupadas, pero yo tenía una silla libre. Me preguntó que si no era molestia, y le respondí que no. Pensé que movería la silla a otro lado, pero lo que hizo fue sentarse junto a mí. Traía una cerveza en la mano y no la soltó hasta que el mesero vino a servirnos las siguientes. Cousteau se me hizo conocido. Yo lo veía de reojo, entre jugada y jugada de la finalísima. De perfil me pareció muy narigón, como los tiburones. Pensé que esa comparación era perfecta, por lo acuático. El viejo jamás dijo palabra, ni volteó a verme, pero fue mi compañero de mesa durante todo el partido. Sentí que lo había visto en algún lado, pero no supe dónde. Le recalculé la edad: quizá sesenta y tantos, casi setenta. El partido terminó, el viejo dijo buenas noches y fue a pagar. Cuando pedí mi cuenta aproveché. “Ah, quizá se le hizo conocido porque hace cuarenta años mató a dos cristianos en un ratito. Se hizo famoso en los periódicos. En el bote le pusieron El Tiburón”, dijo el mesero.

miércoles, marzo 02, 2016

Miedo













Por eso todos los días había sentido lo mismo. Todos los días de todos los años que tenía trabajando lo acosaba una sensación borrosa, como un miedo lejano, como una incomodidad palpitante en lo profundo de su alma. Era algo que no podía definir, amorfo y velludo como un grano pegado en los muros interiores de su cráneo. Se levantaba puntualmente aunque cada vez más golpeado, con un dolor recurrente en la espalda baja. Orinaba sentado mientras el agua de la regadera comenzaba a salir cálida. El regaderazo era un ensalmo, una pequeña salvación en aquellos primeros minutos del día. Para estirar un poco el goce de la cascada sobre el cuerpo tomaba un espejito pero no servía de mucho, por el vapor, y se afeitaba pues al tacto; luego de cada deslizamiento golpeaba el rastrillo en los azulejos para tumbar los minúsculos pelos incrustados entre las navajitas del Prestobarba. Salía con la sensación de que la vida no era tan mala, se secaba con firmeza y luego se peinaba hasta que quedaba como engominado. Así, relamido y con la toalla anudada a la cintura, caminaba a la cocina. Calentaba agua en la cafetera y de una vez le echaba dos bolsitas de té verde. Le gustaba esperar unos minutos tendido de nuevo en la cama, desnudo ya totalmente, verijón y con las manos anudadas a la nuca. Todo eso —las cuatro paredes, la cama, el agua, el jabón, el rastrillo, la toalla, el desodorante, la cafetera, el té— eran poco pero eran mucho al mismo tiempo, así que se obligaba a sentir que todo era producto de un privilegio mayor: el del trabajo. Ganaba una miseria, pero era suficiente para mantenerse en pie, limpio y alimentado, en un país que él consideraba cada vez más azotado por la decadencia de todo, por la podredumbre de todo. En fin, luego seguía vestir una de las diez o quince camisas, uno de los cinco o seis pantalones de combate y los zapatos de siempre, negros o cafés. Y así, con el portafolios firme en la mano derecha, caminar hacia el coche todavía en proceso de pago, pues iba apenas en el octavo abono, y en el coche escuchar las noticias del día, los comentarios siempre improvisados, los anuncios. Era la rutina, qué más podía hacerse. Luego llegar, estacionarse, marcar la entrada en el reloj e ingresar al cubículo. Lo mismo siempre hasta esta mañana. En vez de que la rutina siguiera su camino, el vigilante le ha indicado que pase al departamento de personal. Sabe para qué es, pues a otros los han echado con idéntico procedimiento. Por eso el miedo, por eso todos los días había sentido lo mismo, lo mismo.