miércoles, noviembre 30, 2022

Cuatro escenarios








Las combinaciones aritméticas para que México pase a la siguiente ronda son varias. Hay posibilidades, pero se ven remotas y la mejor es la que depende de una goleada mexicana y en segundo lugar del resultado entre Argentina contra Polonia. Para empezar, es necesario decir que ningún resultado entre argentinos y polacos libera a México de la obligación de ganar. En unos casos, por cualquier marcador; en otros, por la susodicha goleada (4-0). Por ejemplo, si pierde Argentina, a México le basta con el 1-0 frente a Arabia Saudita. El problema es que los gauchos pierdan, así que debemos contemplar las combinaciones que generaría su empate o su triunfo frente Polonia. En fin, un lío para la selección tricolor.

No es, sin embargo, este hilado fino de especialistas en combinatoria futbolera lo que me interesa comentar, sino cuatro escenarios posibles para México, todos descritos en greña, a trazo grueso. Los describo.

1. Que México pierda. No creo que esto suceda, pues su juego no ha sido del todo deplorable. Cierto que la ofensiva pasa por una sequía espantosa, pero su defensa ha mostrado buen desempeño. Los tantos de Argentina tuvieron que ser golazos desde lejos para minar a México. Nuestra selección puede (debe) secar a los ofensores sauditas.

2. Empate. Es el escenario que veo más viable. Una sosa igualada que nos deje fuera del Mundial como si se tratara del torneo local, sin chiste. Como los mexicanos andan con la pólvora mojada, pueden conformarse con intentar, con dar la idea de que luchan hasta el final, pero sin efectividad. Lamento imaginar incluso un empate a cero goles.

3. Un triunfo-derrota. Este escenario paradójico describe una victoria de México pero por una diferencia tan escasa que, combinada con el resultado del Polonia-Argentina, nos deje eliminados. De nada serviría pues un 1-0 o un 2-0 a favor si en el otro partido no se da la combinación que nos favorezca.

4. Un triunfo heroico. No estamos habituados a esto, al menos no en Mundiales. Sería como pedir un milagro, que los sauditas salieran en el peor día de su historia y que de golpe México mejorara su puntería en la delantera. O no su puntería, sino su llegada, porque hasta ahora ni la oportunidad de disparar se ha presentado. En fin, los milagros no se dan en maceta, así que preparémonos para el desconsuelo.

sábado, noviembre 26, 2022

Del libro como vicio

 










Mucho he pensado en la bibliomanía asimilada a otras manías o flaquezas, como si fuera, quizá porque lo es, una adicción, aunque ésta no tiene mala prensa, es decir, que a diferencia, por ejemplo, del alcoholismo, el tabaquismo o la ludopatía, la necesidad de libros no suele provocar daños mayores. En efecto, se puede decir incluso que es socialmente observada como buena, pero esto no le quita el carácter de adicción. Como las otras manías, cuando se satisface con la compra de libros la gratificación es temporal, y por ello, forzosamente, debe repetirse. Como las otras manías, el límite de su ejercicio se encuentra en la disponibilidad de dinero, no en la ecuánime certeza de que la posesión de libros debe atenerse al límite que impone la posibilidad de leerlos, además, en efecto, del que establecen el poder adquisitivo y la capacidad instalada de entrepaños para conservarlos.

Puedo decir, por experiencia, que ni el bajo poder adquisitivo ni una casa de interés social son capaces de detener al buen bibliómano, pues si el dinero es poco, se aprende a cazar ofertas o a hurgar en las librerías de viejo e incluso a robarlos, y en cuanto al espacio, casi todos los entrepaños pueden acoger libros en doble fila, parados unos sobre otros, metidos en cajones e incluso he visto el caso —al que por fortuna no he llegado—  de albergar libros en la cocina y en los baños, libros que desplazan ropa, platos, productos de limpieza...

Esta también es la razón por la que alguna vez llegué a otra conclusión bibliomaniaca. Pasados los años caí en la cuenta de que nunca fui habitué de ninguna biblioteca. Claro que las considero necesarias o, como Borges, una modalidad del paraíso en la vida del lector, pero a mi juicio tienen un defecto: sus libros no son míos. Para un enamorado de los libros como instrumentos de lectura pero también como objetos, como posesiones valiosas en función de su materialidad, el lugar ideal no es, entonces, una biblioteca, sino una librería, sitio en el que los libros están a merced del que los compre.

Ahora bien, en este caso no es tan mala noticia carecer de una billetera ilimitada. Cuando eso ocurre, cuando al bibliómano le sobran los recursos, los antojos editoriales son, como bien lo describe Umberto Eco en su libro La memoria vegetal, permanentes y no pocas veces onerosos. Nosotros, gozadores del libro más o menos convencionales, no sabemos que en alguna parte del mundo hay, en este momento, un ejemplar raro, quizá un incunable, ofrecido al mejor postor y deseado por una jauría dispersa de adictos que lo quieren tener en su colección y son capaces de pagar cantidades de locura para lograr sus selectos propósitos.

No, lo mío no llega a tanto gracias a que mi cartera no da el ancho, y esta es una buena noticia. Lo mío son las librerías convencionales, no la cacería en las profundidades del coleccionismo de carísimas rareza, además de que tengo prohibido invadir mi casa, que es la de ustedes, con libros en donde no deben estar. Venturosamente, estos dos obstáculos me han contenido.


miércoles, noviembre 23, 2022

Monólogo desde la conjetura












Conozco a Nancy Azpilcueta desde hace muchos años, casi cuarenta. Ambos trabajamos en el ámbito periodístico lagunero, ella como reportera y yo, sobre todo, como articulista/columnista, aunque mi costado literario ya pesaba más desde entonces. La recuerdo siempre inquieta, entregada a la noticia con una vocación profunda y disciplinada. Cientos de notas quedaron, de su pluma, publicadas en diarios y revistas de nuestra región, e incluso alguna vez, asombrosamente, coincidimos en Buenos Aires, a donde llevó su inquietud periodística.

Pasaron los años y desde hace algunos meses, cuando comenzó a compartir fragmentos de su novela Monólogo desde el olvido (La Coyotera Editores, 2022, Metepec, 143 pp., prólogo de Miguel Amaranto), me llamó la atención que tales adelantos mostraran una escritura fluida y eficaz, emotiva en su timbre poético, impregnada en cada renglón por un tono que anticipaba algo bueno. Imaginé, porque de alguna manera lo he vivido, lo difícil que debió ser para Nancy cambiar de tesitura, pasar de la austeridad del estilo noticioso a una escritura en la que eran necesario cuidar, además del contenido, el ritmo de la prosa, la consecución, como digo, de un tono que en muchos pasajes del libro alcanza, incluso, un innegable filo poético.

Sólo quienes hemos estado alguna vez ceñidos a la escritura apresurada de la prensa sabemos lo complicado que es hacer el viraje hacia la literaria. No es lo mismo, claro que no es lo mismo, y más en el caso de las exigencias actuales al trabajo informativo, una labor que debe propender, al menos en términos ideales, a la objetividad, a la desaparición del yo que redacta. En la literatura, por el contrario, quien escribe derrama su subjetividad sobre el especio en blanco y con esto intenta construir universos engendrados en su imaginación.

Nancy Azpilcueta nació en Torreón, Coahuila, en 1964. Estudió Sociología en la Universidad Autónoma de Coahuila y por más de treinta años se desempeñó en el oficio periodístico tanto en medios impresos como Radiofónicos en la Comarca Lagunera y Buenos Aires, Argentina. En dos ocasiones recibió el Premio Nacional de Periodismo otorgado por el Club Primera Plana y la Federación de Asociaciones de Periodistas de México (FAPERMEX). Desde hace algunos años incursionó en la literatura. Esta es su primera novela.

Monólogo desde el olvido, primer libro literario individual de Nancy Azpilcueta, es una bienvenida sorpresa. Se trata de una historia en la que su autora imagina la voz de María Luisa Ybarra y Goribar, esposa y luego viuda, sin descendencia, de Leonardo Zuloaga. Como su título lo indica, es María Luisa Ybarra quien teje el monólogo de su vida y de su entorno, del mundo convulso que le tocó vivir y al final, como ha pasado con tantísimas mujeres, la arrumbó casi en el anonimato. Para hacerlo, Nancy Azpilcueta traza un fantasma-narrador: la viuda de Zuloaga. Este recurso es parecido al usado por Ignacio Solares en Madero, el otro, novela en la que el autor chihuahuense hace hablar al político parrense desde ultratumba. Como el Madero de Solares que ve su pasado desde un presente etéreo, María Luisa Ybarra escudriña todos los rincones de su biografía real desde el más allá, con los fueros que le permite usar la condición de ser ultraterreno, ubicuo.

Dice Javier Cercas que la literatura no se articula para justificar tal o cual hecho o conducta, sino para entender. Nancy ha levantado el monólogo de su protagonista para tratar de entender quién fue, qué hizo, qué pensó en todos y cada uno de los momentos que atravesaron su existencia, sobre todo aquellos que se vinculan a su condición de mujer rica y esposa de un hombre, Zuloaga, cuya imagen no ha dejado de ser polémica.

Para edificar la figura, tan imaginaria como posible, de la señora Ybarra y Goribar, Nancy siguió el camino de la investigación documental que imprime mayor verosimilitud al personaje. La protagonista es conjetural, por supuesto, y no puede ser de otra manera dado que se trata de un monólogo que nos habla desde el espacio de la muerte, pero asimismo es creíble a partir de una base cuya información no se administra de manera libérrima, sino ceñida a los datos que la autora compiló y aquí ha ordenado con el fin de que el objeto literario resultante se afiance lo mejor posible en un corpus documental adecuado.

El acto de comunicación, el monólogo, tiene entonces dos orígenes: por un lado, la base documental mencionada y, por otro, lo que, a propósito de esa base, sostiene al relato como una vida posible, como lo que María Luisa Ybarra ve, en su condición de fantasma omnipresente, que ha sido su vida. El objeto del discurso péndula pues entre la referencia al pasado en tanto hecho conocido y la referencia al significado personal que a cada suceso o personaje confiere la protagonista, quien adquiere consistencia ante nosotros, sus lectores, luego de permanecer oculta, callada, olvidada durante siglo y medio. Dice por allí: “Nunca alguien ha hurgado más allá de los dichos que escribieron lapidariamente en contra nuestra los que ganaron la batalla y mandaron a la tumba a mi marido. De nosotros se sabe muy poco y cada vez menos, de Leonardo sólo se ha contado lo malo, y de mí, casi nada”.

En este monólogo tiene un lugar destacado toda la franja sur del estado de Coahuila, doloroso escenario de la vida de María Luisa Ybarra y su marido. Sin freno se suceden hechos políticos, luchas, desangramientos, acuerdos y traiciones que la imaginaria señora Ybarra y Goribar sobrevuela para compartirnos su hipotética opinión, la única que podríamos tener de ella luego de haber sido sepultada por el silencio. No me gustaría destacar nada sobre los momentos finales de la novela, pues corro el riesgo de adelantar un rasgo importante de su arquitectura. Sólo diré, sólo reiteraré que es una bienvenida sorpresa encontrar a Nancy Azpilcueta en condición de escritora, y que su Monólogo desde el olvido me hace pensar en más páginas suyas tan afortunadas como estas.

Comarca Lagunera, 22, noviembre y 2022

Texto leído en la presentación de Monólogo desde el olvido celebrada en el Teatro Alfonso Garibay el 22 de noviembre de 2022. Participamos Miguel Amaranto, la autora y yo.

sábado, noviembre 19, 2022

Rápido recuerdo de mundiales

 










Considero que he hecho marcaje personal a los mundiales desde 1978 a la fecha. Los anteriores, todos, los he visto en documentales y leído en artículos o libros. Cierto que yo ya habitaba en este mundo hacia el 66, pero era un bebé de dos años y nada supe entonces de Eusebio y el no-gol de Inglaterra en la final; luego, el del 70 de Pelé y Rivelino me pasó de noche, y de él sólo me queda el vago recuerdo de los anuncios publicitarios con Juanito, la mascota del torneo. Todavía en el 74 poco me acerqué al campeonato organizado en Alemania, el Mundial que vio nacer a la Naranja Mecánica de Johan Cruyff.

Fue hasta 1978 cuando, inoculada ya hasta el fondo de mis huesos la bacteria del futbol, atendí con veneración todos (todos significa todos) los partidos del Mundial argentino. No eran tantos equipos como ahora, pero no dejo de asombrarme de que día tras día, sin saber que aquel torneo era la pantalla de una dictadura militar en pleno uso de su maquinaria genocida, seguía las transmisiones como si la vida me fuera en ello. Por supuesto, padecí la ilusión de ver triunfos del conjunto mexicano, la Selección de Roca, pero nada salió como se esperaba y aquello terminó siendo, para los aztecas, un fracaso sin atenuantes.

Siguió el Mundial 82 en la España que, se puede decir así, estrenaba transición a la democracia, aunque poco antes, en el 81, se dio el intento golpista que hizo famoso al teniente-coronel Tejero. De aquella justa recuerdo mucho: los golazos de Brasil (el de Éder a la URSS, sobre todo), la expulsión del joven Maradona por el árbitro mexicano Mario Rubio y, obvio, los goles de Paolo Rossi que le dieron el campeonato a Italia.

El del 86 es inolvidable para mí porque entonces vi en vivo al mejor jugador que veré en mi vida. Nuestra selección no hizo mal papel, pero de nuevo se estrelló a la hora buena, esta vez contra los teutones en Monterrey. Luego, en 1990, México fue (pre)eliminado en el escritorio por culpa de los cachirules; fue un mundial algo soso, y de él lo que más recuerdo es la emergencia de uno de los jugadores más raros, en este caso por lo efímero de su gloria, que vi sobre una cancha: Salvatore Schillaci. Al final, claro, todos recordamos la mafufada de Codesal.

Vi en Chihuahua, pues allá trabajé unos meses, el Mundial 94. Nuestra selección, la de Jorge Campos, no jugó mal, pero se desbieló en el partido contra Bulgaria, aquel en el que Mejía Barón guardó unos cambios necesarios y luego generó la legendaria frase “El hubiera no existe”.

Ya se me acabó el espacio para sobrevolar los torneos siguientes (Francia, Corea-Japón, Alemania, Sudáfrica, Brasil y Rusia). No importa. Todos los seguí con atención, deseoso de un buen desempeño tricolor. Hubo altas y bajas, principalmente fracasos de último momento, como los provocados por el gol de Maxi Rodríguez o el “penal” al neerlandés Arjen Robben. Ahora no sé qué pronosticar para México en Catar. Según he visto, el optimismo nacional no anda a la alza, y me sumo a tal estado de ánimo. Ojalá que nos equivoquemos, ojalá que los pronósticos nos fallen. Ya veremos. Mañana domingo empieza todo.

miércoles, noviembre 16, 2022

Hijas legítimas

 










Hay palabras que esconden muy mal a otras palabras, es decir, que dejan ver con claridad de dónde derivan. Es el caso, baste este pobre ejemplo, de “cuaderno”, que a las claras deja ver que se refiere a “cuatro”, a “cuadro”, por sus lados (no así de “senado”, que logra ocultar muy bien su origen en “senex”, “senil”, “viejo”). Y así varias de uso común en las que, creo, no reparamos mucho para advertir que son como hijas legítimas, evidentes, de una palabra matriz. Traigo diez ejemplos de palabras que son hijas evidentes de otras.

Caminar. Este verbo tiene que ver con una acción que desarrollamos por el “camino”, de donde se origina.

Carretera. Parecida a la anterior, tiene que ver con “carreta”, con “carro”.

Circo. Es palabra de origen latino, y deriva de “círculo”, que era la forma que tenía el circo romano como edificación. Es la misma idea presente en “ring”, “anillo”, que pese a que hoy tiene forma cuadrada en el box y la lucha libre, se le sigue llamando “ring”.

Mareo. Es la sensación de navegar en el mar. A los mapas antiguos les llamaban “cartas (de ahí ‘cartografía’) de marear”, o sea, mapas para andar en el mar. Una palabra similar es “náusea”, que es el sentimiento de asco producido por navegar en una “nao”, en una embarcación. De allí también se forma “náufrago”, de “nao”, “nave”, y “frangere”, “romper”. “Frangere” también genera “frágil” y “fragmento”.

Pelear. Agarrarse de los “pelos”, eso es “pelear”.

Persianas. Objeto derivado de la palabra “Persia”, pues allá se supuso su origen.

Portada. La “portada” es la “puerta”, en este caso de un libro.

Secretario. En la palabra “secretario” está “secreto”, por la relación de confidencialidad que debe mediar entre un secretario y su jefe.

Tenedor. Vemos aquí el verbo “tener”, “detener”. A los contadores de antes les llamaban “tenedores de libros”.

Ventana. Tiene un obvio aire de “viento”. La ventana es por donde pasa el viento.

sábado, noviembre 12, 2022

Más del payador yupanqueano












Confieso haber fracasado en el intento de comunicar a un grupo de jóvenes mi entusiasmo por las estrofas del poema “Coplas del payador perseguido”, de Atahualpa Yupanqui. Aunque quizá no fracasé, pero sentí que sí, y al final lo que queda es lo que uno siente, no lo que en realidad haya sido. Explicaba que la poesía también puede expresarse de manera simple, sin hacer tantas piruetas retóricas, y recordé el caso del cantautor argentino que me vuelve siempre a la cabeza cada vez que deseo expresar el vigor de cierta poesía (aparentemente) simple. De hecho, no hace tanto lo había recordado en este mismo espacio.

En las famosas coplas, dichas (no cantadas) por Yupanqui sólo con el rasgueo de una guitarra, se encierran verdades que parecen tangibles y cercanas al corazón de cualquiera que haya sentido el latido de alguna rebeldía. Así comienzan: “Con su permiso voy a entrar / aunque no soy convidado, / pero en mi pago un asado / no es de nadie y es de todos. / Yo voy a cantar a mi modo / después que haya churrasqueado”.

 Aquí la voz poética entra a la reunión sin permiso, pues sabe que la ocasión es propicia: el asado “No es de nadie y es de todos”, una paradoja genial. Más adelante, declara un parecer sobre su arte. Le importa menos que sea bello a que sea verdadero, auténtico, libre: “No sé si mi canto es lindo / o si saldrá medio triste, / nunca fui zorzal ni existe / plumaje más ordinario, / yo soy pájaro corsario / que no conoce el alpiste”.

Luego, una estrofa vuelve a señalar su igualdad ante los suyos, el apetito de paridad que atraviesa y define su vida, su deseo de no ser considerado más, pero tampoco menos: “Si me dicen ‘señor’ / agradezco el homenaje, / mas soy gaucho entre el gauchaje / y soy nadie entre los sabios, / y son para mí los agravios / que le hagan al paisanaje”.

Su experiencia es la de un hombre que pasa por todos lados con los sentidos alertas. Lo que captan es desolación, dolor, y la certeza de que en esas miserias queda la impresión de un abandono proveniente desde lo más alto: “Tal vez alguien haya rodado / tanto como rodé yo, / pero le juro, créamelo, / que vi tanta pobreza, / que yo pensé con tristeza / ‘Dios por aquí y no pasó’”.

Casi al final, el payador enfatiza con reciedumbre sus ideas y sabe que su arte, por ser genuino, tiene muchas posibilidades de permanecer: “Y aunque me quiten la vida / o engrillen mi libertad, / o aunque chamusquen quizá / mi guitarra en los fogones, / han de vivir mis canciones / en el alma de los demás”.

miércoles, noviembre 09, 2022

Inteligencia lúdica en Los ojos de la Medusa*



















Esta reseña permaneció inédita durante diez años. La desempolvo ahora como un recuerdo bibliográfico más de nuestro llorado amigo:

Hay libros que pueden parecer breves, pero son como la poza que es apenas la superficie de ríos subterráneos. Su brevedad es sólo física, ya que bajo los renglones tienen tal densidad de información que es muy difícil pasar por ellos sin sentir la gravitación de una enciclopedia con numerosos tomos. Es el caso de algunos ensayos recientes de Gilberto Prado Galán (Torreón, 1960), como Fragmentos del asombro y, ahora, Los ojos de la Medusa. Se trata de libros en los que el mejor ensayista literario de La Laguna confirma dos destrezas que pocos saben combinar tan bien: una abundante carga de información y una facilidad refinadamente poética para expresarla.
Si bien Prado Galán ha encarado muchas formas del ensayo, es en algunos muy recientes donde lo siento ya plenamente encanchado. Forma y fondo conviven tan cómodamente en sus ensayos de esta índole que en ciertos momentos, arrastrados como vamos por el embrujo de su prosa, dan la impresión de haber sido escritos como quien ve el televisor, a pierna tendida sobre el taburete. No por otra razón dije en 2006, al presentar Fragmentos del asombro, lo que reitero a propósito de Los ojos de la Medusa: no ha perdido su exquisita belleza, su endemoniada acuñación de imágenes deslumbrantes, el colorido de su vocabulario inagotable, pero ha ganado en placidez, en una especie de sabio desenfado, en una desenvoltura de jugador que sabe perfectamente cuál es su tamaño y se permite todas las prerrogativas del estilo.
En efecto, el Gilberto Prado que se quita de encima los arreos del aparato erudito, que pone al margen el ensayo armado con instrumental académico, es un Gilberto Prado pleno en su agua y nadando alegre por todos los escondrijos del arrecife intelectual. A tal grado llega su destreza en este nado que nos ciega como lo haría un caleidoscopio: cuando vemos las figuras vidriadas y especulares de este juguete, no sólo nos vamos sorprendiendo ante la novedad de cada figura, y cada cristal (o sea, cada frase y cada párrafo y cada página y cada capítulo) es un motivo de pasmo. El lector, así, convive con un delicioso problema: ¿en qué me fijo si leo un ensayo de Gilberto Prado? ¿En el uso de alguna palabra sacada de su habitual sentido y colocada en otro como si allí comenzara una nueva historia de su significado? ¿En la frase cuyo ritmo parece acuñado durante horas y para servicio de la poesía más que de la prosa expositiva? ¿En el párrafo que redondea sin mancha una afirmación compleja? ¿En el dato erudito, en la conexión vertiginosa de datos, en la precisión de las referencias, en el manejo recurrente del humor como sal y como pimienta de su jugosa enciclopedia? El lector, creo, tiene mucho qué mirar si pasa sus ojos por cualquier página de Prado Galán.
Los ojos de la Medusa es un libro, entonces, con virtudes misceláneas. Quien lo agarre de la mano será guiado por él y recorrerá un camino que lo colocará en el género tal y como lo imaginó Montaigne: el del ensayo libre, personal, muy bien armado de lecturas apuntaladoras pero siempre con un enfoque en el que predomina el novedoso tratamiento de su asunto y el equilibrado juicio del autor, nunca el aserto gritón y dogmático.
Su tema es la cabeza, esa parte del ser humano donde se hospeda el mecanismo más asombroso jamás inventado por la naturaleza: el cerebro. Desde ahí, es claro, está la novedad: un ensayo no precisamente médico ni filosófico, ni enfáticamente psiquiátrico ni nada de eso, sino literario, relajado, ameno, para escarbar como niño en el jardín donde florece la inteligencia del hombre.
Nunca lo he escrito y creo que jamás lo haré, pues con este ensayo a la vista siento que son innecesarias mis palabras: el cerebro es tan asombroso que es el único órgano capaz de saber que está pensando, es decir, de pensarse a sí mismo. Un brazo no sabe que es brazo, ni una uña sabe que es uña. Tampoco un melón entiende que es un melón, ni una mariposa comprende que es una mariposa. Menos: una silla no sabe que es una silla, o un neumático jamás comprenderá que es un neumático ni para qué demonios lo inventaron. El cerebro, en cambio, no sólo piensa en lo ajeno, sino en lo que le es inherente (es decir, piensa en el pensamiento), tanto que el cerebro sabe que es cerebro, para qué sirve, dónde está, qué enfermedades padece y algunas otras cosas que la ciencia ha descubierto. No sabemos —el cerebro no lo sabe exactamente— cómo piensa o qué son y dónde se encuentran exactamente resguardados los conocimientos/ideas/recuerdos, pero supongo que para allá avanzan las disciplinas que lo estudian, y alguna vez lo sabremos.
Sobre estas perplejidades, aunque se oiga muy borgesiano, ara el ensayo de Gilberto Prado. Lo hace discurriendo por los terrenos de la historia, la psiquiatría y la literatura, siempre con un flujo expositivo tan rico en conceptos como divertido y no pocas veces revelador de referencias que establecen para nosotros puntos clarificadores, sí, y también detonantes de preguntas.
Pero no quiero insinuar que es el puro cerebro, sino la cabeza toda, su tema. Recuerdo por ello el ensayo de Montaigne sobre el dedo pulgar: todo es materia digna de ensayo, y así lo entiende Prado Galán, quien, por ejemplo, al comentar cierta parte de la cabeza, la lengua, afirma:
        
La lengua es animal marino: mora en una cueva húmeda pertrechada, en la parte frontal, por un a veces hermético cerco de dientes. Debo agregar que la lengua es un animal marino habitualmente pacífico. Suele inquietarse, durante el día, en tres momentos claves correspondientes a actividades específicas: cuando el ser humano come, habla y emprende efusivos lances eróticos. Entonces este pacífico animal, con forma de cucurucho, se solivianta. (…) Con la lengua distinguimos sabores, componemos palabras y excitamos zonas erógenas. Es, por esto, un instrumento útil, sabio y placentero.

Si eso y más puede decirse sobre la lengua, no sabemos lo vasto que es el conocimiento sobre los ojos, las orejas, la nariz, las cejas, las pestañas, y todo lo que les atañe como el estornudo, el ronquido, las lágrimas, etcétera, hasta llegar al centro donde se ubica el órgano que reúne con su liderazgo a los sentidos: el cerebro, siempre el cerebro, y la cabeza de la que se describen en este libro muchas históricas pérdidas debidas a la decapitación.
Los ojos de la Medusa, el más reciente libro de Gilberto Prado Galán, confirma por enésima la ya larga y solvente permanencia del admirado GPG en las grandes ligas de la ensayística literaria nacional. Y no olvidemos que él, que su feraz cerebro, es de aquí, de La Laguna.

*Texto leído en la presentación de Los ojos de la Medusa (Gilberto Prado Galán, UIA Santa Fe, México, 80 pp.) celebrada el 23 de noviembre de 2012 en el Museo Regional de La Laguna. Torreón, Coahuila. Participaron Héctor Matuk Núñez, Jaime Muñoz Vargas y el autor.

sábado, noviembre 05, 2022

Mamá Tacha, una memoria entrañable

 











He escrito con gusto el prólogo del libro Mamá Tacha. Cien años de pasión y fortaleza, de la maestra Laura Elena Parra López. Porque no era el sitio adecuado para hacerlo, no comenté allí ciertos detalles del proceso editorial que ha llegado a su estación final. Puedo decir que para tener este libro con nosotros fue necesario trabajar varios meses, pero esto sólo consideraría el tramo en el que me involucré en su confección. Si bien tuve el borrador de Word hace apenas algunos meses y en seguida comencé a editarlo, la historia de mi relación con esta historia se remonta a 2016 o 2017, más o menos.

Cierta mañana, luego de nuestra sesión del taller de periodismo en la Ibero Torreón —del que Laura Parra es, junto con Andrés Rosales Valdés, participante desde que lo fundamos—, ella me pidió conversar sobre un asunto que la inquietaba. Grosso modo, sin añadir muchos detalles en aquel momento, me compartió su deseo de publicar un libro, una especie de semblanza de su abuela paterna, quien aún vivía y ya rondaba los 105 o 106 años. En unos breves minutos me enteré de que doña Anastacia Monsiváis Navarro, mamá Tacha para los suyos, era una abuela distinta, para empezar por su tremenda longevidad.

Creí entender en aquel momento, sin clarificarlo todavía del todo bien, que lo que Laura estaba trabajando era una memoria, la de su abuela. Luego me di cuenta de que se trataba de un emprendimiento peculiar. En efecto, la memoria se refería a mamá Tacha, ella era la protagonista, el centro del relato, pero al mismo tiempo la autora aparecía como un personaje especial, implícito en todo o al menos en gran parte del testimonio. Esta es la razón por la que titulé mi prólogo “memoria de la memoria”, como una memoria al cuadrado. Es decir, en estas páginas se recoge la memoria de mamá Tacha, pero a su vez, por debajo de los renglones, sentimos que fluye la memoria de su nieta en relación con mamá Tacha.

Si la memoria es un testimonio directo de quien vivió lo contado, la materialización escrita de su paso por la vida, no es pues tan errado decir que esta es una memoria de la memoria, pues Laura convivió desde su infancia con la fuente del relato, su abuela. Desde pequeña, la autora del libro trabó afable conversación con mamá Tacha, de modo que, pasados los años, acumuló sus relatos, pasajes de una vida a la que pudo ingresar gracias al placer de la conversación. Laura tomó nota de la vida vivida por mamá Tacha, cotejó datos y andanzas tantas veces como fue necesario, pues la abuela siempre gozó, hasta el último de sus días, de plena lucidez, de un capacidad de recordación de esas que se dan muy de vez en cuando.

Pasó el tiempo y Laura me comentaba cada tanto que seguía enfrascada en la escritura del texto. Ella imaginaba, al principio, un proyecto de no más de cien cuartillas, pero poco a poco se agrandó hasta convertirse en un libro amplio y detallado al que añadió además un nutrido corpus fotográfico. Yo trabajé en su edición, principalmente, durante las pasadas vacaciones de verano, y en las semanas siguientes, hasta que se fue a la imprenta, afinamos los detalles finales y escribí el prólogo.   

De allí, del pórtico, traigo un párrafo que me interesa leer aquí: “No es frecuente, lamentablemente, la configuración de memorias personales en el contexto mexicano, como en 1976 lo comentó Daniel Cosío Villegas al publicar las suyas. A diferencia de otros países —Inglaterra, Francia, España, por ejemplo— acaso marcados aún por cierta manía nobiliaria en la que, mediante la escritura, los recuerdos son galvanizados ante la intemperie del olvido y la inevitable usura del tiempo, lo más común entre nosotros es resignarnos: la desaparición física implicará el gradual desvanecimiento de lo que fuimos, de lo que hicimos, haya o no haya sido meritorio. Laura Elena no quiso entonces que su abuela partiera sin acumular y ordenar el testimonio que hoy configura este tributo en forma de libro. Mamá Tacha permite entonces, a quienes no la conocimos, admirar a la abuela con la imaginación estimulada por la palabra y asombrarnos ante la solidez de esta mujer que jamás se abandonó al pesimismo o la derrota por más desafiantes y adversas que fueran sus circunstancias. Junto con esto, ingresamos a la vida cotidiana de una familia más o menos típica del norte mexicano y nos adentramos en los usos y costumbres cuya base es, en no pocos casos, una sólida figura matriarcal”.

Entre nosotros, pues, no es habitual urdir memorias, y creo que eso se debe a que casi nadie siente que su vida reviste algún interés o a que en general le damos muy poco valor al pasado propio, al ajeno y al pasado a secas. Sospecho que es un error, pues estoy seguro de que, como dicen, toda vida es una novela, también toda vida es una memoria en potencia. El asunto es saber contarla como bien lo hizo Laura Elena Parra López en este libro sobre su abuela, un libro que juzgo entrañable, lleno de páginas en las que refulgen el amor y la admiración, la lucha de una mujer entera que no bajó los brazos ante nada, ni siquiera ante el tiempo, al que por poco y también logró vencer.

Nota. Texto leído el 21 de octubre de 2022 en la Casa Mudéjar, centro cultural dependiente del Instituto de Cultura y Educación de Torreón. Participamos la autora, la maestra Alejandra Díaz y yo. Este libro puede ser adquirido en El Astillero Librería.

miércoles, noviembre 02, 2022

De chafas y trochos









La que viene es una anécdota real. Tuve problemas con un neumático y por obvias derivé en la primera vulka disponible. En estos casos siempre, claro, bajo de la nave y mientras el compa hace su jale trato de conversar con él. Está en mi naturaleza preguntar lo que no sé, entender detalles técnicos de oficios que no domino (“¿Cómo se llama esa herramienta, maistro?” “¿Ese pegamento seca rápido? ¿Cuánto tiempo tiene trabajando en esto”). En tal intento de interlocución estaba cuando el maistro dijo una palabra: “Es un martillo hechizo”. No pasó mucho tiempo para que soltara otra: “Muchos compas son muy trochos, no trabajan como debe ser”.

“Hechizo”, “trocho”, estas dos palabras me hicieron reparar en los términos que usamos para minusvalorar, para calificar algo como mediocre o de baja calidad, mal hecho, improvisado o de poco o nulo valor. Sé que hay más, pero de momento traigo ocho en orden alfabético.

Balín. De poco valor y por lo tanto de baja calidad. Parece una deformación de “valer”, que en el habla se asocia con “madre” para significar que algo no alcanza la calidad adecuada. “Un reloj balín”.

Caciquiar. Producto comestible mal servido, sin la calidad ni los insumos pertinentes. “El bufet estaba muy caciquiado”.

Chafa. Acaso la palabra mexicana más popular para expresar que algo, lo que sea, ostenta mala calidad. Todo puede ser chafa: una película, un pantalón, un teléfono celular, un bar… “Le regalaron una camisa chafa”.

Correas. Deformación de “corriente”. Todo aquello que no cumple con los estándares mínimos de calidad, que tiene materiales frágiles y se descompone apenas es usado. “El estéreo le salió muy correas”. Dícese también del sujeto vulgar, procaz.

Cucho. Mal hecho, que no se sostiene bien o queda construido con suma precariedad. “La silla le quedó cucha”.

Hechizo. Hecho de manera improvisada, sin las herramientas ni los materiales habituales según el caso. “La defensa de su camioneta es hechiza”.

Malacucho. Igual a “cucho”, pero más enfática en su sonoridad. “La instalación de la ventana se ve malacucha”.

Trocho. Mal ejecutante de algún oficio. “Ese plomero es muy trocho”. Objeto elaborado sin destreza ni buenos acabados. “La instalación eléctrica le quedó tocha”.