Considero que he hecho marcaje personal a los mundiales
desde 1978 a la fecha. Los anteriores, todos, los he visto en documentales y
leído en artículos o libros. Cierto que yo ya habitaba en este mundo hacia el
66, pero era un bebé de dos años y nada supe entonces de Eusebio y el no-gol de
Inglaterra en la final; luego, el del 70 de Pelé y Rivelino me pasó de noche, y
de él sólo me queda el vago recuerdo de los anuncios publicitarios con Juanito,
la mascota del torneo. Todavía en el 74 poco me acerqué al campeonato
organizado en Alemania, el Mundial que vio nacer a la Naranja Mecánica de Johan
Cruyff.
Fue hasta 1978 cuando, inoculada ya hasta el fondo de mis
huesos la bacteria del futbol, atendí con veneración todos (todos significa todos) los partidos del Mundial
argentino. No eran tantos equipos como ahora, pero no dejo de asombrarme de que
día tras día, sin saber que aquel torneo era la pantalla de una dictadura
militar en pleno uso de su maquinaria genocida, seguía las transmisiones como si
la vida me fuera en ello. Por supuesto, padecí la ilusión de ver triunfos del
conjunto mexicano, la Selección de Roca, pero nada salió como se esperaba y aquello
terminó siendo, para los aztecas, un fracaso sin atenuantes.
Siguió el Mundial 82 en la España que, se puede decir
así, estrenaba transición a la democracia, aunque poco antes, en el 81, se dio
el intento golpista que hizo famoso al teniente-coronel Tejero. De aquella
justa recuerdo mucho: los golazos de Brasil (el de Éder a la URSS, sobre todo),
la expulsión del joven Maradona por el árbitro mexicano Mario Rubio y, obvio,
los goles de Paolo Rossi que le dieron el campeonato a Italia.
El del 86 es inolvidable para mí porque entonces vi en
vivo al mejor jugador que veré en mi vida. Nuestra selección no hizo mal papel,
pero de nuevo se estrelló a la hora buena, esta vez contra los teutones en
Monterrey. Luego, en 1990, México fue (pre)eliminado en el escritorio por culpa
de los cachirules; fue un mundial algo soso, y de él lo que más recuerdo es la
emergencia de uno de los jugadores más raros, en este caso por lo efímero de su
gloria, que vi sobre una cancha: Salvatore Schillaci. Al final, claro, todos
recordamos la mafufada de Codesal.
Vi en Chihuahua, pues allá trabajé unos meses, el Mundial
94. Nuestra selección, la de Jorge Campos, no jugó mal, pero se desbieló en el
partido contra Bulgaria, aquel en el que Mejía Barón guardó unos cambios
necesarios y luego generó la legendaria frase “El hubiera no existe”.
Ya se me acabó el espacio para sobrevolar los torneos siguientes (Francia, Corea-Japón, Alemania, Sudáfrica, Brasil y Rusia). No importa. Todos los seguí con atención, deseoso de un buen desempeño tricolor. Hubo altas y bajas, principalmente fracasos de último momento, como los provocados por el gol de Maxi Rodríguez o el “penal” al neerlandés Arjen Robben. Ahora no sé qué pronosticar para México en Catar. Según he visto, el optimismo nacional no anda a la alza, y me sumo a tal estado de ánimo. Ojalá que nos equivoquemos, ojalá que los pronósticos nos fallen. Ya veremos. Mañana domingo empieza todo.