Esta reseña permaneció inédita durante diez años. La desempolvo ahora como un recuerdo bibliográfico más de nuestro llorado amigo:
Hay
libros que pueden parecer breves, pero son como la poza que es apenas la superficie
de ríos subterráneos. Su brevedad es sólo física, ya que bajo los renglones
tienen tal densidad de información que es muy difícil pasar por ellos sin
sentir la gravitación de una enciclopedia con numerosos tomos. Es el caso de
algunos ensayos recientes de Gilberto Prado Galán (Torreón, 1960), como Fragmentos del asombro y, ahora, Los ojos de la Medusa. Se trata de
libros en los que el mejor ensayista literario de La Laguna confirma dos
destrezas que pocos saben combinar tan bien: una abundante carga de información
y una facilidad refinadamente poética para expresarla.
Si
bien Prado Galán ha encarado muchas formas del ensayo, es en algunos muy
recientes donde lo siento ya plenamente encanchado. Forma y fondo conviven tan
cómodamente en sus ensayos de esta índole que en ciertos momentos, arrastrados como
vamos por el embrujo de su prosa, dan la impresión de haber sido escritos como
quien ve el televisor, a pierna tendida sobre el taburete. No por otra razón
dije en 2006, al presentar Fragmentos del
asombro, lo que reitero a propósito de Los
ojos de la Medusa: no ha perdido su
exquisita belleza, su endemoniada acuñación de imágenes deslumbrantes, el
colorido de su vocabulario inagotable, pero ha ganado en placidez, en una
especie de sabio desenfado, en una desenvoltura de jugador que sabe
perfectamente cuál es su tamaño y se permite todas las prerrogativas del estilo.
En
efecto, el Gilberto Prado que se quita de encima los arreos del aparato
erudito, que pone al margen el ensayo armado con instrumental académico, es un
Gilberto Prado pleno en su agua y nadando alegre por todos los escondrijos del
arrecife intelectual. A tal grado llega su destreza en este nado que nos ciega como
lo haría un caleidoscopio: cuando vemos las figuras vidriadas y especulares de
este juguete, no sólo nos vamos sorprendiendo ante la novedad de cada figura, y cada cristal (o sea, cada frase y cada párrafo y cada
página y cada capítulo) es un motivo de pasmo. El lector, así, convive con un
delicioso problema: ¿en qué me fijo si leo un ensayo de Gilberto Prado? ¿En el
uso de alguna palabra sacada de su habitual sentido y colocada en otro como si
allí comenzara una nueva historia de su significado? ¿En la frase cuyo ritmo
parece acuñado durante horas y para servicio de la poesía más que de la prosa
expositiva? ¿En el párrafo que redondea sin mancha una afirmación compleja? ¿En
el dato erudito, en la conexión vertiginosa de datos, en la precisión de las
referencias, en el manejo recurrente del humor como sal y como pimienta de su
jugosa enciclopedia? El lector, creo, tiene mucho qué mirar si pasa sus ojos
por cualquier página de Prado Galán.
Los ojos de la Medusa
es un libro, entonces, con virtudes misceláneas. Quien lo agarre de la mano
será guiado por él y recorrerá un camino que lo colocará en el género tal y
como lo imaginó Montaigne: el del ensayo libre, personal, muy bien armado de
lecturas apuntaladoras pero siempre con un enfoque en el que predomina el novedoso tratamiento de su asunto y el
equilibrado juicio del autor, nunca el aserto gritón y dogmático.
Su
tema es la cabeza, esa parte del ser humano donde se hospeda el mecanismo más
asombroso jamás inventado por la naturaleza: el cerebro. Desde ahí, es claro,
está la novedad: un ensayo no precisamente médico ni filosófico, ni enfáticamente
psiquiátrico ni nada de eso, sino literario, relajado, ameno, para escarbar
como niño en el jardín donde florece la inteligencia del hombre.
Nunca
lo he escrito y creo que jamás lo haré, pues con este ensayo a la vista siento
que son innecesarias mis palabras: el cerebro es tan asombroso que es el único
órgano capaz de saber que está pensando, es decir, de pensarse a sí mismo. Un
brazo no sabe que es brazo, ni una uña sabe que es uña. Tampoco un melón
entiende que es un melón, ni una mariposa comprende que es una mariposa. Menos:
una silla no sabe que es una silla, o un neumático jamás comprenderá que es un
neumático ni para qué demonios lo inventaron. El cerebro, en cambio, no sólo
piensa en lo ajeno, sino en lo que le es inherente (es decir, piensa en el
pensamiento), tanto que el cerebro sabe que es cerebro, para qué sirve, dónde
está, qué enfermedades padece y algunas otras cosas que la ciencia ha descubierto.
No sabemos —el cerebro no lo sabe exactamente— cómo piensa o qué son y dónde se
encuentran exactamente resguardados los conocimientos/ideas/recuerdos, pero
supongo que para allá avanzan las disciplinas que lo estudian, y alguna vez lo
sabremos.
Sobre
estas perplejidades, aunque se oiga muy borgesiano, ara el ensayo de Gilberto
Prado. Lo hace discurriendo por los terrenos de la historia, la psiquiatría y
la literatura, siempre con un flujo expositivo tan rico en conceptos como
divertido y no pocas veces revelador de referencias que establecen para
nosotros puntos clarificadores, sí, y también detonantes de preguntas.
Pero
no quiero insinuar que es el puro cerebro, sino la cabeza toda, su tema.
Recuerdo por ello el ensayo de Montaigne sobre el dedo pulgar: todo es materia digna
de ensayo, y así lo entiende Prado Galán, quien, por ejemplo, al comentar
cierta parte de la cabeza, la lengua, afirma:
La lengua es animal marino: mora en
una cueva húmeda pertrechada, en la parte frontal, por un a veces hermético
cerco de dientes. Debo agregar que la lengua es un animal marino habitualmente
pacífico. Suele inquietarse, durante el día, en tres momentos claves
correspondientes a actividades específicas: cuando el ser humano come, habla y
emprende efusivos lances eróticos. Entonces este pacífico animal, con forma de
cucurucho, se solivianta. (…) Con la lengua distinguimos sabores, componemos
palabras y excitamos zonas erógenas. Es, por esto, un instrumento útil, sabio y
placentero.
Si
eso y más puede decirse sobre la lengua, no sabemos lo vasto que es el
conocimiento sobre los ojos, las orejas, la nariz, las cejas, las pestañas, y todo
lo que les atañe como el estornudo, el ronquido, las lágrimas, etcétera, hasta
llegar al centro donde se ubica el órgano que reúne con su liderazgo a los
sentidos: el cerebro, siempre el cerebro, y la cabeza de la que se describen en
este libro muchas históricas pérdidas debidas a la decapitación.
Los ojos de la Medusa,
el más reciente libro de Gilberto Prado Galán, confirma por enésima la ya larga
y solvente permanencia del admirado GPG en las grandes ligas de la ensayística
literaria nacional. Y no olvidemos que él, que su feraz cerebro, es de aquí, de La
Laguna.
*Texto
leído en la presentación de Los ojos de
la Medusa (Gilberto Prado Galán, UIA Santa Fe, México, 80 pp.) celebrada el
23 de noviembre de 2012 en el Museo Regional de La Laguna. Torreón, Coahuila.
Participaron Héctor Matuk Núñez, Jaime Muñoz Vargas y el autor.