sábado, junio 28, 2025

Mover un maldito dedo

 








Como parió siete hijos, una de las frases recurrentes de mi madre era “no mueven un maldito dedo”. La soltaba, claro, cuando veía que su horda de huevones no colaboraba en las tareas del hogar. La figura retórica a la que se ajusta aquella frase es la hipérbole: “Exageración fuera de toda medida para ponderar algo”, según la definición que a quemarropa desenfunda mi memoria. La exageración puede avanzar hacia lo mucho y hacia lo poco: “La película duró un siglo”, “Llegaré en un segundo”. Obviamente, en sentido literal los hijos de doña Catalina sí movían un dedo, pero obviamente, también, eso era asaz insuficiente para salvarla de los quehaceres domésticos y evitar su molestia.

El párrafo anterior aspira a ser una introducción al tema de la actividad física, sea cual sea. En la columna del miércoles señalé que durante junio, nuestro peor mes del año en términos de clima, he visto varios partidos del Mundial de Clubes, lo que sin duda ha implicado un sedentarismo peligroso, pues uno suele “no mover un maldito dedo” cuando se planta frente al monitor. Mi madre se hubiera quejado al verme así, aplastadote en el sillón durante dos choques diarios.

Por uno de esos desconcertantes caprichos de la memoria, asimismo recordé muy vagamente un texto periodístico de Juan José Arreola. Lo busqué en el libro donde lo leí (en 1987) y en efecto estaba allí. Fue publicado en Inventario (Grijalbo, México, 1976, 158 pp.), libro que hacia los setenta reunió varias piezas de la columna homónima alimentada por Arreola en El Sol de México. El texto que mi recuerdo pescó en lo más recóndito del disco duro no tiene título, y es lo suficientemente breve como para traerlo íntegro a este apunte (página 87):

“El deporte está en crisis. Una crisis que abarca a casi todos los deportes en casi todos los lugares de la Tierra. Parece que en este mundo y gracias a los medios de difusión visual de noticias y espectáculos, todos nos estamos volviendo espectadores pasivos aunque frecuentemente fanáticos.

Una cosa se nos olvida: el deporte puede ser un ejercicio personal y cotidiano. ¿Por qué no nos ponemos a jugar usted y yo al tenis de mesa? Se trata de un deporte a nuestro alcance, que requiere un espacio reducido y un equipo venturosamente económico. Pero, venturosamente también, el ping pong es un deporte completo que exige el rendimiento integral de la persona, de todos sus recursos, físicos y espirituales.

El tenis de mesa es un duelo, pero también es un diálogo. Cada pelota viene como una pregunta y reclama la respuesta instantánea. Toda nuestra capacidad de ataque y defensa está en juego.

Al reclamar de nosotros una coordinación perfecta entre la voluntad activa y la destreza corporal, el tenis de mesa desarrolla a un grado máximo las posibilidades del ser en cada persona. Esto es, verifica a cada momento nuestro ideal de perfección: la energía psíquica se libera instantáneamente por medio de nuestros recursos físicos. Y cada golpe acertado produce satisfacción y plenitud vital.

El diálogo pimponístico concluye siempre con un buen remate, como la frase sintáctica en su punto final. Y nos convence a todos”.

No lo olvidé porque en aquel tiempo me resultó significativo ver que Arreola hacía un elogio del ping pong, deporte que para entonces yo ya practicaba con decoro amateur. El recuerdo me instala en el patio de mi casa, que era particular, y allí, junto con algunos amigos de la cuadra, organizamos un torneo exprés. El antecedente inmediato fue que Gerardo, el mayor de la palomilla, consiguió no sé cómo una red, dos raquetas y varias pelotitas. Faltaba la mesa, problema que resolvimos secuestrando un comedor de madera que tenía en desuso la familia de otro de los cuates.

En ese torneo informal pasé de la impericia absoluta a cierto grado de control sobre la pelotita y sus efectos, lo que me llevó a sostener muy buenos duelos. Los años me alejaron del ping pong, pero nunca olvidé la mecánica del movimiento necesario para jugar contra otros oponentes en diferentes momentos de la vida: en 2015 tuve mi mayor rivalidad “pimponística” en la Argentina, cuando jugué unas retas eternas con el escritor Fabián Vique ¡en la sala de su casa! Él, si suspendiera por un instante su natural satírico, podría dar fe de que no fui mal competidor.

Ahora que la edad se me vino encima sin carnaval ni comparsa, me quedan dos opciones: el sedentarismo, es decir, el deporte sólo practicado con los ojos frente al monitor, o caminar. He elegido la segunda; no es la gran cosa, pero algo es algo para que la frase de mi madre no me acose como latigazo en el recuerdo.

miércoles, junio 25, 2025

Toda la carne

 








El título insinúa la frase cliché “Toda la carne al asador” con la que quiero referirme al llamado Mundial de Clubes. Por si fuera poco lo que ya tiene, la FIFA ha encontrado otra mina de diamantes. Organizar un torneo de este tipo es casi lo único que le faltaba al futbol internacional para convertirse en una droga de cuyo consumo no nos privamos millones de adictos en el globo, y por lo visto el experimento ha salido tan bien que están pensando desde ahora en programarlo cada dos años, entre Mundial de selecciones y Mundial de selecciones. Lamento decir que la idea me gusta, pues en este combo le tomamos el pulso a una parte más que representativa de los equipos que en el planeta juegan.

En lo que va del torneo he visto al menos diez partidos, todos de muy alta calidad. Ayer lunes 23 de junio, por ejemplo, me eché el Miami-Palmeiras que quedó empatado a dos tantos. No fue una joya, pero dejó ver que ninguno de los dos equipos salió a empatar, resultado que de cualquier manera los pasaba a la siguiente ronda. Esto es significativo, porque uno podía suponer que los clubes tomarían el torneo para darse unas vacaciones en Estados Unidos. No ha sido así. Todos los cuadros, al menos los que he visto, se han empeñado en ganar tanto como han podido.

Es obvio que se da el mismo fenómeno de desequilibrio habitual en los mundiales, pero esto resulta inevitable. Muchos clubes no tienen la nómina de los gigantes europeos, pero aún así es interesante verlos pelear, medirse contra equipos en los que a veces un solo jugador de ligas como la francesa, española, inglesa, alemana e italiana vale más que los once rivales de las latinoamericanas. Parte del gusto que uno tiene es ver el esfuerzo que hacen los equipos chicos del mundo cuando tiran para adelante ante el desafío de calarse contra los poderosos.

Fue el caso de Pachuca y Monterrey. En ambos casos, sentí una adhesión sincera aunque transitoria —durante este torneo nada más— a los dos equipos mexicanos e incluso a los latinoamericanos de Argentina y Brasil. Los de Hidalgo hicieron un muy buen primer partido contra el Salzburgo, pero erraron tres o cuatro goles hechos, perdieron y para el segundo juego ya no les alcanzó contra Real Madrid. Los Rayados, en cambio, resistieron el ataque de Ínter de Milán, empataron a un tanto, y luego se vieron mejor (con juegazo de Sergio Ramos) ante River Plate. La sorpresa, para mí, han sido los brasileños. Quizá no les dará el cuero para ser campeones, pero Fluminense, Palmeiras, Botafogo y Flamengo han jugado más que bien.

Disculpen la frivolidad, pero quiero este Mundial de Clubes cada dos años.

sábado, junio 21, 2025

Un ejemplo de guerra

 











La bibliografía sobre la guerra es inabarcable. De hecho, los libros de historia no serían tabiques de papel si fueran aliviados de las páginas consagradas a describir los combates entre ejércitos y su consecuente y exhaustivo derramamiento de sangre. La guerra es, entonces, protagonista fundamental y triste de la historia, el común denominador por siglos de la interacción humana, y aunque tendemos a pensarla como fenómeno del pasado, bien vemos que hoy nos acompaña, que no ha desaparecido, que en varias partes del planeta se libran conflictos cada vez más enconados y letales. La monstruosidad del genocidio perpetrado contra Palestina y los ataques entre Israel e Irán dan siniestra cuenta del polvorín que ahora es nuestro mundo.

Una de las guerras (en este caso civil, es decir, no entre países, sino entre ciudadanos de una misma nación) más cruentas fue la española que se desarrolló entre 1936 y 1939. Es casi imposible no saber, al menos de manera general, qué sucedió en aquellos años sobre el mapa de España. Si no, un libro que puede ayudarnos en este propósito es Una historia de la Guerra Civil que no va a gustar a nadie (Planeta-Booket, Barcelona, 2005, 400 pp.), de Juan Eslava Galán (Arjona, Jaén, España, 1948). Se trata de un trabajo de divulgación muy estimable, ya que a trazo grueso expone las características del encontronazo fraticida que en cientos de obras, incluidas muchísimas de ficción, es uno de los temas más recurrentes de la bibliografía española.

Y cómo no, si fue una carnicería en la que se despedazaron los combatientes de la República, encabezada por Manuel Azaña, contra las huestes de las que poco a poco, como lo muestra Eslava Galán, se apoderó Francisco Franco hasta ganar la guerra y convertirse en el Generalísimo, en el Caudillo que instauró en España un régimen con mando perrunamente unipersonal, autoritario en todos los rincones de la vida cotidiana. Franco murió el 20 de noviembre de 1975, así que viene en camino un cincuenta aniversario que reavivará en España el ya de por sí efervescente debate entre prorrepublicanos y profranquistas.

El libro contiene 53 capítulos breves y profusamente aderezados con imágenes agradecibles pese a que en la edición de bolsillo (2020) que comento no lucen, por pequeñas, lo suficientemente bien. Eslava Galán pespuntea en esta historia de una trinchera a otra. Trata de colocarse en un punto equidistante (por eso aquello de que su historia “no va a gustar a nadie”) de ambos bandos, y consigna, también con numerosas citas textuales, los ítems relacionados con toda guerra: tácticas, armamento, moral de las tropas, batallas, avances, retrocesos, comunicados, número de muertos y heridos, apoyo de aliados, discursos, defecciones, prisioneros, fusilados y un prolongado etcétera. Presta particular atención a las características del material bélico usado para aniquilar al enemigo en ambos casos: fusiles, granadas, pistolas, camiones, tanques, bombas, barcos, submarinos, minas y, sobre todo, aviones de combate en esa conflagración que puso a prueba, ya de manera dominante en la víspera de la Segunda Guerra, la importancia de los ataques desde el cielo para imponerse a los rivales, como lo recuerda bien el bombardeo a Guernica, en el País Vasco. Y a propósito del armamento, el autor no pasa por alto que el origen de muchas de las herramientas letales de esta guerra fueron donaciones de Alemania e Italia, en favor de los rebeldes franquistas, y de la Unión Soviética en apoyo a los republicanos.

Aunque el fresco es general, panorámico, Eslava Galán detiene a trancos su mirada en protagonistas de todos los tamaños: desde los encumbrados hasta los más pequeños que en algún documento han dejado testimonio de su participación en la lucha. Entre los famosos del bando fascista están, claro, el despiadado Franco y el todavía más despiadado José Millán Astray; del otro, el ya mencionado Azaña e Indalecio Prieto, entre muchísimos más, como la Pasionaria y los fotógrafos Robert Capa y Gerda Taro, o artistas que en Valencia participaron en el Segundo Congreso Internacional de Escritores Antifascistas (1937), como Ernest Hemingway, André Malraux, Pablo Neruda, César Vallejo, Nicolás Guillén y Octavio Paz (de México también estuvieron allí Elena Garro, Juan de la Cabada, José Mancisidor, Carlos Pellicer y Silvestre Revueltas, pero no son mencionados en este libro).

Una historia de la Guerra Civil que no va a gustar a nadie, otro buen libro del abundante Eslava Galán, abarca tres años de combates despiadados en todos los rincones de España. Lo hace con agilidad, saltando por geografías, personajes, trincheras y acontecimientos que todavía hoy pueden dejarnos una lección: que la guerra, que cualquier guerra, es siempre una tragedia, la más grande de todas las que han ensombrecido y ensombrecen a la humanidad.

miércoles, junio 18, 2025

Qué “ismo” seremos

 









Muchas veces me he preguntado qué “ismo” seremos, con qué rótulo nos ceñirá la academia del porvenir, si es que todavía podemos soñar con un porvenir para la humanidad dados los desastres que hoy atestiguamos. Me refiero a saber de antemano, desde el presente, las características que en el futuro serán detectadas en el arte del presente, particularmente en el literario. Lo que podemos ver en el presente es caos, diversidad, un sinnúmero de orientaciones que dan la impresión de inasibilidad, pero es un hecho que más adelante todo lo disperso que ahora vemos será resumido es una palabra que quizá lleve como remate el sufijo “ismo”, tal y como ocurrió con el naturalismo, modernismo, surrealismo, posmodernismo…

Dice Pospelov en el libro colectivo Sociología de la creación literaria (1971): “Después de haber evolucionado en el curso de la historia de la humanidad, el carácter intelectual de la creación literaria vino a desembocar, hace ya tres siglos, en una particularísima consecuencia: el nacimiento y desarrollo de las escuelas literarias. Estas no son simplemente aspectos sucesivos, históricamente determinados, del contenido artístico y de las formas que le corresponden. Son aspectos sucesivos de la propia creación literaria, aspectos de los que los escritores y los críticos tienen conciencia y a los que dan forma teórica en declaraciones escritas: programas, manifiestos, tratados y artículos. Esta formulación teórica va a la par con una terminología determinada que pone de relieve tal o cual aspecto de sus obras al que los escritores asignan suma importancia; es una terminología que simboliza para ellos su actividad y que los une en un mismo grupo literario. La historia de la literatura es rica en designaciones de esta especie, en ‘ismos’ de todo tipo, desde el ‘clasicismo’ hasta las innumerables escuelas ulteriores, pasando por el ‘romanticismo’ y el ‘realismo’”.

No podemos saber cómo seremos percibidos en el futuro, con qué “ismo” nos designarán, pero es un hecho cierto que, aunque nosotros no los veamos con claridad en el presente, hay gestos, guiños, acciones, fórmulas que hoy circulan en el arte como rasgos que, al naturalizarse, se invisibilizan para nosotros. Es más o menos lo mismo que pasaba, por ejemplo, con los escritores del Romanticismo: que asumían un estilo porque estaba en el ambiente, no por decisión personal.

sábado, junio 14, 2025

Vientos de represión

 









Ver el espectáculo de la represión en EUA me recuerda que el pensamiento de derecha ha ganado terreno a grandes zancadas en el alma de la humanidad. Cada vez más ultra, la derecha del mundo sostiene que su lucha se debe a que desde hace muchos años va perdiendo la “batalla cultural”, lo que para ella es evidente en la orientación dominante en las universidades, en los derechos cada vez más amplios conquistados por y para la mujer, en los subsidios del Estado a la salud y a la educación públicas, en el desarrollo de los derechos humanos y otras prerrogativas conseguidas, en teoría, por la izquierda. Es hora de voltear todo eso, subraya la derecha.

La verdad es que los supuestos triunfos de sus adversarios zurdos son pírricos, apenas un poco de lo que se ha arrebatado a la voracidad del capitalismo, el tímido “estado de bienestar” que para la derecha siempre equivale a “comunismo”, a “dictadura”, como se etiquetó al gobierno apenas socialdemócrata de AMLO. Lo cierto es que la batalla cultural en verdad va siendo ganada, con ventaja, por el pensamiento fascistoide cada vez más explícito, como lo ha observado el psicoanalista Jorge Alemán. Se nota en todos lados: en los medios de comunicación, en las redes sociales, en los simples grupos de WhatsApp que hoy son indicador del pulso comunitario. Recuerdo que durante los procesos electorales se dejan venir a borbotones el odio y el simplismo con garrote de amigos y amigas que exhiben claramente, sin tapujos, al no tan pequeño granadero que llevan dentro. Los caracteriza el uso permanente de expresiones violentas y meritocráticas, la articulación de (por llamarlos de algún modo) argumentos que sin muchas variantes podrían ser los de Trump, Milei, Abascal, Bolsonaro, Netanyahu, Macri, Bukele y demás abanderados de la libertad y la sagrada teoría del derrame. Si este discurso no gozara de solidez en la batalla cultural, ¿cómo se explica que tales sujetos hayan ganado elecciones y tengan ahora tanto peso en la vida de millones de personas?, ¿cómo se explica el holocausto en Palestina, atrocidad de atrocidades, sin que genere la indignación del planeta entero y el repudio unánime a Benjamín Netanyahu, el Eichmann judío? La batalla que van perdiendo en realidad es lo contrario: una batalla que van ganando y en la que no deben aflojar porque el objetivo es aniquilar todo derecho social, por minúsculo que sea, sin desdeñar jamás las indicaciones del manual cárcel o bala a toda protesta colectiva. La motosierra de Milei es uno de los mejores emblemas de tal emprendimiento, aunque no el único. La motosierra: vaya metáfora de la bestialidad convertida en política pública que busca acabar con el Estado con recursos del Estado.

En Estados Unidos muchos votaron el retorno de Trump. No sólo los muy ricos adhirieron a su figura, sino también miles de “pobres de derecha” seducidos por la retórica estridente del energúmeno que pernocta en la Casa Blanca. Lo impresionante es ver en esto que la gente vota a sus verdugos, a decir del politólogo brasileño Jessé Souza. Muchos ciudadanos creen, como ocurre en la Argentina, que la barbarie de los gobernantes que han elegido no llegará a cagarles la vida. Tremendo error. Muy poco después de haber asumido, como Trump y Milei ahora, esos gobernantes muestran la hilacha, sus planes despiadados contra obreros, estudiantes, científicos, jubilados, mujeres, discapacitados, enfermos, migrantes, pequeños empresarios y demás. Luego de sus triunfos electorales, no pasa mucho tiempo para que se manifieste el exceso de Estado en un solo rubro de la economía: el represivo. Todo se recorta, menos la inversión estatal en macanas, escudos, balas y gases lacrimógenos destinados a quienes abracen la mala idea de quejarse en las calles.

La etapa superior del fascismo (un fascismo que hoy se hace del poder por la vía mediático-electoral) sólo sabe ejercer el gobierno en términos depredatorios, de allí que muy pronto suelan poner en marcha protocolos de aplastamiento a la protesta social. El caso más saliente del momento es el de Milei y, de última hora, el de Trump contra los migrantes. No sé en EUA, pero en la Argentina el orate que ejerce de presidente terminará mal. Ignoro cuándo, pero apuesto lo que sea a que la economía se le vendrá al suelo porque su éxito con la inflación, el equilibrio fiscal y el control del dólar son un embuste más grande que la generosidad del FMI. De ahí la condena de esta semana a Cristina Fernández: a punta de lawfare era necesario encarcelar a la única persona capaz de abrir una opción política al tendal de miseria y descontento que dejará el gobierno cruel y ridículo del ridículo y cruel Javier Milei, un títere de la ultraderecha global que más temprano que tarde tronará como fusible.

miércoles, junio 11, 2025

Alba de la vocación

 








Recuerdo el día exacto en el que llegué por primera vez, en un vuelo de la peligrosa y desaparecida AeroCalifornia, a Tijuana. Fue el 23 de marzo de 1999. La mnemotecnia me ayudó a fijarlo: se cumplía exactamente un lustro del atentado que segó la vida de Colosio. Todo se anudaba para no olvidarlo: 23, marzo, Tijuana, Colosio. Fui en aquella ocasión a un encuentro cultural del Sistema Universitario Jesuita. Mi rol era el de coordinador del taller literario, y con mis talleristas organicé la edición de una plaquette con sus primeros textos. El título que elegí es casi el mismo que encabeza esta entrega: Alba de la semilla.

Pese a que lo concebí yo, no creo que sea malo. Suena bien, tiene el debido aire poético y, lo más importante, enunció el propósito de aquella publicación: mostrar que se trataba del amanecer de unas semillas, el amanecer de aquellos incipientes escritores. Siempre he tenido en el radar la idea sustancial de aquel viejo título: ¿en qué momento nace la vocación literaria? ¿Cómo surge y cómo se enterca en la conciencia de algunas almas indefensas? Las respuestas, obvio, no las tengo. En todo caso, tengo las mías porque en más de una ocasión he tratado de bucear en el recuerdo para tratar de hallar algo, lo que sea, sobre ese primer impulso.

Sé, por ejemplo, que antes de escribir ya era en cierto modo escritor. Lamentablemente, de tal realidad me di cuenta ya cuando escribía. En otras palabras, uno puede ser escritor sin saberlo, sobre todo en los primeros años de vida, cuando uno ni siquiera sabe dónde tiene las orejas. Digo que ya sabía por una fijación exacta: la de las palabras. En efecto, detecté que la obsesión por las palabras me acompañaba como el esqueleto desde pequeño. En mis recuerdos más remotos me aparecía la imagen de un niño asombrado por esos fugaces especímenes hechos de sonidos y de letras que, escritos, declaraban en silencio lo mismo que declaraban al pronunciarlas.

El alba de la vocación literaria —reitero que hablo de mi caso— estuvo en la extrañeza y la fascinación que me provocaba, que me provoca, un nombre propio, un adjetivo, una palabrota, un arcaísmo, una metáfora. En la profundidad del recuerdo encuentro la vocación que hasta la fecha, y hoy más que nunca, me sujeta.

sábado, junio 07, 2025

Ráscate con tus uñas

 











El filósofo italiano Diego Fusaro ha escrito un libro cuyo título no deja dudas sobre su propósito: Odio la resiliencia. Aclara en él que la palabra, hoy tan de moda, tiene un uso adecuado en el ámbito de la psicología y otro torcido en el terreno ideológico. Así sea por encima, sabemos que la resiliencia es un estado deseable y es exactamente lo que busca el tratamiento de los traumas encajados en la psique, como la muerte violenta de un ser querido. Ser resiliente en el plano psicológico es un estadio al que es conveniente llegar para salir bien librado de un atolladero emocional.

El problema con la resiliencia trasladada al espacio de lo social, es decir, convertida en ideología, es que confina al ser humano en su individualidad y muta las deficiencias de la estructura social y política en un problema que se debe encarar en solitario, con las armas que el individuo como tal tenga a la mano. Este ha sido quizá el más grande logro del neoliberalismo: crear tal desconfianza en lo colectivo, en lo público, en lo comunitario, que el ciudadano termina rechazando todo contacto con el otro para pensar en una sociedad distinta y mejor. Dicho con una frase popular, es un “ráscate con tus uñas” sin horizonte que vaya más allá del sujeto aislado.

Por supuesto, esta mirada no nace de la nada, espontáneamente. Es una creación discursiva que se afianzó como resultado de la desigualdad inherente al sistema capitalista. Como la mayoría iba a quedar fuera del bienestar, fue imperativo diseñar muros de contención al resentimiento. Por un lado, enfatizar que todo Estado es ineficaz, innecesario, prescindible, y en este mismo sentido, que cualquier forma de organización para la lucha (un partido, un sindicato…) es encabezada por corruptos; por otro, que todo éxito depende de los méritos propios. Así, cualquier fracaso es un fracaso individual y se debe únicamente al sujeto que no hizo lo necesario o lo atinado para salir adelante. Es aquí donde aparece la monstruosa noción del loser/winner que se fomenta en cursos, programas de televisión, libros, películas… Se es ganador o perdedor en función de la voluntad individual. Nada tiene que ver con esto ninguna estructura de desigualdad económica o social.

Pero los perdedores y sus resentimientos son siempre peligrosos, y en este punto aparecieron dos diques. Por un lado, la resiliencia como ideología: ante la derrota, uno se autoculpa y concluye que no hizo, repito, lo necesario o lo atinado para lograr tal o cual meta. Se acepta el fracaso y se aprende a sofocarlo, a conformarse, a colegir con la cabeza gacha que “así son las cosas”. La resiliencia en este caso es uno de los rostros de la resignación.

Pero es insuficiente, y la resiliencia abre una rendija. En el discurso contraderrota se prescribe que las crisis pueden ser leídas como una “oportunidad para reinventarse”, para buscar entre los miles de nuevos empleos que hoy existen alguno que nos permita, por fin, alcanzar el escurridizo triunfo. ¿Acaso no hemos visto lo bien que les va a los youtubers? ¿No sabemos cuánto gana aquella chica en Only Fans? ¿No tenemos todos una tía que vende más pasteles desde que los exhibe en Instagram? Sí se puede, todo es cuestión de echarle más ganas y elegir lo correcto, reiteran los manuales de autoayuda (por supuesto, el único éxito que hoy existe es el económico; todos los demás son éxitos menores, por no llamarlos fracasos).

Tanto la resignación como el reseteo de la vida son dos salidas individuales cuyo soporte es la resiliencia social. En ningún caso se escapa del individualismo: el meollo es remachar en la conciencia del ciudadano que jamás hay soluciones colectivas al drama individual.

miércoles, junio 04, 2025

Un thriller atendible

 











El menú actual de películas disponibles en no sé cuántas plataformas hace imposible no caer de vez en vez en algún producto estimable. Trato de mantenerme al margen de esa oferta que juzgo más entretenimiento que otra cosa, pero ocurre con irregular frecuencia que alguna cinta guiña el ojo y me saca de los libros. Este fin de semana vi en Netflix una muy reciente: La viuda negra (Carlos Sedes, 2025), película que más allá del lugar común encerrado en el título cuenta bien la historia (“basada en un hecho real”) de una esposa culpable de la muerte de su marido. Se trata, según la sinopsis, de un thriller en el que vemos el encontronazo de una mente manipuladora contra otra especializada en homicidios.

Resalto dos detalles de la cinta. Por un lado, su estructura. Aunque ya es habitual encontrar que el desarrollo de muchos relatos se da in medias res, expresión que significa “en medio del asunto”, no deja de ser cierto que en demasiados casos a los directores se les enreden los tiempos narrativos y todo termina siendo una ensalada difusa de historias dentro de las historias dentro de las historias. En La viuda negra no ocurre lo anterior, pues rápido nos instala en el presente marcado por el hallazgo del cadáver brutalmente apuñalado en un estacionamiento. Igualmente, pronta es la aparición de Eva, la investigadora oficial que comienza el acopio de pruebas y conjeturas. La película avanza un poco y luego da un salto temporal en el que se reconstruye la vida de Maje, la joven y guapa esposa del asesinado.

Sin rodeos, nos enteramos de lo fundamental: que pese a su fresco matrimonio, la situación no anda afectivamente bien, pues Maje es dueña de una voracidad sexual que la mueve a poner cuernos sin parar. Cuando ya ha masticado bien la idea de borrar a su cónyuge, manipula a un amante viejo y bobo, su compañero de trabajo, para que ejecute el homicidio. En un punto, más allá de la mitad de la película, el pasado se pega al presente y llegamos así a la etapa de resolución, todo con la claridad que demanda un género en el que es fácil caer en la tentación de rizar demasiado el rizo y enredar a los espectadores sin necesidad, gratuitamente.

El otro detalle que quiero destacar es la calidad de las actuaciones. Eva, la investigadora de crímenes, es encarnada con excelencia por la actriz Carmen Machi, quien da muy bien el tipo de policía dura. Maje (Ivana Baquero) está en su sitio dramático lo mismo que Tristán Ulloa (Salva). En suma, un thriller atendible sobre el desajuste y la ambición en la vida doméstica.