sábado, mayo 29, 2021

Mas si osare un extraño cantante

 











En la página 62 de Y retiemble en sus centros la tierra, novela de Gonzalo Celorio que comenté hace poco por estos mismos rumbos, el protagonista camina por el centro histórico de la Ciudad de México y en su ambulancia reflexiva se detiene a pensar en nuestro himno, un himno que se niega a ser bien memorizado. Al explicar el anómalo plural “centros” del tercer verso de la primera estrofa, piensa en los siguientes términos: “No era una figura retórica, como la que pluraliza la esencia de la patria o el destino de la nación para hacerlos más sonoros, más enfáticos: los destinos de la nación, las esencias de la patria. No. Lo de los centros era otra cosa. En su versión original (…) González Bocanegra escribió, con caligrafía demasiado laxa, una ‘a’ digamos que muy abierta, la cual fue interpretada como si se tratara de dos letras, ‘ce’, y como tales pasaron a la oficialidad y se hicieron del dominio público: y retiemble en sus centros la tierra en vez de y retiemble en sus antros la tierra. No en sus bajos fondos, en sus lugares de mala muerte (…), sino en sus entrañas, porque entonces la palabra antros, explicas, no tenía el significado de tugurio que tiene ahora, sino sólo el de entraña: caverna, cueva, gruta. Y retiemble en sus antros la tierra, que retiemble en sus cavernas, en sus grutas, en sus cuevas…”.

La letra de nuestro himno, hermosamente empatada a la música del catalán Jaime Nunó, fue escrita en metro decasilábico y retórica ajena al español de la poesía actual. Esto es lógico: en el siglo XIX el español literario de México estaba impregnado del estilo romántico, heroico, propio de aquel momento, de modo que sus imágenes y su selección de palabras hoy nos parecen extrañas, tanto que quizá necesitemos subtítulos para entenderlas.

Ya desde el comienzo ocurre esto: “el acero aprestad y el bridón” podría ser subtitulado a “tomen la espada y el caballo”, donde “acero”, por metonimia, es “espada”, y “bridón”, animal al que se le aparejan bridas, es “caballo”. Los dos famosos versos “Mas si osare un extraño enemigo / profanar con su planta tu suelo…” quedarían actualizados de esta forma aunque por supuesto pierden metro, rima y ritmo: “Pero si un extraño enemigo se atreviera / a pisar tu territorio con intención ofensiva…”.

Un poco por la distancia que hay entre ese estilo y el que hoy acostumbramos oír y leer, y otro poco por incuria a la hora de memorizar, varios cantantes han cometido pifias memorables sobre todo en espectáculos deportivos. Son inolvidables los papelones de Coque Muñiz, Ana Bárbara, Vicente Fernández y Julio Preciado, quienes tropezaron en alguno o varios de los versos y sumaron a sus respectivos currículos el bochorno de no saber con total fidelidad el himno de nuestro país. Podemos añadir a dos cantantes en esta ominosa lista: a un tal Luis Ramírez, creo puertorriqueño, y a un tal Jorge Alejandro, quienes en sendas interpretaciones del himno mexicano hicieron literalmente cagada la letra del poema patrio. El primero, Ramírez, no se sabía ni un verso y aún así entonó (es un decir) su monstruosa versión en un partido del América. El segundo defecó más o menos lo mismo en una “pelea” (inevitables comillas) de Julio César Chávez hijo.

El más reciente desaguisado de esta índole ocurrió el jueves en el estadio de Santos Laguna. Lo perpetró el “cantante” (inevitables comillas) Pablo Montero, quien a la letra introdujo, entre otros gazapos, el verso “que en el dedo tu eterno destino”. Dado que es coterráneo y dado el escenario (la final Santos Laguna contra Cruz Azul), fue triste escuchar esa interpretación del himno pésima en todo sentido, pues a los errores de dicción y a la mala memorización de la letra se añadieron una cuadratura y una afinación lamentables de un intérprete que tiene todo, siempre lo ha tenido, para no triunfar en el mundo del canto.

La interpretación de nuestro poema nacional ha fallado tanto en tantas ocasiones que ya se convirtió en el momento más esperado en muchas ceremonias. Ojalá que en próximas ocasiones los cantantes no osen profanar con sus rebuznos el himno.


miércoles, mayo 26, 2021

Feliz e infeliz

 







No sé si hay muchos casos como el mío, pero supongo que son raros. Me refiero a la afición pareja por dos equipos del mismo torneo, una especie de amor siamés. He explicado ya en otro momento el origen de esta duplicidad de afectos, un sentimiento que maduró lenta e inexorablemente en mi corazón hasta dar con mi actual condición de aficionado doble, como si ahora sí, aunque no creo en horóscopos, se validara el hecho de que me tocó ser géminis. Sé que muchos jóvenes y no tan jóvenes son hoy aficionados a dos equipos, uno local y otro por lo general europeo. Así, hay ahora muchos santistas y al mismo tiempo hinchas fervientes del Barcelona o Real Madrid, y cada vez más, también, de equipos italianos, ingleses, alemanes y franceses. Pero (esto es lo raro) que alguien tenga equitativo cariño a dos equipos del torneo mexicano casi no se ve, y es mi caso. Soy, a la par, azul y verde, o verde y azul, da igual.

Por tal razón, toda esta semana me voy a sentir con el corazón partío, por citar la letra de un cantante que detesto. Sé, como he respondido a todos los que me bulean, que tras el pase de Santos Laguna contra Puebla el domingo pasado aseguré al unísono la tristeza y la alegría. Entiendo que este cruce de sentimientos culminará el domingo en la noche, cuando sepamos quién quedó campeón. En ese momento me sentiré muy bien por el ganador, y muy mal por el que se quede sin el título. Lo mismo sentí hace algunos años, cuando ambos equipos llegaron a la final que concluyó con un triunfo para los de La Laguna.

Ambos clubes llegan, si no me engaño, en su mejor circunstancia, sin lesionados, con todas las baterías cargadas. Pese a tener un torneo desigual, con altas y bajas, Santos se colocó en quinto de la general y mejoró en la fase de repechaje y de liguilla. El motivo del repunte se debió a la recuperación, por fin, de jugadores como Preciado y Valdés, quienes padecieron lesiones, y a la veloz adaptación de muchos novatos como Campos, Aguirre, Ocejo y Muñoz, que a estas alturas ya agarraron confianza para jugar sin timidez ante cualquier rival. Pese, pues, a tener una campaña con turbulencias, la nave de Guillermo Almada no hizo agua y ha respondido, como se dice en el beisbol, a la hora buena, cuando más se ha necesitado de futbol ambicioso y eficaz.

Cruz Azul, en cambio, tuvo un torneo casi perfecto. Todavía con la sombra del fracaso contra Pumas en la semifinal de diciembre, comenzó el Clausura 2021 con cambio de entrenador, con dos derrotas y un panorama que parecía encaminado a la catástrofe. Luego vino el racimo de triunfos consecutivos que lo encaramó en el primer lugar de la tabla, después la liguilla en la que se vio bien en general, aunque sacando el jale con algo de zozobra frente a Toluca y Pachuca. También llega a la final con el equipo entero, sin bajas “por el tema” (así dicen muchos periodistas deportivos) de lesiones, y al parecer muy motivado por Juan Reynoso y la certeza de que ahora sí, por fin, luego de 24 años, tras muchos intentos fallidos, después de varios fracasos sonoros, definitivamente, esta oportunidad es la buena.

Me preguntan, reitero, de qué lado me canteo en este dilema. Respondo que prefiero no responder, suspender el juicio y dejar que la historia eche un volado, como llamamos en México a la moneda puesta en el aire. Ahora bien, alguien me planteó la disyuntiva de otro modo: si fueras indiferente a estos dos equipos, ¿a cuál sientes más viable ganador en este momento? Respondo: por el torneo, por los jugadores, por cerrar en el Azteca y sobre todo por la urgencia, creo que Cruz Azul tiene una leve ventaja. Lo pongo así: 45% contra 55%.

Pero bueno, mejor cierro el pico y me resigno desde ya a ser feliz e infeliz al mismo tiempo.

domingo, mayo 23, 2021

Mi versión de "Laguna adentro"









En 2003 escribí un poema que, como todos mis "poemas", a la primera estrofa da claras muestras de torcer su registro hacia la narrativa. Lo titulé "Laguna adentro", y corrió con algo de suerte entre mis coterráneos gracias sobre todo a la lectura en clave declamatoria que hacia 2010 grabara Federico Sáenz Negrete por iniciativa de Gabriela Nava Femat, a quienes agradezco hasta la fecha. Hace poco recordé que en 2004, poco más o poco menos, mis amigas Cristina Solórzano y Mariana Ramírez organizaron la grabación de un CD con poemas publicados en la revista Acequias, todos leídos por sus autores. En un principio fui incluido en la selección, grabé el susodicho poema en el estudio de audio de la Ibero Torreón, pero casi al final, no recuerdo por qué, pedí que lo excluyeran del disco. Quizá no me sentía con confianza para considerarlo "un poema", pues siempre me ha dado la impresión de que es un texto más cercano a la crónica, a la memoria, no sé, que a la poesía. Pensé que la grabación se había perdido, pero pasados más de quince años lo redescubrí en un disco duro externo con documentos digitales de respaldo, y hoy que cumplo 57 años me he animado, así sea tímidamente, a compartirlo. Con mi voz no luce igual que con la de Federico, pero bueno, es simplemente otra versión. Aquí está, en esta liga.


sábado, mayo 22, 2021

Casa cincuentona


 








En 1971, ya con el echeverriato a todo demagógico tren, fue publicada la primera edición de La casa que arde de noche (Joaquín Mortiz, serie Del volador), de Ricardo Garibay (Tulancingo, Hidalgo, 1923-Ciudad de México, 1999). Es, como algunos lo saben, un relato que podemos colocar en el casillero de la novela corta o nouvelle, quizá una de las más destacadas de su tipo en el mapa de la literatura mexicana. Por razones académicas, hace poco la releí y volví a sentirla vigorosa, rasposamente poética, cruda y entrañable. No me gustó lo que denomino “retratismo fonético”, esa manía heredada del criollismo inclinada a fotografiar el habla popular de una manera tan fiel que a veces torna difícil la lectura sobre todo de los diálogos; sé que el intento de los narradores que apelaron a este registro de la oralidad es captar la esencia y el flujo del habla en su estado más puro y realista, pero siento que tal camino lleva irremediablemente al envejecimiento prematuro del retrato fonético, además de que olvida un detalle importante: que no todos escuchamos igual, de ahí que fotografiar la oralidad sea riesgoso. Salvo algunos pasajes de esta índole, la famosa casa de Garibay cumple el tostón y todavía se deja revisitar con gusto, cómo no.

Mi primer contacto con este librito se dio a mediados de los ochenta, cuando lo compré gracias a la edición y el tiraje masivo alentado por la SEP durante el sexenio de De la Madrid. La serie que ponía esos volúmenes a la mano de casi cualquier transeúnte se llamó Lecturas Mexicanas, y sus libros aparecían uno por semana para la venta en puestos de periódicos. Eran tan económicos que hasta yo pude comprar todos los títulos de la primera y segunda series. La idea de la SEP era coordinarse con editoriales comerciales mexicanas para reimprimir libros que previamente habían salido con sus respectivos sellos. Al contratar un título, lo publicaban con el logo de la editorial y de la SEP al alimón, y salía con un tiraje de setenta mil ejemplares. En un país de tirajes más bien ralos, de dos o tres mil ejemplares a lo sumo, poner en marcha grandes tiradas garantizaba que cada libro llegara a donde tenía que llegar: las manos del lector.

Así fue como di con La casa que arde de noche, número 45 de la segunda serie de Lecturas Mexicanas. Al volver otra vez sus páginas me reencuentro con la historia del prostíbulo clavado en el desierto del norte mexicano, cerca de la frontera con Estados Unidos. Mucho de atemporal, de onírico, de aneblado tiene la atmósfera del lugar, y la poesía del relato es como un oxímoron que embellece lo terrible, lo ruin, como en el hermoso trazo que describe la condición del todopoderoso Eleazar, quien tras una larga ausencia vuelve al lupanar que alguna vez fue suyo: “La Alazana no se da cuenta de que Eleazar sufre sin saberlo una fatiga que se le ha asentado en la raíz de los huesos; que es muy difícil que aún haya algo que lo anime. Cuanto ella pueda hacer u ofrecerle, Eleazar lo ha tenido varias veces desde hace mucho tiempo. Ningún espectáculo, ningún olor, ninguna violencia, ningún goce, nada del mundo oscuro puede sorprenderlo ni conmoverlo ni despertarle apetito. Siete años de ausencia, que aquí sólo él conoce, fueron siete años pasados en los más intrincados recovecos de lo que no debe saberse. Fracasó en su intento de ser gran empresario del vicio, pero chapoteó ahí, se hundió ahí hasta las narices, se saturó de la tristeza que absorbe el cuerpo voraz y continuamente ahíto. Su espíritu aletargado acabó apagándose, y ahora sus ojos sólo ven lo que han visto hasta la saciedad, y no pueden ver la posibilidad de otra existencia, otro modo de vivir”.

Como este momento tiene muchos la novelita, todos al servicio de un relato en el que Eleazar, la Alazana, Esperia y Sara se debaten en una casa que más que casa es una sucursal, como tantas en la realidad, del infierno.

miércoles, mayo 19, 2021

Vitauva for ever









En julio de 2004, según indican los metadatos de mi archivo muerto de Word, escribí y publiqué un elogio a Vitauva, personaje lagunero fallecido este lunes 17 de mayo. Apareció como artículo en las páginas de Milenio Laguna, en aquel momento La Opinión Milenio, pues la columna Ruta Norte, ésta que vas leyendo, nació hasta el año siguiente, en marzo de 2005. Revivo aquellas palabras por una razón obvia: porque ya quedaron perdidas en el tiempo y porque sustancialmente expresan lo mismo que he pensado siempre sobre don Rafael Castillo Estrella. Esto escribí:

No sé si a otros les ocurra antes, no sé si después, pero a mí me ha tocado reflexionar con mayor énfasis en mi pasado de lagunero precisamente ahora que acabo de cumplir cuarenta años. En el trance de esculcar en mi memoria se acumulan los recuerdos y ya habrá tiempo para ordenarlos con cuidado. Por lo pronto, y a propósito de un anuncio aparecido en La Opinión Milenio el martes 1 de junio de 2004, leo que por iniciativa de muchas instituciones públicas y privadas se le ofrecerá un justo reconocimiento a un personaje emblemático de La Laguna.

Tal vez suene extraño que me detenga aquí a ponderar el valor que ese hombre tuvo y sigue teniendo para muchos que, como yo, atravesamos nuestra infancia con la certeza de que contábamos con modestas oportunidades para divertirnos. Además de las canicas, el trompo, los papalotes, el fut callejero y el cine, los niños laguneros de mi generación y de las siguientes encontramos algún esparcimiento en la generosa gracia del hoy homenajeado.

Recuerdo que lo vi por primera vez en alguna piñata ya casi extraviada en mi memoria; era tal vez 1968 o 69. Luego, ya en los setenta, lo vi incontables ocasiones durante los intermedios del matiné en el ya extinto cine Roma, de Gómez Palacio. Allí, nuestro personaje ofrecía un relampagueante y divertido y gratuito show acompañado por doña Mazacuata, su comparsa.

Años después pasé a convertirme en adolescente, y como es obvio se acabaron las invitaciones a fiestas infantiles y las matinés. Le perdí la pista al homenajeado pero siempre supe que él andaba por allí, divirtiendo niños laguneros a montones, agradando con sus gritos y con su desinhibida sencillez.

Ya adulto, un día cualquiera del 87 y no sé por qué razón, tuve que ir a una celebración de fin de cursos en un kínder de Gómez Palacio. Tremenda fue mi sorpresa al verlo en acción, tan fresco y tan jovial como siempre. Recuerdo que esa mañana me divertí con su rutina mucho más que los niños allí presentes, y desde entonces supe que él era, en su oficio, el mejor de toda La Laguna.

Sé que el suyo no es un oficio muy bien valorado socialmente pese a que es, o al menos era, fundamental para los niños. No importa. A mí me regaló algunas horas de felicidad y quiero aprovechar estos renglones para recordarlo con afecto, para sumarme al homenaje que hoy recibe por sus cuarenta años de trabajo. Me une a él, sin que lo sepa y como ya dije, el recuerdo de algunas piñatas, sus chistosadas en el cine Roma, su duradera presencia en la televisión local. Ahora sumo otro factor: mi segunda hija, Aitana, lo admira con infantil asombro, como yo lo hice hace más de treinta años.

No me queda, entonces, más que felicitarlo por sus cuatro décadas de buen humor. Gracias por aquellos y por estos años, Vitauva.

sábado, mayo 15, 2021

Cómo publicar un libro

 








Hay una inquietud planteada en términos de pregunta que con frecuencia me comparten en persona o mediante el mail o el teléfono: ¿cómo publicar un libro? Detrás de esta pregunta hay muchas variantes, de todo. Por ejemplo, quien pregunta es el autor o autora del libro, o también puede ser el padre, tío, abuelo, primo, novio, amigo, vecino, hijo, nieto del autor o autora del libro. La edad de quien escribió el material susceptible de convertirse en libro puede ser la que sea, y también la profesión, el género, la solvencia intelectual y la posición económica. Las combinaciones son numerosas, pero su común denominador es básicamente el mismo: no sabe qué hacer para publicar un libro.

Vamos a descartar de estas variantes a dos tipos de autores de libros: los que por su trayectoria, fama, prestigio y/o número de libros publicados tienen a merced un montón de editoriales comerciales ávidas de publicarles, como, pongo dos ejemplos descomunales, Mario Vargas Llosa o Shakira. La colombiana, que yo sepa, no ha publicado un libro, pero si lo escribiera no tendría que preocuparse de nada, pues cualquier editorial poderosa se lo contrataría y haría todo (incluso escribirlo). El otro caso descartable sería el de quienes sin ser Vargas Llosa o Shakira se dedican a escribir, tienen contactos en editoriales o saben que ciertos gobiernos y demás instituciones oficiales publican de vez en cuando. Ellos no tienen la inquietud que mencioné al principio, han aprendido a moverse en el medio y no falta incluso que los inviten a publicar.

Para responder, pues, la pregunta disparadora de este apunte voy a proceder de manera muy general. Imaginaré a alguien que por primera vez escribe algo o a un amigo de alguien que por primera vez escribe algo. En ambos casos no saben nada sobre el proceso editorial, sólo tienen un archivo de Word con 150 cuartillas, por decir una cifra. Lo primero que se les debe preguntar es qué desean obtener con el libro. Es una pregunta que parece boba, pero no lo es tanto: se plantea porque algunas personas aspiran a ganar fama y dinero con su libro, y otras sólo a publicarlo. Si se desea lo primero, en un ingente número de casos se trata de una aspiración delirante. Quizá leyeron una nota sobre lo que ganó J.K. Rowling con su saga de Harry Potter y piensan: “Yo puedo hacer eso”, y lo intentan, escriben una historia y piensan que ser J.K. Rowling consiste nada más en escribir y ya, sin considerar ninguna de las mil combinaciones que llevaron a la creadora del Colegio Hogwarts a conseguir el codiciado éxito. No me gusta derrumbar sueños de ningún tamaño, pero escribir porque luego de escribir sobreviene sin remedio el prestigio y la fortuna es más ilusorio que convertirse en Pavarotti luego de fungir como vocalista de La Trakalosa. En fin.

El otro caso es el de quienes sólo desean publicar su libro sin ambicionar nada extra, quienes quieren cristalizar el anhelo de ver materializado el fetiche llamado libro y así, quizá, cerrar el círculo según el cual también es imperativo tener un hijo y plantar un árbol. Se trata de una apetencia legítima, sin duda, y para satisfacerla se pueden seguir al menos tres caminos.

El primero, tratar de buscar un dictamen favorable en una editorial comercial. Es una senda tortuosa, pero viable. Hay que enviar el libro y esperar lapsos kafkianos para recibir, en casi todos los casos, una negativa. A veces la respuesta es rápida: cuando la editorial indica que no recibe propuestas.

El segundo es tratar de encontrar una institución pública (gobiernos, centros culturales, universidades…) que tenga presupuesto para publicar. Puede ser que aquí la cosa prospere, pero si es así es necesario olvidarse de cualquier ganancia económica para el autor. Su ganancia será publicar, si es que el proyecto cuaja.

Y última, autofinanciar el libro. En este caso el autor debe saber que el proceso para llegar a la satisfacción de su deseo, el libro, no es del todo económico, pues es recomendable pagar a un editor y luego la maquila del libro. No anoto nada sobre los costos totales, dado que dependen de muchísimos factores, como la calidad del editor y el tamaño, el tiraje y los materiales del libro. Lo cierto es que hacerlo motu proprio provoca con frecuencia desaguisados bibliográficos, libros horrendos.


miércoles, mayo 12, 2021

Puerta al senderismo

 









Durante los primeros meses del confinamiento por la pandemia todo fue, aunque eso ya nos parece lejano, desconcierto y expectativa. Diseminada por las redes sociales, la información especulaba sobre posibles fechas de vencimiento: empezamos más o menos a mediados de marzo de 2020 y para abril o para mayo se afirmaba que en junio o julio o agosto o quizá septiembre podríamos volver a la normalidad. Algunos, menos optimistas, ponían la fecha límite en octubre o noviembre, lo cual nos parecía exagerado, incluso fantasioso. Pues bien, escribo esto en diciembre, seguimos en la reclusión y la realidad no da trazas de cambiar, así que lo menos recomendable es hacerse ilusiones con una fecha precisa de regreso a la libertad y con ello a las formas de vida prepandémicas.

Dada la vaguedad de la información inicial, me encerré con el mayor hermetismo posible en espera de que la crisis pasara pronto. Fue tanto mi candor, o más bien mi falta de claridad sobre el estado de la cuestión, que fui de los que imaginé, en efecto, una cuarentena ceñida al significado de esta palabra: cuarenta días serían suficientes para conjurar el peligro y volver a las andadas. Esta fue la razón por la que suspendí mi ejercicio físico, el que debo hacer y hago no por razones lúdicas, sino para evitar la oxidación que ahora, debido a la edad, es más rápida y lesiva. Me dije sin apuro: el aislamiento acabará pronto, así que pronto podré regresar a las caminatas en el bosque y en las plazas.

Los días, las semanas, los meses fueron diluyéndose y esto provocó mi alarma: lo que al principio parecía cosa de unos cuantos días se tornó encierro muy prolongado, así que decidí hacer algo en casa, ejercitarme en lo que fuera posible sin abandonar las cuatro paredes del hogar. Fue un fracaso, aquello carecía de encanto, y abandoné el propósito. Más semanas pasaron y fue entonces cuando, de casualidad, recordé el campismo de mi juventud, es decir, las experiencias cansadas y felices en las que, con amigos, emprendí recorridos por el monte lagunero.

Ya estábamos en julio cuando comencé con el hoy llamado senderismo, las caminatas por el campo que no implican pernoctación y no sólo hacen bien a la salud, sino principalmente al alma. Me puse de acuerdo con dos o tres amigos y, sin perder la sana distancia, al aire libre, confirmé que era viable salir del confinamiento durante una, dos, tres horas a la semana, y ver rocas, plantas, animales de la estepa lagunera... Por seguridad no le he dado margen al contacto cercano con las personas, y así como salgo, regreso, casi ajeno al contacto humano y sí, mucho, con la naturaleza.

En esta segunda etapa de senderismo en mi vida he descubierto sus bondades. Puede ser un deporte muy económico si uno quiere, aunque también, en función de ciertos caprichos, puede ser caro. Lo fundamental son los tenis, la cantimplora, la gorra y alguna herramienta de navaja múltiple por si se ofrece. Lo recomendable es salir temprano, aunque ya con luz de sol, para aprovechar el fresco de las mañanas. Como todo deporte, su desarrollo es gradual: lo adecuado es comenzar de a poco, por terreno llano, no empinado ni agreste, y elevar el grado de dificultad conforme se avanza en la práctica. Así, se pasa de caminatas breves por terreno plano a emprendimientos más largos por senderos de mayor complejidad, como los que se dibujan en algunos cerros no muy altos. Creo que un nivel decoroso de senderismo es el que supone tres horas continuas de ida y vuelta en caminos con alguna dificultad, sinuosos y accidentados.

En este trance hacemos deporte al aire libre, nos vinculamos con la naturaleza, no arriesgamos a nadie y lo fundamental: podemos romper un poco la sedentaria y desgastante rutina provocada por el confinamiento.

*Texto originalmente publicado en la revista Nomádica número 112, noviembre-diciembre de 2020.

sábado, mayo 08, 2021

Tres personas









Siempre que husmeo el tema de las clasificaciones me asalta la citada por Borges y contenida en el supuesto libro chino titulado Emporio celestial de conocimientos benévolos. Grosso modo, es la siguiente (procede del ensayo “El idioma analítico de John Wilkins”): “En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas”.

Dada su arbitrariedad, es graciosa. Al contrario, una clasificación que no lo sea debe buscar, en el caos de lo existente, rasgos que marquen ciertas afinidades y colocar los resultados en casilleros bien delimitados. Esto hago, por ejemplo, cuando en alguna clase explico los géneros literarios y los periodísticos. Por ejemplo, al clasificar los segundos distingo entre informativos y opinativos, y dentro de ellos la clasificación se ramifica; en los opinativos, por caso, se encuentra el artículo, género que a su vez puede admitir una clasificación interna.

El mundo, es decir, el lenguaje que describe el mundo, está atestado de clasificaciones. Desde las más cultas, como la que espiga Umberto Eco al hacer la distinción entre los apocalípticos y los integrados, o las más banales, como la que hallamos en el súper: frutas, carnes, abarrotes, ropa, licores… Clasificar significa, es claro, colocar cada ser concreto o abstracto en su clase, como guardar objetos en un cajón de manera ordenada para que no termine siendo, precisamente, un cajón de sastre. No todo es lógico, sin embargo, en las clasificaciones, pues muchas veces la determinación de colocar en un cajón o en otro es arbitraria o absurda. En La Laguna, por ejemplo, la clasificación de desayunos admite la gordita, y la de cenas, el burrito; son básicamente lo mismo, pero por una extraña razón, un misterio sin resolver, se clasificó a la gorda en el desayuno y al burro en la cena.

Tiene una intención seria, pero obviamente puede ser tomada a broma y desecharse con total indiferencia. Me refiero a la clasificación que propongo en seguida. Es también arbitraria, porque en vez de tres pudieron ser 17 o 63 ítems, da igual. Frente a nuestra realidad, pensé, hay tres tipos de personas o tres tipos de reacciones, mejor dicho. En mi interacción con la gente he notado que la fórmula es reduccionista, cierto, pero me ayuda a entender determinados comportamientos. Parto de un principio: que nuestro entorno es atroz, que la realidad que nos rodea es trocha y a veces francamente incomprensible, tanto que es difícil saber por qué miles no escapamos a diario —como metaforizaba el mal periodismo— “por la puerta falsa”. Quizá el alcohol, Netflix, el vagabundeo en las redes sociales, no sé, nos anestesian ante el espanto circundante. Frente a esto, insisto, hay tres tipos de personas:

Las amoldadas. Funcionan en piloto automático, son acríticas y participan de la vida como viene, sin hacerle demasiados gestos. No significa que sean felices, pero dan la impresión de haberse acostumbrado a ciegas, como si la defectuosidad fuera la cosa más normal del mugroso mundo.

Las intermedias. Tienen conciencia clara del horror que nos cerca, saben muy bien que todo podría funcionar mejor, pero apechugan y se adaptan aunque sea a regañadientes; es decir, funcionan, resisten, gambetean a la desdicha y se instalan en la realidad casi casi como un pie del 8 en un zapato del 6.

Las reactivas. Tienen conciencia clara del horror que nos cerca, saben muy bien que todo podría funcionar mejor, y no se adaptan. Viven con asco permanente a la impuntualidad, a la irresponsabilidad, a la improvisación, a la fealdad, a la ignorancia, a la falta ubicua de buenos modales. Digamos que están hechos para desenvolverse en Suecia, pero viven aquí, irritados de tiempo completo.

Vista la clasificación, no hay moraleja. Mejor olvídela.


miércoles, mayo 05, 2021

Palabras para regarla

 

















En el habla cotidiana e incluso en la escritura hay una permanente filtración de errores provocados sobre todo por la falta de esmero. Son varios y de muy variada índole. Para no demorar su ejemplo, cito sólo quince casos útiles para regarla.

El adjetivo “álgido”, que significa frío, suele ser usado para enunciar lo contrario: “Estaba en el momento más álgido del combate”, un lugar común, por otro lado. Si bien la RAE admite su uso como “periodo crítico o culminante”, por su etimología (cercana a “gélido”) da una idea incongruente. Lo propio sería, tal vez, el “momento más tórrido del combate”.

Pingüe (abundante, copioso) es una palabra asombrosa. También es adjetivo, y algo tiene que obliga a pensar en pequeñez. La frase hecha es “obtuvo pingües ganancias”, donde significa “abundantes”, no “escasas”.

Una vez escribí “ilación” (“si seguimos la ilación de este argumento…”) y me indicaron que faltaba la “h” de “hilo”. No es así. Viene del latín “illatio” y significa “Acción o efecto de inferir una cosa de otra”.

Con tenaz frecuencia es mal usado el verbo “infligir” (“causar daño” o “aplicar un castigo”) y se permuta por “infringir” (“quebrantar leyes, órdenes”).

“Haber qué pasa” se usa erróneamente como verbo y no como locución adverbial (“a ver”): “Vamos a ver [a mirar] qué pasa”. Pese a ser monstruosa, esta pifia es de uso común en las redes sociales.

“Cónyuge” (que etimológica y trágicamente significa “compartir el mismo yugo”, cum, con+iugum, yugo) suele ser pronunciada “cónyugue”, con “u” intermedia. Hay que evitarlo y pronunciar la “g” como “j”.

Es despiadadamente usual que la interjección “ay” (“¡Ay, me pegué!) sea escrita con “h” inicial, como si derivara del verbo haber: “Hay manzanas”. Un horror.

Al adverbio “sobremanera” (“en extremo, muchísimo”), usado frecuentemente en la escritura que desea parecer culta, suele anteponerse la preposición “de”: “Me interesa de sobremanera”. Hay que quitarla: “Me interesa sobremanera”.

La locución adverbial “sobre todo” es escrita sin espacio intermedio: “sobretodo”, correcta cuando nos referimos a la prenda que lleva ese nombre: “Se puso el sobretodo y salió a la calle”. Cuando cumple funciones de adverbio es necesario separar: “Dijo sobre todo que no compraría un sobretodo”.

Dado que en el mundo académico mexicano hay facultades de Filosofía y Letras, algunos creen que son una sola carrera: “Quiero estudiar Filosofía y Letras”. Lo recomendable en todo caso es estudiar Filosofía o Letras, pues son dos carreras distintas.

“Adolecer” no es sinónimo de “carecer”: “Esa escuela adolece de buenos maestros”. Mal. El significado más puntual de “adolecer” es “tener o padecer algún defecto”: “Ese médico adolece de negligencia”.

Alguna vez me dijeron que el Che Guevara era “reaccionario”, “porque reaccionó contra el imperialismo”. En el lenguaje de la política, la palabra “reaccionario” designa algo diametralmente opuesto al Che: “que tiende a oponerse a cualquier innovación”, casi como sinónimo de “conservador”.

Incluso a maestros he oído conjugar mal el verbo “forzar”: “Esto nos forza a cambiar”. Así parece italiano. Lo correcto es conjugarlo como se conjuga el verbo “colgar”: “cuelga” [note la “u”], no “colga”. “Esto nos fuerza [note la “u”] a cambiar”. Al verbo “soldar” le pasa lo mismo: no es “solda”, sino “suelda”: “Si el hueso no suelda, volveremos a operar”.

Al verbo “echar” con frecuencia se le adhiere “h” inicial. Tremendo yerro, pues nada tiene que ver con el verbo “hacer”: “Me voy a echar un café”. Las frases con este verbo suelen ser toscas: “Estaba echado en el piso”, “Se echó un pedo” y otras de peor envergadura.

“Control” y “carácter” son dos palabras a las que solemos cambiar la sílaba tónica. No es infrecuente oír, por influencia del inglés, “cóntrol”, y “caracter” quizá porque en plural el acento se le recorre una sílaba, “caracteres”. En todo caso, siempre debemos decir “control” (“Control-alt-suprimir”) y “carácter” (“A mi teclado se le estropeó el carácter ‘a’”).


sábado, mayo 01, 2021

Invasión amarilla

 







Podría afirmarse que gracias a los sueños es viable alcanzar un poco de equilibrio para sobrellevar la vida real. Gracias a los sueños y, obvio, a su forma incómoda: las pesadillas. Son ambos, principalmente las segundas, el drenaje profundo a donde van a parar nuestros miedos, nuestras frustraciones, nuestros odios, el nebuloso escenario en el que nos vemos acosados por el sinsentido de existir. Dicen los que saben, con el imprescindible apoyo de don Segismundo, que las fantasmagorías oníricas tienen más relación de la que imaginamos con nuestras vidas, y tanto es así que bien examinadas nos aportan claves para entendernos mejor, incluso para curarnos de dolencias espirituales.

No soy de los que platican mucho sobre sus pesadillas. La razón es simple: al despertar no las recuerdo. Cuando sobreviven, a lo sumo me queda, eso sí, una terca desazón muy parecida a la que siento cuando bajo de un Ómnibus de México o salgo del baño para hombres en la Arena Olímpico Laguna. En fin, ya hice mucho preámbulo para avisar que contaré una pesadilla reciente. Contra lo acostumbrado, ésta no se evaporó cuando abrí los ojos, así que su desarrollo se asemeja al flujo narrativo de un cuento o una película.

Manejaba por un bulevar que no sé con precisión si era el Revolución o el Independencia. Muy relajada, mi mente se distraía con el gracioso silbido del bolerito “Relámpago” interpretado por el trío de los Hermanos Martínez Gil. Tan absorto estaba en la emisión de las notas que no reparé en el velocímetro: desde hacía varias semanas yo era esclavo de esa aguja, tanto que a veces manejaba mi vehículo con más atención al indicador de velocidad que a la carretera misma. Vi con sorpresa que marcaba 65 kilómetros por hora, así que levanté la cabeza para cerciorarme si había o no un agente de tránsito en el horizonte cercano. Para mi mala suerte, junto a su moto estaba uno parado a cerca de cien metros. Tenía el radar levantado, listo para pescarme en la transgresión. Me di por infraccionado, pues en cien metros era imposible bajar la velocidad a menos de 60. Se dio entonces un pequeño golpe de suerte: a mi lado pasó zumbando una troca repartidora de Panqué de Durango y eso atrajo la atención del radar. El oficial hizo una seña y la camioneta se cargó a la derecha mientras yo me fui de largo, incólume.

Seguí mi marcha y en un crucero vi que el semáforo apenas me permitía llegar al verde, así que atravesé en amarillo parpadeante, todavía limpio de culpa. No sé de dónde salió una motocicleta y sobre ella un agente decidido a detenerme. Con un claxonazo ronco me indicó frenar más adelante. Por el retrovisor vi que apagó su moto, que era panzón y caminó hacia mi ventanilla. Sin quitarse el casco y con los ojos escondidos tras unos Ray-Ban seguramente piratas, me dijo que crucé en rojo. Era un tipo muy serio, con un rostro agrio, como de personaje de Onetti. Cuando yo estaba a punto de defenderme con un argumento, se oyó a unos metros un golpazo metálico: dos autos particulares se habían encontrado de punta, y el agente, sin decirme nada, fue hacia allá y ya no pudo escuchar mi explicación.

Avancé nuevamente y durante un rato, en el trayecto, manejé con la zozobra de no saber si me seguían los tránsitos que encontraba en el camino: tal vez habían sido informados de que yo huía de una infracción. Conté 23 agentes con la camisa reglamentaria, la amarilla, pero es posible que fueran más. Hubo un momento en el que vi un tumulto de oficiales esperando el camión en una esquina, agentes que en los semáforos limpiaban parabrisas y hacían malabares, agentes dentro de transportes de empresas y en autos particulares, y lo más asombroso: dos agentes sobre un carro de mulas. La ciudad se había llenado de agentes de tránsito, no había ser humano que no lo fuera, así que mi angustia creció alarmantemente al sentir que aquella horda color yema de huevo me perseguía como si estuviera en un videclip de Michael Jackson. Para no enloquecer, era urgente llegar a casa, entrar a mi refugio y escapar de la invasión amarilla. Por fin vi la cochera de mi hogar, dulce hogar. Entré, apagué el auto y bajé corriendo. Temblando, sin atinar con facilidad al ojo de la cerradura, metí la llave y abrí la puerta. Mi esposa me recibió vestida de amarillo, como agente de tránsito, e igual mis hijos pequeños, tres agentes en miniatura que brincaron a mis brazos como gnomos. Estaba a punto de gritar lleno de horror, y en eso desperté.