Durante
los primeros meses del confinamiento por la pandemia todo fue, aunque eso ya
nos parece lejano, desconcierto y expectativa. Diseminada por las redes
sociales, la información especulaba sobre posibles fechas de vencimiento:
empezamos más o menos a mediados de marzo de 2020 y para abril o para mayo se
afirmaba que en junio o julio o agosto o quizá septiembre podríamos volver a la
normalidad. Algunos, menos optimistas, ponían la fecha límite en octubre o noviembre,
lo cual nos parecía exagerado, incluso fantasioso. Pues bien, escribo esto en
diciembre, seguimos en la reclusión y la realidad no da trazas de cambiar, así
que lo menos recomendable es hacerse ilusiones con una fecha precisa de regreso
a la libertad y con ello a las formas de vida prepandémicas.
Dada
la vaguedad de la información inicial, me encerré con el mayor hermetismo
posible en espera de que la crisis pasara pronto. Fue tanto mi candor, o más
bien mi falta de claridad sobre el estado de la cuestión, que fui de los que
imaginé, en efecto, una cuarentena ceñida al significado de esta palabra:
cuarenta días serían suficientes para conjurar el peligro y volver a las
andadas. Esta fue la razón por la que suspendí mi ejercicio físico, el que debo
hacer y hago no por razones lúdicas, sino para evitar la oxidación que ahora,
debido a la edad, es más rápida y lesiva. Me dije sin apuro: el aislamiento
acabará pronto, así que pronto podré regresar a las caminatas en el bosque y en
las plazas.
Los
días, las semanas, los meses fueron diluyéndose y esto provocó mi alarma: lo
que al principio parecía cosa de unos cuantos días se tornó encierro muy
prolongado, así que decidí hacer algo en casa, ejercitarme en lo que fuera
posible sin abandonar las cuatro paredes del hogar. Fue un fracaso, aquello
carecía de encanto, y abandoné el propósito. Más semanas pasaron y fue entonces
cuando, de casualidad, recordé el campismo de mi juventud, es decir, las
experiencias cansadas y felices en las que, con amigos, emprendí recorridos por
el monte lagunero.
Ya
estábamos en julio cuando comencé con el hoy llamado senderismo, las caminatas
por el campo que no implican pernoctación y no sólo hacen bien a la salud, sino
principalmente al alma. Me puse de acuerdo con dos o tres amigos y, sin perder
la sana distancia, al aire libre, confirmé que era viable salir del
confinamiento durante una, dos, tres horas a la semana, y ver rocas, plantas, animales
de la estepa lagunera... Por seguridad no le he dado margen al contacto cercano
con las personas, y así como salgo, regreso, casi ajeno al contacto humano y
sí, mucho, con la naturaleza.
En
esta segunda etapa de senderismo en mi vida he descubierto sus bondades. Puede
ser un deporte muy económico si uno quiere, aunque también, en función de
ciertos caprichos, puede ser caro. Lo fundamental son los tenis, la
cantimplora, la gorra y alguna herramienta de navaja múltiple por si se ofrece.
Lo recomendable es salir temprano, aunque ya con luz de sol, para aprovechar el
fresco de las mañanas. Como todo deporte, su desarrollo es gradual: lo adecuado
es comenzar de a poco, por terreno llano, no empinado ni agreste, y elevar el
grado de dificultad conforme se avanza en la práctica. Así, se pasa de
caminatas breves por terreno plano a emprendimientos más largos por senderos de
mayor complejidad, como los que se dibujan en algunos cerros no muy altos. Creo
que un nivel decoroso de senderismo es el que supone tres horas continuas de
ida y vuelta en caminos con alguna dificultad, sinuosos y accidentados.
En este trance hacemos deporte al aire libre, nos vinculamos con la naturaleza, no arriesgamos a nadie y lo fundamental: podemos romper un poco la sedentaria y desgastante rutina provocada por el confinamiento.
*Texto originalmente publicado en la revista Nomádica número 112, noviembre-diciembre de 2020.