miércoles, mayo 12, 2021

Puerta al senderismo

 









Durante los primeros meses del confinamiento por la pandemia todo fue, aunque eso ya nos parece lejano, desconcierto y expectativa. Diseminada por las redes sociales, la información especulaba sobre posibles fechas de vencimiento: empezamos más o menos a mediados de marzo de 2020 y para abril o para mayo se afirmaba que en junio o julio o agosto o quizá septiembre podríamos volver a la normalidad. Algunos, menos optimistas, ponían la fecha límite en octubre o noviembre, lo cual nos parecía exagerado, incluso fantasioso. Pues bien, escribo esto en diciembre, seguimos en la reclusión y la realidad no da trazas de cambiar, así que lo menos recomendable es hacerse ilusiones con una fecha precisa de regreso a la libertad y con ello a las formas de vida prepandémicas.

Dada la vaguedad de la información inicial, me encerré con el mayor hermetismo posible en espera de que la crisis pasara pronto. Fue tanto mi candor, o más bien mi falta de claridad sobre el estado de la cuestión, que fui de los que imaginé, en efecto, una cuarentena ceñida al significado de esta palabra: cuarenta días serían suficientes para conjurar el peligro y volver a las andadas. Esta fue la razón por la que suspendí mi ejercicio físico, el que debo hacer y hago no por razones lúdicas, sino para evitar la oxidación que ahora, debido a la edad, es más rápida y lesiva. Me dije sin apuro: el aislamiento acabará pronto, así que pronto podré regresar a las caminatas en el bosque y en las plazas.

Los días, las semanas, los meses fueron diluyéndose y esto provocó mi alarma: lo que al principio parecía cosa de unos cuantos días se tornó encierro muy prolongado, así que decidí hacer algo en casa, ejercitarme en lo que fuera posible sin abandonar las cuatro paredes del hogar. Fue un fracaso, aquello carecía de encanto, y abandoné el propósito. Más semanas pasaron y fue entonces cuando, de casualidad, recordé el campismo de mi juventud, es decir, las experiencias cansadas y felices en las que, con amigos, emprendí recorridos por el monte lagunero.

Ya estábamos en julio cuando comencé con el hoy llamado senderismo, las caminatas por el campo que no implican pernoctación y no sólo hacen bien a la salud, sino principalmente al alma. Me puse de acuerdo con dos o tres amigos y, sin perder la sana distancia, al aire libre, confirmé que era viable salir del confinamiento durante una, dos, tres horas a la semana, y ver rocas, plantas, animales de la estepa lagunera... Por seguridad no le he dado margen al contacto cercano con las personas, y así como salgo, regreso, casi ajeno al contacto humano y sí, mucho, con la naturaleza.

En esta segunda etapa de senderismo en mi vida he descubierto sus bondades. Puede ser un deporte muy económico si uno quiere, aunque también, en función de ciertos caprichos, puede ser caro. Lo fundamental son los tenis, la cantimplora, la gorra y alguna herramienta de navaja múltiple por si se ofrece. Lo recomendable es salir temprano, aunque ya con luz de sol, para aprovechar el fresco de las mañanas. Como todo deporte, su desarrollo es gradual: lo adecuado es comenzar de a poco, por terreno llano, no empinado ni agreste, y elevar el grado de dificultad conforme se avanza en la práctica. Así, se pasa de caminatas breves por terreno plano a emprendimientos más largos por senderos de mayor complejidad, como los que se dibujan en algunos cerros no muy altos. Creo que un nivel decoroso de senderismo es el que supone tres horas continuas de ida y vuelta en caminos con alguna dificultad, sinuosos y accidentados.

En este trance hacemos deporte al aire libre, nos vinculamos con la naturaleza, no arriesgamos a nadie y lo fundamental: podemos romper un poco la sedentaria y desgastante rutina provocada por el confinamiento.

*Texto originalmente publicado en la revista Nomádica número 112, noviembre-diciembre de 2020.