Parte
de los desastres que trajo aparejada la sociedad del espectáculo (viva Guy
Debord, quien en 1967 anticipó todo esto) fue el arribo de la verdad
deficitaria, hoy agudizada en el pestilente y por ello fascinante mundo de las
redes sociales. A casi nadie le importa que algo sea verdad, basta con una foto
a veces acompañada de algunas palabras para que cualquier afirmación nos
convenza. Nadie investigará nada, todo pasará como hecho consumado con la sola
evidencia de su representación en internet. Todo existe fugazmente porque
alguien lo compartió, más allá de que sea falso o verdadero.
Recién
el lunes, gracias a una nota de Reporte Índigo colgada en Facebook por el escritor Alejandro Badillo, leí una
crónica sobre instituciones que han inventado la venta de “doctorados honoris causa”. Una estupidez sólo
creíble porque en efecto existe: se venden doctorados como si fueran baratijas chinas
de Amazon. Quien pague la cuota requerida podrá ser elevado a la categoría de
“doctor de doctores”, todo para vitaminar el currículum y luego apantallar
incautos. Quienes inventaron este negocio merecen un doctorado honoris causa en
pillería de alta escuela. Ni Ricardo Montalbán ofreció tanto en La isla de la fantasía.
Tenía
años con el antojo de escribir sobre esta pantomima. Me da gusto que Reporte Índigo la aborde ahora con una
documentada crónica. Mi inquietud surgió por las mismas razones que comparte el
reportero: un doctorado honoris causa
que valga debe ser entregado por una institución de altísimo prestigio a
personas de altísimo prestigio, en este último caso, sobre todo, del ámbito
académico, aunque no exclusivamente. Pues bien, en Facebook comencé a ver
contactos con togas y birretes absurdos y chapuceros, de fantasía, una prueba
grotesca de los daños provocados por la sociedad del espectáculo en la que el
ser se confunde con el parecer, en la que una puesta en escena quiere persuadir
al público sobre méritos ficticios. Los nombres ridículos de las instituciones
que otorgan los doctorados de bisutería son en sí mismos una evidencia de
miserabilidad moral.
Dije
que son otorgados sobre todo en el mundo académico para académicos, aunque en
este último caso no nomás a ellos. El prestigio, que debe ser enorme, de quien
recibe tan alto título se relaciona con sus aportes a la ciencia, las
humanidades, la cultura, la política, la diplomacia, etcétera, y son
honorarios, no se cobra por conferirlos. Las “instituciones” denunciadas en el
reportaje cobran cuotas para dar sus doctorados Patito, pero aducen no
solicitarlas como cobro del doctorado en sí, sino para los gastos operativos,
una forma infantiloide de encubrir el chanchullo. Son, claro, negocios ruines,
ladrones que contrabandean prestigios inexistentes. Ahora bien, si alguien
quiere pagar por un engaño, adelante, que lo pague, pero que sepa que es un
montaje, un fraude, para que evite presumirlo como gran y merecido laurel en su
cabeza. Eso es ridículo, absolutamente burdo.
¿Qué recomendaría a quienes han comprado doctorados de hojalata? Fácil: que quemen el diploma y tumben sus orgullosas fotos de las redes sociales. Los estafaron. No se difamen más.