miércoles, agosto 30, 2023

Con una sola mano


 











Dado su contenido salaz o picantón desde el punto de vista venéreo, de ciertos libros se dice que fueron escritos para leerse con una sola mano. Tal vez esto era cierto en otras épocas, pues hoy es difícil que las palabras impresas alcancen a ser un estimulante que compita con las imágenes audiovisuales en las que el sexo se representa desde la forma más pálida y sutil hasta la más explícita y bestial. En el futuro sabremos, por cierto, si la disponibilidad de materiales sin tapujos, el aleph de las prácticas corporales vinculadas con la pornografía que es hoy internet, modificará (yo creo que sí, y creo que ya lo hizo) la manera de entender y asumir las relaciones de pareja. Hay en la red tal superabundancia de productos de esa índole que es imposible suponerles inocuidad. Los defensores a ultranza de la monogamia y de la ortodoxia hombre-mujer serán los más inquietos.

Pero en fin, ya me puse medio sociológico y no es lo que deseo, sino hablar sobre una visita reciente a Cayo Valerio Catulo, quien nació en Verona hacia el año 87 antes de C. Como todo mundo sabe, del poeta latino sobreviven 116 poemas breves en los que destacan sus amoríos, sus travesuras íntimas, su celebración del placer y no pocos arponazos a contemporáneos con los que tuvo diferencias. Al releerlo encuentro que sustancialmente no hemos cambiado mucho en más de dos mil años: por más que pase el tiempo, la fuerza de las hormonas es un brazo de palanca definitivo de la vida humana.

Algún lector que no tenga noticia de Catulo querrá ejemplos de su poesía. Recomiendo que en lugar de esperarlos aquí, los busque en alguna de las demasiadas ediciones disponibles o incluso en internet. Encontrará que todavía muchos versos no podrán ser enunciados sin incomodidad en la sobremesa familiar del domingo, así que más vale encararlos sin comensales. Traigo este nomás, no tan subido de tono: “Te lo ruego, dulce Ipsitila mía, / encantos y delicias de mi vida, / invítame a tu casa por la siesta / y hazme este otro favor, si es que me invitas: / que nadie eche el cerrojo de la puerta / y ten tú la bondad de no salir. / Mejor quédate en casa preparada / para echar nueve polvos sin parar. / Aunque invítame ya, si vas a hacerlo, / que acabo de comer y, panza arriba, / atravieso la túnica y el manto” (la edición que uso es Catulo, Mondadori, Madrid, 1999, 68 pp., traducción de Juan Manuel Rodríguez Tobal).

Por eso les digo: comparado con lo que el inframundo internético ofrece ahora en formato audiovisual, esto de Cayo Valerio Catulo es casi casi Dora la Exploradora.


sábado, agosto 26, 2023

Descubrimiento de Didier Eribon

 











Gana el Nobel o muere un escritor islandés y de inmediato salen a opinar, no sin autoridad, comentaristas que muestran fotos con la obra completa del susodicho y explicaciones tan articuladas que parecen párrafos de tesis. No estoy siendo irónico, creo de verdad que hay lectores totales, máquinas de conocerlo, comprarlo y deglutirlo todo, y lo que a mí me parece un escritor recóndito, absolutamente desconocido, para algunos es autor de cajón, figura habitual en los entrepaños de sus bibliotecas. En fin, voy a otro ritmo, y nada sé sobre los inmortales del momento eslovacos o tunecinos.

Luego de esta intro abochornada por frontal en la asunción de mi ignorancia, sigo con una reseña que comienza aquí en modo anécdota (“en modo” es una locución adverbial reciente y puesta en circulación, creo que como calco del inglés, por el argot de la telefonía móvil: “en modo vuelo”): allá por junio ingresé a una librería de viejo y en el hurgamiento no saltaba nada que esfumara mi desinterés. Estaba por claudicar y salir con las manos despobladas, pero me detuve en un libro que ya había visto antes varias veces en ese mismo sitio atestado de títulos imprevisibles. O sea, ese libro había recibido mi recurrente desdén y quizá, porque allí seguía, el de muchos otros potenciales compradores. El caso es que, dado el nulo fruto de aquella incursión a la librería, me detuve en el volumen y leí su cuarta de forros. Bien. Luego leí la semblanza del autor en la primera solapa, e igual, bien. Ya observado con un poco de detenimiento, el libro parecía ofrecer algo bueno por los pinchurrientos ochenta pesos que costaba. Y me lo llevé.

Al llegar a casa (era sábado) comencé a deslizar mi atención en la primera página de Regreso a Reims (Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2015, 250 pp., traducción de Georgina Fraser), de Didier Eribon (Reims, 1953). Lo que pasó después de acceder a esos renglones es que ya no pude detenerme y para el domingo en la noche lo había terminado. Y pensé: “Este será uno de los mejores libros que leeré en 2023”. Es agosto, llevo varios leídos, claro, pero Regreso a Reims sigue estando entre mis nominados para llevarse el galardón “El mejor libro que leí en el año”, premio que por otro lado a nadie le importa, salvo a mí.

¿Y qué es Regreso a Reims? Han pasado más de dos meses desde que lo leí y conservo intacto lo que me deparó, tanto que casi no necesito tener el libro a la vista para reseñarlo. Es una memoria, la del sociólogo y filósofo Didier Eribon. Su encanto, el poder persuasivo de esas páginas, radica, creo, en la sinceridad con la que asume el tema de su libro que —como decía Montaigne— es el mismo autor y la apretada maraña de dificultades que encaró para llegar a la respetabilidad intelectual de la que ahora goza. Hijo de una familia pobre, ignorante y algo disfuncional por lo violenta, Eribon debió romper a ciegas el cascarón de su futuro académico y, junto a esto, lidiar con el descubrimiento, otra adversidad, de su condición homosexual.

La recordación es tan minuciosa como severa: además de relatar las circunstancias necesariamente difíciles para un chico y luego un joven con aptitudes pero sin orientación ni recursos, Eribon analiza los pliegues de su conducta, la manera en la que fue construyendo su visión de la realidad, lo que incluye, conforme avanzaba a los tumbos su vida académica, la vergüenza de su origen social en un medio, el académico francés, que no excluye el clasismo y está diseñado para anular la movilidad ascendente. Como buen sociólogo, Eribon coloca su individualidad en los contextos políticos y culturales que se fueron dando en su país y su llegada a un plano en el cual la cátedra y los libros testimonian que, pese a todo, alcanzó un pico alto de respetabilidad intelectual.

En suma, Regreso a Reims describe en primera persona, sin eufemismos, sin ambages, la accidentada edificación de un destino. Para cuajar en lo que cuajó Eribon, fueron determinantes la voluntad y ciertas carambolas favorables, no la estructura de un sistema diseñado para escamotear oportunidades a quienes comienzan el partido de sus vidas perdiendo cinco goles a cero.

Didier Eribon es autor de una biografía de Michel Foucault (traducida a veinte idiomas) y ha publicado también varias obras como Identidades: reflexiones sobre la cuestión gay, Una moral de lo minoritario y Herejías: ensayos sobre la teoría de la sexualidad. Es hoy considerado uno de los intelectuales franceses más importantes; la Universidad de Yale le otorgó en 2008 el James Robert Brudner Memorial Prize.

Su Regreso a Reims es un libro inteligente y entrañable al mismo tiempo.


miércoles, agosto 23, 2023

Dos párrafos de la “Oración”











 

He escrito ya sobre la “Oración del 9 de febrero”, uno de mis textos favoritos de Alfonso Reyes. Recién lo releí (van como diez veces que paso el ojo por sus renglones) y al indagar un poco encuentro un dato extraño. El maestro Adolfo Castañón afirma que lo “Lo publicaría diez años después de la muerte del autor su viuda, Manuela, no se sabe si por encargo del autor o por casualidad al revisar ella los papeles del polígrafo”. Reyes murió en el 59, pero tengo la primera edición de Era de 1963, y otra casi idéntica publicada también por Era sesenta años luego, en 2013, en cuya cuarta de forros Christopher Domínguez Michael observa que Alfonso Reyes “dispuso la publicación póstuma —llevada a cabo por Ediciones Era en 1963”.

Como tengo la edición del 63, pensaré que estamos en el sexagésimo aniversario de la primera difusión de aquel valioso texto alfonsino. Lo escribió en Buenos Aires hacia 1930, tenía 51 años, y declaró allí mismo que “Todo lo que salga de mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo día”; se refiere al 9 de febrero de 1913, fecha en la que su padre comenzó el alzamiento contra el gobierno de Madero y cayó abatido en las puertas de palacio.

Hay dos párrafos que me conmueven en la “Oración…”. Son estos:

“Con la desaparición de mi padre, muchos, entre amigos y adversarios, sintieron que desaparecía una de las pocas voluntades capaces, en aquel instante, de conjurar los destinos. Por las heridas de su cuerpo, parece que empezó a desangrarse para muchos años, toda la patria. Después me fui rehaciendo como pude, como se rehacen para andar y correr esos pobres perros de la calle a los que un vehículo destroza una pata; como aprenden a trinchar con una sola mano los mancos; como aprenden los monjes a vivir sin el mundo, a comer sin sal los enfermos. Y entonces, de mi mutilación saqué fuerzas. Mis hábitos de imaginación vinieron en mi auxilio. Discurrí que estaba ausente mi padre —situación ya tan familiar para mí— y, de lejos, me puse a hojearlo como solía. Más aún: con más claridad y con más éxito que nunca. Logré traerlo junto a mí a modo de atmósfera, de aura. Aprendí a preguntarle y a recibir sus respuestas. A consultarle todo”.

“También supe y quise elegir el camino de mi libertad, descuajando de mi corazón cualquier impulso de rencor o venganza, por legítimo que pareciera, antes de consentir en esclavizarme a la baja vendetta. Lo ignoré todo, huí de los que se decían testigos presenciales, e impuse silencio a los que querían pronunciar delante de mí el nombre del que hizo fuego. De paso, sé que me he cercenado voluntariamente una parte de mí mismo; sé que he perdido para siempre los resortes de la agresión y de la ambición. Pero hice como el que, picado de víbora, se corta el dedo de un machetazo. Los que sepan de estos dolores me entenderán muy bien”.

Quizá exagero, pero el aniversario de la “Oración del 9 de febrero” es para mí una efemérides. Por eso la cito, por eso invito a su lectura. Podemos encontrarla en la hermosa edición de Era o en el tomo XXIV (México, 1990, 25-39 pp.) de las obras completas de AR publicadas por el Fondo.


martes, agosto 22, 2023

sábado, agosto 19, 2023

Más apuntes de González Torres












Generoso como soy, en menos de un año me he obsequiado esto: leer tres libros de Armando González Torres (Ciudad de México, 1964). Comencé con Las guerras culturales de Octavio Paz (El Colegio de México, México, 2014, 191 pp.), seguí con La lectura y la sospecha. Ensayos sobre creatividad y vida intelectual (Cal y arena, México, 164 pp.) y hace unas semanas di cierre a La pequeña tradición. Apuntes sobre literatura mexicana (UNAM/Equilibrista, México, 134 pp.). El primero es un ensayo académico, el segundo colinda con el ensayo de vida cotidiana (como diría José Joaquín Blanco) y el tercero podría ser ubicado sin errar en el ensayo literario próximo al retrato. Sean lo que sean y más allá de su condición genérica, los tres son libros que me depararon el gusto de leer a un escritor agudo, erudito y fino al mismo tiempo.

También poeta, González Torres ha seguido durante varias décadas un itinerario que lo destaca como crítico de nuestra literatura. Sin aspavientos, sin filias ni fobias de capilla o hígado solitario y kamikaze, su obra ha venido consignando los rasgos ocultos y sobresalientes de escritores todavía presentes y otros un tanto olvidados, como puede notarse en La pequeña tradición. Junto con su delicadeza crítica, me gusta encontrar, y por ello destacar, la pulcritud y belleza de su prosa, una prosa de ensayista que no condesciende a las jerigonzas intragables de cierta crítica ni a las anfractuosidades de estilo que hacen difícil lo sencillo nomás para apantallar incautos.

En La pequeña tradición asistimos a una mesa con 18 aproximaciones administradas en dos segmentos: “Sombras fundadoras” e “Inevitablemente modernos”. La primera contiene, como lo insinúa el adjetivo “fundadoras”, sobrevuelos en torno a escritores cuyo desarrollo se dio principalmente en la primera mitad del XX. Son (el prácticamente olvidado) Carlos Díaz Dufoo, Alfonso Reyes, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Jorge Cuesta, Rubén Salazar Mallén (otro muy olvidado) y José Revueltas. La segunda parte es más amplia y contiene autores de la generación de medio siglo en adelante: Juan Vicente Melo, Alejandro Rossi, Jorge Ibargüengoitia, José de la Colina, Gerardo Deniz, Eduardo Lizalde, Manuel Ponce (muy desconocido), Francisco Cervantes, Salvador Elizondo y Ramón Xirau.

El abanico es amplio, y lo mismo convoca a escritores todoterreno, como Reyes, que a escritores identificados con un solo género e incluso con una sola obra, como Gorostiza.

Este engarce de retratos procede como alambique: en cada pieza se ha destilado la esencia de los escritores que entran en la mirilla de González Torres. No es un repaso exhaustivo de cada uno (como ocurrió en el libro sobre Paz), sino la focalización de los rasgos que mejor ayudarían a percibir excepcionalidades ora de carácter, ora de orientación estética, ora de libros claves y ora hasta de defectos. No traigo ejemplos por falta de espacio y también porque todo el libro es bueno, claro y puntual en lo que afirma. Lo he leído con sosegado placer y para quienes gustan del ensayo literario está, como dicen los argentinos, para alquilar balcones.

miércoles, agosto 16, 2023

Mientras el producto de achica

 







De mi amigo Orlando Van Bredam (Villa San Marcial, Entre Ríos, Argentina, 1952) tengo, entre otros libros, una novela escrita en clave de crónica o reportaje cuyo título es inmejorable para ceñir el tema que aborda: Mientras el mundo se achica (Editorial Fundación La Hendija, Paraná, 2014, 99 pp.). Su protagonista es, o fue, un personaje real: el basquetbolista argentino Jorge González, hombre que desde la adolescencia comenzó a crecer y crecer, lo que en principio favoreció su desempeño en el basquetbol pero a la postre terminó por convertirse en hándicap para su salud. Jugó en la selección argentina, probó suerte, sin fortuna, en la NBA y cerró su vida deportiva en la estrafalaria y pésima lucha libre de Estados Unidos donde alcanzó alguna celebridad por ser el gladiador más alto de la historia: 2,29 metros. Nació en 1966 y murió joven, a los 44, en 2010.

Pero, aunque me sirve de introducción, no es del Gigante González sobre quien deseo escribir en estos párrafos. Sólo me agarro del título Mientras el mundo se achica para comentar que así me siento con frecuencia al salir de las tiendas, pues muchos productos de consumo más o menos frecuente se han achicado hasta convertirse en miniatura gastronómica. Sé, lo tengo muy claro, que la mayoría son chatarra, pero eso no quita que se trate de un fraude fraguado lentamente, durante años de gradual empequeñecimiento.

Un especialista en asuntos de mercado y consumo me explicó que el fenómeno del achicamiento en el tamaño del producto se debe a la inflación. Las empresas, para no incrementar el precio de sus productos con el fin de no desalentar el consumo, han programado la reducción al tamaño de lo que venden. Ahora bien, esta política tiene un límite, es decir, las empresas no pueden reducir el volumen y el peso del producto de manera infinita, pues con esa tendencia los consumidores terminarían comprando vacía la bolsita de celofán. Es viable suponer, entonces, que luego de la reducción de peso y tamaño se dé una reducción en la calidad de los ingredientes. Puede ser.

La tendencia achicadora se ejecuta con mayor facilidad en los alimentos procesados. Reitero que yo lo he notado sobre todo en muchos o en todos los denominados, no sin razón, chatarra. Alguien podrá aplaudir esa política, pues debido a ella consumiremos menos basura, pero insisto que no me refiero a las nulas propiedades nutritivas del producto sino al fraude que implica, dado que al mismo o mayor precio se vende un bien que a leguas es más pequeño que el conocido años ha. ¿Y por qué es más fácil hacer este chanchullo con los alimentos procesados? Fácil: porque el consumidor no puede compararlos directamente. Todos notamos que los Pingüinos Marinela son más chicos que los disponibles hace diez o quince años, pero nadie conserva un paquete para atestiguarlo de manera fehaciente. Y así con muchos otros productos: nuestra memoria nos advierte que las pastillas Halls tenían cierto tamaño y eran perfectamente gruesas y cuadradas, así que en poco se parecen a las que hoy podemos conseguir: más pequeñas, de forma irregular y medio redondeada para ahorrar a la empresa cuatro esquinas de ingrediente.

Por todo esto, digo, me gusta el título del libro mencionado hace algunos renglones, pues resume muy bien lo que nos ha pasado: como cualquier mexicano, soy un consumidor que sin querer aterrizó en Lilliput, un mundo en el que las políticas marrulleras de muchas empresas han miniaturizado lo que compramos.


sábado, agosto 12, 2023

Cocina nuestra

 






Nada hay más cultural que la cocina. Lo que comemos en la infancia, la sazón descubierta en el espacio familiar, arraiga tan profundamente en nosotros que luego es imposible olvidarla. A esto hay que sumar lo que encontramos en las calles próximas, en los espacios comerciales que amplían o complementan la cocina de mamá. La prueba de su penetración en nuestro ser puede encontrarse en casos de lejanía: cuando una persona se aleja geográficamente de su entorno formativo, ya sea por viaje o exilio de cualquier tipo, carga en su memoria palatal el recuerdo de aquellos sabores, aromas, colores y texturas que acompañaron su pasado. Por eso un italiano fuera de Italia extraña sus prodigiosas pastas, por eso un argentino fuera de Argentina anhela su proverbial asado, por eso un mexicano fuera de México apetece sus infinitos tacos.

Cocineras tradicionales, de Christian Pérez Martínez y Jesús Salas Cortés, es un PDF recientemente incorporado al lote de libros de descarga gratuita en la página web de la Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Coahuila. Se trata de un documento interesante para los laguneros, pues allí aparecen algunos de los platillos caros a nuestros fervores gastronómicos.

En su escueto prólogo, los autores señalan que “Las recetas presentadas en este pequeño, pero muy significativo, compendio forman parte de la cocina tradicional coahuilense; específicamente de los municipios de Saltillo y Arteaga. Estamos convencidos de que la cocina tradicional es viva y dinámica por lo cual dichos platillos forman parte significativa de la gastronomía del noreste de México”. Es interesante comprobar pues que hay cierta unidad en la cocina del sur de Coahuila, el sur que abarca de Saltillo hasta La Laguna pasando por Parras de la Fuente.

Entre otros, desfilan por estas páginas platillos como los tamales norteños (distintos a los del centro y sur del país), los chiles rellenos (que aquí sí vienen lampreados), el asado de puerco (una de las joyas culinarias laguneras), la tortilla de harina (la hecha en casa, que es un portento), el chicharrón prensado (sin duda el guiso más celebrado dentro de la gordita), la capirotada (indispensable en cuaresma), el caldillo de carne seca y la discada.

Nos son muchos, pero sí una muestra representativa de lo que nos gusta y lamentablemente se ha ido perdiendo como práctica en las cocinas familiares, aunque no en espacios públicos como fondas, cocinas económicas y restaurantes.

Es verdad que la globalización ha incorporado muchos platillos foráneos en la cocina mexicana, que hay innumerables restaurantes con ofrecimientos que hace veinte años ni siquiera conocíamos (el shushi o las crepas, por ejemplo), pero también es verdad que nuestra cocina tradicional se ha defendido con uñas y dientes para seguir alegrándonos. Ojalá que esto perdure. Obras como el recetario Cocineras tradicionales, pese a la modestia de su ediciónnos alientan a pensar que así será.


miércoles, agosto 09, 2023

Videitodependencia










Todos somos vagabundos en internet. Quizá es posible privarse de las redes sociales, pero es un hecho que el contacto con la web nos abre la puerta a la vagancia digital. Esta es la razón por la que muchas veces me he sorprendido navegando en páginas impensadas, escudriñando espacios que no estaban en el presupuesto al principio de alguna navegación. Es como si los hipervínculos fueran un pueblo siempre nuevo y nosotros eternos turistas: erramos por allí dejándonos llevar, engatusados, por la curiosidad.

Por supuesto que uno debe ser muy celoso de su tiempo para evitar las pérdidas miserables de vida en el reino de la digitalidad. Pero la lucha es dura, y no tiene cuartel. Esto se comprueba —lo digo como conejillo de Indias— frente a la novedad de los años recientes: los videos breves al modo de tictok y formatos semejantes. Su poder de hechizo es inmenso, y con el apoyo del algoritmo resulta demoledor: uno ve un video y de inmediato se desencadena una ristra indetenible e inagotable de nuevos videítos. Es un mal de nuestra época, la manera más estúpida de dilapidar la poca vida que tenemos.

Christian Ferrer, sociólogo argentino al que admiro, comentó en una entrevista lo siguiente. Creo que sus palabras sirven para que al menos reparemos en que el daño no es otro que la vacuidad a la que tales adicciones nos conducen: “… millones y millones de personas se están autopercibiendo como emisoras de información sobre todo en las redes sociales. Es así: niños, adultos, viejos, todos están obligados a emitir información sin que importe el contenido, lo importante es la emisión, y sin que además estas personas, aunque no se les oculte lo que está ocurriendo, se preocupen mucho por el control y la vigilancia que se está ejerciendo sobre ellas, porque sencillamente hacen una ecuación: mi narcisismo es más importante que la vigilancia (…) estas redes sociales cumplen una función muy útil: que permiten que toda la bilis, la crueldad, la vanidad, los peores sentimientos, se vehiculicen. Si no se vehiculizaran por las redes sociales, la gente estaría degollándose una a otra…”.

Puede parecer excesivo, pero es cierto: las redes tienen un componente atroz que más vale no perder nunca de foco.

sábado, agosto 05, 2023

Libros y autores de Posteguillo












El título es de por sí largo y se alarga más con el subtítulo: La noche en que Frankenstein leyó el Quijote. La vida secreta de los libros (Planeta, México, 2012, 230 pp.), de Santiago Posteguillo (Valencia, 1967), y se trata de un libro rico en datos, entretenido y bien escrito, de tono sobriamente divulgativo.

Había postergado a Posteguillo por uno de esos mil prejuicios que uno tiene como lector: ciertos temas, ciertos abordajes, cierta mercadotecnia, ciertas épocas como trasfondo e incluso cierto estilo de portadas alejan a ciertos lectores de muchos escritores quizá atendibles, pero lamentablemente envueltos en el aura no canónica del éxito comercial y de los asuntos que atraen la atención de Hollywood. Un caso notable que se ciñe a lo que deseo explicar es El código Da Vinci, libro en el que jamás puse una yema.

Tal vez me equivoco, seguro que es así, pero las novelas de Posteguillo no me atraían por lo ya enumerado. En fin: una de las libertades de todo lector es la libertad de errar. Pero el desdén no se dio cuando en la librería de viejo detecté hace poco el libro del título largo ya citado. Leí su contratapa, vi su índice, lo compré por curiosidad y terminé leyéndolo de jalón, con gusto y gratitud, pues se trata de un engarce de estampas biográficas en las que los protagonistas son, siempre, algún autor, el contexto en el que nacieron sus libros o algún otro detalle próximo.

Posteguillo tiene perfil académico, detrás de lo que escribe hay un soporte documental que en este caso suma al final del libro. Junto con esto, apela a las licencias de la imaginación y logra por ello construir piezas magníficas en las que no sentimos los datos como datos, sino como pormenores naturales de las vidas que reconstruye.

Si no he contado mal, son 24 las piezas que componen La noche… En una reseña tan corta como la que vas leyendo, amable lector (perdón por la fórmula cervantina), es imposible dar cuenta acabada del contenido de cada una. Además, es imposible no elegir algunas favoritas. Por ejemplo, en la que da título al libro, Posteguillo describe cómo Mary Shelley, la creadora del famoso monstruo con tornillo en el cuello, fue lectora apasionada del hidalgo manchego, esto al grado de aprender nuestra lengua sólo para releerlo.

Unas piezas después, el autor valenciano se detiene en el momento en el que Conan Doyle mató a Sherlock Holmes y la broncota que se le armó por ese crimen de leso personaje literario, un brete del que pudo salir mediante la técnica de la resucitación. El sir tenía que revivirlo o exponerse al desprecio de los lectores.

Todas las estampas tienen, insisto, buen sabor, un tono adecuado para leer con gusto. Algunas participan incluso de la crónica, de una autorreferencialidad nada incómoda, como ocurre con aquélla en la que Posteguillo cuenta haber dialogado, en la Semana Negra de Gijón, con Anne Perry, la escritora inglesa que a los quince años, precozmente coludida con su amiguita Pauline Parker, despachó al más allá, en Nueva Zelanda, a la señora Parker, travesura que años después daría pie a la producción de la película Criaturas celestiales (1994).

No prometí compartir mucho de este libro ameno y misceláneo. Sólo diré para cerrar que me llevé una sorpresa (obviamente grata) con Posteguillo y de aquí en delante buscaré, al menos, sus libros de no ficción. Ya le tomé el pulso a uno y me agradó.

miércoles, agosto 02, 2023

Cajita de saldiuvas










El jueves escribí este post: En la Casa Juárez vi este hermoso adorno (una caja antigua de sal de uvas Picot) que detonó en mí, proustianamente, un recuerdo de la infancia. A la sal de uvas Picot la mencionábamos en masculino: “Tómate un sal de uvas”, y ya no decíamos “Picot”, pues se suponía que la única sal de uvas era la de esa marca. También recuerdo que no se oía “sal de uvas”, sino como una sola palabra: “saldiuvas”. Esa empresa produjo durante muchos años unos cancioneros con los éxitos musicales del momento, pero fueron famosos antes de que yo naciera. Lo que sí recuerdo, y conservo, es el cancionero Bimbo que circuló en los setenta, con prólogo y notas de Sergio Romano, un locutor con peluquín que luego saldría en programas de Imevisión. El librito me impresionaba, y por eso lo conservo: me parecía increíble poder leer las canciones famosas del repertorio mexicano, como si el sonido se materializara allí en papel y tinta. En un mundo ágrafo y sin publicaciones a la mano, ese cancionero fue para mí una forma de acceder a la literatura que se defiende sola, sin la muleta de la música. Todo lector comienza de algún modo: yo comencé con el periódico La Opinión (hoy Milenio Laguna), revistas de futbol y el cancionero Bimbo.

Las respuestas a este comentario fueron inmediatas.

Claudia Tellaeche, desde Chihuahua, señala que tiene una cajita idéntica: “Yo lo veo a diario en mi cocina, me encanta, es un tesoro obtenido de la tienda de mi bisabuelo”.

Juanjo Rodríguez, escritor mazatleco, agregó: “Sergio Romano acabó en la tele local de Hermosillo, ya sin peluquín, con un programa propio… y creo que lo anunciaba Lily Téllez. Por cierto, la empresa de sal de uvas Picot era un tejaban con unas señoras en la ciudad de México que revolvían las sales y pegaban ahí mismo las etiquetas. El dueño se hizo rico gracias un comercial de los inicios de la radio que lo invento Cri Cri, que era locutor y productor a ratos: ‘Cuando aprieta el ardor, y el calor es agobiante, tome algo refrescante, con sal de uvas Picot’. Se volvió un éxito ese anuncio y también el producto. Lo leí en las memorias de don Gabilondo Soler, que son muy divertidas”.

Zita Barragán, escritora de Durango, apuntó: “Debí conservar mis cancioneros Picot, no sé qué hice con ellos. ‘La mandíbula batiente, llaman a Chencho Mejía, porque come todo el día y luego se siente mal, atacado por agudo malestar estomacal. Oh, y ahora ¿quién me lo quita? Te lo quita Burbujita, de la sal de uvas Picot”.

Toda esta memoria colectiva por culpa de un adorno y la palabra “Picot”.