sábado, octubre 28, 2017

Emilios, o de la educación televisiva












Fui niño, adolescente y adulto bien adulto mientras duró el incontrastable poder mediático de Televisa. Desde 1970 (algunos dicen “desde que tengo uso de razón” aunque sigan siendo irracionales) me alimenté de programas producidos y/o difundidos por la televisora de los dos últimos Azcárragas. Como cualquiera en este país, de las empresas ubicadas en las avenidas San Ángel y Chapultepec vi programas cómicos, deportivos, informativos, de concurso y de entretenimiento melodramático durante, al menos, poco más de tres décadas. Aunque los libros y otras publicaciones llegaron a contrapesar ese consumo, soy en parte hijo espiritual del monstruo de la comunicación mexicana.
Como estudiante de comunicación entré en debates frecuentes sobre el poder de Televisa. Era bien visto que uno se mostrara crítico y llegara incluso al aborrecimiento: Televisa es el opio de México, Televisa es la verdadera SEP, Televisa es la oficina de comunicación social de la presidencia de la República, Televisa enajena al país, decíamos y quizá no era exagerado afirmar eso, pues la manera de entretenerse e informarse de las mayor parte de los mexicanos dependía de Televisa, de una meticulosa y torrencial programación que atravesaba todos los poros de la sensibilidad nacional.
De tal poder se agarraba mi certeza de que a Televisa no se le podía hacer mella alguna. Ni todos los medios alineados, en el hipotético caso de que ese sueño guajiro se hubiera hecho realidad, eran capaces de restar potencia a los mensajes unidireccionales del cuasimonopolio (o sin cuasi), de suerte que más valía acostumbrarse a convivir con la televisión que generaba así fuera nomás para tantear permanentemente el agua a los camotes del sistema: ver los productos de Televisa era captar lo que el gobierno federal deseaba que supiéramos y saber qué educación sentimental tenían los mexicanos aleccionados por el Emilio de turno.
Todo cambió con la llegada de las nuevas tecnologías, con internet, con las redes sociales, con la programación a la carta estilo Netflix y otras muchas modalidades que han ampliado la baraja de opciones. Ahora Televisa, asombrosamente, luce con mucho menos poder que antes y uno siente, quizá por una especie de síndrome de Estocolmo, que eso no es normal, que eso no está bien, que algo se ha dislocado en la realidad mexicana. De ese tamaño era el secuestro.

miércoles, octubre 25, 2017

Heberto presente




















Dos días después de que naciera mi primera hija, acaso el acontecimiento más determinante de mi vida, yo estaba todavía en estado de shock, como sumido en una felicidad desconcertante. Algo que se había repetido millones de veces en la historia de la humanidad, ser padre, ahora me ocurría precisamente a mí. Recuerdo que a ese parto asistí sólo ensombrecido por un vago temor, pues la ignorancia del hecho por venir hizo que atravesara el momento previo como si fuera un trámite de ventanilla. Cuando, todavía dentro del quirófano, vi a mi hija, todo cambió. Fue como si con ella naciera yo también, o al menos renaciera. La felicidad fue tanta que sentí tocar sus orillas, trascenderlas incluso. Esa alegría se transformó en una especie de hipersensibilidad que a su vez se tradujo en conmoción por todo lo que me rodeaba. De natural tristón, pesimista de clóset, pasé a ver sólo luz por culpa de mi hija. No es que ella hubiera cambiado mis filias y mis fobias, sino que todo lo hizo más claro. Secretamente, ella afinó lo que yo era, me hizo captar mejor el espesor de las ideas que me habitaban.
Así, pasmado por aquel ramalazo de dicha, me agarró la noticia sobre la muerte del ingeniero Heberto Castillo Martínez (Ixhuatán de Madero, Veracruz, 23 de agosto de 1928) ocurrida el 5 de abril de 1997 en el Distrito Federal. Por la hipersensibilidad que ya mencioné, aunque sé que de todos modos lo hubiera resentido, lloré (literalmente) su deceso. Recuerdo que por esos días cometí el error de mencionar esa muerte en una clase de la universidad. No lo hubiera hecho, pues fue inevitable que se me trabara la garganta y me escurriera el llanto frente a unos alumnos que de seguro no entendieron bien a bien la razón de tanta pena por el fallecimiento de un señor que no había sido ni pariente ni amigo cercano de quien allí nomás les daba una clase de literatura.
En efecto, yo no era pariente del ingeniero y ni siquiera amigo, pero, así fuera de lejos, se trató de un ejemplo de mexicano como yo deseaba (y todavía deseo) ser. La historia que está detrás de esta admiración no es tan larga. Empieza más o menos en 1982, cuando comencé a estudiar mi carrera, la de comunicación. Para entonces, aunque sin guía, ya era buen lector de libros y periódicos, y fue al comienzo de los años universitarios cuando me aficioné con toda convicción a la revista Proceso. Durante aquellos años la compraba semana tras semana, sin falta, y en casa la leía con lupa. Por supuesto mi mundo informativo y el de todos era de papel, pues al internet le faltaban cerca de veinte años para cundir por todo el mundo. En las páginas de Proceso conocí al ingeniero, pero no tenía más antecedentes sobre la persona que estaba detrás de aquella firma.
A la altura de 1984 u 85, en alguna conversación con Saúl Rosales, quien ya había sido mi profesor en la universidad, supe que no sólo conocía a Heberto, sino que había tenido mucho trato con él. De hecho, Saúl era fundador del Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT) que todavía encabezaba Heberto, y dada la reciente radicación de Saúl en La Laguna, estaba en la etapa de configuración del partido en nuestra región. Sin problemas me sumé al Mexicano de los Trabajadores y comenzamos un trabajo político hormiga, pequeñito aunque, para mí, emocionante y enaltecedor.
Así supe más sobre Heberto, sobre su figura de científico y militante de izquierda, sobre su cárcel en Lecumberri y sus incansables trajines como organizador político. Había algo extremadamente valioso en su condición: capaz de hacerse millonario con su profesión de ingeniero, en la cual destacó como pocos en su tiempo, había optado por la lucha política sin tregua. Honestidad, congruencia, respeto a un ideal, inteligencia al servicio de una causa, todo se apiñó armónicamente en su persona, y eso me lo presentó desde muy joven como un sujeto a seguir.
Llegó luego el ajetreo preelectoral por la sucesión de 1988. Los partidos de izquierda, cuya militancia más numerosa estaba en el Partido Socialista Unificado de México (PSUM), formaron el Partido Mexicano Socialista (PMS), al que adhirió el PMT, donde yo militaba. El candidato a la presidencia que salió de esa conjunción fue Heberto, quien comenzó su campaña, como siempre, a contracorriente. Fue en ese proceso cuando lo conocí, pues vino a La Laguna para promover el voto a favor de nuestra agrupación política y su candidatura. Yo había asumido, casi porque no había de otra, labores de comunicación en el partido, y entonces dispuse mi cámara Pentax K1000 para seguir la gira del ingeniero por nuestra región.
Me lo presentaron cuando llegó, y me pareció más alto y más blanco de lo que yo imaginaba. Era muy cordial, de sonrisa bonachona, nariz chata y pelo ya completamente cano, todo echado hacia atrás en largas hebras, como lo trazó Rogelio Naranjo en el dibujo que ilustra este post. Recorrimos lugares de La Laguna como Torreón, Gómez Palacio, algunos ejidos, y le tomé tantas fotos como pude (supongo que las conservo). En todo lugar Heberto se movía con tranquila naturalidad, y muy paciente escuchaba a las personas. En Dinamita, ejido de Gómez, invitaron a toda la comitiva a comer asado rojo y arroz, y allí lo tuve frente a mí, entre otros varios comensales, pero yo no dije una palabra por temor a regarla.
Algunos meses después ya sabemos qué pasó. Salinas fue destapado por dedazo y del PRI se dio la escisión de, entre otros, Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, quienes articularon un frente cuyo impulso cobró fuerza de inmediato. Heberto había sido amigo cercano de Lázaro Cárdenas, con quien recorrió muchos lugares del país, y conocía a su hijo desde hacía años. Luego de varias reuniones, el PMS hizo pública la declinación de Heberto a la candidatura por la presidencia y el apoyo de esa organización a la de Cuauhtémoc, lo que devino, como también ya lo sabemos, triunfo escamoteado, es decir, el primer fraude de nuestra era neoliberal.
Nunca más volví a ver al ingeniero Castillo. Seguí leyéndolo en Proceso y atento a su trabajo político en el recién conformado PRD y en la Cámara de Senadores. Así llegó el 5 de abril de 1997 que este año, veinte años después, recuerdo nuevamente conmovido.
Heberto Castillo Martínez es, creo, el político mexicano al que más admiro del siglo XX mexicano. A dos décadas de su muerte física, larga vida a su memoria.

sábado, octubre 21, 2017

Quizá cien libros esenciales














La pregunta es parte ya de las ideas básicas en la cultura occidental: si quedaras atrapado en una isla desierta, ¿qué libro quisieras tener a la mano? Las respuestas también son más o menos obvias: necesitamos un libro gordo, algo que alcance para dos o tres meses, o más, de lectura lenta y, por su misma voluminosidad, que permita infatigables relecturas. Por eso son la Biblia o el Quijote los libros más socorridos por los hipotéticos náufragos, aunque también podrían serlo obras de similar pelo, amplias y con letra chiquita.
Algunos periodistas, no conformes con saber el título de un solo libro, han decidido preguntar por tres. Hasta Peña Nieto intentó, ya sabemos que infructuosamente, hallar en su ágrafa cabeza los tres títulos de su preferencia, así que la enumeración parece más difícil. No lo es, sin embargo. Para un buen lector a secas, y más para un lector voraz, tres libros equivalen a nada, así que puede mencionarlos de un jalón: tal, tal y tal. Punto.
Ese mismo lector puede, como los interrogados por El País en la sección “Librotea, el recomendador de libros”, formar una lista con diez que algún otro medio puede ampliar, si gusta, a veinte. Creo que para acercarnos a la justicia sería pertinente que un periódico o una revista permitieran a los lectores consumados hacer una lista de cien libros favoritos. Cien es, creo, un número adecuado, pero ya sé que eso resultaría ingrato: serían muchas páginas con títulos y títulos, y a quién le interesaría eso semana tras semana. Pero insisto que no estaría mal: yo imagino mi centena y allí podría meter incluso a dos o tres cuates.
A Alberto Manguel, ensayista argentino que en los años recientes ha pasado a convertirse en una especie de Lector emblemático, le fue solicitada una lista de diez. Antes de armarla, dijo: “Estas listas son siempre ingratas. ¿Cómo elegir entre tantos libros que me son vitalmente imprescindibles? Y eligiendo diez ¿cómo dejar de lado los Ensayos de Chesterton, El hacedor de Borges, El rey Lear de Shakespeare, El amigo mutuo de Dickens, Los aforismos de Zurau de Kafka, los poemas de Miguel Hernández, Días felices de Beckett, la Ilíada de Homero, y tantos más? Siento que he traicionado algo en mí al hacer la lista que sigue. Pero aquí están los elegidos, por razones que me son misteriosas”. Luego enumeró sus diez, sus parcos diez. Si fueran cien, todo sería más cómodo, pero suelen ser diez, tres, uno, y responder eso es, paradójicamente, más difícil.

miércoles, octubre 18, 2017

Tres cuentos eficaces









Mi idea sobre el cuento implica el armado de un pequeño dispositivo. En otras palabras, pienso que todo cuento exige una reflexión previa, el trazo de una ruta que termine por establecer los puntos en los que dos historias se tocarán: por un lado, la historia que podemos llamar “obvia”, la que el lector ve a simple vista, la historia “A”; por el otro, la “B”, que es sutil y tiene la alta responsabilidad de contener el final. Esto lo ha planteado eficazmente Piglia en su famosa “Tesis sobre el cuento”, pero quiero enfatizarlo aquí con tres ejemplos. Me sirvo de textos breves para que se note mejor el mecanismo. Habrá, lo sé, otras modalidades de relato, pero el que más me cuadra es el que logra una estructura capaz de tender dos líneas o historias paralelas y ondulantes en el sentido de que, mientras avanzan, tienen puntos de contacto.

I
En “El eclipse”, de Augusto Monterroso, el foco de la atención es maliciosamente puesto sobre el fraile. La frase inicial, fatalista, nos insinúa que, pese a todo, podrá salvarse. Ya identificados con él, los lectores asistimos a la espera de su salvación en medio de la selva. A mitad de camino, en la frase subrayada, alentamos la sospecha, casi la seguridad, de que en efecto se salvará, pues la ciencia aristotélica no podría errar en ese mundo gobernado por el salvajismo. La prueba del contacto entre la historia 1 y la historia 2 —y, además, de la esfericidad del relato— es la reiteración del nombre “Aristóteles” como última palabra.

El eclipse
Augusto Monterroso

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

II
En “El estupor”, lo importante no es la muerte de un personaje, sino la salvación penal del otro. Rivarola logra su doble cometido, matar y salvarse de la ley, simplemente porque era “el más reflexivo (…) como luego se vio”. La historia “A” narra la borrosa enemistad y el previsible final trágico; la “B”, el extraño método —muy inteligente pese a su ridiculez— usado por quien se impuso al final. En el cierre se confirma pues lo que está remarcado en el subrayado intermedio: que Rivarola era “el más reflexivo”.

El estupor
Jorge Luis Borges

Un vecino de Morón me refirió el caso:
"Nadie sabe muy bien por qué se enemistaron Moritán y el Pardo Rivarola y de un modo tan enconado. Los dos eran del partido conservador y creo que trabaron relación con el comité. No lo recuerdo a Moritán porque yo era muy chico cuando su muerte. Dicen que la familia era de Entre Ríos. El Pardo lo sobrevivió muchos años. No era caudillo ni cosa que se le parezca, pero tenía la pinta. Era más bien bajo y pesado y muy rumboso en el vestir. Ninguno de los dos era flojo, pero el más reflexivo era Rivarola, como luego se vio. Desde hace tiempo se la tenía jurada a Moritán, pero quiso obrar con prudencia. Le doy la razón; si uno mata a alguien y tiene que penar en la cárcel, procede como un zonzo. El Pardo tramó bien lo que haría.
Serían las siete de la tarde, un domingo. La plaza rebosaba de gente. Como siempre, ahí estaba Rivarola caminando despacio, con su clavel en el ojal y su ropa negra. Iba con su sobrina. De golpe la apartó, se sentó en cuclillas en el suelo y se puso a aletear y a cacarear como si fuera un gallo. La gente le abrió cancha, asustada. ¡Un hombre de respeto como el Pardo, haciendo esas cosas, a la vista y paciencia de todo Morón y en un día domingo! A la media cuadra dobló y, siempre cacareando y aleteando, se metió en la casa de Moritán. Empujó la puerta cancel y de un brinco estuvo en el patio. La turba se agolpaba en la calle. Moritán, que oyó la alharaca, se vino desde el fondo. Al ver ese monstruoso enemigo, que se le abalanzaba, quiso ganar las piezas, pero un balazo lo alcanzó y después otro. A Rivarola se lo llevaron entre dos vigilantes. El hombre forcejeó, cacareando.
Al mes estaba en libertad. El médico forense declaró que había sido víctima de un brusco ataque de locura. ¿Acaso el pueblo entero no lo había visto conduciéndose como un gallo?"

III
Uno de los cuentos más famosos de la literatura latinoamericana es “Continuidad de los parques”. No es sólo una historia que contiene otra historia, sino una historia contenida que cuenta la historia continente. En la historia "A" un hombre lee una novela; la novela que lee es, sin que lo sepamos, la historia “B”. Los subrayados intermedios anuncian que la historia “B” se va trepando a la “A”, la va canibalizando, por decirlo así. Al final, de un golpe, vemos como la historia “B” emerge con todo su poder y de alguna manera suplanta a la historia “A”, la mata o al menos, donde termina el relato, está a punto de engullirla.

Continuidad de los parques
Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
    Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

sábado, octubre 14, 2017

El Astillero: oasis de la lectura












Hace poco tiempo discrepé amablemente de algunas opiniones que me parecieron lapidarias. Se referían a la supuesta condición de “rancho” que tenía y sigue teniendo nuestra ciudad, Torreón. No estuve de acuerdo porque jamás lo esteré con las dos varas que solemos usar para medir lo que más nos atañe, en este caso el lugar donde vivimos. No creeré pues en la postura soberbia que nos lleva a creer que somos el ombligo del universo, ni en la otra, la opuesta, que nos induce minosvalorarnos. Querámoslo aceptar o no, la ciudad tiene muchas instituciones dignas, aunque también muchos rezagos que ojalá dejen de serlo algún día. Para eso trabajamos.
Entre lo valioso está, por ejemplo, una pequeña librería del centro: El Astillero. Hace poco cumplió tres años y publicaron un libro en el que participé con estas palabras:
No es frecuente encontrar librerías con riguroso buen gusto. Al contrario, lo común es que estos negocios se establezcan y para sobrevivir o porque los gobierna el caos, comiencen a llenar sus anaqueles de libros prescindibles, algunos (a veces la mayoría) basura, objetos que sólo tienen de libro su condición de papel impreso y encuadernado, no más. Por eso la sorpresa de llegar por primera vez a El Astillero y encontrar un menú bibliográfico bien seleccionado y con sellos editoriales serios, de librería pensada con un criterio que no sólo aspira a recuperar la inversión, sino también, o principalmente, a difundir cultura.
Pero de alguna forma esto era, para mí, previsible, dado que desde hace varios años conozco a Ruth Castro, su dinamo, y sé cómo trabaja y qué inquietudes de lectora la estimulan. Al ingresar por primera vez a su librería, como ya dije, me topé con un nutrido y grato catálogo de títulos. Deambulé lentamente sus anaqueles y al fondo me topé con dos o tres entrepaños dedicados a exhibir libros de la Universidad Veracruzana, institución promotora de un trabajo editorial que muchos respetamos desde hace décadas. Allí me detuve y encontré un título de David Lagmanovich, amigo y maestro argentino cuya muerte, ocurrida en 2010, sigo padeciendo como una orfandad. Encontrar en El Astillero varios volúmenes de la UV, entre ellos el de mi querido David, me llevó a pensar en esta librería como un pequeño oasis, un punto de reunión que los laguneros necesitábamos y ya tenemos.
Por todo, larga vida a El Astillero, larga vida a este oasis de la lectura.

miércoles, octubre 11, 2017

A la casa del Che

 














En noviembre de 2011 fui invitado a participar en un encuentro de escritores celebrado en la Universidad Nacional de Cuyo, en Mendoza, Argentina. No podía faltar porque se trataba de la primera actividad literaria que dedicaría mesas de homenaje a la figura de mi amigo David Lagmanovich, quien había muerto un año antes, en 2010. Dado que el encuentro se celebraría en tierras mendocinas, en la frontera con Chile, decidí comenzar mi recorrido por Santiago. A toda velocidad me puse en contacto con Diego Muñoz Valenzuela, amigo chileno y tremendo escritor, para ver qué podía organizar con el fin de que mi visita tuviera algún provecho más allá de lo turístico. Generoso como siempre, Diego me organizó una plática/lectura en la asociación Letras de Chile, y al día siguiente una cena con amigas y amigos chilenos que jamás olvidaré.
A Santiago de Chile llegué en un momento complicado. Los estudiantes se estaban enfrentado contra el gobierno de Sebastián Piñera, había disturbios fuera de las facultades y por el mundo corría como icono de esa lucha el rostro de Camila Vallejo. Mis primeras horas en Chile fueron complicadas. Bajé del avión y tomé el metro hacia el centro con el fin de buscar un alojamiento que, fiel a mis costumbres, no había reservado. Recorrí algunas calles, no tuve éxito en dos o tres hoteles a los que me aproximé, y por allí vi, ya algo desesperado, una especie de hostal ciertamente pulguiento. En la entrada a la escalera pasaba sus horas, aburrida, una chica con un pequeño negocio de golosinas, y hablé con ella.
—¿El hostal está arriba? —pregunté indicando las escaleras.
—Sí —respondió.
Apenas ascendí un escalón con mi maleta de rueditas, la chica me habló, nerviosa.
—¿Va a quedarse allí?
—Voy a preguntar si tienen espacio.
—Le recomiendo que no lo haga. Allí le están robando a todo el mundo.
Bajé la escalera, le agradecí más con un gesto que con palabras, y me largué a buscar otro sitio donde no le estuvieran robado a todo el mundo. No sé cómo fui a parar a la avenida Libertador O’Higgins y allí encontré un hotel llamado Imperio: económico, limpio y honrado. Traía poca pila en la computadora y vi que no podía cargarla: necesitaba un adaptador para el enchufe. Pregunté en la recepción dónde podía hallarlo y me dieron las señas de una calle próxima, la Matucana, llena de negocios de electrónica. Estaba a dos cuadras, y al llegar a la esquina de O’Higgins y Matucana me sorprendió una estampida de personas. Yo no sabía que estaba al lado de una facultad de la Universidad de Chile. Vi camiones de carabineros y una nube blanca en dirección a la esquina donde me quedé estático. Saqué la cámara del celular mientras la gente corría en sentido contrario, hacia mí, y no me atemorizó la espesa nube. Cuando al fin me dio el chanclazo, supe lo que era el gas pimienta. En mi rancho de La Laguna jamás han dispersado un tumulto con esa cosa horrible, así que, sin querer queriendo, la probé por primera vez. Los ojos me lloraron, irritados, tanto que casi perdí la visibilidad. Como pude corrí hacia la calle Matucana y cuando al fin me sentí lejos de la esquina fatal, me recargué en un árbol, saqué mi paliacate y me sequé las lágrimas forzadas. Pasaron como quince o veinte minutos, o tal vez más, y los ojos me seguían ardiendo como si me hubieran untado chile habanero. Cuando recuperé la visión y respiré tranquilo, vi los negocios de electrónica y compré mi adaptador. Revisé mis fotos en el celular: tenía dos del gas y la multitud, un curioso trofeo en mi día inaugural por las grandes alamedas de Santiago.
Tras mi periplo chileno tomé el bus a Mendoza. Atravesaría la cordillera andina de madrugada, lo que luego consideré un error, pues no pude ver el recorrido por ese paisaje legendario. Sólo recuerdo que en la madrugada, como a la una o a las dos, el camión se detuvo en un feo paraje, la aduana localizada en una especie de tendajón gigante. Los pasajeros hicimos fila para mostrar los pasaportes en la salida de un país y la entrada a otro. Me llamó la atención que el funcionario chileno y el argentino casi compartieran la misma modesta oficinita, de manera que el primero sellaba la salida, luego él mismo pasaba el documento a su colega, quien sellaba la entrada. Tras el ingreso oficial a la Argentina, un aduanal con facha de gángster italiano revisaba el equipaje sin mucha prolijidad, más bien con total desenfado.
La estancia en Mendoza da para una crónica aparte, pues fue gratísima. Esa ciudad es una belleza por sus calles plenas de verdor, por sus árboles gigantes que, colocados de acera a acera, se juntan en las copas y dan la impresión de que envuelven las avenidas como túneles. Además, es para mí la tierra entrañable de Leonardo Favio, a quien tanto he querido. Allí, en una sobremesa mendocina, alguien preguntó por mi destino inmediato. Dije que Córdoba un par de días y luego Buenos Aires, todo por tierra.
—Ah, para que vayas a la casa-museo del Che en Alta Gracia; está a menos de una hora de Córdoba.
Para entonces yo sabía de la estancia cordobesa del rosarino Guevara de la Serna, pero ignoraba que hubiera algo que recordara esa estancia y que Alta Gracia estuviera tan cerca de la capital. No figuraba en mi plan, pero lo decidí allí mismo: iría a la casa del Che.
Llegué a Córdoba una mañana muy soleada. No quise alejarme mucho de la terminal de camiones (micros, los llaman allá), así que me hospedé en el primer hotelito que apareció en el camino. Era, me di cuenta de inmediato, parada habitual de choferes, pues en el restaurante desayunaban o comían en grupos de dos o tres, todos encorbatados. Me tocó la habitación más pequeña que he ocupado jamás, y bastaba el baño para comprobarlo: en la regadera era imposible agacharse un poco, de suerte que si se me caía el jabón, era necesario salir y recogerlo desde afuera.
A la mañana siguiente tomé el micro hacia Alta Gracia. Iba con pocos pasajeros, hacía un sol espléndido, así que disfruté de lo que a mi juicio era la pampa, ese ámbito mágico que la literatura gauchesca y luego la milonga yupanquiana/larraldeana me hicieron venerar antes de conocerlo. La llanura que pude ver, si es que se trataba de la pampa, era un mar de gramilla, un espacio en el que los ojos se resbalaban sin obstáculo hacia el horizonte infinito (años después me enteré que por allí, en esa ruta, está el mausoleo en forma de ala de avión construido por Raúl Barón Biza a su esposa, la piloto Myriam Stteford). Al llegar a Alta Gracia, bajé alegre del bus y tomé un taxi.
—A la casa del Che, por favor —pedí.
El taxista no dijo palabra: casi todos los visitantes de Alta Gracia van a ese lugar, supuse. Descendí y vi el letrero: faltaban dos horas para que el museo abriera sus puertas. Luego apareció junto a mí una pareja de extranjeros. Eran dos jóvenes algo hippiosos, con rastas él, flaco, lácteo y feo; ella de pelo corto a la garçon (como dice un tango), rubia, de grandes y hermosos ojos turquesa, medio mugrosa pero sexi porque dentro de los andrajos había una especie de aeromoza sueca. Me pareció que el tipo no hablaba ni gota de español, pero ella sí. La chica me preguntó primero en inglés si el museo estaba en funciones. Con mi inglés cavernícola le pregunté si hablaba español, y dijo que sí.
—Sí, sólo que abrirá hasta dentro de dos horas —le informé como si yo supiera mucho del asunto.
Nos quedamos un rato en silencio. Es un decir, pues la azafata hippie conversó en un idioma inextricable (¿polaco, finlandés, noruego?) con su pareja mientras yo seguía estirando el cuello desde la verja hacia el jardín de la casa-museo. Noté que los europeos no eran de mucho hacer migas con un tipo al que seguramente notaron ya en la ancianidad, y me separé de ellos un poco para preguntar a un jardinero el lugar hacia donde estaba la zona centro de Alta Gracia. Me indicó el camino, y sin despedirme de la pareja puse patas a la obra.
El día era, lo recuerdo así, bellísimo, con un clima templado y una luz intensa y transparente, precisamente el clima terapéutico que los médicos habían recomendado para paliar el asma del pequeño Ernesto. Caminé varias callecitas y en todas lucían casas que imaginé de estilo alpino, como ésas que hemos visto en almanaques con paisajes suizos. Un poco después noté algo extraño: la pareja me seguía. No para alcanzarme, sino para avanzar por la ruta que me había marcado el trabajador del museo. Recuerdo que pasé al lado de un lago, de una como misión jesuítica, y al fin di con el micromicrocentro. Era casi mediodía y vi muchos estudiantes. Entré al primer restaurantito que sentí de modo y pedí una hamburguesa con papas y “gaseosa”, como allá le llaman a nuestro refresco. Hice tiempo viendo hacia la calle. Dos o tres veces vi pasar a la pareja hippie. Claro, en una hora ya habían recorrido todo el centro y daban vueltas por los mismos rumbos.
Cuando llegó el momento emprendí el regreso hacia el museo. Soy muy orientado y no necesito piedritas para desandar mis pasos, como Hansel y Gretel, así que volví por el camino ya conocido. Y otra vez, como una aparición, capté de lejos, detrás de mí, a los europeos. Llegué y ahora sí: abierto. Pagué una cuota y entré. El museo es un recorrido por las habitaciones de la casa. Contiene cartas, fotografías y algunos efectos personales del Che y su familia. Me asombró que tuviera tantos visitantes pese al aislamiento del lugar. No era un tumulto, ciertamente, pero al menos sí recorríamos la casa una veintena de personas, todas por grupitos en diferente habitación. El museo es modesto, pero limpio y bien curado. Pude tomar fotos con total impunidad, aunque las condiciones de luz no fueran buenas en el interior.
En todas las fotos del Che, incluso en las de su niñez, el Che es el Che. El rostro jamás le cambió, de manera que en una colectiva familiar o con amigos es innecesario señalar en dónde se ubica él. El museo es un lindo espacio y a él entré contento, tal vez prejuiciado por la admiración que siempre —pese a los textos ideológicamente hostiles y lejanos— le he tenido a ese sujeto extraño, carismático, querido por tantos, despreciado por otros más.
El recorrido no es largo, pero da esa impresión porque hay muchos papeles, muchas cédulas, y la gente se detiene a leer. El retrete de la casa tiene un letrero que advierte al visitante, con cierto humor involuntario, su condición de pieza del museo, para que nadie vaya a confundirlo. Luego, al fondo de la casa, en el patio trasero, hay una tienda de souvenires, y allí termina todo.
Bueno, no todo. Al salir registré fotográficamente el maravilloso bronce del Che niño que luce en la entrada de la casa. Luego le pedí a alguien que me ayudara con un click junto a ese pequeño sentado en el barandal que sería más adelante un personaje con imán mundial, un sujeto que físicamente moriría ejecutado el 9 de octubre de 1967, hace cincuenta años, tras ser aprendido en Bolivia por el ejército de este país en colaboración con la siempre hacendosa inteligencia norteamericana.

sábado, octubre 07, 2017

Candidatos por la libre














El fenómeno de los candidatos independientes ha sido administrado con sabia marrullería por el poder político mexicano. Los partidos, claro, se han convertido en cotos cerrados que regentean camarillas cada vez más alejadas de la sociedad a la que dicen representar, de manera que el juego es tan perfecto como perverso: sólo los partidos, y ahora los candidatos independientes, están dentro de la ley, aunque unos y otros no sean más que la expresión visible y teóricamente en pugna de aliados en el drenaje profundo del sistema.
Los cambios que se han dado en la estructura electoral simulan atender una demanda social, pero no son palomeados por las cúpulas partidistas si no les fueran funcionales principalmente a ellos. Así, la apertura a las candidaturas independientes pareció desde el principio un paso adelante, la aceptación de un justo reclamo de la ciudadanía harta de los partidos y sus fechorías, así que los partidos decidieron, como una más de las susodichas fechorías, abrir la cancha a los aspirantes sin partido. El Bronco de Nuevo León fue, lo vimos, el primer tanteo de este experimento: desligado del PRI al cuarto para las doce pero con un corsé esencialmente priísta, el tal Bronco llegó a la gubernatura neoleonesa con atrabancadas fintas de renovación. El “calis” sirvió para medir el agua a los camotes importantes: los de 2018.
Hoy sábado, a unas horas de que cierre el registro de candidatos, ya se han apuntado varios personajes con proyecto independiente. Lo que parece legítimo, sin embargo, permitirá el año siguiente lo que en el fondo se desea: particularizar (es decir, convertir en partícula) el voto, viabilizar la posibilidad de que no se cargue a un solo lado, principalmente al del Morena-López Obrador. La tirada es que con una parte minoritaria del electorado nuevamente sea entronizado el candidato del PRI o del PAN, el que sea, que dará lo mismo, o un “independiente” en el remoto caso de que prenda, lo que se ve muy difícil. Los independientes han entrado a la tómbola, pues, para hacer el juego, para colocarse en el aparador que luego les reditúe algo, casi como lo hizo Roberto Campa Cifrián, cuya labor de patiño en la candidatura presidencial de Nueva Alianza le ha rendido extraordinarios frutos desde 2006 a la fecha.
El escenario se parece, mutatis mutandis, al de 2006 y 2012: hay que hacer todo lo posible, lo que sea, para detener al peligro para México.

miércoles, octubre 04, 2017

Feria con pan de pulque
















Podemos gozar de tal o cual comida, pero la que se queda en nuestro espíritu es la propia. Yo, que amo la lagunera, no puedo dejar de reconocer que en materia de pan dulce hay uno que no hemos podido superar: el de pulque saltillense. A propósito, cuento esta anécdota.
Ocurrió en la edición 2014 o 2015 de la Feria Internacional del Libro de Arteaga, no recuerdo con precisión. Fui invitado a decir unas palabras sobre Saúl Rosales, quien recibió un reconocimiento a su trayectoria como escritor y maestro. Otra vez me pasó lo que en muchos otros viajes: que acepto las invitaciones de Saltillo y de Durango y como a estas dos ciudades llego en tres horas desde Torreón, todo lo apiño en un solo día, ya que siempre tengo trabajo rezagado en la oficina.
Así pasó en aquella oportunidad. Salí de La Laguna, en bus, a las 11 de la mañana y llegué a Saltillo como a la una. De la terminal tomé un taxi directo a la sede de la Feria, pues el reconocimiento a Saúl estaba programado para la media tarde. Pensé en hacer tiempo entre los libros ofrecidos por las editoriales o tal vez asistir a una presentación. El estado invitado fue Puebla y por allí escuché, casi de casualidad, a un grupo de escritores poblanos entre los que se encontraban Jaime Mesa y Omar Nieto, a quienes para entonces yo no trataba, pero sí conocía por foto. Ponderaron con nutridos elogios el paquete de pan de pulque que les habían regalado los organizadores. Escuché eso y en secreto les di la razón: lo mejor que puede haber en Saltillo es el pan de pulque de la casa Mena. Poco después se dio el reconocimiento a Saúl; hablé, habló, hubo bastante concurrencia y al final salí con apuro de la Feria, no sin antes recibir la caja de regalo. Ya en la terminal y a punto de tomar el Ómnibus, reparé en mi hambre. Desde el módico desayuno de café y plátano, no había probado nada en todo el día. Me resigné a viajar así, con las tripas despobladas. El bus iba casi solo y asombrosamente no olía mal. Entonces recordé la caja. La bajé del portaequipaje, la abrí y se hizo la luz: era mi pan de pulque. No me gusta comer en los camiones, pero la tentación fue enorme. Abrí una bolsa de empanadas de nuez. Devoré cuatro con delectación. Abrí otra y despaché dos. Tuve que parar. Si el viaje hubiera sido más largo, no llega una sola pieza de pan Mena a mi cueva lagunera.