Fui
niño, adolescente y adulto bien adulto mientras duró el incontrastable poder
mediático de Televisa. Desde 1970 (algunos dicen “desde que tengo uso de razón”
aunque sigan siendo irracionales) me alimenté de programas producidos y/o
difundidos por la televisora de los dos últimos Azcárragas. Como cualquiera en
este país, de las empresas ubicadas en las avenidas San Ángel y Chapultepec vi
programas cómicos, deportivos, informativos, de concurso y de entretenimiento
melodramático durante, al menos, poco más de tres décadas. Aunque los libros y
otras publicaciones llegaron a contrapesar ese consumo, soy en parte hijo
espiritual del monstruo de la comunicación mexicana.
Como
estudiante de comunicación entré en debates frecuentes sobre el poder de
Televisa. Era bien visto que uno se mostrara crítico y llegara incluso al
aborrecimiento: Televisa es el opio de México, Televisa es la verdadera SEP,
Televisa es la oficina de comunicación social de la presidencia de la
República, Televisa enajena al país, decíamos y quizá no era exagerado afirmar
eso, pues la manera de entretenerse e informarse de las mayor parte de los
mexicanos dependía de Televisa, de una meticulosa y torrencial programación que
atravesaba todos los poros de la sensibilidad nacional.
De
tal poder se agarraba mi certeza de que a Televisa no se le podía hacer mella
alguna. Ni todos los medios alineados, en el hipotético caso de que ese sueño
guajiro se hubiera hecho realidad, eran capaces de restar potencia a los
mensajes unidireccionales del cuasimonopolio (o sin cuasi), de suerte que más
valía acostumbrarse a convivir con la televisión que generaba así fuera nomás
para tantear permanentemente el agua a los camotes del sistema: ver los
productos de Televisa era captar lo que el gobierno federal deseaba que
supiéramos y saber qué educación sentimental tenían los mexicanos aleccionados
por el Emilio de turno.
Todo
cambió con la llegada de las nuevas tecnologías, con internet, con las redes
sociales, con la programación a la carta estilo Netflix y otras muchas
modalidades que han ampliado la baraja de opciones. Ahora Televisa,
asombrosamente, luce con mucho menos poder que antes y uno siente, quizá por
una especie de síndrome de Estocolmo, que eso no es normal, que eso no está
bien, que algo se ha dislocado en la realidad mexicana. De ese tamaño era el
secuestro.