Dos
días después de que naciera mi primera hija, acaso el acontecimiento más
determinante de mi vida, yo estaba todavía en estado de shock, como sumido en una felicidad desconcertante. Algo que se
había repetido millones de veces en la historia de la humanidad, ser padre, ahora
me ocurría precisamente a mí. Recuerdo que a ese parto asistí sólo ensombrecido
por un vago temor, pues la ignorancia del hecho por venir hizo que atravesara
el momento previo como si fuera un trámite de ventanilla. Cuando, todavía
dentro del quirófano, vi a mi hija, todo cambió. Fue como si con ella naciera
yo también, o al menos renaciera. La felicidad fue tanta que sentí tocar sus
orillas, trascenderlas incluso. Esa alegría se transformó en una especie de
hipersensibilidad que a su vez se tradujo en conmoción por todo lo que me
rodeaba. De natural tristón, pesimista de clóset, pasé a ver sólo luz por culpa
de mi hija. No es que ella hubiera cambiado mis filias y mis fobias, sino que
todo lo hizo más claro. Secretamente, ella afinó lo que yo era, me hizo captar
mejor el espesor de las ideas que me habitaban.
Así,
pasmado por aquel ramalazo de dicha, me agarró la noticia sobre la muerte del
ingeniero Heberto Castillo Martínez (Ixhuatán de Madero, Veracruz, 23 de agosto
de 1928) ocurrida el 5 de abril de 1997 en el Distrito Federal. Por la
hipersensibilidad que ya mencioné, aunque sé que de todos modos lo hubiera
resentido, lloré (literalmente) su deceso. Recuerdo que por esos días cometí el
error de mencionar esa muerte en una clase de la universidad. No lo hubiera
hecho, pues fue inevitable que se me trabara la garganta y me escurriera el
llanto frente a unos alumnos que de seguro no entendieron bien a bien la razón
de tanta pena por el fallecimiento de un señor que no había sido ni pariente ni
amigo cercano de quien allí nomás les daba una clase de literatura.
En
efecto, yo no era pariente del ingeniero y ni siquiera amigo, pero, así fuera
de lejos, se trató de un ejemplo de mexicano como yo deseaba (y todavía deseo)
ser. La historia que está detrás de esta admiración no es tan larga. Empieza
más o menos en 1982, cuando comencé a estudiar mi carrera, la de comunicación.
Para entonces, aunque sin guía, ya era buen lector de libros y periódicos, y
fue al comienzo de los años universitarios cuando me aficioné con toda
convicción a la revista Proceso.
Durante aquellos años la compraba semana tras semana, sin falta, y en casa la
leía con lupa. Por supuesto mi mundo informativo y el de todos era de papel,
pues al internet le faltaban cerca de veinte años para cundir por todo el
mundo. En las páginas de Proceso
conocí al ingeniero, pero no tenía más antecedentes sobre la persona que estaba
detrás de aquella firma.
A
la altura de 1984 u 85, en alguna conversación con Saúl Rosales, quien ya había
sido mi profesor en la universidad, supe que no sólo conocía a Heberto, sino
que había tenido mucho trato con él. De hecho, Saúl era fundador del Partido
Mexicano de los Trabajadores (PMT) que todavía encabezaba Heberto, y dada la
reciente radicación de Saúl en La Laguna, estaba en la etapa de configuración
del partido en nuestra región. Sin problemas me sumé al Mexicano de los
Trabajadores y comenzamos un trabajo político hormiga, pequeñito aunque, para
mí, emocionante y enaltecedor.
Así
supe más sobre Heberto, sobre su figura de científico y militante de izquierda,
sobre su cárcel en Lecumberri y sus incansables trajines como organizador
político. Había algo extremadamente valioso en su condición: capaz de hacerse
millonario con su profesión de ingeniero, en la cual destacó como pocos en su
tiempo, había optado por la lucha política sin tregua. Honestidad, congruencia,
respeto a un ideal, inteligencia al servicio de una causa, todo se apiñó
armónicamente en su persona, y eso me lo presentó desde muy joven como un
sujeto a seguir.
Llegó
luego el ajetreo preelectoral por la sucesión de 1988. Los partidos de
izquierda, cuya militancia más numerosa estaba en el Partido Socialista
Unificado de México (PSUM), formaron el Partido Mexicano Socialista (PMS), al
que adhirió el PMT, donde yo militaba. El candidato a la presidencia que salió
de esa conjunción fue Heberto, quien comenzó su campaña, como siempre, a
contracorriente. Fue en ese proceso cuando lo conocí, pues vino a La Laguna
para promover el voto a favor de nuestra agrupación política y su candidatura.
Yo había asumido, casi porque no había de otra, labores de comunicación en el
partido, y entonces dispuse mi cámara Pentax K1000 para seguir la gira del
ingeniero por nuestra región.
Me
lo presentaron cuando llegó, y me pareció más alto y más blanco de lo que yo
imaginaba. Era muy cordial, de sonrisa bonachona, nariz chata y pelo ya completamente
cano, todo echado hacia atrás en largas hebras, como lo trazó Rogelio Naranjo en
el dibujo que ilustra este post.
Recorrimos lugares de La Laguna como Torreón, Gómez Palacio, algunos ejidos, y le
tomé tantas fotos como pude (supongo que las conservo). En todo lugar Heberto
se movía con tranquila naturalidad, y muy paciente escuchaba a las personas. En
Dinamita, ejido de Gómez, invitaron a toda la comitiva a comer asado rojo y
arroz, y allí lo tuve frente a mí, entre otros varios comensales, pero yo no
dije una palabra por temor a regarla.
Algunos
meses después ya sabemos qué pasó. Salinas fue destapado por dedazo y del PRI se
dio la escisión de, entre otros, Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo,
quienes articularon un frente cuyo impulso cobró fuerza de inmediato. Heberto
había sido amigo cercano de Lázaro Cárdenas, con quien recorrió muchos lugares
del país, y conocía a su hijo desde hacía años. Luego de varias reuniones, el
PMS hizo pública la declinación de Heberto a la candidatura por la presidencia
y el apoyo de esa organización a la de Cuauhtémoc, lo que devino, como también
ya lo sabemos, triunfo escamoteado, es decir, el primer fraude de nuestra era
neoliberal.
Nunca
más volví a ver al ingeniero Castillo. Seguí leyéndolo en Proceso y atento a su trabajo político en el recién conformado PRD y
en la Cámara de Senadores. Así llegó el 5 de abril de 1997 que este año, veinte años
después, recuerdo nuevamente conmovido.
Heberto
Castillo Martínez es, creo, el político mexicano al que más admiro del siglo XX
mexicano. A dos décadas de su muerte física, larga vida a su memoria.