sábado, diciembre 30, 2023

Serrat ochentón












No soy ni seré flor ni espejo de melómanos, pero a lo largo de mi ya sexagenaria vida he sabido escuchar con atención y gratitud a varios hacedores de música popular y culta. Alguna vez establecí una lista de mis admirados, y no sin asombro vi que se expandía hasta incluir una cantidad de nombres no sólo amplia, sino harto variada. La amplitud de mi enciclopedia musical se debe, creo, a un ancho de banda que no sé por qué deja entrar en mi gusto a personajes de lo popular y lo culto por igual. No es, tampoco, una sumatoria aplastante, pero en su arco deja entrar lo mismo a Bach y a Vivaldi que a Javier Solís y Adriana Varela, y lo mismo a Yupanqui que a Pérez Prado y Lola Beltrán. Eso sí: jamás descenderé al inframundo de los actuales pesoplumíferos; hasta allí no llego ni amenazado con una fusca en la nuca.

Que el largo e innecesario preámbulo que me acabo de echar sirva como telón de respeto y agradecimiento a Joan Manuel Serrat, compositor y cantante que sin duda ocupa un lugar significativo entre mis afectos auditivos. Dado que nació en Barcelona hacia 1943, el pasado 27 de diciembre llegó a los ochenta de su edad, motivo más justificado para celebrar la calidad de su trabajo, un trabajo prolongado hoy a casi sesenta años de trajín en el mundo de la cantautoría.

Se dice fácil, como decir se suele, pero llegar a casi seis décadas de plenitud creativa no es sencillo. Para lograrlo se necesita una escalera grande y otra chiquita, ambas permanentemente firmes y de pie. La clave de Serrat no ha sido, por supuesto, su voz, de poca potencia y un poco temblorosa, aunque siempre bien colocada en cada nota, jamás desafinada. El fuerte, la magia de Serrat ha estado, obvio, en sus letras y sus arreglos. Todos tienen algo, una belleza que sin incurrir en densidades y hermetismos logra comunicar emociones con las palabras justas, siempre con matices melancólicos, tristones, críticos y, cuando lo requiere la ocasión, hasta humorísticos.

La belleza es difícil de explicar. Le pasa lo que le pasa a la definición del tiempo cuando se la preguntaron a San Agustín, según dicen: si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, no lo sé. Yo sé que hay belleza en las letras de Serrat, pero a la hora de explicarla es cuando batallo. Sin embargo, es posible sobrevolar su inteligencia, discernirla.

Sus letras son muchísimas, y no me detendré en pensar una completa aunque con una sola pieza podría ser demostrada la malicia literaria de Joan Manuel. Es el caso del “Romance del curro El Palmo”, una de las canciones más tristes y desgarradoras que registro. Serrat tiende a lo narrativo, a contar historias con versos, y siempre encuentra las palabras y las frases justas para ilustrar sus relatos.

En sus composiciones el español es manejado sin oropeles, con pulcritud y soltura. El catolicismo, la guerra civil, el franquismo, el catalanismo, el anarquismo, las aspiraciones y los miedos de la sociedad española del siglo XX respiran en cada pieza. En “Fiesta” se siente desde los primeros versos una fiesta popular española: “Gloria a Dios en las alturas / recogieron las basuras / de mi calle ayer a oscuras / y hoy sembrada de bombillas”. Hay aquí una gota de humor: agradecer a Dios porque recogieron las basuras.

En “No hago otra cosa que pensar en ti” el poeta desea escribir una canción a la mujer amada, pero el proceso es un desastre. Las musas no aparecen y en sus estrofas se filtra el humor: “Busqué, mirando al cielo, inspiración / y me quedé colga’o en las alturas. / Por cierto al techo no le iría nada mal / una mano de pintura”. En “Cada loco con su tema” Serrat señala preferir, en una luminosa hipérbole, “el lunar de tu cara a la pinacoteca nacional”. En “Llegar a viejo”, un portento, me deslumbra “Si no se llegase huérfano a ese trago”, la vejez. En fin, aciertos a pasto los del artista catalán que rindió tributo a su pueblo con “Por las paredes”, una canción perfecta.

Martín Palacio Gamboa, amigo poeta y músico uruguayo, armó por estos días una lista de sus veinte serrateanas favoritas. Yo tengo las mías también, pero temo que preferiría una lista de cuarenta o cincuenta. Serrat es tan bueno que perdurará. Sus canciones son ya un patrimonio intangible de muchísimos admiradores a los que sin duda sucederán otros cuando nos hayamos ido.

Desde mi lagunero anonimato digo, pues, felices ochenta, maestro Joan Manuel.

Por último y al margen: feliz 2024 para los pasajeros habituales de Ruta Norte. Que los abrace un año espléndido. 

miércoles, diciembre 27, 2023

Un siglo de Fervor











 

Durante todo el año que hoy se encuentra al borde de su ocaso tuve en la cabeza esta efemérides: en 1923 fue publicado Fervor de Buenos Aires, primer libro de Borges. Me impuse como tarea decir algo, aunque sólo fuera este mínimo apunte ya tardío, porque se trata de un arranque editorial significativo para la literatura en nuestra lengua y aún para la literatura a secas, dado que el autor de aquel título se convertiría en lo que es ahora: un monstruo al que resulta imposible no admirar.

En la entrevista número dos de Antonio Carrizo, disponible en YouTube, Borges reveló que Fervor… no fue en realidad su primer libro, sino el cuarto, aunque los tres primeros fueron destruidos por su precoz autocrítica. Cuando lo publicó tenía 24 años, una edad en la que para cualquier escritor todavía es difícil calibrar con ecuanimidad el valor de la obra propia.

Borges señaló que en la publicación de Fervor… tuvo que ver su padre, pues él fue quien pagó el pequeño tiraje de aquel poeta desconocido. Recién la familia Borges Acevedo había regresado de Europa, y es más que lógico pensar que Georgie, como le decían al joven Jorge Luis, había conversado largamente con su padre sobre asuntos literarios. En alguno de aquellos diálogos el aspirante a escritor escuchó que no debía apurarse por publicar, y que lo hiciera cuando estuviera seguro de que la obra comunicaba algo atendible.

Fue así como Borges se animó a publicar Fervor… en 1923. Quizá no lo hizo completamente convencido, dado que hasta su muerte le puso “peros” al primer libro de su producción. En la entrevista con Carrizo, de hecho, Borges observa que de Fervor… sólo rescataba el poema “Llaneza”, aunque esta parece una más de las muchas licencias que el genio se permitió en la exageración de su modestia.

Hoy, si alguien tiene uno de los 300 ejemplares de aquella primera edición de Fervor… ha de saber que posee un objeto de culto valuado en varios cientos, acaso miles de dólares (veo en una web que lo tienen a 48 mil euros, casi un millón de pesos mexicanos). Es el primer libro del más grande escritor latinoamericano del siglo XX, un pequeño volumen que este año aterrizó en su centenario y, contra la opinión de su autor, juzgo hermoso porque prenuncia lo que vendría poco después: una obra que renovó y seguirá renovando la escritura en castellano.

sábado, diciembre 23, 2023

Paseos con Millás y Arsuaga

 











En el viaje a Burgos de 2022 compré un magneto hermoso con dos palabras y unas figuras humanas y animales de caverna rupestre. Decía —dice todavía, pues está en mi refrigerador— “Burgos/Atapuerca”. Mi intención al comprarlo fue la de tener presente el yacimiento arqueológico donde surgió la historia de Benjamina, una niña neandertal desvalida que permitió ubicar el vestigio más remoto de civilización, entendida ésta como la capacidad de ser con y para el otro.

En la página web de Terrae Antiqvae leo lo siguiente: “El hallazgo del cráneo de una niña discapacitada indica que fue asistida por el grupo hace 530.000 años. Sufría craneosinostosis (…) Tendría unos 10 años, seguramente era niña, murió en lo que ahora es la sierra de Atapuerca (Burgos) hace 530.000 años y era diferente, tanto que su grupo, su familia, le tuvo que haber prestado cuidados especiales. De lo contrario, no habría sobrevivido. Entonces, su cráneo asimétrico y, probablemente, su cara irregular no engañaron a nadie, porque además cabe pensar que tuvo capacidades psicomotoras deficientes. Hoy los científicos saben que ese individuo, esa homínido preadolescente, tenía craneosinostosis, una enfermedad rara que afecta a menos de seis personas por 200.000 habitantes en la población actual”.

La bautizaron Benjamina, y gracias a su aparición se conjetura que, a diferencia de las otras especies, el grupo humano hallado en la zona burgalesa de Atapuerca mostró una solidaridad que hoy nos resulta común frente a condiciones humanas de desvalimiento, pero que es casi inexistente en el reino animal: el cachorro de tigre que nace con alguna discapacidad o limitación, por leve que sea, muere muy pronto, es decir, que la naturaleza circundante, por más gregaria que parezca, no se solidariza con el pequeño.

Pues bien, uno de los investigadores principales de Atapuerca fue, es, Juan Luis Arsuaga (Madrid, 1954), paleontólogo a quien comencé a seguir desde que supe de su participación en los estudios que llegaron hasta la conjetura de Benjamina. Hay muchos videos de su trabajo en Youtube y tiene ya publicada una buena cantidad de libros. Lo que me sorprendió más fue su colaboración, hasta ahora en dos volúmenes, con el escritor Juan José Millás (Valencia, 1946), a quien yo sí conocía. Aquel trabajo a cuatro manos me interesó y hace poco me hice de los dos títulos: La vida contada por un sapiens a un neandertal (Alfaguara, 2020) y La muerte contada por un sapiens a un neandertal (Alfaguara, 2022). He leído ya el primero, y creo que se trata de un extraño y valioso libro de divulgación científica destinado a quienes, como Millás (o como yo), están interesados en el pasado remoto de la vida y al mismo tiempo jamás dejarán de reconocer su amateurismo en esos temas.

La vida contada por un sapiens a un neandertal está compuesto por 17 breves capítulos en los que el género o los géneros ejercidos son la crónica y el diálogo. Dicho así parece, porque lo es, una rareza: un buen día, el escritor (autoasumido como “neandertal”) y el paleontólogo (el “sapiens”) deciden conversar sobre el origen de la vida. Los diálogos suponen recorridos por diferentes lugares que sirven a Arsuaga para explicar a Millás tal o cual peculiaridad de la evolución principalmente humana. Quien habla sobre todo es el paleontólogo, y quien pregunta y al final escribe es el escritor.

El resultado de este ping-pong es un conjunto de crónicas en las que el lector, como “oreja” invisible, escucha las conversaciones llenas de sabrosa información biológica, histórica y antropológica jamás ajena al tono zumbón que imprime el gran Millás, un viejo lobo que además de captar y escribir muy bien lo explicado por su interlocutor añade el aderezo del humor, del refunfuño socarrón y del autoescarnio siempre bienvenidos.

Estoy ya en el segundo libro, pero esa será otra historia. Basta decir por hoy que Millás y Arsuaga han conformado un dúo perfecto para trabajar dos temas fascinantes y felizmente inagotables: la vida y la muerte.

Nota. No resisto la tentación de compartir la imagen de mi magneto ataporquense:



miércoles, diciembre 20, 2023

Libros pellizcados


 







Somos animales de rutinas. Es una generalización, claro, pues algunos prefieren la variación permanente, y, por ejemplo, cambian de restaurante o de look cada vez que se les presenta la ocasión. Yo no. Como me gusta lo que me gusta, recaigo tanto en ello que a la vista de muchos puedo parecer un monolito. En fin, mejor evito la generalización: soy un animal de rutinas.

Una de ellas, puesta en práctica durante los cierres de año, es la de reservar los últimos quince días de diciembre para acabar con los libros pellizcados. Como abomino la cultura del desperdicio, siento que dejar un libro a medias es como no engullir completo un platillo, y eso me tortura. Así pues, aprovecho las vacaciones para someterme al estrés autoimpuesto de terminar libros que por cualquier razón han quedado parcialmente leídos durante el año.

Podrá pensarse que es una obsesión burda, pues daría lo mismo seguir leyéndolos y concluirlos en enero, pero para el hombre de rutinas que me habita no es admisible la posposición. Hay que acelerar, poner al corriente los libros que aguardan desde hace varias semanas con el separador metido en medio de las hojas como una daga.

Adrede trato pues de que no sean tantos los que se acumulan en la lectura pellizcada. En el caso de este 2023, dejé nueve en tal condición, y en los días del asueto decembrino que llevo desahogados, van tres que ya pasaron a mejor vida. Los que siguen consumidos a medias deberán correr la misma suerte sí o sí, y esta obligación es la única posibilidad o destino que les asigno para no sentir que me defraudo como lector. Como se ve, la obsesión es rigurosa y se erige como superyó lector que regaña muy feo si peco de lectura inconclusa.

A propósito: un lector no es un mejor ser humano que un no lector, como bien lo ha observado el gran Juan Domingo Argüelles. El lector es simplemente un lector, un tipo que construye su biografía al lado de los libros y se siente mal si no lo hace. Se siente mal si no lee, es verdad, pero también se siente mal si no lee completo lo que comenzó. Cuando lo hace, es como no haber concluido el rompecabezas, saber que le falta medio rostro a la figura. Cada quien sus gustos, cada quien sus obsesiones, cada quien sus rutinas.

sábado, diciembre 16, 2023

Vicisitudes y presente del sotol

 











En el Museo Arocena de Torreón recién fue presentado El sotol. Una historia de árido mestizaje (Gobierno de Coahuila, 2023), libro de Ruth Castro que constituye una pequeña enciclopedia, valga el oxímoron, sobre el destilado emblemático del pedazo de mundo en el que nos ha tocado nacer y vivir: el desierto chihuahuense. El volumen es, pues, abarcador, sumario, y convoca por ello varias disciplinas: botánica, química, antropología, historia, literatura, economía, entre las más salientes, lo que cuaja en un acercamiento redondo al objeto de estudio.

El sotol... es resultado de dos periodos de trabajo vinculados a sendas becas del Pacmyc. Su origen remoto se apoya en un hecho simple y al mismo tiempo poderoso: el amor que la autora siempre ha tenido por las plantas. Contra la idea generalizada que las percibe como objetos distantes, Ruth Castro señala que su inquietud buscó inscribirse en el nuevo paradigma que considera al mundo de las especies vegetales “no solo como elementos de la naturaleza de los que extraemos los compuestos biológicamente activos que nos sirven en alimentos, artículos y medicamentos, sino como seres vivos inteligentes, similares a los humanos en más de lo que podríamos imaginar, ya que desarrollaron complejas estrategias de sobrevivencia y poblaron el mundo millones de años antes que nosotros, es decir, que ellas fueron eslabón indispensable en el proceso de evolución para que existieran otras formas de vida”.

Así entonces, el trabajo de la autora indaga en las especies de Dasylirion, nombre científico de la planta que da origen al sotol. Los doce capítulos que lo componen atraviesan todas las posibilidades de un viaje por el tema, como “El sotol: un mezcal?”, “El sotol no es una agavácea”, “Aproximaciones a la vida social del sotol”, “‘Los mezcales’ en la conquista y colonización de española”, “Siglo XX, entre lo legal y lo clandestino”, “La planta de sotol, tradición y cultura”, “El proceso tradicional en la vinata”, “Tradición y nuevos escenarios” y “Sopesar el presente, imaginar el futuro”. A estos apartados debemos añadir, como parte del aparato crítico que demanda una buena investigación, el de referencias y el oportuno glosario preparado por Fernando de la Vara.

Diseñado con delicadeza por Álvaro Domínguez e ilustrado con imágenes exquisitas que Teresa Hernández Luna trabajó deliberadamente con el estilo de los manuales de botánica del siglo XIX, El sotol... nace como libro de obligada consulta cuando, a partir de hoy, alguien desee saber las generalidades de una planta y un producto, el destilado, cuya descripción ha llegado hasta nosotros gracias al esfuerzo de Ruth Castro y un equipo que estuvieron a la altura del desafío que implica todo buceo en las aguas profundas del pasado.

Nota. El sotol. Una historia de árido mestizaje fue presentado el 6 de diciembre de 2023 en el auditorio del Museo Arocena. Participaron Sergio Garza Orellana y la autora. El libro está a la venta en El Astillero Librería, Casa Juárez (Juárez y Degollado, Torreón).

miércoles, diciembre 13, 2023

Vagos contra oficinistas









Hace poco un joven escritor me preguntó en el taller literario que cuál era mi método de escritura. Le respondí de volea, sin pensarlo porque antes ya lo había pensado: mi método de escritura es un método sin método, y he sido más o menos fiel a este desorden desde hace muchos años, tantos que a estas alturas ya veo muy difícil procurarme un cambio.

El desorden al que me refiero tiene, claro, un límite, y nunca llega a cuajar en caos. Lo que hago sustancialmente es establecer ciertos periodos en los que las obligaciones alimenticias disminuyen y entonces sí, allí, escribir tanta literatura pospuesta como sea posible. Lo malo de esto es que tales agujeros sin chamba no son frecuentes, y entonces la labor de escribir (literatura) es pateada para adelante sin remedio.

Recuerdo al respecto la entrevista de Joaquín Soler Serrano a Juan Carlos Onetti. En ella, el gran uruguayo declaró que escribía sin concierto, mediante una metodología anárquica. Dijo que anotaba ideas en papelitos de distinta procedencia, incluso en servilletas de confitería, y cuando se sentaba a darles orden a veces ni siquiera sabía por qué había anotado tal o cual cosa. En resumen, el método onettiano desafía al escritor, lo fuerza a tener buena memoria para aprovechar los “apuntes” que se fraguan en los hiatos o sequías de escritura.

Onetti, no recuerdo si en la misma entrevista o en otra, también declaró que alguna vez viajó con Vargas Llosa por tierra, en Estados Unidos. En el trayecto, para hacer conversación, le preguntó al peruano que cómo escribía, y la respuesta fue muy otra: dijo que se levantaba temprano, que siempre escribía a diario varias horas en la mañana, que a mediodía paraba, comía, descansaba un poco, y un rato de la noche, sin desvelarse, lo aprovechaba para ver cine o teatro. Algo así, una rutina perfecta. Al escuchar esto, Onetti pensó que era una dinámica de oficinista.

Mi conclusión es la siguiente: en los extremos del método de escritura están el de Onetti y el de Vargas Llosa. El primero es de vago, el segundo de oficinista, dicho esto, en ambos casos, sin ánimo peyorativo y con obvia intención hiperbólica. En medio hay una gama de estilos que no llega a la cuadrícula de Vargas Llosa ni al despatarrado modo de Onetti.

sábado, diciembre 09, 2023

Cuadernillos a merced








En noviembre del año que cerrando vamos fue presentada una colección de seis cuadernillos publicados por la Ibero Torreón. Los textos que componen cada ejemplar nacieron en el seno de Taller de periodismo de opinión de la mencionada universidad, y fueron organizados por Laura Elena Parra (Letras sobre letras), Claudia Rivera Marín (Mente, corazón y letra), Claudia Guerrero Sepúlveda (México en lontananza), Zaide Seáñez Martínez (Sentipensar de mujer) y Andrés Rosales Valdés (Observatorio de salarios). El quinto de la serie es Voces de la calle, de mi autoría. Además de su materialización en papel, están disponibles en documentos de PDF separados que aquí es posible “bajar” gratis. Va la antesala de mi plaquette:

La más importante y decisiva creación humana la tenemos siempre frente a nosotros, tan a la mano que ni siquiera es necesario estirar el brazo para asirla. Es el lenguaje, la posibilidad de articular palabras y, con ellas, cristalizar el asombro de comunicar desde lo más sencillo hasta lo más complejo. Quien advierte esta maravilla no tiene ya escapatoria: como todo pasa por las palabras, la vida es un permanente catálogo de posibilidades para el goce y la reflexión.

Hay un ensayo en el que Borges analiza versos de cuño populachero. Los ha elegido deliberadamente burdos para demostrar que hasta la escritura menos esmerada admite una explicación ceñida a la retórica: cualquier criatura de palabras posibilita la observación de su engranaje. Así entonces, en todo lo que enunciamos hay aciertos o pifias, hallazgos deslumbrantes o expresiones gastadas, logros impecables o transgresiones de la lógica, poesía o fealdad, fluidez o tortuosidad, inteligencia o estupidez.

Lamentablemente, como nos son tan naturales, pasamos a través de las palabras sin pensar en ellas, como si no fueran el producto más acabado y perfecto de la cultura humana. Suelo referirme a esta indiferencia cuando comento los primeros dos versos del archiconocido huapango “La malagueña”, que cantamos sin pensar: “Qué bonitos ojos tienes / debajo de esas dos cejas”, y ya desde allí hay algunos disparates: es obvio que los ojos están “debajo” de las cejas, y además no es necesario decir que las cejas son dos, pues no es habitual encontrar seres humanos con tres o más cejas que sirvan de ornamento para tres o más bonitos ojos.

En la conversación familiar, en la publicidad, en el periodismo, en el diálogo que entablamos con el compa de la vulka cuando se nos poncha una llanta, en una conferencia de las pleonásticamente llamadas “magistrales” (si la conferencia no implica magistralidad, ¿qué caso tiene ofrecerla?), en las clases, en los memes, en todos lados se abren posibilidades para indagar en los entresijos de la palabra. Lo único que hace falta es un poco de curiosidad y aceptar que nada define mejor al ser humano que el hecho prehistórico de hablar y —más recientemente, desde hace cinco mil años— de escribir.

Voces de la calle es, en síntesis, un testimonio quizás un tanto juguetón, pero en el fondo serio, de mi inacabable estupor ante el instrumento que, por ejemplo, me ha permitido llegar hasta aquí, a este párrafo, y saber que soy, quevedianamente, escuchado con los ojos de quien lee. Bienvenidos pues a este manojito de perplejidades cuyo título encontré en unos versos de Joan Manuel: “Pero puestos a escoger soy partidario / de las voces de la calle / más que del diccionario”.

miércoles, diciembre 06, 2023

Otra miseria de Torreón


 







Por razones sobre todo literarias, en los más recientes tres meses he hecho varios viajes por tierra en nuestro país. Forzosamente, por ello, he tenido que salir de la central camionera de Torreón y he tenido que llegar a las centrales de cada uno de mis destinos. El contraste de nuestra terminal y las ajenas es, lo digo con tristeza, abrumador en casi todos los casos, tanto que no veo razón para ocultar que la torreonense no es una central de autobuses comerciales, sino un muladar del que deberíamos estar avergonzados.

No sé qué empresa la administra ni qué tanto tiene que ver allí el ayuntamiento municipal, pero es un hecho que desde hace muchos años, por no decir que desde siempre, y más hoy, se encuentra en el olvido. Todo en esta central es un desastre. Desde que uno llega, es horrible la entrada por un pequeño laberinto de tres carriles apretujados y mal divididos. A los lados ofrece dos zonas de estacionamiento para visitantes; sólo funciona la del flanco oriente, y ambas son espantosas, sin señalamientos, separadas de la calle con malla de alambre; la que funciona tiene una caseta desvencijada donde alguien, un pobre trabajador, cobra la salida de los vehículos y levanta la pluma. Dentro de las instalaciones todo huele a fealdad y obsolescencia. Los baños son de torniquete y ni siquiera en la zona de abordaje, cuando se supone que uno ya pagó el servicio de transporte, hay sanitarios libres y limpios. El área de andenes está por las mismas: polvosa, lamentable. Aquí, de veras, da vergüenza salir de (o llegar a) Torreón.

Salvo la de Querétaro, que casi parece un aeropuerto por su iluminación, su aseo y sus espacios comerciales, las que vi recientemente no son una maravilla pero al menos mantienen un mínimo estatus de cuidado y consideración a los viajeros. La de Monterrey ha decaído, cierto, pero sigue mucho mejor que la de aquí. La de Durango es muy decorosa todavía, e igual pasa con la de Guadalajara. Y así sea por muy poco, incluso la de Gómez luce mejor que la de Torreón. El caso es que el elefante blanco de la avenida Juárez tiene un aspecto ruinoso y por esto tal vez sea la terminal de autobuses más precaria entre las ciudades importantes del país, una mancha en el rubro infraestructural de nuestro municipio.

sábado, diciembre 02, 2023

Frente al recuerdo de Emilia


 











En Los veranos con Emilia (An-alfa-beta, Guadalupe, NL, 2023, 85 pp.), primera novela de Óscar Bonilla (Gómez Palacio, Durango, 1996), un narrador-personaje escudriña su pasado y lo que encuentra en este ejercicio es una película en tonos sepias, melancólica y casi ajena a su presente, como si no hubiera sido él quien la protagonizó. Tal extrañeza no es tan poco común: ¿no nos sentimos un tanto ajenos al pasado que hemos recorrido?, ¿acaso la distancia en el tiempo y a veces también en el espacio no nos lleva a pensar que no vivimos lo que vivimos?, ¿no nos parecen remotas y ya borrosas nuestras peripecias de la niñez y la juventud, una especie de duplicidad entre el ser y el no ser o más bien entre el haber sido y en no haber sido?

Este es un primer acierto de la nouvelle de Bonilla: colocarnos ante un escenario inestable, aneblado, el escenario del recuerdo proyectado sobre las páginas de Los veranos con Emilia. Sabemos con certeza que nuestro narrador es un adulto, y que su relato se edifica a partir de una ausencia por la cual, así sea difusa, experimenta los puyazos de una culpa retrospectiva. Vemos sus andanzas, su crecimiento individual, sus vacilaciones y la precariedad de su educación sentimental, pero siempre en un trasfondo colectivo que acusa los traumatismos impuestos por la violencia convertida en flagelo de la convivencia cotidiana.

Un lector lagunero, es decir, cualquiera de nosotros, podría admitir que el momento en el que se desarrolla la historia de Los veranos con Emilia es ubicable entre 2008 y 2012. Fue, como sabemos, un periodo peculiar en la vida de nuestra región, ya que todos nos resguardamos ante la frecuencia y el ímpetu de los desaguisados que ponían en riesgo la vida de cualquier ciudadano frente a la brutalidad perpetrada sobre todo por los narcotraficantes sin rostro apoderados del entorno. Esta turbulencia fue padecida en grado superlativo por la economía local, que cerró negocios, aniquiló la vida nocturna y la ebullición normal de nuestra convivencia. Por un toque de queda tácito, nadie o casi nadie osaba profanar con sus plantas los espacios habituales de la fiesta, los antros, los restaurantes, los cines, y es de todos sabido que los padres de familia padecieron la zozobra sin freno que representaban las salidas de sus hijos con el fin de distraerse. Fue un tiempo, lo dice el personaje-narrador de la novela, de reuniones en patios familiares, de pachangas en colonias cerradas, de “pijamadas”, pues no era recomendable el regreso de los jóvenes durante la madrugada luego de las fiestas. En este trasfondo histórico camina el recuerdo desarrollado en el libro, recuerdo que se convierte en una sutil evidencia de los estragos producidos por las guerras, cualquiera que sea su tipo y su intensidad.

Como corresponde, sin embargo, a la mirada del personaje joven, él no tiene ni la claridad ni la perspectiva para analizar los hechos como si fuera un sociólogo; sólo describe lo que ve, casi sin juzgarlo. De índole desapegada, escéptica, silenciosamente inconforme como la de muchos adolescentes, el narrador está en lo suyo, descubriendo el mundo que poco a poco abandona la niñez y todos sus flecos de inocencia. Está en el paso de la secundaria a la prepa cuando comenzamos a seguir su andanza. En la escuela, donde se relaciona con todos de manera díscola, encuentra a Emilia, una joven que lo supera en desenfado ante el roce social. No la describe como una muchacha bella, más bien ordinaria, de actitud desafiante. Sin quererlo, se enamora de ella con un amor también algo desapasionado y que no llega al arrebato. En medio de una vida estudiantil sosa, entre tareas, reuniones con amigos idiotas, clases inútiles de teatro, la aparición de la atractiva Sara y un revolcón con una señora adulta, Emilia se expande como mancha de tinta en su interior, siempre en una oscilación ambigua entre la lejanía y la cercanía, entre el quererla y el no quererla.

No es difícil entender Los veranos con Emilia como un producto literario en el que se despliegan los dos impulsos propuestos por Freud como instintos básicos de la vida humana: el eros y el tánatos, el amor y la muerte. Por un lado, el narrador al que se le descubre poco a poco el mundo de una sexualidad accidentada, pobre, mediada por la pornografía y la autocomplecencia, y por otro una realidad acribillada por la violencia y sus consecuencias fúnebres. En esta revolutura crecen el narrador y sus coetáneos, de suerte que la novela es una especie de bildungsroman colectiva.

Ha observado bien Liliana Blum al afirmar que Los veranos con Emilia es una novela pulcra “en la que nada falta ni sobra” y en la se nos muestra cómo “intentamos aprender a ‘caber’ en el mundo, suponiendo que hay un lugar para nosotros”, pero “en realidad lo único que las primeras experiencias nos dejan es la certeza de que la vida sigue, con o sin nosotros, nos guste o no”. Al narrador de esta historia le queda claro pues que la vida avanza y va dejando huecos, lastimaduras, heridas que luego será imposible restañar en lo que solemos denominar “la madurez”.

Óscar Bonilla ganó en 2017 el premio de cuento Juana Santacruz con “Las vías del tren”. En 2020 ganó la beca Arte Resiliente otorgada por la Secretaría de Cultura de Coahuila; con este estímulo trabajó El esqueleto, el hada y otros textos, su ópera prima, y el mismo año obtuvo el premio nacional Juan Rulfo para primera novela con Los veranos con Emilia, libro que desde ya nos anuncia una carrera literaria que debemos seguir con mucha atención. 

Nota. Texto leído el 29 de noviembre de 2023 en la presentación de Los veranos con Emilia en la Casa Mudéjar de Torreón. Participamos el autor y yo.

miércoles, noviembre 29, 2023

Dos de Nueva Imagen












Caminaba en el centro histórico de Querétaro con mis colegas escritores Ricardo Vigueras, Elpidia Carrillo y José Juan Aboytia y vimos una librería de viejo llamada El Tragaluz. Pequeña, apretada de libros, apenas daba margen para caminar y ver entrepaños. Muchos de los ejemplares eran contenidos en bolsitas de plástico para protegerlos, supongo, de la humedad y el polvo. Vi la edición de La tregua, de Benedetti, publicada en México por la editorial Nueva Imagen. Pensé en llevármela, pero no lo hice porque ya tengo esa novela en dos versiones, una de ellas casi la primera edición. Elpidia la tomó, y poco después escribió en su Facebook: “En el hotel, al abrir la bolsa donde estaba bien conservada, descubrimos la firma del poeta”.

Tres semanas después, en Durango, caí en la librería de viejo Alfarabía (sic). Luego de una de mis visitas a ese espacio, escribí esto: en la ida de la tarde al Museo Regional Ángel Rodríguez Solórzano, sede del Encuentro de Escritores José Revueltas 2023, en Durango, volví a incursionar en la librería de viejo que me queda de pasada, y ahora pesqué otro libro de hechura no reciente. Es la segunda impresión (1984) de la primera edición mexicana (1983) de Final del juego, tal vez el libro de Cortázar que más me gusta. Este libro ya lo tengo, lo compré nuevo hace cuarenta años, y lo usé mucho en mis clases de cuento. Desgraciadamente una vez lo presté (recuerdo a quién, pero no importa) y cuando me lo regresaron tenía una de las peores lastimaduras que puede sufrir un libro: lo habían mojado, como que le tiraron encima un vaso de agua. Así, con las hojas onduladas, la marca como de cicatriz en muchas de sus páginas y a sabiendas de que odio los libros mojados aunque estén ya secos, lo recibí y lo conservé hasta la fecha, casi como un fetiche de mi primer deslumbramiento ante Cortázar. Hoy lo reencontré intacto, sólo con el papel un poco más amarillento. Otra vez lucía ante mí, impecable, la hermosa portada con un cuadro de Remedios Varo y todos sus cuentos sin mácula de accidentales líquidos. La edición es perfecta, de Nueva Imagen, editorial que creo fundó Saltiel Alatriste antes de pasar a Alfaguara y luego caer en desgracia. Hay otros dos detalles que deseo resaltar: que la primera edición de Final del juego es de Sudamericana y fue publicada en el año de mi nacimiento, 1964, que también tengo. Y el otro detalle es que allí aparecen cuentos ya legendarios como “Continuidad de los parques”, “Axolotl”, “La noche boca arriba” y por supuesto “Final del juego”. Me costó cien pesos, como claramente se ve en el pegotito con el precio que innecesariamente le infligieron a la portada.

Puedo suponer que fue una especie de premio de consolación.

sábado, noviembre 25, 2023

Encuentros fortuitos, el cuento como desafío










Entre otras, una de las responsabilidades del editor es, a veces, cuando no hay quién lo materialice o se lo piden, escribir el texto que aparecerá en la espalda del libro, aquel lugar que todos hemos visto ubicado en lo que la mayoría conoce como “contraportada” y en el argot editorial denominamos “cuarta de forros”. Suele ser un texto no firmado y siempre, sistemáticamente, elogioso, pues lo que procura es invitar al potencial lector a comprar el libro y quizá también, si no es mucho pedir, a leerlo. Por ello, es muy difícil, por no decir imposible, encontrar que este género de escritura consigne que el libro es aburrido o prescindible. El texto de la cuarta de forros presupone el aplauso, el espaldarazo y muchas veces el confeti más irresponsable.

Cuando escribí y firmé las palabras para la cuarta de forros del libro Encuentros fortuitos (UANL-Ibero Torreón, 2023) ya estaba segurísimo de mis afirmaciones, sobre todo de la última línea. Cito el convite: “El dolor, la rabia, el humor, la desesperanza, el vacío y la incertidumbre son algunas de las estaciones del alma que atraviesa Encuentros fortuitos, segundo libro de cuentos de Miguel Báez Durán. Armado con una prosa más que bien templada y en todo momento espesa de literatura, el autor nos lleva a convivir con personajes que habitan la frontera simbólica entre México y Canadá, sujetos cuya inestabilidad nos permite suponer, por extensión sinecdóquica, la inestabilidad de la vida, el monstruo que acecha detrás de cualquier rutina o sensación de bienestar. Así, una turista canadiense entregada a la caridad indolora pierde misteriosamente la vida en Cancún, una madre alucina con las caricaturas niponas que podrían contaminar a su hijo, unos pelagatos edifican a punta de memeces su indestructible ego, una mujer es acosada por los arañazos del amor y la maternidad, un escritor revisa su fracaso en el espejo del reconocimiento ajeno y remotísimo, un inquilino con anhelos de serial killer reflexiona sobre el cese taxativo del ruido en su vecindario y, por último, un sujeto queda hecho pomada por la belleza fugaz e inalcanzable. He aquí, dicho de manera muy sintética, el contenido de Encuentros fortuitos, libro que evidencia la pericia narrativa de Miguel Báez Durán, escritor pleno de imaginación y de recursos para usarla, sin duda un maestro del nocaut cuentístico”.

Insisto: al escribir lo anterior sabía que el minitexto de la cuarta debía terminar de manera categórica y subrayar que Miguel Báez Durán (Monterrey, NL, 1975) es un “maestro del nocaut cuentístico”. Razonar esta afirmación aparentemente excesiva es el propósito de los renglones que ofrezco a continuación.

Diré en esta nueva oportunidad, para empezar, lo que he repetido muchas veces sobre todo en los talleres literarios: que el cuento es un género literario peliagudo, fácil nada más para quienes lo observan desde la otra orilla del río. Es pues un error juzgarlo por su complexión breve, pensar que el cuentista es un tipo que se sienta, relata una anécdota y termina en la cuartilla dos o cinco o diez, cuando la aventura narrada ha terminado. Así de sencillo y así de falso. Se le minusvalora en principio por su brevedad: ¿qué tan difícil puede ser sancochar un texto corto?, piensan muchos. Lamento decir que la brevedad es apenas su característica más saliente, la punta de un iceberg que debajo esconde —cuando el cuento es eficaz, cuando el cuento es, como quería Poe, impactante— un montón de malicias, tantas que por ello muchos narradores le sacan la vuelta y optan por la escritura quizá más relajada de la novela, género que asimismo demanda otras pericias.

Pues bien, digo que Miguel Báez es un maestro del cuento no por capricho o por los imperativos de la amistad, sino porque sus cuentos son dispositivos literarios que admiten la lectura más puntillosa. En Encuentros fortuitos no asistimos a la escritura de un aprendiz, de alguien que apenas tantea con paso titubeante el terreno movedizo del cuento. Al contrario, en este libro estamos frente a la presencia de un narrador ya dueño de todos los recursos necesarios para articular historias compactas, emotivas, dignas de figurar en la biblioteca más rigurosa. Pienso de nuevo en la extensión; pese a que se trata de cuentos largos, la apretada intensidad de cada pieza crea la impresión de vertiginosidad, rasgo propio del cuento, casi como si en la lectura asistiéramos a un viaje en caída libre.

Los cuentos avanzan sin detalles que queden librados al azar, sin distracciones parasitarias, siempre al servicio del asunto central, siempre apegados al conflicto del protagonista. Desde cada uno de los arranques sabemos de un propósito, de un deseo clavado como daga en el espíritu de cada personaje principal, y hacia allá, a ver cumplido o frustrado ese deseo, avanzamos guiados por una prosa que no se da reposo en su fluidez, casi frenética en el despliegue de las peripecias y sin embargo espesa de belleza literaria, henchida de giros que nos permiten apreciar la soltura de un narrador que se apodera de un tono y no lo suelta hasta persuadirnos de que lo contado está muy bien contado, con las medidas justas de velocidad, introducción de detalles y verosimilitud.

En los siete cuentos que habitan este libro conviven las mejores herramientas de la narrativa. Por ejemplo, una que no es frecuente encontrar en otros escritores: la capacidad para bucear minuciosamente en el alma de los personajes, la destreza para sumergirse en interiores atormentados, en vidas que encallan en miedos, en odios, en obsesiones, en tristezas recónditas, en muy pocos, poquísimos o de plano nulos motivos de alegría. No se ha equivocado Saúl Rosales, quien tras leer los cuentos de Encuentros fortuitos me comentó que, natural o aprendido, hay algo de destoyevskiano en los microcosmos urdidos por Miguel Báez. Y sí, la mayor parte de los personajes que deambulan por estas páginas son sujetos sujetos a un pequeño infierno, seres incrustados en la urbe que bajo la cutícula de civilización no pueden evitar los manotazos de la soledad y la barbarie.

He compartido con su autor los títulos de mis relatos preferidos. Con los libros de cuentos, como ocurría antes con los discos y sus canciones, siempre pasa esto: uno selecciona en la cabeza las piezas que más le cuadran. No citaré aquí cuáles son, para no prejuiciar más al lector con mi opinión. Sólo diré, como cierre de mi reseña, que este libro es un dechado de libro de cuentos, que todos sus párrafos han sido concebidos, problematizados, ejecutados y revisados con lupa por un escritor lagunero desbordante de talento literario y voluntad creativa, por Miguel Báez Durán, un narrador que ha aceptado los desafíos del cuento y ha salido airoso como lo que es: “un maestro del nocaut cuentístico”.

Comarca lagunera, 22, noviembre y 2023

Nota. Texto leído en la presentación de Encuentros fortuitos (UANL-Ibero Torreón, 2023) celebrada el 22 de noviembre de 2023 en la Galería de Arte Contemporáneo del Teatro Isauro Martínez, Torreón. Participamos Mariana Ramírez Estrada, el autor y yo.

miércoles, noviembre 22, 2023

Encuentros fortuitos, cuentos de Miguel Báez

 









Encuentros fortuitos, libro de cuentos de Miguel Báez Durán coeditado por la Universidad Autónoma de Nuevo León y la Universidad Iberoamericana Torreón en 2023, será presentado hoy miércoles 22 de noviembre a las 7 PM en la Galería de Arte Contemporáneo del Teatro Isauro Martínez, de Torreón. Mariana Ramírez Estrada, el autor y yo haremos los comentarios sobre el libro.

Los personajes de los siete cuentos reunidos en Encuentros fortuitos habitan la frontera simbólica entre México y Canadá, y son sujetos cuya inestabilidad nos permite suponer la inestabilidad de la vida, el monstruo que acecha detrás de cualquier rutina o sensación de bienestar. Así, una turista canadiense entregada a la caridad indolora pierde misteriosamente la vida en Cancún, una madre alucina con las caricaturas niponas que podrían contaminar a su hijo, unos pelagatos edifican a punta de memeces su indestructible ego, una mujer es acosada por los arañazos del amor y la maternidad, un escritor revisa su fracaso en el espejo del reconocimiento ajeno y remotísimo, un inquilino con anhelos de serial killer reflexiona sobre el cese taxativo del ruido en su vecindario y, por último, un sujeto queda hecho pomada por la belleza fugaz e inalcanzable.

Miguel Báez Durán (Monterrey, NL) radica en Torreón desde 1985. Es licenciado en Derecho por la Universidad Iberoamericana Torreón y maestro en Letras Hispánicas por la Universidad de Calgary. Entre otros libros, es autor de Vislumbre de cineastas y Miel de maple. Ha publicado reseñas de cine y libros en revistas y en su blog, además de haber colaborado como crítico de cine en programas de radio cultural. Fue profesor de español como lengua extranjera en la Universidad de Calgary, la Universidad Concordia y la Universidad de Quebec en Montreal. Hasta el 2017 también fue profesor de tiempo completo en el Departamento de Lenguas y Culturas de Vanier College. Actualmente colabora como profesor de asignatura en la Ibero Torreón. También da clases de español como lengua extranjera en línea.

Mariana Ramírez Estrada nació en Torreón, y estudió Ciencias Humanas en la Ibero Torreón. Es editora de revistas y libros, correctora de estilo y maestra de literatura.

La entrada es libre y al final habrá brindis.

sábado, noviembre 18, 2023

Podcast sobre Leyenda Morgan










 

No soy de medios audio, visuales ni audiovisuales, por eso el auge de los podcasts no me ha seducido. Esto no significa, sin embargo, marginarme si alguien me convida a trabajar en un producto de esa índole, como pasó con la propuesta del comunicólogo regiomontano Gabriel Contreras, quien me invitó a dialogar sobre la reedición de mi libro Leyenda Morgan (UANL, 2023) para, con ese material, armar un podcast. Ya quedó, y aquí lo dejo al alcance de quien guste escucharlo. Las respuestas que di, si alguien las prefiere leídas, son las siguientes, y creo son útiles para acceder a la materia de la literatura criminal en general y a mi libro de cuentos en particular.

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Mi primer contacto con la literatura policial, detectivesca o criminal se dio, como supongo les ocurre a muchos lectores incipientes, con los cuentos de Edgar Allan Poe, particularmente con el primer cuento de la historia de la literatura policial: “Los crímenes de calle Morgue” en la edición de Porrúa de la colección Sepan cuentos. Allí también hay otros cuentos policiales famosos, como “La carta robada”, y en esas historias me asombró la acumulación de pistas y la tremenda capacidad de Auguste Dupin para atar las pistas y esclarecer el misterio. Supe entonces que todo escenario de un crimen o todo relato detallado de un delito esconden mensajes, comunican, y la tarea del investigador es decodificar bien los indicios, interpretar las huellas.

Poco después, en la misma colección Sepan cuentos de Porrúa, leí los cuentos de Conan Doyle que tienen como protagonista, ya lo sabemos, al detective más famoso de la literatura, Sherlock Holmes. Son historias algo mecánicas, de estructura algo rígida, dirigida al público europeo del siglo XIX, cuando todavía lo policial no había alcanzado la popularidad que luego tendría. Gracias a Holmes se afianzó en mí la certeza de que lo más importante en una historia de este tipo son las pistas, y que el investigador astuto debe ser capaz de conjeturar lo que comunican

Con los años seguí leyendo de todo, y no faltaron libros policiacos, aunque no muchos, pues hasta la fecha no me considero un lector o escritor de este tipo de literatura, sino un lector a secas que en el camino ha leído y escrito algunos relatos policiales. Cayó en mis manos, por ejemplo, el libro escrito por Borges y Bioy firmado con el seudónimo H. Bustos Domecq, que exagera hasta lo paródico los recursos de la narrativa detectivesca de enigma. También me gustó mucho Rodolfo Walsh, su libro Variaciones en rojo. De los mexicanos, comencé con Bernal y Taibo II, y con el paso del tiempo se han sumado autores más recientes. También debo decir que el cine y series de televisión me han orientado y estimulado para animarme a escribir cuentos policiacos.

Debo agregar que para mí es muy importante la noción de principio, medio y fin. No me agradan las historias deshuesadas, los finales nebulosos, demasiado abiertos o mañosamente resueltos, sin pistas previas. Un último detalle: cuando pensé en escribir algo policial, pensé en combinar el relato de enigma con el policial duro. Es decir, que en una misma historia hubiera una pregunta y elementos que aludieran a la viscosidad de la violencia común, no la relacionada con el narco, sino con los robos, extorsiones y demás tropelías que siempre han existido.

2

Lo primero fue imaginar al personaje, diseñar sus rasgos físicos y su psicología. Gradualmente fui añadiendo detalles a su aspecto. Sabía que debía ser policía judicial con poca instrucción, con un pasado familiar algo disfuncional y precario, además de no muy exigente con su ética. También, que debía ser muy sagaz y valiente, intuitivo. Me impuse desde el principio la idea de hacerlo antisocial, poco dado a la conversación, solitario, nada sentimental y ajeno por completo a las delicadezas. Una de las obligaciones más enfáticas que me propuse cumplir es vincularlo estrechamente con gustos populacheros, nada culteranos, pues he leído y visto películas en las que el policía, luego de pasar todo el día en los barrios bajos, en los tugurios, en los lupanares, en los callejones oscuros y mugrientos entre delincuentes, soplones y demás canallas, llega a su departamento de soltero insalvable, se sirve un whisky, pone música clásica en el estéreo y acaricia a un gatito o a un perro french. Yo no quería eso, pues imagino que un policía judicial mexicano al uso tiene en general gustos elementales, oye música populachera, come tacos, bebe cerveza y todo su mundo real y simbólico es rasposo.

En el camino también pensé en la formación intelectual de mi protagonista, por llamar de algún modo a su formación. En lugar de tener referencias sobre la Divina Comedia, como ocurre con ciertas películas gringas en la que un investigador deduce que los crímenes se relacionan con clásicos, mi policía sólo debía tener preparación elemental. Imaginé entonces que en lugar de libros muy sesudos, mi policía se había pasado la vida leyendo novelitas semanales de puesto de periódicos, literatura baratísima, historietas mexicanas. Como le pasó al Quijote con las novelas de caballería, mi investigador se ve embrujado por los cómics que devora y eso lo lleva a imaginar que él puede convertirse en protagonista de esas publicaciones. Así, mi libro Leyenda Morgan es un libro de cuentos, pero con algunos rasgos de novela, como un solo personaje en todas las historias, una sola atmósfera, una estructura similar en donde se trata de respetar el principio-medio-fin y un presente narrativo en todo el libro. En este sentido, se me ocurrió que el presente narrativo de todo el libro se da mientras el policía bebe cerveza en una cantina, y entre cada vuelta a ese presente el personaje imagina delitos que ha esclarecido en el pasado, siempre con la sensación de que son parte de una historieta.

Esto va de la mano a la idea de añadir imágenes de cómic al libro, portadas como de historieta popular mexicana a cada cuento y también una página de historieta en cada cuento pero no como ornamento, no como ilustración, sino como parte de la trama para reforzar la idea de que mi policía se imagina protagonista de una novela policiaca semanal. Este libro ganó el premio nacional de cuento del INBA-SLP 2005, y los jurados, Ana Clavel, Daniel Sada y Hernán Lara Zavala destacaron que esta narrativa textual con algunos elementos icónicas era una novedad. El premio de San Luis es convocado desde 1974, y quizá mi libro sea el único de corte policial que lo ha ganado.

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No soy especialista, como académico, en literatura policiaca de México ni de ninguna parte. A lo mucho soy un lector esporádico de este tipo de obras. Sé que en los años recientes han aparecido autores valiosos como Élmer Méndoza, Eduardo Antonio Parra o Vicente Alfonso, por mencionar sólo a tres muy destacados, pero son muchos más. Ellos han continuado la obra de Usigli, Bernal, María Elvira Bermúdez, algo de Ibargüengoitia, algo de Leñero y, por supuesto, de Taibo II y Juan Hernández Luna. Creo sin embargo que todavía falta mucho para alcanzar la fuerza y la abundancia de literaturas policiacas o criminales como las de Inglaterra, Estados Unidos, Francia y, en América Latina, Argentina. Ahora bien, esto no es una competencia, y México puede hacer aportes que ya de alguna manera está haciendo al incorporar a la literatura circunstancias de la realidad hiperviolenta del crimen organizado. Pero no es fácil trabajar con la violencia extrema, pues de allí puede salir una literatura tan truculenta que puede resultar inverosímil. No digo “inverosímil” porque no pueda ser creída como literatura, sino porque siempre sospecharemos que es una creación artificial del escritor, ya que sería al menos raro que un novelista haya “vivido” esas experiencias para después contarla. Tal vez el género más adecuado para contra la hiperviolencia sea el ensayo, como lo han demostrado con sus libros Sergio González Rodríguez, Héctor Domínguez Ruvalcaba y Oswaldo Zavala.

En lo personal, creo que los mejores temas para lo policial tienen que ver con el delito común, con los fraudes, con los robos, con los homicidios por celos o por venganzas familiares. Quizá eso es un material más fácil de explorar y explotar por el escritor y no tanto el submundo de la hiperviolencia donde se mueve el crimen organizado.

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Ni siquiera he pensado en mi policía judicial como un antihéroe. Quizá ciertos lectores se identifican con él porque en el fondo todos apetecemos no tener miedo, movernos y dialogar con quien sea sin que nos tiemble la voz. En lo personal creo que mi personaje es desagradable, pero tampoco tuve muchas opciones al construirlo. Haberlo hecho amable, educado, cordial, justo, sensible, lo hubieran convertido en un fantasma. El tipo es un tipo terrestre, formado en su circunstancia, sin muchos principios ni valores. No lo propongo como modelo de nada en la realidad, sino como un sujeto que, algo hiperbolizados, tiene algunos rasgos comunes a los guardianes de la ley en nuestro país, peones que buscan su acomodo en el inmenso ajedrez de la corrupción.

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Un rasgo que también quise sumar a Leyenda Morgan quizá no es muy visible, pero yo sé que de alguna manera está allí. Desde hace mucho soy admirador de la literatura picaresca española, y creo que en gran medida nuestra realidad está llena de Lazarillos de Tormes y de Buscones de Quevedo. Quizá en la literatura ya no aparecen tantos pícaros, pero en la realidad estamos llenos de personajes de este tipo, logreros, gandallas, transas, vivos. Ahora bien, no creo que esos personajes sólo rondan en los bajos fondos de la sociedad, sino que son ubicuos. Esto significa que para mí el pícaro puede vivir y lucir sus mañas en el barrio, pero también es pícaro quien hace transas en las altas esferas políticas o empresariales. Si algo caracteriza a la realidad mexicana es eso, la superabundancia de pícaros. Son pícaros los compas de la tiendita que nos despachan kilos de 900 gramos, pero también son pícaros los banqueros que nos hace cargos oscuros en la tarjeta. Por eso mismo casi nadie está limpio en mi libro Leyenda Morgan, todos se mueven allí como gesticuladores, son mentirosos seriales y sujetos con moral torcida. La mirada del lector se centra en el protagonista porque es el protagonista, pero casi todos los personajes con los que trata harían lo mismo si pudieran.

Esto no significa que mi libro se asuma como un tratado sociológico o una obra con mensaje concientizador. No fue ese mi propósito al escribirlo, sino articular historias en las que con ciertas dosis de humor negro se refleja de manera algo esperpéntica la realidad en la que creo que nos movemos. Es por ello un objeto literario, no académico, aunque alguien quiera leerlo de cualquier otra manera. La idea más remota de este libro me nació al escuchar una conferencia sobre derechos humanos. Recuerdo que la ponente habló de los procesos judiciales y dijo que si las evidencias de un delito no están bien levantadas, no habrá castigo, pues el debido proceso obliga a que el delito quede perfectamente demostrado. Como las escenas del crimen se contaminan, como las autoridades no peinan adecuadamente los lugares donde se comete un delito, eso a la larga provoca la imposibilidad del castigo, la impunidad. Mi personaje no es un corrupto mayor, es un pícaro centavero y un traidor casi secreto de su oficio, pero si multiplicas esa picardía individual por miles o millones, es por eso que vivimos en una realidad muy dada a la injusticia, a la impunidad.

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Los argentinos hablan de “códigos” y de “no tener códigos” cuando un delincuente traiciona a otro o pasa ciertas líneas, como no cumplir un acuerdo, robar lo robado o meterse con familiares. Creo que esta insistencia en la “ética” entrecomillada es herencia de los grupos mafiosos del sur de Italia, lo que tanto resalta y seduce en la saga de El Padrino. No creo que en México sea tan claro hablar de este tipo de códigos. Acá siento que no hay mucho prurito o cargo de conciencia si alguien traiciona a alguien, si se rompe con la ética. Mi personaje es un tipo torcido, que ni siquiera repara en la existencia de una mínima ética. Lo único que busca y muchas veces logra es obtener una ganancia particular tras dar con la solución de un misterio. En él jamás resalta un remordimiento, la idea de que transgredió algo. Para él, lo más normal es lo anormal, medrar, usar su cargo para centavear. Por eso también vive y trabaja solo; esto le permite no rendirle cuentas a nadie.

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Es cierto, mi libro es una mixtura de elementos cultos y populares. Me da pena decir que un rasgo culto está en la textura de la prosa, en su tono, y en la idea cervantina que ya mencioné: así como el Quijote enferma con novelas de caballería, mi policía es engatusado por los cómics policiacos. Los elementos populares son muchos: las canciones que oye mi policía (sólo Los Cadetes de Linares), las películas que ve (de los hermanos Almada), su apodo de beisbolista y en general el contexto en el que se mueve, los lupanares, las cantinas, los mercados, las taquerías. En todo esto creo que influyó el hecho de que yo me muevo en dos planos: tengo algún contacto con la alta cultura (por ejemplo, con los libros) y también con la calle, con la realidad más inmediata de la comarca lagunera.

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En todos los cómics imaginados por el Teniente Morgan hay una frase que opera como subtítulo: “La ley nunca descansa”. Por supuesto es una ironía. Mi policía representa a la ley, pero es quien menos va a ejercerla. Podría pensarse que él es una sinécdoque del Estado criminal: la parte por el todo. Él no es tonto, al contrario, no tiene lecturas, no tiene formación, pero es muy inteligente. Lamentablemente pone su sagacidad al servicio sólo de sí mimo, nunca de la ley. 

miércoles, noviembre 15, 2023

Escoria sin dueño

 

















Ya hace algunos años sancoché una columna con este mismo tema: el de las falsas atribuciones literarias. Son cada vez más frecuentes y no hay poder humano que las detenga, y menos con las redes sociales a la mano, lo que para muchos es como tener disponible una AK-47 cuyo único empleo es disparar falacias hacia todos lados. Comento un caso de falsa atribución que recién me topé en las zahúrdas de la comunicación actual a las que solemos llamar “redes”.

Lo primero que jaló mi atención fue el título: “Excelente escrito de Gabriel García Márquez”. Fuera del mundillo literario, es al menos raro llamar “escrito” a cualquier texto que seguramente responde a un género específico (poema, cuento, crónica…). Leer de nuevo que el “escrito” era de GGM me puso en guardia, y no me equivoqué. Organizado en “versos”, comienza así: “Si te atrae una mujer / por la talla de su pecho, / por su cintura o por sus caderas, / te estás equivocando”. Una mínima instrucción literaria permite ver, sin ninguna dificultad, el tono chafa del texto, su catadura de poesía menos que elemental, su mirada embusteramente solidaria. Continúa: “Si lo que más valoras / en ellas son los rasgos de su cara / el color de sus ojos, / la longitud de sus piernas / o como se ve con minifalda / te sigues equivocando”. No mejora, no se eleva, sigue a ras de suelo, y allí se queda, así que está de más proseguir.

Pensé lo de siempre: GGM no escribió poesía, y si lo hubiera hecho es muy difícil imaginarlo con ese tono de poema de almanaque, edulcorado y “con mensaje”. Estaba a punto de abandonar el asunto cuando de reojo vi los comentarios. Todos eran elogiosos, una catarata de aplausos a lo bonito del poema, la demostración más acabada del mal gusto triunfante. De esa manera llegué a un comentario que me desconcertó: “El texto no es del colombiano. Es demasiado bueno para ser de García Márquez”. Las primeras seis palabras estuvieron a punto de renovar mi fe en la humanidad, pues decían la verdad: “El texto no es del colombiano”. Lo malo fue la segunda afirmación: “Es demasiado bueno para ser de García Márquez”. Parecía la opinión más centrada, la más sensata, la más informada, pero terminó siendo la peor, la más próxima al desastre.

sábado, noviembre 11, 2023

Vindicación de Malinche

 











Malinche y la conquista de México (UA de C, Saltillo, 2023, 171 pp.), nuevo libro de Saúl Rosales, cumple lo que su título promete: por un lado, varios de sus ensayos recorren la circunstancia de la indígena que sirvió principalmente como traductora al regimiento español y, por el otro, nos acerca a varios momentos de la empresa que tuvo como eje a Hernán Cortés. Es, el del escritor y maestro lagunero, un libro trazado durante los años del quinto centenario de la conquista europea al suelo mexicano, los que van de 2019 a 2021.

El tema de este título no es cómodo, pues bien sabemos que el debate sobre la conquista de América en general y de México en particular se ha extendido por décadas y la paleta de opiniones va, hasta la fecha, del blanco al negro con todos los grises posibles en el medio. La polémica se da desde lo nominal: ¿cómo debemos llamarle? ¿Conquista? ¿Genocidio? ¿Choque de dos mundos? ¿Encuentro inevitable? ¿Proyecto civilizatorio? ¿Conmemoración? ¿Efemérides? ¿Pesadilla? Por esto digo que no es un libro cómodo, ya que, si lo miramos bien, los acontecimientos ocurridos a partir de 1492 en el territorio que luego sería llamado América conjugan todas o casi todas las posibilidades de la denominación: lo mismo fue un encuentro inevitable que un genocidio y un culturicidio de los pueblos originarios y, en algún otro punto y con asegunes, un proyecto civilizatorio. Pero todo es y será debatible, claro, y qué no lo es cuando hablamos del pasado y las desventuras de la humanidad. Ahora bien, en el libro que nos ocupa es destacable una suerte de equilibrio en la ponderación: más que exaltar a unos o a otros, el autor resalta, subraya, enfatiza que todo ese proceso fue una hazaña de indígenas y españoles. Hay figuras señeras, obviamente, pero a ellas debemos sumar miles de rostros anónimos que en el ataque y la defensa se mostraron bizarros en el primer sentido —el único que debería tener— de esta palabra.

En sus ensayos —ensayos de interpretación, preciso—, Saúl Rosales interroga sobre todo los tres libros más salientes escritos en torno a la conquista de México: las Cartas de relación, la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España y la Historia general de las cosas de la Nueva España, de Cortés, Bernal Díaz y Bernardino de Sahagún, respectivamente. Junto a ellos, convida una batería no muy amplia pero sí valiosa de especialistas en el tema como Miguel León Portilla, Christian Duverger y Camilla Towsend.

Creo seriamente que lo sustancial en Malinche y la conquista de México no está en el aparato erudito, sino en la destreza de su autor para cuadrar los asuntos que acomete. Los textos que componen este libro son por ello excelentes ejemplos de ensayo libre, subjetivo, de interpretación. En todos asoma asimismo la buena prosa y la originalidad del abordaje, rasgos clave a la hora de valorar los trabajos de este género y acaso de todo tipo de escritura. Dividido en tres partes tituladas “Malinche”, “Variaciones sobre la conquista de México” y “Más variaciones, 1519-1521”, contiene 29 piezas y una acuciosa presentación escrita por Salvador Hernández Vélez. En la parte inicial, Rosales focaliza su atención en la figura de Malinche, y, sin aspavientos, más que simpatizar, empatiza con ella, para decirlo con una palabra hoy tan de moda.

Al insistir en la eliminación, por su retintín minusvalorativo, del artículo “la” al nombre Malinche, el autor habla sobre la inmerecida carga de injurias perpetrada contra la figura de la indígena. Lo expone así:

Tal vez también contribuya, para atribuirle capacidad denigrante al artículo, el hecho de que a Malinche se le quiso ver desde hace siglos como una traidora. Se supone que traicionó a sus connacionales, cuando México no existía como nación; que habría traicionado a los mexicas, cuando ella no era mexica. Hasta se creó el mexicanismo malinchismo para significar la preferencia por lo extranjero.

Me detengo a pensar en la sutileza de ensayista con la que Rosales ha percibido el tufo a desdén que hay en un artículo: “la Malinche” —le parece y es así— no es lo mismo que “Malinche”, como no es lo mismo “el Roberto” que “Roberto” o “la Susana” que “Susana”. Abolir un monosílabo es el comienzo de su vindicación. Y por supuesto no para allí: los primeros textos del libro dan cuenta del personaje fascinante que es Malinche. Con todo en contra desde niña, va rebotando en su escarpada biografía hasta terminar como pago en especie (humana) a las huestes de Cortés luego de la batalla de Centla. No rebasa los veinte años y ya el barroquismo de su destino la ha zarandeado hasta convertirla en casi nada.

El azar, sin embargo, le juega a favor cuando se convierte en propiedad de los soldados españoles, y más particularmente de Cortés: por nacimiento y luego por haber sido vendida a una comunidad que no era la suya, Malinche sabe náhuatl y maya, y como el capitán lleva a Gerónimo de Aguilar, recién rescatado en tierras de la península yucateca, hay un español que sabe maya; así la cadena de transmisión comunicativa queda establecida con dos traductores que serán fundamentales en las órdenes a los aborígenes aliados y en los tratos o desavenencias con los enemigos: Malinche recibe la información en náhuatl, la comunica en maya a De Aguilar y éste la pasa en español a Hernán Cortés. Este flujo verbal tripartita no duró mucho, pues Malinche, virtuosa políglota al fin, pronto se hizo de la lengua española y por su medio comenzó a pasar toda la información del náhuatl para Cortés y del español para sus interlocutores indígenas, de ahí que fue ella la principal bisagra entre las dos lenguas, que es como decir entre las dos cosmovisiones.

El libro de Saúl Rosales es una vindicación de Malinche, es verdad, como lo evidencia en este ilustrativo pasaje:

La idea de que Malinche es —digo que es, porque sobrevive a pesar de todo—  una traidora de los mexicanos perdura como herida amarga en la sociedad. Pero Malinche no traicionó ni a los mexicas. Malinche era de otro pueblo, era popoluca, de un lugar alejado cientos de kilómetros de Tenochtitlan y, más aún, sujeto a hostilidades de los súbditos de Moctezuma.

Malinche es el ejemplo del ser humano que se sobrepone a las adversidades y se alza hasta un destino luminoso. Malinche es digna de resplandecer en la memoria con brillo de bronce lustrado; de permanecer entre quienes han sido inmortalizados con los más sólidos materiales y en las páginas imborrables. Su biografía es de símbolo nacional.

Esto puede hacer pensar en un deslumbramiento exclusivo del autor por la figura de la “lengua” o “faraute” de Cortés, pero no es así. En todas las páginas de su libro hay un relente de admiración por aztecas, tlaxcaltecas y españoles por igual, lo que nos lleva a reconsiderar odios retroactivos. Rosales hace el planteo en estos términos:

Juntos, el poder de los siempre insumisos y aguerridos tlaxcaltecas y el poder de los europeos y sus aliados indígenas se encaminan a Tenochtitlan. Los súbditos del poderoso imperio azteca se les oponen con armas y diplomacia, como hicieron desde que los extranjeros se instalaron en Veracruz. Estas tres fuerzas del siglo XVI, mexicas, tlaxcaltecas y europeos, son las que deberían estar presentes en el espíritu mexicano.

La civilización azteca cuya energía bélica y creadora dejó incontables testimonios en la historia y en la geografía; el poderío tlaxcalteca que sobrevivió insumiso a pesar de estar cercado por el imperio mexica y la potencia europea que había tenido la suficiencia para cruzar el Atlántico y explorar y colonizar vastedades no imaginadas son el trío de fuerzas nutricias que debían alimentar la psicología de los mexicanos.

Por todo, este de Saúl Rosales es uno más de sus valiosos libros, “un testimonio —como señala Salvador Hernández Vélez en el prólogo— que documenta fielmente (…) el pulso de la vida nacional durante el inicio y la consumación de la conquista de México a quinientos años de distancia”.

Torreón, Coahuila, 10, noviembre y 2023

Nota. Texto leído en la presentación de Malinche y la conquista de México. Participamos Salvador Hernández Vélez, el autor y yo. Se celebró en el Centro de Transferencia de la Ciudad Universitaria de la UA de C, Torreón, el 10 de noviembre de 2023.