sábado, diciembre 02, 2023

Frente al recuerdo de Emilia


 











En Los veranos con Emilia (An-alfa-beta, Guadalupe, NL, 2023, 85 pp.), primera novela de Óscar Bonilla (Gómez Palacio, Durango, 1996), un narrador-personaje escudriña su pasado y lo que encuentra en este ejercicio es una película en tonos sepias, melancólica y casi ajena a su presente, como si no hubiera sido él quien la protagonizó. Tal extrañeza no es tan poco común: ¿no nos sentimos un tanto ajenos al pasado que hemos recorrido?, ¿acaso la distancia en el tiempo y a veces también en el espacio no nos lleva a pensar que no vivimos lo que vivimos?, ¿no nos parecen remotas y ya borrosas nuestras peripecias de la niñez y la juventud, una especie de duplicidad entre el ser y el no ser o más bien entre el haber sido y en no haber sido?

Este es un primer acierto de la nouvelle de Bonilla: colocarnos ante un escenario inestable, aneblado, el escenario del recuerdo proyectado sobre las páginas de Los veranos con Emilia. Sabemos con certeza que nuestro narrador es un adulto, y que su relato se edifica a partir de una ausencia por la cual, así sea difusa, experimenta los puyazos de una culpa retrospectiva. Vemos sus andanzas, su crecimiento individual, sus vacilaciones y la precariedad de su educación sentimental, pero siempre en un trasfondo colectivo que acusa los traumatismos impuestos por la violencia convertida en flagelo de la convivencia cotidiana.

Un lector lagunero, es decir, cualquiera de nosotros, podría admitir que el momento en el que se desarrolla la historia de Los veranos con Emilia es ubicable entre 2008 y 2012. Fue, como sabemos, un periodo peculiar en la vida de nuestra región, ya que todos nos resguardamos ante la frecuencia y el ímpetu de los desaguisados que ponían en riesgo la vida de cualquier ciudadano frente a la brutalidad perpetrada sobre todo por los narcotraficantes sin rostro apoderados del entorno. Esta turbulencia fue padecida en grado superlativo por la economía local, que cerró negocios, aniquiló la vida nocturna y la ebullición normal de nuestra convivencia. Por un toque de queda tácito, nadie o casi nadie osaba profanar con sus plantas los espacios habituales de la fiesta, los antros, los restaurantes, los cines, y es de todos sabido que los padres de familia padecieron la zozobra sin freno que representaban las salidas de sus hijos con el fin de distraerse. Fue un tiempo, lo dice el personaje-narrador de la novela, de reuniones en patios familiares, de pachangas en colonias cerradas, de “pijamadas”, pues no era recomendable el regreso de los jóvenes durante la madrugada luego de las fiestas. En este trasfondo histórico camina el recuerdo desarrollado en el libro, recuerdo que se convierte en una sutil evidencia de los estragos producidos por las guerras, cualquiera que sea su tipo y su intensidad.

Como corresponde, sin embargo, a la mirada del personaje joven, él no tiene ni la claridad ni la perspectiva para analizar los hechos como si fuera un sociólogo; sólo describe lo que ve, casi sin juzgarlo. De índole desapegada, escéptica, silenciosamente inconforme como la de muchos adolescentes, el narrador está en lo suyo, descubriendo el mundo que poco a poco abandona la niñez y todos sus flecos de inocencia. Está en el paso de la secundaria a la prepa cuando comenzamos a seguir su andanza. En la escuela, donde se relaciona con todos de manera díscola, encuentra a Emilia, una joven que lo supera en desenfado ante el roce social. No la describe como una muchacha bella, más bien ordinaria, de actitud desafiante. Sin quererlo, se enamora de ella con un amor también algo desapasionado y que no llega al arrebato. En medio de una vida estudiantil sosa, entre tareas, reuniones con amigos idiotas, clases inútiles de teatro, la aparición de la atractiva Sara y un revolcón con una señora adulta, Emilia se expande como mancha de tinta en su interior, siempre en una oscilación ambigua entre la lejanía y la cercanía, entre el quererla y el no quererla.

No es difícil entender Los veranos con Emilia como un producto literario en el que se despliegan los dos impulsos propuestos por Freud como instintos básicos de la vida humana: el eros y el tánatos, el amor y la muerte. Por un lado, el narrador al que se le descubre poco a poco el mundo de una sexualidad accidentada, pobre, mediada por la pornografía y la autocomplecencia, y por otro una realidad acribillada por la violencia y sus consecuencias fúnebres. En esta revolutura crecen el narrador y sus coetáneos, de suerte que la novela es una especie de bildungsroman colectiva.

Ha observado bien Liliana Blum al afirmar que Los veranos con Emilia es una novela pulcra “en la que nada falta ni sobra” y en la se nos muestra cómo “intentamos aprender a ‘caber’ en el mundo, suponiendo que hay un lugar para nosotros”, pero “en realidad lo único que las primeras experiencias nos dejan es la certeza de que la vida sigue, con o sin nosotros, nos guste o no”. Al narrador de esta historia le queda claro pues que la vida avanza y va dejando huecos, lastimaduras, heridas que luego será imposible restañar en lo que solemos denominar “la madurez”.

Óscar Bonilla ganó en 2017 el premio de cuento Juana Santacruz con “Las vías del tren”. En 2020 ganó la beca Arte Resiliente otorgada por la Secretaría de Cultura de Coahuila; con este estímulo trabajó El esqueleto, el hada y otros textos, su ópera prima, y el mismo año obtuvo el premio nacional Juan Rulfo para primera novela con Los veranos con Emilia, libro que desde ya nos anuncia una carrera literaria que debemos seguir con mucha atención. 

Nota. Texto leído el 29 de noviembre de 2023 en la presentación de Los veranos con Emilia en la Casa Mudéjar de Torreón. Participamos el autor y yo.