En Los veranos con Emilia (An-alfa-beta, Guadalupe,
NL, 2023, 85 pp.), primera novela de Óscar Bonilla (Gómez Palacio, Durango,
1996), un narrador-personaje escudriña su pasado y lo que encuentra en este
ejercicio es una película en tonos sepias, melancólica y casi ajena a su
presente, como si no hubiera sido él quien la protagonizó. Tal extrañeza no es
tan poco común: ¿no nos sentimos un tanto ajenos al pasado que hemos recorrido?,
¿acaso la distancia en el tiempo y a veces también en el espacio no nos lleva a
pensar que no vivimos lo que vivimos?, ¿no nos parecen remotas y ya borrosas
nuestras peripecias de la niñez y la juventud, una especie de duplicidad entre
el ser y el no ser o más bien entre el haber sido y en no haber sido?
Este
es un primer acierto de la nouvelle
de Bonilla: colocarnos ante un escenario inestable, aneblado, el escenario del
recuerdo proyectado sobre las páginas de Los
veranos con Emilia. Sabemos con certeza que nuestro narrador es un adulto,
y que su relato se edifica a partir de una ausencia por la cual, así sea difusa,
experimenta los puyazos de una culpa retrospectiva. Vemos sus andanzas, su
crecimiento individual, sus vacilaciones y la precariedad de su educación
sentimental, pero siempre en un trasfondo colectivo que acusa los traumatismos
impuestos por la violencia convertida en flagelo de la convivencia cotidiana.
Un
lector lagunero, es decir, cualquiera de nosotros, podría admitir que el
momento en el que se desarrolla la historia de Los veranos con Emilia es ubicable entre 2008 y 2012. Fue, como
sabemos, un periodo peculiar en la vida de nuestra región, ya que todos nos
resguardamos ante la frecuencia y el ímpetu de los desaguisados que ponían en
riesgo la vida de cualquier ciudadano frente a la brutalidad perpetrada sobre
todo por los narcotraficantes sin rostro apoderados del entorno. Esta
turbulencia fue padecida en grado superlativo por la economía local, que cerró
negocios, aniquiló la vida nocturna y la ebullición normal de nuestra
convivencia. Por un toque de queda tácito, nadie o casi nadie osaba profanar
con sus plantas los espacios habituales de la fiesta, los antros, los
restaurantes, los cines, y es de todos sabido que los padres de familia
padecieron la zozobra sin freno que representaban las salidas de sus hijos con
el fin de distraerse. Fue un tiempo, lo dice el personaje-narrador de la
novela, de reuniones en patios familiares, de pachangas en colonias cerradas,
de “pijamadas”, pues no era recomendable el regreso de los jóvenes durante la
madrugada luego de las fiestas. En este trasfondo histórico camina el recuerdo
desarrollado en el libro, recuerdo que se convierte en una sutil evidencia de
los estragos producidos por las guerras, cualquiera que sea su tipo y su
intensidad.
Como
corresponde, sin embargo, a la mirada del personaje joven, él no tiene ni la
claridad ni la perspectiva para analizar los hechos como si fuera un sociólogo;
sólo describe lo que ve, casi sin juzgarlo. De índole desapegada, escéptica,
silenciosamente inconforme como la de muchos adolescentes, el narrador está en
lo suyo, descubriendo el mundo que poco a poco abandona la niñez y todos sus
flecos de inocencia. Está en el paso de la secundaria a la prepa cuando
comenzamos a seguir su andanza. En la escuela, donde se relaciona con todos de
manera díscola, encuentra a Emilia, una joven que lo supera en desenfado ante
el roce social. No la describe como una muchacha bella, más bien ordinaria, de
actitud desafiante. Sin quererlo, se enamora de ella con un amor también algo
desapasionado y que no llega al arrebato. En medio de una vida estudiantil
sosa, entre tareas, reuniones con amigos idiotas, clases inútiles de teatro, la
aparición de la atractiva Sara y un revolcón con una señora adulta, Emilia se
expande como mancha de tinta en su interior, siempre en una oscilación ambigua
entre la lejanía y la cercanía, entre el quererla y el no quererla.
No
es difícil entender Los veranos con
Emilia como un producto literario en el que se despliegan los dos impulsos propuestos
por Freud como instintos básicos de la vida humana: el eros y el tánatos, el
amor y la muerte. Por un lado, el narrador al que se le descubre poco a poco el
mundo de una sexualidad accidentada, pobre, mediada por la pornografía y la
autocomplecencia, y por otro una realidad acribillada por la violencia y sus
consecuencias fúnebres. En esta revolutura crecen el narrador y sus coetáneos,
de suerte que la novela es una especie de bildungsroman
colectiva.
Ha
observado bien Liliana Blum al afirmar que Los
veranos con Emilia es una novela pulcra “en la que nada falta ni sobra” y en
la se nos muestra cómo “intentamos aprender a ‘caber’ en el mundo, suponiendo
que hay un lugar para nosotros”, pero “en realidad lo único que las primeras
experiencias nos dejan es la certeza de que la vida sigue, con o sin nosotros,
nos guste o no”. Al narrador de esta historia le queda claro pues que la vida
avanza y va dejando huecos, lastimaduras, heridas que luego será imposible
restañar en lo que solemos denominar “la madurez”.
Óscar
Bonilla ganó en 2017 el premio de cuento Juana Santacruz con “Las vías del
tren”. En 2020 ganó la beca Arte Resiliente otorgada por la Secretaría de
Cultura de Coahuila; con este estímulo trabajó El esqueleto, el hada y otros textos, su ópera prima, y el mismo
año obtuvo el premio nacional Juan Rulfo para primera novela con Los veranos con Emilia, libro que desde
ya nos anuncia una carrera literaria que debemos seguir con mucha atención.
Nota. Texto leído el 29 de noviembre de 2023 en la presentación de Los veranos con Emilia en la Casa Mudéjar de Torreón. Participamos el autor y yo.