sábado, enero 29, 2022

Compacta vida

 











Los cuentistas suelen observar que no es necesario dilatar en un relato novelesco lo que puede caber en pocas páginas. Hay, por supuesto, muchos asegunes para matizar esta opinión a favor y en contra de la historia larga o corta, y desde ya sabemos que la discusión no tiene orilla. Lo habitual es que en una novela quepa un largo trozo de vida de los personajes, y en el cuento, al contrario, se narre apenas un momento, un lapso significativamente más breve.

Puede ocurrir, sin embargo, gracias al manejo de la elipsis y del tiempo subjetivo, que en un relato corto se apriete una vida entera en pocas páginas. Esto ocurre con claridad en el cuento “Modesta Gómez” (publicado originalmente en el libro Ciudad Real, 1960), de la siempre querible Rosario Castellanos. Ubicada en el estado de Chiapas, la protagonista, Modesta, es “atajadora”, oficio que consiste en atajar a las indígenas que llevan productos a los mercados, a quienes les tumban sus artículos a precios muy desventajosos o, cuando no, a la mala. Así empieza la historia, tal es el presente de la narración: Modesta amanece muy temprano para ver a quién esquilma en el camino.

Luego de este arranque, nos adentramos en el pasado de la protagonista. Hija pobre de una familia numerosa, es entregada a otra para que la mantengan a cambio de trabajo. Modesta es casi una niña cuando pasa a vivir en el espacio de la nueva familia, y allí le es impuesta una realidad igualmente desventajosa, pues su encargo principal es cuidar a Jorgito, niño de su edad pero ya armado, por su mala crianza, para abusar de los (principalmente de las) débiles.

Los años avanzan, y tanto Jorgito como Modesta acceden a deseos que rebasan lo infantil. El joven encuentra en ella un lugar seguro para desahogarse, y su madre lo deja actuar, pues prefiere que, como hombre, se desahogue en la sirvienta y no en riesgosas prostitutas: “Doña Romelia sospechaba algo de los tejemanejes de su hijo y los chismes de la servidumbre acabaron de sacarla de dudas. Pero decidió hacerse la desentendida. Al fin y al cabo Jorgito era un hombre, no un santo; estaba en la mera edad en que se siente la pujanza de la sangre. Y de que se fuera con las gaviotas (que enseñan malas mañas a los muchachos y los echan a perder) era preferible que encontrara sosiego en su propia casa”.

Pasa lo inevitable: Modesta queda embarazada, y en lugar de recibir un poco de piedad, de cobijo, la echan de la casa a toparse con un destino peor.

Los años siguen su marcha, Modesta encuentra a un hombre que la acepta; es un albañil con pésima suerte laboral, alcohólico y golpeador. Las desventuras no cesan hasta que ella halla su salvación en el oficio de atajadora. No es siquiera algo digno, pero en él se resume una vida llena de obstáculos hasta que la protagonista, por fin, alcanza una migaja de poder.

Rosario Castellanos condensa, en suma, la modesta vida de Modesta en cinco páginas: un largo viaje en el que el tiempo se comprime ante nosotros.


miércoles, enero 26, 2022

Final sin fin

 








Conviene que te prepares para lo peor”, así arranca el cuento “La muerte” (publicado en el libro La muerte y otras sorpresas, 1968), de Mario Benedetti. Ante esto, ¿qué cierre podemos anticipar como lectores? Tenemos, en teoría, dos opciones: anhelar que el avance del relato contradiga la frase o esperar, efectivamente, lo peor.

He creído desde hace mucho que el mejor Benedetti es el cuentista, aunque esta preferencia personal no quiera significar que lo demás, que su abundante obra no cuentística, sea desdeñable. Aprecio, pese al despiadado avance del tiempo, sus novelas, y sin duda tiene ensayos y hasta poemas atendibles. Muchos de sus cuentos, sin embargo, siguen funcionando harto bien como mecanismos útiles para expresar las diversas situaciones, por lo general adversas, de la vida humana.

Uno de estos casos es “La muerte”. En esta historia, Mariano, el protagonista, visita a Octavio, su amigo médico, y recibe de él la frase que abre el relato. A partir de aquí, de este momento-bisagra en la vida de Mariano, ingresamos en su mundo, en su vida familiar, en su trabajo, en sus gustos y deseos, incluso en su affaire con Susana, una amante. Todo ha cambiado a partir de la frase, la realidad para Mariano es otra simplemente porque en su cuerpo se ha instalado una sombra que debe ser conjurada por el camino que sea: por la ciencia médica o por la esperanza de que hay una esperanza.

Por ello, después de la consulta en la que recibió la frase como batazo en la nuca, Mariano es ya otro: “De eso hacía nueve días. Después vino la serie de análisis, radiografias, etc. Había aguantado los pinchazos y las propias desnudeces con una entereza de la que no se creía capaz. En una sola ocasión, cuando volvió a casa y se encontró solo (…) había perdido todo dominio de sí mismo, y allí, de pie, frente a la ventana abierta de par en par, en su estudio inundado por el más espléndido sol de otoño, había llorado como una criatura, sin molestarse siquiera por enjugar sus lágrimas. Esperanza, esperanzas, hay esperanza, hay esperanzas, unas veces en singular y otras en plural”.

La evolución del relato no termina en un sí o un no rotundos para Mariano, sino en una insinuación del autor que posibilita un final abierto, un final que nosotros, como lectores, podemos construir.

lunes, enero 24, 2022

Raymundo Tuda Rivas, in memoriam












Murió mi amigo Raymundo Tuda Rivas y todavía estoy estremecido por el mazazo, tanto que siento estas palabras como un amasijo triste de emociones. Recibí la noticia ayer domingo al mediodía, pero no estaba confirmada a plenitud y, puesto de inmediato en marcha el mecanismo de negación, me obligué a pensar que no era cierta. Lamentablemente no: la mala nueva era verdadera, y a partir de esta certeza se me vino encima todo el recuerdo de mi amistad con Ray.

Lo conocí en el Iscytac, en agosto de 1982, cuando entré a estudiar la carrera de comunicación. Ray (o Tuda, como también le decíamos) iba un año adelante, pero como en aquella escuela sólo había un grupo de cada grado, uno terminaba por conocer a todos o a casi todos los compañeros de la universidad. Lo traté muy poco, casi nada, mientras coincidimos en la carrera, pero no puedo no destacar que su personalidad tenía un imán especial. Así fuera de lejos, me enteré y yo mismo percibí que era un tipo algo extraño, devoto de cierta poesía oscura, del cine también oscuro (de terror) y del rock sesentero/setentero. Su ídolo máximo fue Jim Morrison, a quien siempre volvía en cualquier conversación.

Dije que su personalidad tenía un magnetismo especial. No exagero. Aunque era más bien solitario y nada, absolutamente nada sentimental, un tanto apartado de todos, muchos lo querían y en tal querencia no faltaban buenas dosis de admiración. Bajito de estatura, uno podía verlo de lejos y no prestarle importancia. Ya frente a él, su mirada de japonés y sobre todo su voz grave y su excelente dicción obligaban a que cualquiera lo escuchara. No una, ni dos, ni tres, sino muchas veces le pregunté por qué no hacía locución, dada su peculiar voz. Siempre me respondió con evasivas, dándome vagamente a entender que aquello no le interesaba.

Ray era poco dado a la convivencia social. Muchos lo conocían, lo respetaban y buscaban su cercanía, pero él se inclinaba a deambular solo por la vida, sin más compañía que su sombra. No quiero decir que fuera grosero en su trato o huraño con quien estuviera cerca. Al contrario: hablara con quien hablara, era respetuoso, casi hasta cordial, pero es evidente que defendía su condición de lobo solitario. Hasta antes de 2003 fue, por decirlo así, un “conocido” mío. Luego pasó a ser el amigo que más frecuenté entre 2003 y 2013, una década. En ese lapso nos vimos al menos dos o tres veces por semana, y siempre para lo mismo: ir al café, ir a cenar o ir a la lucha libre de Gómez Palacio. Jamás para beber, pues Tuda era abstemio radical aunque le gustaba afectar, por lo poético que esto resulta en ciertos casos, una fascinación por el whisky nunca materializada en los hechos.

La actividad fija de esas incontables semanas era la de los jueves: la lucha libre en la Arena Olímpico Laguna. Además de reír con el surrealismo de las funciones, allí cenábamos y entre lucha y lucha actualizábamos los análisis políticos coyunturales y desmenuzábamos el enrarecido comportamiento de los medios. Recuerdo que los temas que a Tuda más le importaban eran los vinculados precisamente con la política nacional e internacional. Tanto como podía, leía (siempre en papel) periódicos y revistas para examinar sobre todo los tejemanejes del poder y su permanente corrupción. Como Federico Campbell, vivía obsesionado por tratar de entender la turbiedad de las cúpulas políticas y económicas. Aunque tenía buen conocimiento de algunos autores del mundo literario (Fuentes, Borges, Vargas Llosa...), los libros que más buscaba eran aquellos que se referían a hechos y personajes de la política nacional, principalmente del mundo de la delincuencia, que en muchos casos son lo mismo. A la manera del tranquilo George Bataille, no mataba una mosca pero se la pasaba reflexionando en todas las posibilidades inventadas por el ser humano para ejercer el Mal, con mayúscula.

Tuda nació en San Pedro de las Colonias, Coahuila, hacia 1962, y durante su infancia vivió en Durango, ciudad a la que siempre quiso mucho. Su padre, el doctor Roberto Tuda Matus, era oaxaqueño de sangre japonesa, de ahí el apellido que originalmente era Thuda. Muchas décadas atrás, el doctor Tuda hizo su servicio social en La Laguna, donde conoció a Amparo Rivas, joven de San Pedro de las Colonias, con quien se casó. Ray fue su segundo hijo. Pasados los años, el doctor Tuda llegó a ser director de salud en el estado de Durango.

Al salir de la carrera, Ray trabajo de inmediato en el ámbito de la producción televisiva. Aprendió el arte del guionisno y a editar con eficacia y pulcritud. Fundó la empresa, pequeña pero muy eficiente, Tuda Comunicación, que muy pronto se acreditó y le dio a Ray y a su familia para vivir desahogadamente. Entre otros muchos, muchísimos trabajos de su productora, antes de las Olimpiadas de Londres 2012 elaboró cápsulas que sirvieron de tema para la charla, transmitida durante el resumen principal de ESPN México, entre José Ramón Fernández y el actor Jesús Ochoa.

En diez años de amistad estrecha disfruté de su inteligencia, de su perspicacia en el análisis político y de su afilado sentido del humor. Entre sus mayores gustos estaba, como ya dije, hablar de política. De ese ámbito recordaba con orgullo haber participado, durante el 88, en la campaña de Manuel Clouthier por la presidencia de la República. Esa experiencia lo marcó, pues desde entonces ponía especial atención en los procesos electorales, en las campañas y en los saldos de esas campañas. Esta peculiaridad lo convirtió en habitué del programa Cambios, de Multimedios, sobre todo en las mesas de análisis pre y poselectoral.

A partir de 2013 comencé a verlo menos seguido, pero en los reencuentros siempre tuve la impresión de que la amistad permanecía intacta, porque así era. Ahora que ya no está, siento (e igual sentirán, seguramente, sus amigos) que su voz y la agudeza de su mirada crítica, su misterio y su manera de entender la realidad, permanecerán en mi memoria durante todo el tiempo que en adelante me sea concedido.

Mi más hondo pésame para Alejandro, su hijo, para doña Amparo, su madre, para Roberto y Vianey, sus hermanos, y para quienes lo trataron con afecto y admiración, que no son pocos.

Descansa en paz, querido Ray.

sábado, enero 22, 2022

Ambiente y relato

 












Hay relatos en los que pesa tanto el ambiente como los personajes. En “Urbe sosegada”, de Saúl Rosales, la anécdota es mínima, pero la historia se nos queda por el perfecto enmarcamiento de lo contado en una atmósfera que en todo momento se siente ruin, terrible, asfixiante. Publicado originalmente en el libro Vuelo imprevisto (1990), este cuento dibuja a la ciudad de Torreón cuando todavía existía la zona de tolerancia, espacio sórdido como pocos ha habido en La Laguna, solo superado quizá por La Garcita, inframundo análogo ubicado años ha en las cercanías de Matamoros (de La Laguna, Coahuila).

En “Urbe sosegada”, pues, la ciudad es el personaje central, aunque más allá de esta servicial hipérbole, sabemos que los protagonistas de carne y hueso son dos policías y un campesino. Los agentes rondan la noche en su patrulla y en la plaza de armas, solo y sin culpa de nada, encuentran al campesino recién llegado a la urbe. Desde ese momento, el entorno se convierte en el lienzo donde se traza la situación.

“En la noche, la ciudad vestida de negro y destellos, madre cariñosa, madre perversa, nido de caricias y prevaricaciones despiadadas, reposa. En su geometría inerte y en su dinámica sosesgada se afila el odio y se pierde el amante en las entrañas de la amada. Aprisionada por el tejido de sueños sedosos y escaldantes pesadillas, la ciudad se abandona a un tiempo de ritmo laberíntico, es hollada por un fluir denso; la mima una arritmia incontrolable”, describe el autor.

Los polis, como es frecuente y más frecuente era en el pasado, cargan al campesino que ni la debe ni la teme, para decirlo con el tópico ad hoc. De hecho, no trae dinero para calmar al par de oficiales, pero eso no significa que no le den una paseada casi a manera de divertimento. Y la ciudad reaparece: “Desde la banca donde se encuentra derramado, el hombre de apariencia campesina ve que la patrulla policiaca llega despacio y se detiene frente a él, como a treinta pasos, con el andador de por medio. Se apagan los faros del carro. Un policía baja y se le acerca sin prisa pero con pasos firmes. Una ráfaga de viento caliente levanta polvo y remueve basuras en el piso. El pavimento de la Plaza Principal es de mosaico rojo, calado para evitar resbalones a los transeúntes. El reloj encaramado en el obelisco del centro del parque marca poco menos de las dos de la mañana”.


A partir de aquí, con el pretexto del “paseo”, el cuento recorre la urbe (irónicamente) sosegada. La acción se centra en ese viaje inútil por una ciudad que de madrugada parece otra, silenciosa y hostil: “La patrulla empieza a desplazarse hacia el oriente por la avenida Juárez que luce un alumbrado público chimuelo. Como si la mirada del hombre de apariencia campesina le endulzara el sudor, el que conduce se enjuga el pescuezo con un paliacate. Se frota despacio pero con intensidad. El otro hunde una mano bajo el tablero de instrumentos del carro para subir de nuevo el volumen del radiorreceptortrasmisor. Aprovecha su movimiento para ver al detenido.

—Mientras llegamos al trochil húrgate bien. A lo mejor se te olvidó que escondes algo por ahí.

—Le digo que no traigo nada, jefe —reitera el hombre echando la cara hacia la red que protege a los agentes”.


Más allá de que es un cuento donde los laguneros reconocemos nuestro espacio, “Urbe sosegada” se me aparece como un muy buen ejemplo de aprovechamiento del entorno exterior en un relato breve: a veces una anécdota pequeña adquiere relieve en función del marco —ruin, terrible, asfixiante— donde queda inscrita.


El cuento "Urbe sosegada" puede ser leído a partir de la página 29 de este ejemplar, el 83 (diciembre de 2020), de la revista Acequias publicada por la Ibero Torreón.


miércoles, enero 19, 2022

La primera finta


 








Como la eficacia de muchos cuentos depende de la rapidez con la que se plantea un problema y la velocidad con la que se resuelve, es muy importante que la situación crítica sea enunciada en las primeras líneas, acaso en la primera. Esto es particularmente notorio en los relatos breves, esos dispositivos en los que no hay tiempo para derrochar en varias páginas. Es posible afirmar, por ello, que entre más corto sea el relato más importante es la elección del arranque, el suministro impostergable de la incógnita.

En “El eclipse”, texto de Augusto Monterroso publicado en Obras completas y otros cuentos (1959) que apenas alcanza la envergadura de página y media, la primera frase impregna de sentido todas las siguientes. Al leer “Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo”, el lector, que tiende de inmediato a buscar un “héroe” en cada relato, duda de la afirmación y piensa que es falsa, que el fraile (cuyo apellido supone algo de culpa: Arrazola, la-arrasó) tiene salvación. Es entonces, pues, cuando el lector, solidario, acompaña la historia del protagonista y espera que en efecto salve su pellejo. Pero en el mismo primer párrafo hay un remache de la fatalidad que ya se cierne: “La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte”.

Como todo es aquí rápido, sin demora nos enteramos de que mientras se resigna a su muerte es descubierto por indígenas, quienes deciden sacrificarlo en uno de sus famosos rituales. Fray Bartolomé, al parecer, tenía más miedo, de ahí su resignación, al laberinto de la selva que a sus habitantes, porque es en ese momento cuando más abriga la esperanza de salvarse: “Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida”.

Dejo al lector la búsqueda de este cuento (fácil de localizar en internet); comprobará que el dato inmediato, el de la primera frase, gravitó en sentido opuesto al perfecto desenlace. La primera finta fue crucial para aterrizar en la sorpresa.

martes, enero 18, 2022

Alfredo García Valdez (1964-2022)

 
















Hace veinte años escribí y publiqué este comentario sobre La viga en el ojo, libro de Alfredo García Valdez, quien recién falleció ayer. Releo y no me gusta ese estilo, mi estilo de hace dos décadas, pero sigo pensando lo mismo en cuanto al contenido: fue tanto el gusto que me obsequió la prosa de Alfredo que me destemplé en el elogio, un elogio que luego pude hacerle una sola vez en persona, cuando hace como quince años coincidimos en una charla cantinera de tres o cuatro horas en Saltillo. Era mi contemporáneo más próximo de estos rumbos, pues yo nací el 23 de mayo del 64, y él, Alfredo, el 31. Lamento su partida. Descanse en paz.













La viga en el ojo: prosas en bastidor poético

Jaime Muñoz Vargas

Acaso uno de los libros más valiosos publicados en Coahuila durante la actual administración del gobierno estatal fue Máscaras, obra del escritor zacatecano —y cuasicoahuilense— Alfredo García Valdez, licenciado en letras por la Autónoma de Coahuila y subdirector del Semanario, suplemento cultural del periódico Vanguardia, de Saltillo. En aquel volumen, el autor nacido en Cedros, Zacatecas, hacia 1964 confirmó lo que ya muchos presentían: el depurado estilo de este artista algún día cuajará en otros volúmenes y será, inevitablemente, dechado de prosa rayana en la perfección. Como todas las obras de calidad pero publicadas en el circuito no comercial, Máscaras pasó inadvertido por el lector mayoritario, pero para algunos se convirtió en ese tipo de libros, por cierto muy escasos, que bien merecen el cada vez más infrecuente premio de la relectura. Con una prosa tan bien urdida su autor tranquilamente pudo pasar, de golpe, como el tejedor de renglones más pulcro del estado, y para confirmarlo sólo fue necesario esperar un poco de tiempo, un tiempo que por cierto ya llegó.

La viga en el ojo se ata a la trayectoria ya descrita por Máscaras y avanza un peldaño más en ese afán de perfección no de cada página, sino de cada renglón y hasta podría decirse que de cada palabra. Las estampas organizadas en este nuevo libro de García Valdez han sido trazadas con una prosa firmemente deslizada en los raíles de la poesía. La marcha de estos renglones avanza pues con el delicioso silencio y la firme embestida de una bola tiradora sobre el paño del billar. Ni hay desviación a la torpeza, así sea mínima, y no hay mácula: la tacada es segura, el impacto final es limpio. En otras palabras, cada página reclama con todos sus pulmones una perfección esculpida menos con el cincel que con la lupa. Esta es obra, toda ella, para gourmets de la palabra.

Inscrito en la tradición, rica ya, aunque nunca lo suficiente, de los prosistas mexicanos obsesionados por la sinfonización de las letras, el hacer de García Valdez no es menos grato que el de su paisa López Velarde en el Minutero, que el de Torri en De fusilamientos, que el de Arreola en casi todo lo que escribió o que el de Castañón en La batalla perdurable, eso por mencionar sólo a cuatro autores estratégicamente ubicados en cada cuarto del XX mexicano. Como aquellos, el cedrense avecindado en Saltillo suele bruñir hasta sus últimas resplandecencias una idea para luego plasmarla en la página con tesón de miniador. Es de los pocos que, pese a la avalancha de la mala prosa que hoy se guisa en todas partes, no ha cedido a la tentación de escribir sólo con los ojos y la mente, sino con el oído y el corazón.

La arquitectura de La viga en el ojo muestra un par de salones: "Animales y oficios" y "Trobar Clus", con 22 piezas ubicadas en el primer recinto y 18 en el segundo; las inaugurales de cuño lírico, las otras igual pero con algún tenue ingrediente narrativo. Como se podrá suponer, no es un libro con páginas de desperdicio. Cualquier ripio ha sido tiránicamente excluido y toda la obra se revela apetecible, jugosa. Si en Máscaras la prosa, aunque impecable, todavía estaba al servicio de cierta información, acá sólo es usada para hacer poesía y para iluminar con nueva luz alguna idea, como cumple al ensayo breve de inclinación poemática. Las viñetas tienen humor, una ironía que se agazapa y nos mira con ojillos llenos de malicia, timbre también característico de este tipo de obras escritas a caballo entre el cuento, la poesía y el ensayo evocativo. Además, en La viga en el ojo no sólo se siente la pericia de un orfebre de la música verbal; también deambula en este libro un lúdico moralista, un creador de bellos aforismos, de frases sentenciosas que se acuestan con suma placidez en la memoria del lector. Hay, pues, aquí, una conjugación tremenda de forma y de fondo, todo bañado por una radiación infatigablemente poética.

No hay trazo inseguro en este asombroso libro, y es una felicidad saber que alguien en Coahuila está preocupado por pulir las frases hasta sacarles su destello más intenso. ¿Un ejemplo contundente? Todas las páginas son un ejemplo contundente, todas son huéspedes potenciales de una antología. En tiempos de maltrato al español, en épocas como ésta donde por apetitos mercenarios se medio mastica el inglés y se deja semicocido el aprendizaje del castellano, donde un mail, un informe, un anuncio y todo lo escrito y por escribir es manejado con plena y plana irresponsabilidad (recordemos las observaciones de Grijelmo en su Defensa apasionada del idioma español), un prosista como Alfredo García Valdez no hace más que restregarnos en el rostro tal incuria, el menosprecio apasionado del idioma español. La suya es una palabra tersa, vigilada, atenta en todo instante a la eufonía pero sin castigo del sentido. En "Mujeres", por caso, el prosemista zacatecano (quien por cierto da la impresión de que no nació en Cedros, sino en Jerez) talla una definición punto menos que inmejorable de la mujer, y así cierra: "Todo intento de clasificación zoológica es inútil cuando se aplica a las mujeres. Cada espécimen puede ser una especie recién aparecida o a punto de extinguirse, de mutar, de combinarse, de degenerar. Por encima de todo: cada mujer es muchas mujeres; cada mujer es un harén".

Pero citar apenas un fragmento de estas piezas es casi un capricho. Donde abramos el libro encontraremos frases sentenciosas, adjetivos inusitados de sulfato de cobre, guiños irónicos de la más exquisita cocina, definiciones que mejoran a las de cualquier Larousse, imágenes que traen a la memoria del lector imágenes de un pasado espeso de belleza, un ideal de poiesis que localiza el arte en todas partes, y en fin, la voz de un poeta que se expresa con arte y sobriedad, con un clasicismo pocas veces usado entre las hordas que perpetran sin freno todos los estilicidios posibles, todos los delitos de leso castellano.

La filiación central de García Valdez, una filiación que en el futuro será paternidad de otros creadores, está expresada por allí, con un claro coqueteo lopezvelardeano, en "Eruditos", una de las más hermosas piezas que habitan La viga en el ojo:

El erudito es el tigre que traza ochos en el cubículo de la Academia, rodeado de una enorme cantidad de objetos de cultura. No retrocede ni avanza. (...) El Big Bang explota cada noche en el cubículo del erudito. El plano inclinado de los astros se derrama por la ventana como un chorro de diamantes congelados, eléctricos. El tiempo sin fin ni principio, el espacio inconmensurable, zumban adentro y afuera, en la sangre del tigre y en los abismos cósmicos.

Por todo esto es, quizá, el mejor libro de poesía y también de prosa publicado en Coahuila durante el 2002. Sus 105 páginas son belleza pura. Elogiarlo destempladamente apenas es rozarlo. Hay que leerlo entero para sentir el nervio de un rayo que no cesa mientras avanzamos por cada una de sus letras y acaso más allá, cuando avanzamos por las palabras que han sobrevivido en nuestra hospitalaria memoria de lectores, de agradecidos lectores.

La viga en el ojo, Alfredo García Valdez, Icocult-cnca, México, 2002, 105 pp.

sábado, enero 15, 2022

Magia de la superposición

 







Es imposible elegir “el mejor cuento” de Julio Cortázar por una razón simple: su mejor cuento es muchísimos cuentos. En efecto, entre todos los que escribió hay una cantidad demasiado grande de relatos perfectos o, como gustan decir los elegantes, “antológicos”. Nos veríamos pues en un problema si destacamos uno, pues de inmediato nos llegarán a la mente otro y otro y otro y otro más que nos moverán a titubeo.

Pese al inevitable conflicto, desde hace muchos años asumí la elección de uno que en mi fuero íntimo, y no sin vacilar, considero mi favorito. No digo “el mejor”, por lo que ya expliqué, pero sí mi favorito. Es “Deshoras”, que aparece en un libro homónimo. Tengo la sospecha de que a Cortázar le gustaba más que otros, por eso su decisión de titular el libro con el nombre de ese cuento.

¿Y qué me gusta de tal pieza? Sobre todo dos elementos. El primero, que un personaje adulto recuerda su infancia, y de su infancia, la memoria de su primer impulso amoroso, el despertar de su deseo sexual. Real o ficticio, el trabajo de recordación de la infancia propia es quizá el relato más valioso que tenemos a la mano cuando somos adultos. Algunos (adhiero a este parecer) creen incluso que en la infancia/adolescencia se apoya todo lo que seremos, de ahí que indagar en el pasado propio se convierta en método eficaz de autoconocimiento. Suena esto muy freudiano, pero qué se le puede hacer.

Otro rasgo de “Deshoras” que no deja de gustarme es que allí veo con pasmosa claridad una de las técnicas narrativas de Cortázar. Puedo llamarle, así sea provisionalmente, sólo para su uso en este comentario, “superposición”. Consiste en esto: en encimar un relato en otro. En el cuento de Cortázar opera de la siguiente forma: al comenzar el relato, el personaje-narrador, Aníbal, es un hombre casado y con hijos; de tanto en tanto, y aunque no se dedica a escribir, siente el impulso de recordar su pasado y materializarlo en el papel. Porque siente que al escribir es “más real” lo que recuerda, advierte en el arranque del cuento: “Ya no tenía ninguna razón especial para acordarme de todo eso, y aunque me gustaba escribir por temporadas y algunos amigos aprobaban mis versos o mis relatos, me ocurría preguntarme a veces si esos recuerdos de la infancia merecían ser escritos si no nacían de la ingenua tendencia a creer que las cosas habían sido más de veras cuando las ponía en palabras para fijarlas a mi manera…”.

Como lectores no notamos al principio nada raro, sólo acompañamos a un hombre que recuerda. Poco a poco su memoria nos lleva al pasado con su amigo Doro, a los juegos infantiles, a las visitas de Aníbal a la casa de su amigo, una casa donde vivía con su madre enferma y, lo mejor, una hermana, Sara, ya adulta y joven de la que Aníbal se enamora.

La reconstrucción del microcosmos nos lleva al enfebrecimiento amoroso e imposible por la hermana de su amigo, al paso del tiempo y a un cambio de barrio que definitivamente deja atrás, olvidada, la amistad. Luego llegamos al clímax de la historia, el momento en el que Aníbal nos cuenta su encuentro casual con Sara, su reunión en un café y la posibilidad de fundirse ahora que la edad de ambos lo permite. Y aquí aparece la magia de la superposición, el juego de Cortázar sobre el que no abundo para no arruinar el final a quien desee buscar “Deshoras”. Sólo adelanto esto: Cortázar nos ha engañado con lealtad, con todos los naipes echados sobre la mesa.

miércoles, enero 12, 2022

La culpa incierta

 








Uno de los atributos del buen relato es la indefinición de los roles asumidos por los personajes. A diferencia de las historias que vemos sobre todo en el cine y la televisión, en los que claramente se enfrentan héroes contra villanos, en la literatura los límites suelen o deben ser más ambiguos. Entre más ambiguos son, podemos añadir, más intensa en la sensación de realidad que trasuda el relato.

Uno de los mejores ejemplos que conozco para explicar esto in situ, es decir, con un cuento de carne y hueso, es “¡Diles que no me maten!”, de Rulfo. Si lo que deseamos, como lectores, es descargar la culpa a los dos personajes en pugna, considero que es la mejor pieza de El llano en llamas por el grado de incertidumbre que el autor jalisciense infundió a tal historia. No sabemos bien a bien quién es culpable y quién es inocente.

Como podemos recordar, Juvencio Nava ha sido detenido en el presente de la historia. Su aprehensión se debe a un asesinato perpetrado varias décadas atrás, luego de una disputa contra su compadre Lupe Terreros. En aquel remoto pasado, planteado por Rulfo con una gran retrospección, Juvencio y Lupe discutieron: el segundo negó que los animales de Juvencio pastaran y sobrevivieran. A la advertencia de matarlos, Nava responde que actuará de manera radical si esa amenaza se cumple. A una amenaza sobreviene pues otra amenaza.

Pasados los años, el huérfano de Terreros, ya militar, busca venganza, y logra pescar a Nava, quien en los muchos años que han pasado huyó y perdió todo, incluso sus mejores años. Es entonces un hombre viejo, estragado, un sujeto que de alguna manera ya pagó su culpa. Pero el coronel no está de acuerdo con eso, y expresa así su rabia acumulada: “Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta”. Nava, el inculpado, se defiende: “Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían”.

En este diálogo la culpa adquiere ambigüedad. Parece que ambos tienen razón; parece que ambos no la tienen, de lo que resulta un cuento perfecto.


sábado, enero 08, 2022

La alusión como soporte

 






En el cuento “Esa mujer”, de Rodolfo Walsh, el recurso de la alusión aparece desde el título: esa mujer, a la que se menciona así, vagamente, en todo el relato, es un ser concreto, el cadáver embalsamado de Eva Duarte de Perón que mantiene oculto su más famoso custodio/secuestrador, un militar de nombre Carlos Moori Köenig. La leyenda señala que este tipo se enamoró del cadáver de Evita y mientras asumía su cuidado pudo perpetrar actos viles sobre el cadáver. Ignoro qué tan cierto o falso haya sido eso.

El personaje de Moori Köenig y el cadáver de Evita sirvieron para que Walsh escribiera un cuento extraordinario, quizá uno de los mejores de la literatura latinoamericana. Dos personajes se encuentran en un departamento de Buenos Aires: no son mencionados por sus nombres, pero sabemos que son un militar, dueño del lugar donde se desarrolla el diálogo, y un periodista.

La historia es narrada en primera persona por el reportero, quien escribe con estilo directo y frases cortísimas. El tiempo objetivo del relato es apenas el que consumió el encuentro, y en ese breve lapso se aprieta un torrente de información, casi toda insinuada. “Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa”. El periodista quiere obtener el dato del lugar donde se encuentra el cadáver, pero el militar elude la respuesta. La conversación avanza tortuosamente, sin un hilo preciso debido a la elusividad del militar. Para reforzar la incertidumbre, lo movedizo de la conversación, Walsh construye diálogos vertiginosos, frases que configuran un zigzag entre los interlocutores.

Poco obtiene en claro el periodista, pues el coronel habla y parece que no revelará nada importante sobre el paradero de “esa mujer”. Unas hebras de información, sin embargo, se le escapan ante la insistencia del periodista:

—¿La sacaron del país?

—Sí.

—¿La sacó usted?

—Sí.

—¿Cuántas personas saben?

—Dos.

—¿El Viejo sabe?

Se ríe.

—Cree que sabe”.

“El Viejo” es una alusión al viudo de Eva Perón, quien en teoría está enterado de que el cadáver de su esposa ha sido sacado del país, lo que en efecto ocurrió. La idea del periodista es encontrarlo, pero el misterio y el muro de silencio son poderosos, impenetrables.

“Esa mujer” ilustra, como pocos cuentos, la capacidad de la ficción para, en un puñado de párrafos, coagular dramas que la historia contaría de otra manera. Walsh necesitó cinco páginas y dos personajes para resumir un caso de política y necrofilia que durante varios años mantuvo en vilo a todo un país.


miércoles, enero 05, 2022

Cuentos y recuentos








Compré Estructuras del cuento hispanoamericano (Universidad Veracruzana, Xalapa, 1989), de David Lagmanovich (1927-2010), en la librería Astra-Leph, de Torreón, allá por 1998. En aquel momento no podía saber que ese hecho relativamente simple en mi manera de vivir iba a tener consecuencias tan venturosas. No recuerdo si ya conté la anécdota que grosso modo aquí comparto: en 1999 vino de visita, a La Laguna, Fernando Fabio Sánchez, quien estudiaba en aquellos años su maestría en la Universidad de Boulder, Colorado. Como era y sigue siendo habitual, nos vimos para cenar y compartir novedades, y en la charla salió que le había dado clase un profesor argentino que parecía saberlo todo, incluso que existía Torreón. Esto no era una frivolidad, pues a lo largo de su vida académica en EU Fernando notó que nadie ubicaba a nuestra ciudad en el mapa. El apellido del maestro era Lagmanovich. Quedé asombrado, y le dije que recién había leído un libro suyo publicado en México.

Lo que siguió fue otra serie de carambolas. De la Veracruzana nunca enviaron a David ni un ejemplar, de modo que, cuando Fernando le narró la coincidencia, David y yo nos pusimos en contacto con el fin de viabilizar la consecución de algunos ejemplares, lo que al final sí ocurrió. Luego de esto, la amistad epistolar fue muy intensa en la década siguiente, y concluyó con la muerte de David. En medio del trato postal, además, tuvimos tres encuentros en persona, uno en Tucumán, donde vivía, y dos en Buenos Aires.

Estructuras… es pues un libro que estimo sobremanera por lo que desencadenó. Lo sería igualmente, sin embargo, por el valor de su contenido; en él, David analizó varios cuentos de escritores hispanoamericanos. No son ensayos arduos, sino acosos sencillos al mecanismo de los cuentos “El solitario”, de Quiroga; “Ocelotl 33”, de Asturias; “Los dos reyes y los dos laberintos”, de Borges; “Un sueño realizado”, de Onetti; “Es que somos muy pobres”, de Rulfo, “La siesta del martes”, de García Márquez, entre otros.

El recuerdo de aquellas aproximaciones a cuentos relevantes me acompaña desde entonces y quisiera ver si este año cuajo un proyecto largamente postergado: recomendar, con un poco de crítica personal, relatos que me han agradado. Aquí los iré compartiendo.

sábado, enero 01, 2022

De libros y mordidas




















Sólo a mí me pasa esto. La casa es albergue temporal para una linda cachorrita de una raza que no alcanzo a precisar. Es de veras buena su pintilla, y, como todo perrita de corta edad, es despierta y juguetona, además de destructiva. Dos o tres días después de que fue recogida ya había hecho de las suyas contra varios objetos: rasguñó feamente la orilla de una alfombra, dejó regado un papel sanitario por toda la casa y sembró dos o tres buenas cacas por aquí y por allá.
Por una actividad de trabajo llegué tarde el jueves de la semana pasada, y en la mañana una de mis hijas me llevó uno de los libros que mantengo en el librero especial. Tengo allí, al margen de muchos otros libros, ediciones de Aguilar que ya son casi inconseguibles y muy caras si las comparamos con los libros de combate. Además, son obras completas, el único discreto lujo que me he dado en la vida.
He visto las ediciones de Aguilar, o parecidas, en Donceles, sé lo que valen y lo apreciadas que son por los bibliófilos, así que, sin fetichismos mediante, también les tengo mucho aprecio. Las he ido comprando, cuando las hallo a precios razonables, durante treinta años, y sé que jamás las venderé porque, insisto, son el único objeto al que le he guardado algo de totémica veneración.
El caso es que la perrita le dio un llegue a dos ejemplares: uno de los dos tomos de las obras completas de Cervantes y uno de los tres de las obras completas de Dostoyevski. Las tarascadas, obvio, estaban en la parte superior de los lomos, eran dos pedazos arrancados a punta de colmillo. Lo primero que sentí fue horror, luego una gran tristeza. Moví de inmediato todos los libros y los puse fuera del alcance de aquellos afilados y blanquísimos caninos.
Conjeturé lo obvio: los forros en piel de esos libros habían seducido el olfato de la perrita, que detectó, quizá no muy lejano, el delicioso sabor de un sirloin en las tapas de mis clásicos. Salí de casa al trabajo con la pena de saber que esos dos queridos objetos habían sido atacados por la salvaje inocencia de un animal que lejos estaba de saber que había agredido al Quijote y a los hermanos Karamasov. Una amiga me notó algo raro en la oficina, y fue la primera a quien le comenté el desaguisado. También lo lamentó, claro.
Toda la mañana sentí la incomodidad que produce una pérdida, le di vueltas en la cabeza y pensé en una restauración.
Llegué a casa a las tres. Apenas entré, alguien tocó a la puerta. Regresé: era mi vecina, una amable señora que me gustaría mencionar aquí y no lo hago porque seguramente no aceptaría ningún reconocimiento a la generosidad que paso a describir. Me recordó que su padre había muerto hacía más de un año, y que hacía pocos meses también su madre había partido. Me explicó que ella y sus hermanos estaban en el difícil tránsito de reacomodar el contenido de una casa, y ahora que su padre y su madre habían fallecido trataban de colocar entre familiares y amigos los objetos que por cualquier motivo ellos, los hijos, no podían resguardar.
Entre los muchos libros que pertenecieron a su padre, un hombre más bien dedicado a la ciencia, estaban algunas colecciones literarias. Mi vecina pensó que una de esas colecciones quedaría en muy buenas manos si me la regalaba íntegra, y me la ofreció. La acepté sin dudarlo. Eran, son, catorce gordos tomos de la serie “Gran colección de la literatura mexicana” editada por Promexa, en pasta dura, guinda y troquel dorado tanto en portadas como en lomos. Dicho de manera muy simplista, allí están los siglos XIX y XX de toda nuestra literatura.
Le agradecí a mi vecina, cargué con mis tomotes y sentí que debía esforzarme por interpretar de alguna forma aquel mensaje: Cervantes y Dostoyevski me estaban consolando.