miércoles, septiembre 30, 2020

Al rey mato

 

“Debajo de mi manto, al rey mato” significa, a trazo muy grueso, que en casa propia cada quien puede hacer de las suyas. El dicho es viejo, de origen español, tanto que fue usado por Cervantes: “El primer refrán del Quijote I aparece en el Prólogo y, significativamente, es ‘Debajo de mi manto, al rey mato’ (I, Prólogo, p. 51 ). Este refrán en su nivel metafórico, como todos los refranes, expresa una generalización que se aplica a una situación determinada, en donde el manto no es literalmente un manto, ni el rey un rey; el manto representa lo que puede cubrir, proteger, esconder, y el rey se presenta como la metáfora de lo más poderoso e infranqueable, lo intocable, la autoridad, la censura”, comenta Nieves Rodríguez Valle, de la UNAM.

Dada la recién estrenada realidad del confinamiento y las reuniones a distancia por la vía de Zoom, Meet, similares y conexos, no ha sido infrecuente la comisión de actos vinculados al dominio de lo privado pero hechos públicos debido a la enorme capacidad de indiscreción que tienen las cámaras y los micrófonos disponibles para la comunicación remota desde el hogar, dulce hogar. De hecho, antes de la pandemia ya había notables indicios sobre la capacidad de tales sistemas para exhibir situaciones domésticas en marcos públicos, como aquella en la que las hijas del profesor Robert Kelly entran a la habitación mientras él ofrecía una entrevista a la BBC. Algo similar, también en entrevista para la BBC, ocurrió con Clare Wenham, quien sorteó con más solvencia la prolongada interrupción de su hija y el dibujo del unicornio.

Con el enclaustramiento, sin embargo, la frecuencia de estos casos se ha multiplicado. En todas partes hay reuniones y en todas ellas no escasea, leve o grave, el desaguisado tragicómico. La semana pasada, basten estos ejemplos, supe de dos que ilustran el fenómeno. En México, una maestra de la UJED se hizo repentinamente famosa por tratar a sus alumnos como en los tiempos ya idos de la docencia castrense. No sin ingenuidad, pues sus alumnos son universitarios y obviamente podían grabarla, en sus sesiones de Zoom soltaba latigazos verbales como teniente a la soldadesca. La denuncia no demoró y al parecer las autoridades de la UJED tomaron la única medida pertinente: suspender a la profesora que se pasó de tueste.

El otro caso aconteció en Argentina. Un diputado federal sesionaba en Zoom junto a sus pares y mientras otro hablaba, apareció en cámara su novia, le bajó el escote y le besó una teta. Como su sistema se había caído, el legislador no advirtió que la señal había vuelto y supuso que estaba fuera de cámara cuando propinó a la chica el lactancioso mimo. El escándalo, ciertamente hipócrita, no tardó en estallar y derivó en la renuncia del diputado.

Además de los errores técnicos o las zancadillas que inflige el azar, creo hay algo extra en todo esto: aunque estemos frente a un público, los usuarios de salas de reunión no dejamos de sentir, tal vez inconscientemente, que en casa podemos ser quienes en verdad somos. Ahora vemos que no: un error o un accidente pueden hacer público lo privado, así que bajo el manto de Zoom no podemos descuidarnos. Aguas.


sábado, septiembre 26, 2020

Rastro y rostro del escritor









En cada género literario es desigual el suministro de información autobiográfica. La poesía lírica, por ejemplo, expresa directamente, en teoría, las filias y las fobias del autor, dado que, suponemos, su hacedor nos habla directamente, sin intermediarios, desde su yo real. Así, en este fragmento del poema “Elegía interrumpida”, el “yo” que recuerda es Octavio Paz, y tanto los muertos como la casa y todo lo demás son los suyos: “Hoy recuerdo a los muertos de mi casa. / Al primer muerto nunca lo olvidamos, / aunque muera de rayo, tan aprisa / que no alcance la cama ni los óleos. / Oigo el bastón que duda en un peldaño, / el cuerpo que se afianza en un suspiro, / la puerta que se abre, el muerto que entra. / De una puerta a morir hay poco espacio / y apenas queda tiempo de sentarse, / alzar la cara, ver la hora / y enterarse: las ocho y cuarto”. Obviamente el poeta, por más que quiera calcar la realidad vivida, también tiene licencia para modificar, y aunque quiera ser fiel, casi fotográfico, algo de inventiva se filtrará en su confesión. Lo mismo suele pasar en géneros explícitamente confesionales como el diario o la memoria, que suponen rigor en la autorreferencialidad pero en el fondo, lo quieran o no quienes se derraman en ellos, imprimen alguna dosis de falsedad. En el teatro, la novela y el cuento se opera de otra forma, digamos que con mayor desenfado en el uso de lo ficcional.

Saber qué tanto es verdad y qué tanto es mentira en un relato representa una legítima y permanente inquietud del lector. Tan frecuente es que se ha convertido en una de las preguntas de cajón a la hora de las entrevistas, sean para la prensa o para desahogar la simple sobremesa: ¿en qué se basó para escribir tal libro? Aquí notamos que la imaginación pura seduce menos que el relato impregnado de realidad, de historicidad, como si, para tener autoridad frente a sus lectores, el autor debiera probar que ha vivido en pellejo propio lo narrado.

Este asunto ha sido explorado por muchos escritores. En su ensayo “La solitaria y el catoblepas”, Vargas Llosa apunta que “La raíz de todas las historias es la experiencia de quien las inventa; lo vivido, la fuente que irriga las ficciones literarias. Esto no significa, desde  luego, que una novela sea siempre una biografía disimulada de su autor; más bien, que en toda ficción, aun en la de imaginación más libérrima, es posible rastrear una semilla visceralmente ligada a una suma de vivencias de quien la fraguó (…) todas las ficciones son arquitecturas levantadas por la fantasía y la artesanía sobre ciertos hechos, personas, circunstancias que marcaron la memoria del escritor y pusieron en movimiento su fantasía, la que, a partir de aquella memoria, fue exigiendo un mundo tan rico y tan múltiple a veces, que resulta imposible (y a veces sin casi) reconocer en él aquella greda autobiográfica que fue su rudimento, y que es el secreto nexo que toda ficción tiene con la realidad real”.

Una opinión muy anterior de Alfonso Reyes (“La biografía oculta”) observa algo parecido: “El ‘yo’ es muchas veces un mero recurso retórico. Los recuerdos de la propia vida, al transfundirse en la creación poética, se transfiguran en forma que es difícil seguirles la huella. En ocasiones, los testimonios más directos se esconden detrás de un párrafo que sólo contiene, en apariencia, ideas y conceptos abstractos. En ocasiones, lo que se ofrece como una evocación de hechos reales puede ser un mero efecto de inventiva literaria”.

En resumen, dentro del arte es imposible escapar de uno mismo.


miércoles, septiembre 23, 2020

Roma dos años después

 

Quizá fue en los noventa cuando decidí no surfear en las olas de la moda literaria, cinematográfica ni musical. Esto significa que no me acucia ningún apuro para leer, ver y/u oír productos que durante algún momento tienen encima todos los reflectores hasta ser la comidilla de los medios y, ahora también, de las redes sociales. Es por tal razón que en 2018 no dije ni pío sobre Roma, la peli de Alfonso Cuarón multiplicada mediante Netflix. Creo que en su momento leí comentarios de todos los pelajes, muchos de ellos elogiosos, pero ni así cedí a la tentación de correr a verla.

Dos años después la he atravesado sin apremio y puedo decir que me gustó, que es una gran película pese a su minúscula trama. Todo en ella parece cuidado maniáticamente, con la obsesividad puesta hasta en los detalles más pequeños. La reconstrucción de “la realidad” en películas ubicadas en épocas lejanas es, creo, más fácil cuando el espectador queda lejos de la historia, pues, a menos que sea especialista, no podrá reconocer minucias del habla, del vestido y, en general, del entorno habitado por los personajes, lo cual quiere decir, por ejemplo, que es quizá más sencillo reconstruir una escena del Medievo que otra de los años sesenta, pues todavía hoy a muchos nos resultará reconocible un dato mal colocado en ese pretérito cercano. Es lo que sucede en Roma: un espectador de cuarenta años de edad en adelante advertirá con facilidad anacronismos o rasgos de la realidad mal colocados, pero también, ciertamente, reconocerá sin batallar toda aquella información dispuesta en la película para reconstruir la época, es decir, 1970-71. En la cinta de Cuarón son infinitos los detalles que justifican su eficacia espacio-temporal, más en las numerosas tomas abiertas que adrede amplían la experiencia del espectador para que “en realidad” se ubique en aquel pasado.

Celebrar la puntillosidad casi patológica de la producción en Roma es pertinente, pero no radica allí su mérito principal. Creo que más allá del dinero invertido, su gracia se encuentra en otro punto. Las actuaciones, basadas asimismo en un casting de excepción, son en su mayoría deslumbrantes. Pienso en la de Yalitza Aparicio o Marina de Tavira, claro, pero también en otras menos visibles en la historia pero de igual modo solventes, como la de la ginecóloga (Lisbeth Chinolla) o la del joven “halcón” (Jorge Antonio Guerrero) que durante un rato funge como novio de Cleo. Tienen una participación breve pero logran representar a la perfección los roles que les fueron asignados.

La trama de Roma, como ya dije, es apenas una insinuación. Si bien tiene un cráter en el embarazo y su crudo desenlace, lo fundamental es el estado de ánimo que comunica en dos vertientes: en lo personal, marcado en el destino secretamente heroico de Cleo, y en lo colectivo, al ofrecer un relámpago del México que anunciaba la llamada Guerra Sucia del sádico echeverriato.

Me gustó Roma. La pude ver sin prisas, sin la urgencia de opinar sólo por moda. Es una película admirable.


sábado, septiembre 19, 2020

Boleto a Cortázar

Por razones que no viene al caso describir, mi biblioteca ha estado diez años a mi parcial alcance. Esto significa que muchos de sus libros han permanecido no sólo inconsultos, sino prácticamente inaccesibles a mis manos y a mi vista durante largo tiempo. Tras una mudanza reaparecieron algunos con los cuales hace décadas establecí un vínculo de cariño más que de ocasional lector. Este es el caso de Bestiario, de Julio Cortázar, en la edición publicada en México por Nueva Imagen hacia 1982.

Al hojearlo me topé con tres sorpresas. Primera, que lo leí en 1984, cuando tenía veinte años y estaba a mitad de la carrera; la segunda, que su memorable portada es un “Autorretrato” de Francisco Toledo, artista de quien no tenía noticias en aquel momento; y tercera, que entre sus páginas habitaba un boleto de camión de la ruta Torreón-Gómez. Este último detalle jaló recuerdos que seguramente comparten muchos laguneros. La ruta de los “Verdes”, aún vigente como la de los “Rojos”, su competencia, hacía sus periplos en la zona conurbada de La Laguna, por eso les decíamos “Torreón-Gómez-Lerdo”. Sé que con el tiempo, cuando dejé de viajar en bus urbano, amplió poco a poco su recorrido y en este momento no sé con claridad qué tanto cubre. Aquellos camiones son básicamente los mismos que ahora podemos ver en circulación entre nuestras tres ciudades. Como muchos, los abordé  desde mi adolescencia innumerables veces. Para hacer económico su uso, los estudiantes teníamos una especie de prerrogativa: pagábamos un documento llamado “abono” con duración de un mes. Era una especie de credencial con foto, renovable, con la cual podíamos hacer tantos viajes como quisiéramos sin pagar en cada ascenso. El boleto que encontré supone que ya para 1984 no usaba el abono, sino que pagaba el costo total de cada viaje; el precio de un recorrido era de $110.00 (años después,  en 1993, con la llegada de los nuevos pesos, fueron eliminados esos tres ceros para que no se notara tanto la brutal inflación acumulada durante los gobiernos de Echeverría, López Portillo y De la Madrid).

Vuelvo al libro de Cortázar. Si encontré un boleto entre sus páginas, es un hecho que leí parte de su contenido en mis andanzas sobre el camión. La edición de Nueva Imagen me parece, pese a la austeridad de su acabado, muy bien lograda, impecable. En ella seguramente participó Saltiel Alatriste, quien por aquellos años tenía relación con tal editorial antes de ser mandamás en Alfaguara: Luego, ya en el nuevo milenio, como sabemos, cayó en desgracia literaria por tristes acusaciones de plagio.

Bestiario es, quizá, el libro de cuentos más famoso de Cortázar, pese a ser uno de sus primeros títulos. Fue publicado en 1951 y en él hay cuentos que todavía hoy se dejan leer con asombrado gusto. Necesito releerlo para rehidratar su contenido con precisión, pero de mi memoria no se ha diluido la perplejidad que me produjeron cuentos como “Ómnibus”, “Las puertas del cielo”, el legendario “Casa tomada” y, claro, el relato que da título al libro, “Bestiario”.

Parece mentira que hayan pasado ya 35 años desde que lo leí. Durante ese lapso ha cambiado mucho el mundo, mi mundo, pero siguen vigentes ciertas realidades; por ejemplo, la ruta de los “Verdes” y mi ahora vieja admiración al autor de Rayuela.






miércoles, septiembre 16, 2020

El vuelo rasante

















Todo el día traje en la mente la resonancia de la voz y las canciones de Leonardo Favio. De niño, de joven, uno tiene poco margen para elegir: la cultura pop de todas las disciplinas nos cae encima desde cualquier lado, nos invade por la derecha y por la izquierda, es ubicua. Fui callejero, mucho, y mi primer aprendizaje musical llegó, no sé, supongo, mientras me despachaban las tortillas, o encima de un camión, o en cualquier miscelánea del barrio, siempre desde radiodifusoras que estaban a años luz de Mozart y los libros. El caso es que cantantes populares como Leonardo Favio andaban por allí con sus rolitas simplonas y su extraña voz. Junto con él, es obvio, nos llegaron otros muy próximos en edulcoramiento y sencillez lírica, algunos también inolvidables.
Luego la suerte me puso delante de otras experiencias estéticas y supe que el arte era más, muchísimo más que lo impuesto por los medios electrónicos. Gracias a la lectura amplié, a tientas en la bruma del autodidactismo, mis gustos hacia zonas entonces plenamente desconocidas. Entendí que en pintura Velázquez me pertenecía, que en fotografía allí estaba Álvarez Bravo, que en música no me disgustaban Haydn o Tchaikovsky, que en literatura podía alegrarme con el genio de Papini, y así, etcétera: el arte creció en mí como una plantita regada a solas y en silencio, sin saber a dónde iba a parar todo ese contacto con una belleza claramente superior.
Pero nunca me abandonó, lo he escrito muchas veces, el arte (o como queramos llamarlo) que pesqué en la calle, el diseño gráfico pedestre, la canción cursi, las obras nacidas a fuerza de necesidad e intuición, sin escuela. Supe desde que se fue abriendo mi mundo que no podía renunciar, por ejemplo, al quehacer a veces elemental de algunos compositores sencillos, de esos que desde radiorreceptores estentóreos inundan el paisaje sonoro de los barrios.
Leonardo Favio quedó pues allí, retenido en mi gusto y mi memoria. Tarde, muy tarde supe, porque a México esa fama no ha llegado, que el mendocino era en su país no tanto el compositor y cantante que acá conocimos, sino un cineasta consumado, acaso el mejor de la Argentina. Sin quererlo, durante muchos años me rondó su nombre gracias a "La cita", ese rolón cantado miles de maravillosas veces, en versión cumbia, por los Chicos de Barrio laguneros.
He leído todo lo que ayer publicó Página/12 sobre él, y creo que me quedé permanentemente corto, como todos los mexicanos, en el conocimiento de la asignatura Leonardo Favio. En el link que recoge testimonios de personalidades sobre el recién ido, me impresionaron estos tres:

Fernando “Pino” Solanas (cineasta): “Era dueño de un cine con un realismo poético muy intenso. Se fue dejando una obra descomunal, un testimonio cultural y cinematográfico único. Era una figura múltiple. Tenía la conjunción precisa entre sensibilidad popular y la mirada culta. Fue un artista popular único. Se fue un gran poeta del cine”.

Jorge Coscia (secretario de Cultura de la Nación): “Perdimos al más grande cineasta argentino de todos los tiempos. Quienes tuvimos el privilegio de conocerlo y tratarlo pudimos confirmar que la grandeza y la sensibilidad de su obra iban de la mano de su grandeza como persona. Favio era como filmaba, no se quedaba con nada en el tintero. Todo su talento y su instinto artístico, hijos de su profundo humanismo, estaban presentes en cada plano, en cada movimiento de la cámara, pero también en cómo te abrazaba. Su fervor político era una expresión de ese humanismo, que a la vez marcó su mirada del peronismo y la manera de plasmarlo en su trabajo. El peronismo de Favio es, sobre todo, una mirada desde el amor de la Argentina de Perón y de Evita. Las películas de Favio, profundamente populares y refinadas a la vez, capturan la fibra íntima del peronismo como expresión cabal de una gran obra colectiva de amor al pueblo. Por eso resultan tan emocionantes. Porque así como para orientarse en el bosque sólo basta una brújula que señale el norte, en la cultura pasa algo parecido: una película argentina hecha desde la propia perspectiva genera inmediatamente pertenencia cultural. Favio ha sido eso: una formidable brújula cultural que permite saber quiénes somos, dónde estamos y de qué formamos parte”.

Ricardo Darín (actor): “Me crié cantando sus canciones y después descubrí su cine. Estoy shockeado por la pérdida de una persona tan auténtica y sincera”.

No es poco: Solanas es uno de los artistas más importantes de la Argentina, y además un hombre metido hasta los huesos en la política, tanto que ha sido diputado y ex candidato a la presidencia de la República. Coscia es el actual mandón de la cultura allá, y Darín es hoy el actor de mayor cartel, protagonista, entre otras, de El secreto de sus ojos, film que ganó hace poco el Oscar a la mejor película extranjera.
La muerte de Leonardo Favio fue la muerte de un gran cineasta, sí, pero muchos queremos recordarlo asimismo como lo que fue inicialmente y nunca dejó al margen. A propósito, también Página/12 publicó algunos testimonios suyos de hace tiempo, y aquí está uno sobre su andanza en la música que le granjeó fama gracias a la radiofonía:

“Para mí, el cine y las canciones no son dos vías distintas. La gente tiene que entender que amo tanto una cosa como la otra. Muchos dicen: ‘Leonardo canta para ganar la plata que le permita hacer cine’. Eso no es cierto. Yo canto porque me gusta tanto o más que el cine. Y si soy un compositor de vuelo rasante, bueno, cada uno vuela hasta donde le dan sus alas, pero estoy orgulloso de mis canciones. Como suelo decir, mis canciones están en el inventario familiar de todo el mundo de habla hispana. Canciones como ‘O quizás simplemente te regale una rosa’, que es un himno en toda Latinoamérica. Las generaciones van cambiando y los coliseos se llenan con jóvenes que corean esas canciones que nacieron en la intimidad de mi hogar como un divertimento, como una broma, y que trascendieron las fronteras e hicieron milagros. Mis canciones hicieron milagros como que yo comiera más a menudo, que pudiera pagar el alquiler, que pudiera ser solidario con quien yo quiero, porque tengo los medios para hacerlo, hicieron de los aviones una alfombra mágica que me llevó a países insólitos. Mis canciones hablan idiomas que yo ignoro. Han sido traducidas al francés, al hebreo... En fin, con todo eso, ¿cómo no voy a amar la profesión de la canción o cómo voy a renunciar a ella, que me permite continuar en la pelea?”.

En fin. Un artista es la suma de sus pasos: los buenos, los regulares y los malos. Creo sin embargo que si hay talento, si hay sensibilidad, de hecho, no hay pasos malos: todo lleva a un lugar, el lugar al que llegó definitivamente el cantante y cineasta Leonardo Favio, que en paz descanse.

sábado, septiembre 12, 2020

Cien de Benedetti



















En los años recientes se ha expandido como uña de gato cierta mala prensa contra Mario Benedetti. La opinión negativa se concentra básicamente en su poesía, o en alguna parte de su poesía, tildada de cursi. Por supuesto, a todo lector le asiste el derecho a rechazar y compartir su aversión como le venga en gana. Esta es una de las prerrogativas que tiene, que tenemos todos, frente al mar de libros, y por otro lado ningún escritor es, como dijo Cuco Sánchez, monedita de oro pa’caerle bien a todos. Lo que pretendo aquí no es, pues, hacer una defensa de Benedetti frente a las opiniones que lo devalúan, sino una muestra de agradecimiento personal, en el centenario de su nacimiento, a varios de sus libros.
Benedetti nació en Paso de los Toros, Uruguay, el 14 de septiembre de 1920 y murió en Montevideo hacia 2009. Trabajó en prácticamente todos los géneros literarios y periodísticos, y entre estos los que más cerca me quedan son los de narrativa y de ensayo. Aprecio menos el flanco de su poesía, y nada, porque no lo conozco, el de su dramaturgia. Entre sus más de cincuenta libros, por ello, hay un puñado para mí entrañable. Es verdad que con el paso de los años se hizo más esporádica mi frecuentación de esos títulos, pero siempre viviré con el agrado de mi lectura juvenil de sus cuentos y, poco más adelante, de sus ensayos.
No sé si rememoro mal al decir que el primero de los libros que le leí fue La muerte y otras sorpresas. Eso ocurrió alrededor de 1982. Me lo encargaron en el primer semestre de la carrera y cuando fui a buscarlo en las librerías de La Laguna no había ejemplares. Mi padre tenía amigos traileros y se lo encargó a uno que viajaba hacia Guadalajara. Los cuentos de aquel volumen son sencillos y eficaces, como en general deben ser los cuentos. Luego, no sé cómo, accedí a las páginas de Montevideanos, otro libro de relatos breves. Allí encontré mejor expresados los microcosmos de Benedetti: pequeños dramas familiares, laborales y afectivos en la atmósfera clasemediana y burocrática de la capital uruguaya. A los mencionados libros regresé parcialmente en mi condición de maestro, pues no pocas veces usé en el aula alguno de sus cuentos.
No fue nunca mi escritor favorito, pero sé que en su momento logré disfrutar su literatura sin prejuicios. Sé que hoy, quizá, alguno de los libros que en aquellos años me gustó podrá no retenerme, pero igualmente sigo creyendo, cuando ya rebasé la edad de Martín Santomé, que La tregua es una hermosa novela sobre el amor en el crepúsculo de la vida. La misma querencia siento por Quién de nosotros o La borra en el café.
Adrede dejé para el final un párrafo sobre sus ensayos. El mundo, o la postura de cierta parte del mundo, ha cambiado muchísimo desde que fueron publicados El escritor latinoamericano y la revolución posible o Letras de osadía, pero la distribución del poder económico, político y cultural sigue en las mismas manos, así que son libros que aún pueden comunicar varias verdades. Igual pasa con el flanco de la crítica literaria expresada en títulos como El ejercicio del criterio y El recurso del supremo patriarca, apreciable en muchos sentidos, sobre todo por su ánimo divulgativo.
A cien años de su nacimiento, Benedetti sigue junto a muchos que ejercemos en sus páginas el derecho a releerlo.

miércoles, septiembre 09, 2020

Ansia de lucha lagunera




















La cuarentena, elásticamente extendida ya a seis meses, ha golpeado un montón de economías grandes, medianas y pequeñas. Una de ellas se relaciona con la lucha libre. Como adicto a este espectáculo tengo mis contactos y sé que en este periodo los luchadores la han pasado muy, muy mal, sin el ingreso por goteo que cada fin de semana se suma al de sus jales más convencionales. Con esto quiero decir que la lucha que sigo no es la vinculada a las grandes carteleras, a la triple A, sino aquella desplegada por compitas del barrio en arenas populares, sin glamour, sin  marketing, sin bolsas millonarias, a punta de voluntad, sacrificio y riesgo.
Sabido es que La Laguna es un semillero inagotable de luchadores. Por esta razón hay tantas funciones de lucha popular desde el jueves hasta el domingo. Con la pandemia todas quedaron suspendidas, para mala suerte de los aficionados que en este momento vamos para medio año sin la entrañable gritería, las semillas, la cerveza y el zigzagueo permanente entre la risa y el peligro. Como las carteleras se multiplican allende y aquende el lecho del Nazas, no las conozco en su totalidad, pero puedo hacer una breve descripción de las cuatro arenas que me gustaría visitar apenas vuelva a verse la luz verde en los pancracios. En orden según mi preferencia, va la breve lista:
4. Plaza de Toros de la colonia Moderna, en Torreón. La función dominical, que comienza cerca de las ocho, no suele ser muy concurrida. Presenta cuatro pleitos, todos con luchadores de la localidad. El espacio disponible es tan grande, sobre todo en la parte de arriba, que es casi imposible el tumulto. El ring es montado sobre el redondel de la plaza y las localidades más caras son ubicadas sobre la arena real, así que es como ver una lucha en el desierto.
3. Arena de la colonia Aviación, en Torreón. No apta para modosos. Es una especie de taller mecánico habilitado con un ring donde los gladiadores luchan casi a ras de público. Todo se oye como si se desarrollara en el patio de nuestra casa, sin eufemismos ni mesuras. Aquí la lucha alcanza la sima de la autenticidad más populosa. Su cartel es programado para los domingos a las ocho.
2. Arena Azteca de la colonia San Marcos, en Torreón. Con estacionamiento algo complicado, esta arena ha sido muy bien montada por dentro, con excelente ring, buen audio y juego de luces y una dulcería que da para no parar de consumir golosinas durante toda la función. Tiene un elenco de excelente nivel, tal vez el mejor de su tipo en La Laguna. Igual, su cartel suele ser programado para los domingos a las ocho.
1. Arena Olímpico Laguna, en Gómez Palacio. Tal vez la más vieja y tradicional de La Laguna. Su función insignia se da todos los jueves a partir de las nueve de la noche y dura hasta las doce. Tiene un cartel casi monolítico, pero increíblemente propicio para la gritería. Su acústica y su aspecto vetusto la hacen muy especial, casi un sitio turístico al modo de las pirámides o algo así. No recomiendo las primeras filas, demasiado cercanas al ring. Es, por mucho y pese a todo, mi favorita.

sábado, septiembre 05, 2020

Dos potencias se saludan




















Recién salido del horno editorial, Medio siglo con Borges (Alfaguara, 2020, México, 108 pp.), de Mario Vargas Llosa, suma otro título a la ya incalculable lista de opiniones sobre la vida y la obra del más importante escritor argentino de la historia. No es ni será uno de los libros fundamentales del Nobel peruano, pero sirve para darnos otra idea, como si todavía fuera necesario, sobre la gravitación de Borges en la literatura contemporánea, una literatura en la que el mismo Vargas Llosa ocupa un sitio protagónico. Este libro es, pues, el encuentro o saludo de dos potencias de muy diferente orientación estética.
Como otros muchos libros de escritores ya famosos y acosados por la imparable voracidad de sus editoriales, Medio siglo con Borges reúne materiales creados originalmente con propósitos hemerográficos o académicos coyunturales, no para quedar albergados en las páginas de un libro. Así, los textos de este título aparecieron en periódicos y revistas, de allí su tono divulgativo nada denso. Son diez textos que trabajan en los géneros de la entrevista, el ensayo, la conferencia y la reseña, y constituyen todo lo que Vargas Llosa ha escrito sobre su colega argentino. Suma al final las referencias de cada texto y, al principio, una especie de prólogo desconcertante: un poema que no por débil deja de guardar cierto interés, pues es lo único que del peruano podemos encontrar formateado en verso enumerativo en este caso similar (y he aquí el guiño, toda proporción tomada) al del “Otro poema de los dones”.
La primera entrevista fue realizada en 1963, el mismo año en el que Vargas Llosa publicó La ciudad y los perros. Trabajaba todavía como periodista, y dialogó con Borges en París. A partir del reconocimiento que en aquellos años le dio Francia, el autor de El Aleph ya no pudo eludir el enjambre de entrevistadores deseosos de dialogar con él y obtener las mismas respuestas. Las conseguidas por el joven Vargas Llosa son entonces, básicamente, idénticas a las que es fácil encontrar en decenas de entrevistas al ilustre ciego, e igual sucedió con la conversación de 1981, esta vez realizada en el departamento porteño de Borges. Tal conversación dejó a la posteridad una anécdota no sé si cierta; como el escritor peruano describió la austeridad del espacio habitado por Borges e incluso mencionó las goteras y las manchas en los muebles, el interpelado luego declaró que había recibido la visita de cierto peruano que seguramente trabajaba en una inmobiliaria y deseaba que se mudara.
Las piezas de carácter ensayístico muestran el respeto que en general se le prodiga a Borges. Vargas Llosa destaca la exactitud de su estilo, la erudición al servicio de la fantasía y el hechizo que en suma produce esa literatura si no perfecta, sí rayana en la perfección. Aborda asimismo su antinacionalismo, su rechazo al color local y a la verbosidad.
“Sé lo transeúntes que pueden ser las valoraciones artísticas; pero creo que en si caso no es arriesgado afirmar que Borges ha sido lo más importante que le ocurrió a la literatura en lengua española moderna y uno de los artistas contemporáneos más memorables”, apunta.
De orilla a orilla, las páginas de este breve libro son un periplo de medio siglo por la admiración.  

miércoles, septiembre 02, 2020

Imposibilidades del olvido

















Decía hace poco, al comentar un poema en el taller literario, que el olvido no es un acto volitivo, que uno no puede decir “ya, hoy empiezo a olvidar”, como si fuera comenzar una dieta, y en efecto comenzar a olvidar. El olvido es misterioso, y se da o no se da en función de factores que escapan al deseo o la voluntad. Podemos suponer que entre más fuerte haya sido la pasión o más estrecho el lazo, más difícil es olvidar, como pasa luego de un naufragio amoroso o la pérdida de un miembro. Ver que algo muy querido ya no es o ya no está, condena a la mente a pensarlo durante un lapso imprevisible, a veces toda la vida. Esto pasa, de manera terriblemente dolorosa, con quienes pierden a un familiar y no encuentran su paradero o sus restos.
El documental El silencio de otros (2019, disponible en Netflix) sirve para ejemplificar a la perfección las imposibilidades del olvido en ciertas circunstancias. Dirigido y producido por Almudena Carracedo y Robert Bahar, sigue los pasos de varios ciudadanos españoles abocados a la desesperante y fatigosa tarea de encontrar justicia tras las atrocidades perpetradas por el franquismo. Al morir el dictador, lejos de emprender una revisión histórica de su régimen y el obvio pedido de justicia para quienes fueron sus víctimas, hubo un pacto de olvido/silencio que durante la transición y mucho más adelante echó tierra al pasado. No sólo no se revisó lo cometido en más de tres décadas de tiranía, sino que se dio por hecho que podía acordarse el silencio para mirar sólo al futuro de España, como si las víctimas sobrevivientes de las torturas y los familiares de los muertos fueran capaces de acogerse, así nomás, al desentendimiento oficial.
El silencio de otros fue grabado durante más de cinco años, y recoge los testimonios de varios torturados, hijas ya ancianas de asesinados y madres de recién nacidos apropiados por las garras del régimen todavía hasta la década de los ochenta. Dado que en España es sólida la cerrazón de la justica para investigar esos crímenes lesivos de la humanidad (incluso considerados prescritos), vemos que los protagonistas del documental logran que en Argentina se viabilicen sus querellas mediante la jueza María Servini. El gobierno español, sin embargo, obstaculiza cualquier procedimiento que contradiga el pacto de olvido firmado prácticamente desde 1975, tras la muerte de Franco, lo que en suma ha garantizado hasta ahora la impunidad de los genocidas y el no menos grave borramiento de la memoria histórica.
El caso asimismo terrible de las madres despojadas de sus recién nacidos (para evitar que esos hijos desarrollaran el “gen comunista” o convivieran con madres solteras) es una línea temática desgarradora, tragedia muy similar a la padecida durante y después de la dictadura argentina. Aunque el fondo es lo importante, vale destacar la estética del documental, lo que incluye su edición y su sobria musicalización.
Ante los crímenes de lesa humanidad será siempre bienvenido un documental como El silencio de otros. El olvido, además de que no puede ser voluntario, es injustificable frente a los imperativos de la memoria y la justicia.