miércoles, septiembre 23, 2020

Roma dos años después

 

Quizá fue en los noventa cuando decidí no surfear en las olas de la moda literaria, cinematográfica ni musical. Esto significa que no me acucia ningún apuro para leer, ver y/u oír productos que durante algún momento tienen encima todos los reflectores hasta ser la comidilla de los medios y, ahora también, de las redes sociales. Es por tal razón que en 2018 no dije ni pío sobre Roma, la peli de Alfonso Cuarón multiplicada mediante Netflix. Creo que en su momento leí comentarios de todos los pelajes, muchos de ellos elogiosos, pero ni así cedí a la tentación de correr a verla.

Dos años después la he atravesado sin apremio y puedo decir que me gustó, que es una gran película pese a su minúscula trama. Todo en ella parece cuidado maniáticamente, con la obsesividad puesta hasta en los detalles más pequeños. La reconstrucción de “la realidad” en películas ubicadas en épocas lejanas es, creo, más fácil cuando el espectador queda lejos de la historia, pues, a menos que sea especialista, no podrá reconocer minucias del habla, del vestido y, en general, del entorno habitado por los personajes, lo cual quiere decir, por ejemplo, que es quizá más sencillo reconstruir una escena del Medievo que otra de los años sesenta, pues todavía hoy a muchos nos resultará reconocible un dato mal colocado en ese pretérito cercano. Es lo que sucede en Roma: un espectador de cuarenta años de edad en adelante advertirá con facilidad anacronismos o rasgos de la realidad mal colocados, pero también, ciertamente, reconocerá sin batallar toda aquella información dispuesta en la película para reconstruir la época, es decir, 1970-71. En la cinta de Cuarón son infinitos los detalles que justifican su eficacia espacio-temporal, más en las numerosas tomas abiertas que adrede amplían la experiencia del espectador para que “en realidad” se ubique en aquel pasado.

Celebrar la puntillosidad casi patológica de la producción en Roma es pertinente, pero no radica allí su mérito principal. Creo que más allá del dinero invertido, su gracia se encuentra en otro punto. Las actuaciones, basadas asimismo en un casting de excepción, son en su mayoría deslumbrantes. Pienso en la de Yalitza Aparicio o Marina de Tavira, claro, pero también en otras menos visibles en la historia pero de igual modo solventes, como la de la ginecóloga (Lisbeth Chinolla) o la del joven “halcón” (Jorge Antonio Guerrero) que durante un rato funge como novio de Cleo. Tienen una participación breve pero logran representar a la perfección los roles que les fueron asignados.

La trama de Roma, como ya dije, es apenas una insinuación. Si bien tiene un cráter en el embarazo y su crudo desenlace, lo fundamental es el estado de ánimo que comunica en dos vertientes: en lo personal, marcado en el destino secretamente heroico de Cleo, y en lo colectivo, al ofrecer un relámpago del México que anunciaba la llamada Guerra Sucia del sádico echeverriato.

Me gustó Roma. La pude ver sin prisas, sin la urgencia de opinar sólo por moda. Es una película admirable.