Quizá
fue en los noventa cuando decidí no surfear en las olas de la moda literaria,
cinematográfica ni musical. Esto significa que no me acucia ningún apuro para
leer, ver y/u oír productos que durante algún momento tienen encima todos los
reflectores hasta ser la comidilla de los medios y, ahora también, de las redes
sociales. Es por tal razón que en 2018 no dije ni pío sobre Roma, la peli de Alfonso Cuarón
multiplicada mediante Netflix. Creo que en su momento leí comentarios de todos
los pelajes, muchos de ellos elogiosos, pero ni así cedí a la tentación de
correr a verla.
Dos
años después la he atravesado sin apremio y puedo decir que me gustó, que es
una gran película pese a su minúscula trama. Todo en ella parece cuidado
maniáticamente, con la obsesividad puesta hasta en los detalles más pequeños.
La reconstrucción de “la realidad” en películas ubicadas en épocas lejanas es,
creo, más fácil cuando el espectador queda lejos de la historia, pues, a menos
que sea especialista, no podrá reconocer minucias del habla, del vestido y, en
general, del entorno habitado por los personajes, lo cual quiere decir, por
ejemplo, que es quizá más sencillo reconstruir una escena del Medievo que otra
de los años sesenta, pues todavía hoy a muchos nos resultará reconocible un
dato mal colocado en ese pretérito cercano. Es lo que sucede en Roma: un espectador de cuarenta años de
edad en adelante advertirá con facilidad anacronismos o rasgos de la realidad
mal colocados, pero también, ciertamente, reconocerá sin batallar toda aquella
información dispuesta en la película para reconstruir la época, es decir,
1970-71. En la cinta de Cuarón son infinitos los detalles que justifican su
eficacia espacio-temporal, más en las numerosas tomas abiertas que adrede
amplían la experiencia del espectador para que “en realidad” se ubique en aquel
pasado.
Celebrar
la puntillosidad casi patológica de la producción en Roma es pertinente, pero no radica allí su mérito principal. Creo
que más allá del dinero invertido, su gracia se encuentra en otro punto. Las
actuaciones, basadas asimismo en un casting
de excepción, son en su mayoría deslumbrantes. Pienso en la de Yalitza Aparicio
o Marina de Tavira, claro, pero también en otras menos visibles en la historia
pero de igual modo solventes, como la de la ginecóloga (Lisbeth Chinolla) o la
del joven “halcón” (Jorge Antonio Guerrero) que durante un rato funge como
novio de Cleo. Tienen una participación breve pero logran representar a la
perfección los roles que les fueron asignados.
La
trama de Roma, como ya dije, es
apenas una insinuación. Si bien tiene un cráter en el embarazo y su crudo desenlace,
lo fundamental es el estado de ánimo que comunica en dos vertientes: en lo
personal, marcado en el destino secretamente heroico de Cleo, y en lo
colectivo, al ofrecer un relámpago del México que anunciaba la llamada Guerra
Sucia del sádico echeverriato.
Me
gustó Roma. La pude ver sin prisas,
sin la urgencia de opinar sólo por moda. Es una película admirable.