miércoles, julio 31, 2024

Otros usos del libro

Es frecuente que al hablar sobre libros gordos no falte el graciosito que exprime la broma por millonésima vez: “Sirve por si una pata de la mesa es más corta”. Después de que nadie emite ni un piadoso jajaja, la conversación sigue por otro rumbo, aunque es cierto que los libros pueden tener algunos usos no necesariamente ligados a la lectura. Al pensar esto vislumbro una de las razones, una más, entre las tantas o no tantas que me han hecho seguir fiel al libro convencional frente al electrónico con el cual ya estoy en tratos, así sea con parca emoción.

Sé de entrada que hay una trampa en mi preferencia por el papel, y es inevitable: crecí y alimenté un fervor muy hondo por el libro físico, así que la llegada del digital, pese a sus ventajas, no ha triunfado en mí. El peso de la costumbre es la trampa de la que hablo. Ahora bien, ¿es sólo eso? Creo que no. Como a muchos otros lectores de libros de papel, el electrónico me parece viable, pero no apasionante. Tiene ya —el dispositivo Kindle— aditamentos notables como la intensidad de la luz o su capacidad de almacenaje, pero no, algo pasa con sus ventajas que no terminan por derrotar al libro de carne y hueso. Me tiro otra pregunta retórica antes de pasar al siguiente párrafo: ¿por qué el libro tradicional no ha perdido fuerza en mí?

Creo saber por qué, y reafirmé la certeza al releer la elegante Apología del libro (Conaculta, México, 2012, 46 pp.), elaborada en mancuerna por Arnoldo Kraus (texto) y Vicente Rojo (ilustraciones). Este libro es muy muy breve, su parte textual da para leerla en menos de una hora, y por ello es más eficaz. Con insistencia, Kraus destaca el valor de libro de papel, más cuando lo pone en contraste con el electrónico de hace poco más de diez años, cuando escribió su elogio. Pero al margen de las virtudes del libro más o menos reiteradas aquí y allá, hay un pasaje con el cual me identifico, y en el que el autor también insiste (por algo será): los libros sirven para lo que sirven, pero también son receptáculos de papelitos personales, boletos viejos, fotos, bonitos separadores y, sobre todo, son una especie de diario o álbum, pues en sus páginas suelen quedar marcas de nuestra vida cuando anotamos fechas de compra, fechas de lectura, notas íntimas (“Cumpleaños de mi madre”, "Muerte de mi tío", "Mudanza a la nueva casa"...) y comentarios sobre la apreciación del libro en sí.

No es una ventaja descomunal frente al libro electrónico, pero es una ventaja que en mi caso me ha sorprendido, por ejemplo, cuando revisito un libro y en sus páginas encuentro un post-it con caligrafía infantil de mis hijas o el boleto de uno de mis viajes en camión con hora y todo. Aunque disperso entre muchas hojas, los libros también son o pueden ser un repositorio de evidencias sobre nuestro fugaz paso por la vida.

martes, julio 30, 2024

Crónica sudamericana

 







Nota inicial. No soy de cargar cuaderno de anotaciones, pero me he valido de la herramienta “block de notas” del celular para recoger impresiones que después servirán en la hechura de la crónica. Dado que esto de trepar información a Facebook es fundamentalmente un divertimento y no una obligación, me he dado un cacho de las vacaciones para trabajar en la selección de las palabras y las fotos. Han pasado dos meses desde que terminó el viaje cuya crónica viene a continuación.

Ciudad de México

Dejamos suelo lagunero el lunes 15 de abril a las 6 de la tarde. Las dos maletas grandes iban retacadas de ropa, libros, revistas y algunas chucherías para regalar, lo justo para no desbordar el peso límite determinado por la línea aérea. Llegamos a la Ciudad de México y nos instalamos en el hotel Marlowe, a media cuadra del barrio chino, en el corazón de la capital. Pese a la temporada baja, el hormiguero de ese rumbo parecía incesante, lleno de burócratas mezclados con turistas. Curiosamente, el lunes de nuestra llegada se había alcanzado una temperatura récord de calor, casi como si nosotros lo hubiéramos arrastrado desde La Laguna. La primera noche de hotel fue atroz: la cama pequeña que nos asignaron y el calor invencible casi no me permitieron dormir. A la mañana siguiente pedí con cara de náufrago un cambio de habitación a cama doble, que por suerte pudimos conseguir. Durante las tres mañanas de la estancia en la capital el calor no dio tregua. Avancé asuntos de trabajo (revisiones y edición) y casi en las noches caminamos los ya conocidos rumbos de la alameda, Bellas Artes, el Zócalo y la Catedral. Comimos tacos, enchiladas, caldos tlalpeños y demás delicias de la gastronomía chilanga. Envié cuatro paquetes con libros y revistas por correo desde el hermoso edificio postal, y vi tres veces a mi hija, quien por su trabajo sólo podía encontrarse conmigo durante las noches. Así los días, salimos el jueves 18 por Avianca hacia Bogotá. El vuelo fue espantoso, incómodo. Probé suerte con esa empresa colombiana, pero sin duda está, en la relación precio-servicio, muy por debajo de Aeroméxico. Los asientos no se reclinan (al menos en la nave que nos llevó a Bogotá) y no dan nada para comer, sino que lo venden como Oxxo aéreo, con el mismo pintoresquismo de VivaAerobús. Fueron poco más de cuatro horas de tortura. Ya en el aeropuerto Eldorado casi perdemos nuestro vuelo de conexión. La razón es simple: aunque el pasajero no salga del aeropuerto pierde mucho tiempo en un filtro de revisión, como si uno no hubiera sido revisado ya en el vuelo de salida. Está bien que en Eldorado revisen a quien entra y a quien sale de allí, pero me parece una grosería que revisen también a quienes van de paso, en tránsito, pues si no confían en la revisión de la ciudad de origen, ¿para qué dejan volar a los recién llegados? Pese a las innecesarias carreras dentro del aeropuerto, llegamos a tiempo para abordar el siguiente avión, el de Bogotá a Santiago de Chile. También por Avianca, fue apenas mínimamente mejor que el anterior.

Santiago de Chile, Ñuñoa, Viña Del Mar, Valparaíso y Concón

Aterrizamos en la capital chilena al mediodía del 19 de abril, y rápido debí cambiar dólares a pesos chilenos. Como su moneda tiene muchos ceros, el desconcierto inicial fue inevitable.

Llegamos con un hambre de caníbales y luego de establecernos en el departamento salimos en busca de cualquier comida. La encontramos en una pollería casi contigua al edificio. El encargado de la tienda se asustó cuando le pedimos medio pollo para cada uno. Nos persuadió de que era suficiente un medio pollo para los dos. Y así fue: el medio pollo era en realidad medio guajolote y venía acompañado por un kilo de hermosas papas a la francesa que devoramos sin mucha elegancia. Luego de esa ingesta urgente, descansamos un poco, pues debíamos prepararnos para mi presentación en la biblioteca pública de Ñuñoa. Ñuñoa es una comuna de la Región de Santiago, y una comuna es algo así como una municipalidad, aunque la verdad todavía no entiendo bien la división administrativa chilena. Llegamos en punto de la hora luego de vivir cierta tensión sobre un taxi que tomó Vicuña Mackenna, luego la larga avenida Irarrázaval y parecía que no llegaba, pues era hora pico, viernes por la noche. Al fin aparecimos en la biblioteca y allí estaban ya Diego Muñoz y Gabriela Aguilera, nuestros anfitriones, además de varios amigos de la corporación Letras de Chile. El diálogo entablado fue muy cordial. Hablé de mi trabajo literario y de libros y autores mexicanos, todo en un ambiente de calidez extraordinaria. Al final, muy cansados ya, Maribel y yo compramos lo básico en un súper para preparar unos sándwiches que también nos supieron a milagro.

A la mañana siguiente, la del sábado 20 de abril, Diego pasó muy temprano por nosotros para viajar a Valparaíso, Viña del Mar y Concón, tres ciudades unidas en la costa del Pacífico chileno. En la carretera pudimos apreciar que la orografía de Chile casi no permite las planicies, y todo es cerros, subidas y bajadas.

Llegamos a Viña y paramos en la Quinta Vergara, espacio en cuyo museo tendría mi segunda presentación, esta sobre literatura negra y literatura a secas. Antes, nuestro anfitrión, Jorge Ramírez de Arellano, del Grupo Cultural Vórtice, nos condujo al anfiteatro (el famoso “Monstro de la Quinta Vergara”) donde se celebra cada año el Festival Internacional de Viña del Mar. Luego, entramos al museo del Palacio Vergara y en uno de sus salones ofrecí mi exposición en diálogo con Diego. Nuevamente el público se mostró muy atento a mis palabras. Al final buscamos un lugar donde comer: lo encontramos en El Faro de los Compadres, un restaurante con vista al aneblado Pacífico. Diego y Maribel despacharon albacora, un pescado al parecer maravilloso, y yo no pude dejar pasar la oportunidad para acceder a uno de los platos favoritos de Neruda: caldillo de congrio (que es una especie de pez anguila, alargado), delicia de la gastronomía marítima de Chile. El regreso a Santiago fue igualmente placentero, pues la conversación con Diego es imposible que se derrumbe en la monotonía. ¿No será de interés saber que su padre homónimo, también escritor, fue compañero de escuela y amigo de Neruda y que el mismo Diego niño conoció y trató al Nobel chileno y a decenas de escritores más?

El domingo se dio nuestro primer día descansado en Santiago. Decidimos ir al estadio La Cisterna de Palestino para ver al equipo local contra la Universidad de Chile, mi querida “U”. No pudimos entrar, el estadio es muy muy muy pequeño y todos los boletos sólo habían sido vendidos por internet. Tampoco fue traumático, rondamos por el entorno del estadio (los grafitis tienen una actitud política muy combativa), compramos algún souvenir y vimos dos escenas en las que los temibles carabineros a caballo perseguían aficionados remisos a quedar fuera del estadio. Mejor fue tomar un taxi y alejarnos. Decidimos entonces ir al Palacio de la Moneda, para las fotos oficiales en el santuario laico del querido presidente Salvador Allende. Caminamos la Alameda, nombre que los chilenos dan a la avenida Libertador Bernardo O’Higgins. Comimos por allí, pizza esta vez, y terminamos con un cafecito y una vuelta a casa con algo de confusión, pues al ver el mapa uno sigue las calles sin saber que en Santiago, ciudad hermosa y cosmopolita, pueden cambiar de nombre de un crucero a otro.

El lunes despertamos otra vez temprano; a las 9 pasaría por nosotros Eduardo Contreras, escritor de novela negra que nos llevaría a la Universidad de Chile, donde yo conversaría con alumnos. Nos recibió la maestra Ximena Vergara, quien amablemente había preparado un amplio abanico de preguntas sobre mi trabajo literario. Dos horas de diálogo con estudiantes se fueron sin notarlo y sin duda fui feliz con el interrogatorio de los jóvenes. Al terminar, optamos por volver al departamento pues por la noche tendríamos una cena organizada para nosotros en el restaurante Las Trancas, frente al parque de Ñuñoa, donde fuimos agasajados por Eduardo Contreras, Cecilia Arancibia, Josefina Muñoz, Max Valdés, Diego Muñoz y Paola Villa, entrañables amigos de la corporación Letras de Chile que días después, en un alarde de generosidad y casi al final del viaje, por cierto, me invistió como primer miembro honorario extranjero de la admirada institución.

Al día siguiente, martes 23, salimos tarde en busca de los recuerditos chilenos. Los hallamos en la Feria Artesanal Santa Lucía, y luego de las compras y tramitar una comida rápida subimos al cerro de Santa Lucía, una edificación portentosa desde la cual es posible admirar la extensión plena de Santiago. Pese a mi rodilla algo maltrecha, ascendí y junto con Maribel gozamos de las vistas disponibles desde aquel laberinto de escaleras y hermosos miradores. Aquí, como en todos los rumbos a los que recalamos, hice práctica de un oficio que estudié y me apasiona sin que haya sido mi profesión, aunque secretamente siempre quise abrazarla: la fotografía, arte que, más allá de la foto ocasional o de la inevitable y precaria autofoto, me permite jugar con el ritmo, la perspectiva y la composición en tercios y zonas áureas, y evitar a toda costa los horizontes caídos, los excesos de aire mal distribuido o los pies amputados por poquito.

Al día siguiente, el noveno de nuestro periplo, trabajamos en casa durante toda la mañana. Pese a la temporada del año, el sol seguía picando, así que salimos hasta que la tarde lo mitigó. Esta vez fuimos al Parque Metropolitano, un inmenso espacio (el cuarto bosque urbano más grande del mundo) que sirve como pulmón de la capital chilena. Allí, subimos por el teleférico a la cresta del Cerro San Cristóbal en cuya cumbre destaca la escultura monumental de la virgen de la Inmaculada Concepción. La vista desde ese punto es periférica, abarcadora de todo el valle santiaguino, urbe más poblada de edificios de lo que yo recordaba, pues había estado allá en 2011.

Al siguiente día fue menos agitado. Era el último en Santiago, y ante la inminencia del viaje decidimos tomar el día con calma. Trabajé todo el día en edición y ya muy tarde erramos para el rumbo del parque Bustamante, donde comimos en uno de los establecimientos ubicados en la avenida Ramón Carnicer. Por allí también compré libros. Apenas oscureció, volvimos a nuestro reducto en la calle Gral. Jofré para preparar maletas.

Agradecidos por la hospitalidad del país, partimos de Chile el viernes 26 de abril, nuestro décimo día de viaje. Tomamos el Cata Internacional, asientos 1 y 2 de la parte alta en un bus de dos pisos para tener una panorámica frontal de la cordillera andina. Poco a poco salimos de Santiago y poco a poco se nos fue revelando el inmenso universo de roca que nos esperaba durante seis o siete horas. El viaje es corto, pero se alarga en función de la sinuosidad del trayecto. Lo que más esperábamos era atravesar el Paso de los Caracoles, un zigzag de 29 curvas cerradas a una altura de más de tres mil metros sobre el nivel del mar. Como el trayecto es lento, pude hacer varias fotos a medida que ascendíamos aquel ir y volver en una de las incontables montañas de Los Andes en el lado todavía chileno. Hizo un día pleno de sol, y gracias a esto pudimos ver todas las tonalidades cordilleranas: ocres, grises, azulados, rojizos, verdosos, púrpuras, amatistas, una paleta apabullante de matices bajo el azul intenso del cielo. Llegamos a Mendoza cuando comenzaba a anochecer, y allí comenzó la segunda parte de nuestro viaje sudamericano de 2024.

Mendoza

En la capital argentina del vino fuimos recibidos, en contraste, por el verdor incansable de sus calles. Era otoño, pero el inusitado sistema de acequias que en red abarca toda la ciudad, mantiene incólumes las arboledas. Nos hospedamos frente al parque principal mendocino. Caminamos por su noche, hambrientos, y en la peatonal Sarmiento encontramos una gran oferta de platillos. Elegimos unas exquisitas milanesas de ternera acompañadas con “fideos”, lo que para nosotros son espaguetis.

Al día siguiente comenzamos tarde la visita a las cuatro plazas equidistantes de la principal. Lo hicimos caminando, así que sólo pudimos con tres. Recalamos en el Mercado Central, un lugar bello y limpio donde encontramos un negocio llamado El Mercadete, donde insumimos una parrillada de lujo y una cantidad excesiva de malbec. Allí conocimos y conversamos largamente con Barbie y Carlos, mendocinos radicados en Puerto Madryn, a donde, así como así, nos invitaron en un viaje próximo.

El domingo recorrimos el bosque San Martín. Había un maratón, lo vimos un momento y continuamos con una visita al lago. Luego comimos bifes. En la noche nos recibió en su casa, con su familia, nuestro amigo Leandro Hidalgo, escritor. Además de empanadas, nos regaló con un malbec espectacular de la marca Alegoría.

Pasamos el lunes en el armado de maletas y en trabajo en casa, y sólo salimos a comer pizza y a preparar la salida de Mendoza. Viajamos toda la madrugada a Buenos Aires, donde seguí con mi trabajo de edición. Caminamos un poco en los rumbos clásicos de la Avenida de Mayo. Era de algún modo una pausa en el viaje, y nos hospedamos en las inmediaciones de Monserrat, no lejos de la Casa Rosada, donde el primero de mayo, por cierto, pudimos ver el aparato represivo para disuadir la manifestación de los trabajadores, pues en este momento —la absurda presidencia de Milei— la manifestación y la protesta públicas son allá delitos que de entrada merecen gas, balas de goma y macanazos.

Colonia del Sacramento y Montevideo

El jueves 2 partimos de Buenos Aires a Colonia del Sacramento, en Uruguay. Lo hicimos en el ferry de la empresa Colonia Express. Hacía frío, pero eso no impidió que saliéramos a la borda para ver desde allí el avance por el Río de la Plata. Llegamos a Colonia al mediodía, y allí pasaríamos una tarde casi completa. Visitamos el rumbo antiguo de la ciudad, en donde, pese a mi rodilla, ascendimos al faro que es su símbolo. De allí partimos el día 3 a Montevideo, en bus. Lo hicimos por el sur del Uruguay, bordeando el lado charrúa del Río de la Plata. Al llegar a la capital nos hospedamos en el Palacio Salvo, quizá el edificio más famoso de la capital uruguaya, un espacio lleno de leyendas que provocaron en Maribel —y en mí no— el gusto de convivir con fantasmas. Primero tuvimos dos días soleados, y entre otros lugares, erramos por la peatonal Sarandí, por la Rambla, fuimos al Café Brasilero (reducto archiconocido porque allí concurría —casi vivía— Eduardo Galeano) y por el mercado de la calle Tristán Narvaja, donde en un restaurante llamado Lo de Molina dialogamos con el brillante escritor y cantautor uruguayo Martín Palacio Gamboa, con quien discurrimos sobre literatura, música y política hasta llegar al intercambio de libros; con él recuerdo un detalle que me pareció significativo de la hermandad latinoamericana: al hablar con mutuo elogio sobre el dueto treintaitresino Los Olimareños, mencionamos a Braulio López y Pepe Guerra, esto el 5 de mayo en Montevideo; pues bien, el 13 de junio, un mes después, murió allá Guerra, lo que me llevó a pensar en el sincero homenaje binacional que le tributamos en el café de la calle Tristán Narvaja. Los dos días finales en el Uruguay fueron grises, onettianos, plenos de una neblina que al mirar por nuestra ventana del piso 14 anulaba la anchura del Río de la Plata. No pude no pensar que estaba en la ciudad del gran Mario Benedetti, escritor que puebla con su rostro los grafitis de muchas paredes montevideanas, y también en la ciudad de Zitarrosa, uno de mis ídolos de siempre, a cuya Fundación fui aunque estuviera cerrada.

Buenos Aires

Volvimos a Buenos Aires el martes 7 ya muy tarde, otra vez en el ferry de Colonia Express. Llegamos cansadísimos, y esta vez nos hospedamos en un edificio del barrio Caballito, cerca del parque Centenario. Hicimos la compra de los víveres para el consumo diario y así pasó el día 8, en el acomodo. El 9 participé en la Jornada de Minificción de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Me sentí muy buen recibido por un público que, pese al paro nacional de labores de ese día, hizo una entrada numerosa a la Sala Julio Cortázar, donde se dio la reunión organizada por Raúl Brasca y Martín Gardella. En las mesas participaron escritores como Luisa Valenzuela, Ana María Shua, Laura Nicastro, Leo Mercado, Claudia Cortalezzi y Dina Grijalva (mexicana). La cena colectiva se celebró en el restaurante Juana de Oro, cerca de la Feria, en el barrio de Palermo.

Los días siguientes tuvieron menos agitación. Fuimos un sábado al estadio Francisco Urbano, del Partido de Morón, para ver, con Fabián Vique, Jorge Figueroa y Ezequiel Gerace, un juego de la liga de ascenso. Tuvimos invitaciones a cuatro programas de radio (con Daniel Ovín, Ezequiel Gerace, Víctor Hugo Morales y Celia Carnovale, en este orden), una cena con Laura Nicastro y su esposo Quique Ruslender, un asado dominical en casa de la escritora Celina Aste y su esposo Maxi, una comida también dominical en casa de Andrea Burucua (donde además estaban Figueroa, Vique, Carlos Dariel y José Luis Bulacio) y otra comida en casa de Víctor Hugo Morales y Beatriz de Nava, su esposa, con quienes también fuimos a comer a La Dorita de Palermo (donde por cierto nos topamos con Ricardo Darín, en una anécdota que merece relato aparte); en la noche fuimos también con Beatriz y Víctor Hugo al teatro Trilce para ver la puesta de Luz de gas y allí mismo cenar, pues el Trilce tiene restaurante. Además de todo esto y más, pude charlar en distintos cafés con amigos como Enrique Medina y Ricardo Ragendorfer, y extrañé no poder saludar a Giselle Aronson, Fernando Veríssimo, Sandra Bianchi y Rodolfo Chisleanschi, José Juan Zapata y Jessica Jaramillo, Mario Berardi, Javier Ramponelli, Hugo Alejandro Gómez y Alejandro Dolina. Como dijo Favio: otra vez será.

La vitalidad cultural de Buenos Aires nos permitió ver varias obras de teatro, ir tres veces al cine Goumont (amenazado como tantas otras instituciones por el actual gobierno de allá) y comprar libros sobre todo entre los maravillosos bouquinistas del parque Centenario, donde también visitamos el museo de Ciencias Naturales y fuimos público del concierto de tango ofrecido por el Quinteto La Grela, con cuyo magnífico violinista, Diego Tejedor, quedamos de amigos.

Fue un viaje, pues, productivo en todo sentido, pues conjugó literatura, trabajo, vida cultural, amistad y setenta libros pescados en tres países a los que queremos mucho: Chile, Uruguay y Argentina, a los cuales, por supuesto, siempre estaremos volviendo troileanamente en el recuerdo y quizá, por qué no, en un futuro no distante, de nuevo en la realidad de carne y hueso.

Nota. Texto publicado originalmente en Facebook.

sábado, julio 27, 2024

Una utopía peruana












Es casi imposible no tener al menos una tenue noticia sobre el vals peruano. Esto se debe sobre todo a “La flor de la canela” y “Fina estampa”, dos piezas de Chabuca Granda que con solo mencionarlas nos movemos a la evocación de sus vivos y pegajosos arreglos. Ese mundo, el de la música popular del Perú cuyo mascarón de proa fue el vals, es atravesado minuciosamente por Mario Vargas Llosa en su última novela. Un paréntesis: nunca me gustó decir “último libro” al referirme a un título de escritores todavía en activo, pues he preferido la expresión “su más reciente libro”. Sin embargo, Le dedico mi silencio (Alfaguara, México, 2023, 303 pp.) sí es ya la última novela del Nobel 2010, como él lo declaró al publicarla, lo cual nos permite asegurar que una obra narrativa con pinta de infinitud también ha llegado, asombrosamente, a su término.

Vuelvo a la novela y a una frase que frecuento cuando hablo sobre el arequipeño: una novela regular de su producción sería una gran novela para cualquier escritor de medio pelo. Este es el caso: la novela final de Vargas Llosa no es, ni de lejos, un portento como La guerra del fin del mundo o La fiesta del Chivo, pero se deja leer con gratitud y uno no puede menos que admirar la soltura, la fluidez, la elegancia, la imaginación del narrador vivo más importante de América Latina.

Le dedico mi silencio es una novela-pretexto. Con ella, Vargas Llosa parece contar la historia de su protagonista, un gris periodista llamado Toño Azpilcueta, pero lo que en verdad hace es aprovecharse de él para contar algo más grande: la historia sentimental del Perú y aún la historia a secas en muchos de los capítulos, de suerte que el libro discurre maliciosamente, con ágil contrapunto, de los pasajes en los que se nos describe el propósito de Toño, escribir un libro, a los pasajes en los que leemos el libro que está escribiendo Toño. En este zigzag se consume todo el relato.

¿Y cuál es el tema del libro que desvela al protagonista? Como fiel reseñista de la música popular peruana en revistas y periódicos, lo que no le granjea respetabilidad entre los escritores y académicos serios, de la élite, Azpilcueta vive sometido a un resentimiento gris, a la certeza de su mediocridad. Un día es invitado por un escritor serio (José Durand, el célebre autor de Ocaso de sirenas) a escuchar un concierto de música popular. Allí toca valses un tipo que le enceguece los oídos: Lalo Molfino, a quien de golpe considera el mejor guitarrista del Perú, al menos el mejor que ha escuchado. Tras un tiempo de reflexión, lo alumbra una idea: pasar de la reseña malpagada y casi anónima a escribir un libro ambicioso, una obra que oriente el destino de su país humillado por la desigualdad, la pobreza, la violencia (la novela se ubica entre los ochenta y noventa, la etapa de Sendero Luminoso) y la división que ha hecho de la patria un archipiélago.

La idea de Azpilcueta es tomar al difuso Molfino como eje y a partir de él trabajar con la historia peruana, con su cultura indígena y española, con su tradición religiosa y su sentimentalismo (la huachafería) hasta llegar al vals peruano como lo más alto que ese país ha aportado a la cultura mundial. El musicólogo cree que el vals y los ritmos afines serán capaces de unificar al Perú, de limar las diferencias de clase y raza hasta conformar una nación sólida y pujante. Es, por supuesto, una utopía, pero gracias a su estrafalaria idea podemos acceder a una ficción en la que varios capítulos (narrados con prosa engolada, huachafa) atraviesan la realidad de Perú, del basurero de Puerto Eten donde tiraron a Molfino de bebé hasta la Lima de los compositores, cantantes (como la todavía viva Cecilia Barraza, quien por cierto es personaje importante de la novela, pues es la mejor amiga de Toño Azpilcueta y su amor inalcanzable), guitarristas y cajoneros que en efecto han dejado con sus músicas una huella tan grande como la marcada por Vargas Llosa con su obra. Con Le dedico mi silencio, una estatua para Perú, se despide MVL, y no está mal pese a no ser una obra señera de su apabullante cosecha.

miércoles, julio 24, 2024

Para qué los demasiados libros



 






Supongo que el encargado de ponerme en el camino y muy sincronizadamente el mismo mensaje es el algoritmo, ese dispositivo de sujeción inventado por las nuevas tecnologías. El que recién me llegó desde varios puntos fue una cita textual de Umberto Eco referida a la cantidad de libros que un buen lector debe soñar. Sobre esto no hay ley, obvio, pero es verdad que quien lee con pasión suele no contentarse con lo que humanamente puede consumir, sino con todos los títulos que es posible adquirir con su presupuesto y acoger en su espacio de almacenamiento. El erudito italiano ganó mucho dinero con su trabajo y por eso construyó una biblioteca blanca y laberíntica para albergar 50 mil ejemplares, muchos de los cuales eran joyas impresas en pasados siglos, como lo evidenció en La memoria vegetal, libro que tiene pasajes de bibliófilo inalcanzable.

Esta es la cita de Eco: “Es una tontería pensar que tienes que leer todos los libros que compras, así como es una tontería criticar a quienes compran más libros de los que jamás podrán leer. Sería como decir que debes usar todos los cubiertos, vasos, destornilladores o brocas que compraste antes de comprar nuevos. Hay cosas en la vida que necesitamos tener en abundancia, aunque solo usemos una pequeña porción. Si, por ejemplo, consideramos los libros como medicinas, entendemos que es mejor tener muchos en casa que pocos: cuando quieres sentirte mejor, vas al ‘armario de medicinas’ y eliges un libro. No uno al azar, sino el libro adecuado para ese momento. ¡Por eso siempre deberías tener una variedad para elegir! Quienes compran solo un libro, leen solo ese y luego se deshacen de él, simplemente aplican la mentalidad de consumo a los libros, es decir, los consideran un producto de consumo, un bien. Quienes aman los libros saben que un libro es cualquier cosa menos una mercancía”.

Es difícil, o imposible, no estar de acuerdo con el autor de Obra abierta. Lo malo es que eso sólo queda claro a quienes —como él o como Roberto Calasso, que en una ocasión afirmó casi lo mismo— entienden la lectura como un acto potencialmente infinito: un libro lleva a otro libro y ese libro a otro y a otro y a otro, de suerte que la biblioteca potencial se ramifica a lo ancho y a lo alto de cualquier edificación, y es incontenible (en sentido estricto). Un lector como Eco sólo para con la muerte, pues a medida que pasan sus años suma más y más títulos.

La frase que más me atrae de la cita no se refiere a la cantidad, sino al capricho de toda lectura no obligatoria, pues allí se agazapa el deseo de extender la biblioteca al infinito. Lo explico con este ejemplo: hace poco más de una semana, antes de las vacaciones, separé lo que quería leer. No cumplí. Apenas comenzó el periodo, otro libro inesperado me asaltó y en él estoy. Este es el sentido de una biblioteca numerosa: que un día cualquiera, sin quererlo, sin anticiparlo, tomemos un libro entre miles y nos atrape. Quizá lo compramos hace muchos años, eso no importa: estaba allí, empolvado y esperando, para comparecer durante el verano de 2024.

sábado, julio 20, 2024

Carlos Dariel, poeta

 











Hace poco menos de dos meses estaba por concluir mi pasado viaje a la Argentina. Por razones que no viene al caso detallar, no había visto a Carlos Dariel y fue él quien insistió en organizar una reunión. Finalmente, luego de algunas dificultades para cuadrar agendas y sede, nos vimos en Castelar junto a Fabián Vique, Jorge Figueroa, José Luis Bulacio y Andrea Burucua, nuestra anfitriona, quien preparó algunas delicias porque la reunión tenía de fondo mi cumpleaños sesenta. Durante la reunión quedé al lado de Carlitos, hablamos sobre literatura y futbol, nuestros dos temas favoritos, y me regaló Bocas de ceniza, su último libro. Dialogamos de pasada sobre el prólogo que me pidió para su siguiente libro, otro poemario.

A Carlos lo conocí en 2010. Me lo presentó Vique, y de inmediato hice click con él, con su conversación amable y culta, con su amor por la literatura, los viajes, la psicología, el budismo y, claro, el futbol que en su caso era algo entrañable, una pasión inmensa e intensa aunque se expresara con mesura. Fue devoto de muchos poetas, pero para reducir el censo de sus preferencias, sé que admiraba hasta el tuétano al Teuco Castilla, a Juan Carlos Bustriazo, Whitman, Miguel Hernández, Vallejo, Borges y Juan L. Ortiz. En música, fue el más enfático johnlennonista que conocí en mi vida, y en futbol tenía dos ídolos: Rojitas, de Argentina, y Pelé, del mundo.

Carlos Di Rosa (el apellido “Dariel” era un seudónimo) nació en Buenos Aires en 1956. Trabajaba en el área contable de YPF (Yacimientos Petrolíferos Fiscales, algo así como el Pemex de Argentina), y en su carrera como escritor participó en ciclos literarios, encuentros, lecturas y presentaciones de libros sobre todo en la zona oeste del llamado Gran Buenos Aires. Como autor, público los poemarios Según el fuego, Cuestión de lugar, Donde la sed y Bajo el fulgor, y en la Primera antología de poetas de Morón, Antología sin fronteras (en México) y en la antología Cartas desde el Maule-Cartas desde Buenos Aires. Su último libro fue Bocas de ceniza, publicado en 2023. Fue padre de un hijo, Joel, especializado en sistemas de cómputo. Gran conocedor del futbol y del tenis (que practicó hasta más allá de los sesenta años), Carlos fue hincha irreductible de Boca y de la selección argentina, cuyo último campeonato, el de la Copa América, todavía pudo ver.

En 2011 estuvo en un encuentro de escritores en el estado de Hidalgo y aprovechó aquel periplo mexicano para conocer el sur, nuestras civilizaciones prehispánicas; en mayo de 2019 vino a la Feria del Libro de Coahuila, así que estuvo en Saltillo y Torreón, donde realizamos varias actividades literarias y se ganó el cariño de escritores y periodistas. Lamentablemente, un encadenamiento de malestares lo hostigó durante los meses recientes. Los encaró con sabiduría y entereza enormes, pero el jueves 18 de julio lo vencieron.

Obviamente, un hombre no cabe en una semblanza ni en los flashazos de la amistad que describí. Lo esencial de Carlos se me escapa, es cierto, pero creo que en el lapso de nuestra cercanía logré al menos vislumbrar, y esto es suficiente, al hombre sensible, inteligente y bueno que fue.

A Joel, su amado hijo, a sus amigos escritores y no escritores, mi pésame y la certeza de que Carlitos nos seguirá acompañando ahora dentro, en el “cuore” que ya es su morada en nosotros.

Descanse en paz.

miércoles, julio 17, 2024

Secuela de Miami









Suelo no ver “las previas”, parte de las transmisiones que se escurre entre anuncios y lugares comunes de los comentaristas, así que siempre en tales casos me engancho a la hora justa. Así, con toda la ociosidad que puedo acopiar durante mis vacaciones, encendí el televisor a las seis en punto del domingo, listo para embobecerme con el partido final de la Copa América. La primera imagen que me regaló la pantalla no fue futbolera, sino un tumulto apretujado afuera del estadio de Miami, donde se disputaría el juego.

Era una imagen rara, acostumbrados como estamos a ver que los espectáculos organizados en EUA, por más gente que convoquen, jamás derriban los protocolos de orden y seguridad. Esta vez no fue así: miles de personas con playeras amarillas y azules se agolpaban en los accesos al estadio mientras la valla metálica y unos cuantos guardias de seguridad contenían aquella ola latinoamericana. El público quería entrar, pero la puerta estaba cerrada y los televidentes sólo podíamos imaginar gritos, insultos, amenazas. Los comentaristas subrayaban obviedades: el calor y la agitación en aquella muchedumbre podían provocar un desastre con desfallecidos y aplastados.

Nada se sabía con precisión en esos minutos de demora. Se especulaba con venta de boletos falsos, con fanáticos que se habían colado sin pagar, con la posibilidad de demorar más o suspender el partido. Luego ocurrió un hecho asombroso: abrieron las puertas del estadio y el público ingresó como horda. Es posible conjeturar que el negocio se puso por encima de la seguridad, y en un momento en el que las autoridades podían suspender todo ante la falta de garantías, prefirieron que la gente entrara y se acomodara a codazos donde pudiera. Poco después comenzó el choque.

Las escenas de caos dejan volando una lección: las autoridades gringas ahora saben que el futbol (“soccer”, como le llaman allá) puede incitar pasiones todavía no bien conocidas en Estados Unidos. Esta vez fueron rebasadas por la locura colectiva, pero en el Mundial próximo no creo que se les vaya a pelar de las manos el control. El domingo pusieron en riesgo a miles de personas; creo que esto no se repetirá porque allá, si algo dominan, es vigilar y castigar mediante sus panópticos.

sábado, julio 13, 2024

Biblioteca para cargar pilas

 











Aquella fue una gracejada en la que de todos modos dejaba traslucir algún dejo de sinceridad apuntalado en los atavismos de la época. Me refiero a la autopresentación que escribí para un libro colectivo allá por 1990; se supone que debía ser jocosa, y así intenté que resultara, pero recuerdo que había fraguado con hipotética sorna una de sus frases aunque en el fondo sentí, supersticiosamente, que se aproximaba a la verdad: “Escribe porque es completamente infeliz”, dije en tercera persona. No pasó mucho tiempo para que la pose de desdichado me abochornara, y tuve que avanzar algunos años más para comprender que, entre otros movimientos estéticos, el Romanticismo había remachado la longeva idea de que la palabra artista era sinónimo de infelicidad, de insatisfacción, de desacomodo existencial. Si tal era la norma desde entonces, yo debía pues imponerme la obligación de ser desdichado o al menos de afectar pesimismo.

Por supuesto hay algo de eso en quienes se dedican a trabajar con el arte y el pensamiento, pues es imposible atravesar el río de la existencia sin sentir, o al menos presentir, que son breves los pasajes cómodos y disfrutables, y que durante la mayor parte del trayecto los remos se hunden y trajinan sobre agobios y malestares incesantes. Con el costado triste, áspero, oscuro de la vida se supone que trabajan el arte y la filosofía, así que nunca dejan de ser sospechosas aquellas obras impregnadas de alegría o teñidas de optimismo. Este es el prejuicio que ha operado en mi circunstancia de lector asiduo: hay ciertas portadas, ciertos títulos y hasta ciertos sellos editoriales a los que no me acerco porque sospecho en ellos el pecado de la autoayuda. Es, insisto, un prejuicio y, como tal, un posicionamiento terco y al parecer irremediable.

Por lo dicho anteriormente no me ha venido mal Libros alegres, el más reciente (que no el último) título de Armando González Torres (Ciudad de México, 1964). Se trata de una colección amplia de apuntes publicados, como aclara el autor, en el suplemento Laberinto de Milenio. En sus piezas, el ensayista y poeta nos aproxima reflexiones sobre libros y autores que no ignoran el flanco penumbroso de la existencia, pero que en sus obras, y acaso también en sus vidas, han abierto cancha al optimismo, a la alegría, al placer, a la esperanza, a la fe en ese animal por lo regular decepcionante que es el ser humano.

González Torres observa que los libros convocados en su recorrido “conminan a cultivar la mesura emocional y el equilibro intelectual frente a las inercias nihilistas”, que “ejercen un efecto inmediato y lenitivo en el estado de ánimo y uno emerge de su lectura con una perspectiva más jovial y una mirada más brillante. Por eso he decidido compartirlos”.

Libros alegres sirve como menú de posibilidades para los lectores (como yo) reacios a hincar el ojo en páginas así remotamente alegres, para que echemos por tierra los clichés y nos adentremos en textos que usan la inteligencia con el fin de celebrar algún pliegue de la vida. La nómina de autores y de libros es amplia y por lo tanto irreductible al estrecho recipiente de una reseña; hay nombres famosos, pero mucho más no tan conocidos, sobre todo pensadores norteamericanos y europeos, de modo que Libros alegres (El tapiz del unicornio, México, 2024, 165 pp.) es una elocuente guía de lectura para quien apetezca acercarse a obras que en vez de anclar en los quebrantos del alma son, o pueden ser, salvavidas de palabras, herramienta nada desdeñable si consideramos que todos los signos del presente pueden ser considerados anticipo de calamidades inéditas en la ya de por sí vapuleada historia de la humanidad.

Armando González Torres, uno de los lectores mexicanos más abarcadores, nos ha regalado en Libros alegres una brújula cuya aguja tiene como norte la luz la voluntad de, pese a todo, sonreír y no su lado opuesto.

miércoles, julio 10, 2024

Resistencia de la leyenda


 











En El hablador, novela de 1987, Vargas Llosa materializa en ficción su teoría sobre la ficción: el ser humano inventa, construye, cuenta relatos porque con ellos abre la oportunidad de ensanchar la vida a la que está condenado: una sola. Gracias a las ficciones se multiplica, sale de su realidad unidimensional y experimenta de manera vicaria los destinos de otros hombres, héroes y villanos, trágicos o cómicos. Contar historias, entonces, es una suspensión momentánea de nuestra monotonía, una posibilidad de amplificación que mediante la fantasmagoría nos permite ser “otros”, y esta es la razón por la que hasta la fecha son necesarias las novelas, el teatro, el cine, las series, las historietas y todo aquello que relata algo.

Por supuesto, no siempre los relatos tuvieron un origen individual visible. El concepto de autoría individual es relativamente nuevo, tan reciente que, se dice, fue afianzado apenas en el Renacimiento, etapa de la historia del arte en la que los creadores comenzaron a notar que su nombre vinculado a una obra artística de su producción podría granjearles fama, y, con la fama, admiración, beneficios materiales y potencial inmortalidad. Pero antes, desde los balbuceos de la humanidad, las historias conocidas en todas las comunidades del mundo, basadas primero en la oralidad y luego asentadas en la escritura, fueron anónimas y compartidas de generación en generación en el formato de mitos y leyendas.

En la actualidad, estos relatos anónimos, aunque menguantes, siguen vivos en la tradición oral de muchas comunidades. No acusan, claro, la fuerza que alcanzaron a tener en el pasado, pues hoy la oferta (basta ver YouTube o Netflix) de ficciones textuales y audiovisuales es inagotable. Antes no ocurría así. En las sociedades ágrafas, orales, las leyendas podían no ser infinitas, y se contaban reiteradamente en grupo, para regocijo o terror de quienes las escuchaban. La leyenda supone, entonces, un rasgo común: la enunciación en vivo, frente al público, es decir, cierto grado de teatralidad.

En el libro Historias, consejas y leyendas de la región norte de Coahuila (Ediciones Línea Breve, Saltillo, 2021, disponible en la web de la Secretaría de Cultura de Coahuila), se rescatan historias de municipios como Acuña, Allende, Nava, Piedras Negras, Villa Unión y varios más. Son relatos sencillos, y todos configuran el producto del concurso “Rescatemos nuestras leyendas” que de toda la región norte de la entidad ahora han pasado de la oralidad al libro, lo cual sería pertinente materializar en todo Coahuila.

sábado, julio 06, 2024

El camino a Norte negro













Larga, callada y fructífera ha sido la andadura de Gerardo García Muñoz (Torreón, Coahuila, 1959) para llegar a Norte negro. Catorce miradas a una narrativa criminal mexicana (UANL-Ibero Torreón, Monterrey, 2023, 274 pp.). No dudo en subrayar que este conjunto de ensayos lo confirma como uno de los más salientes especialistas del género negro en nuestro país, temática que por otro lado arreció su producción en las más recientes décadas, dos al menos. García Muñoz aborda en su nuevo libro, en amplios y documentados ensayos, novelas y cuentos de escritoras y escritores nacidos o no nacidos, pero sí radicados, en alguna de las seis entidades del norte mexicano. Son, o somos, Martín Solares, Vicente Alfonso, Eduardo Antonio Parra, Hugo Valdés, Orfa Alarcón, Norma Yamille Cuéllar, Gabriel Trujillo Muñoz, Daniel Salinas Basave, José Salvador Ruiz, Ricardo Vigueras, César Silva Márquez, Imanol Caneyada, Carlos René Padilla y yo, que he sido colado a la indagación del ensayista lagunero.

Ahora bien, podría aquí recorrer cada uno de los ensayos que componen Norte negro, pero sé que Jessica Ayala y el autor sobrevolarán su contenido. Prefiero por lo tanto hablar brevemente sobre la trayectoria de Gerardo García, sobre lo que ha hecho para construir este libro ambicioso y bien logrado. La semblanza de solapa señala que es profesor asociado de Español y Humanidades en Prairie View A&M University, en Houston, Texas; obtuvo el doctorado en Literatura Hispanoamericana en la Universidad Estatal de Arizona. Ha enseñado también en el Instituto Tecnológico de La Laguna y en la Universidad Iberoamericana Torreón. Entre otros, ha publicado los libros El sueño creador: el ABC de la invención (Tierra Adentro, 1994), El Almirante redivivo (Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Coahuila, 1997), Julio Ramón Ribeyro: cinco claves de su cuentística (Universidad Iberoamericana, Torreón, 2003), El enigma y la conspiración (UA de C, 2010), La luz y la guerra: el cine de la Revolución mexicana (Conaculta, 2010), coeditado con Fernando Fabio Sánchez. Ha colaborado en las revistas Acequias, Temas y Variaciones de Literatura, Dura: Revista de literatura criminal hispana, entre otras. Su principal línea de interés es la literatura criminal y detectivesca en español.

Pese a lo sucinta, la semblanza es compendiosa, sirve para el propósito de ver desde un dron el territorio intelectual ocupado por García Muñoz. Quiero añadir a lo anterior algunos rasgos que amplían el perfil del ensayista. Vivió la mayor parte de su vida del lado oriental del bosque Venustiano Carranza, por la avenida Escobedo. Su formación se dio en escuelas públicas: el colegio España, la Secundaria Federal Número 1, la Preparatoria Venustiano Carranza, el Tecnológico de La Laguna. Aquí nos asalta una primera rareza. Nuestro escritor tiene título profesional de ingeniero, a lo que sumó la maestría en esa misma disciplina. Estaba ya bien encarrilado, incluso como profesor, dentro de la ingeniería cuando lo jaló otra materia: la literatura. La causa remota de tal llamado estaba en su infancia y su adolescencia: Gerardo fue un tremendo lector de novelas, y si lo adjetivo así no exagero. Entre sus obligaciones escolares siempre tuvo libros de narrativa a merced, sobre todo los que de la benemérita colección Sepan cuantos… le traían a Torreón sus hermanos José y Roberto, quienes estudiaban, respectivamente, veterinaria e ingeniería en el Distrito Federal. Todos hemos visto esos libros de Porrúa, las temibles dos columnas y el renglón cerrado de sus páginas, pero, de niño, Gerardo no se amilanó y en la Sepan cuantos…. ascendió montañas como Los miserables y La guerra y la paz, entre muchas otras. Es por ejemplo, entre quienes conozco, uno de los pocos que han atravesado Los bandidos de Río Frío, y esto lo hizo en la adolescencia.

Su voracidad lectora y una memoria que juzgo harto receptiva permitieron a nuestro autor manejarse como intelectual todoterreno: por un lado, dominaba la ingeniería a un grado más que sobresaliente, y, por otro, mantenía en combustión interna su pasión como lector de literatura. La inusual contienda forzó que un día renunciara a la matemática y la física para ceder toda la plaza a las letras.

Lo conocí en 1988. Recuerdo que aquella vez en su mano traía Noticias del imperio, recién publicada. Me desconcertó saber que, pese al librote de Fernando del Paso, era ingeniero y maestro del Tec de La Laguna, y pronto pude advertir que se trataba de un lector total. No pasó mucho tiempo para que se acercara a la escritura. Comenzó con reseñas bibliográficas, y pronto descubrió la hospitalidad del ensayo, género en el que se acomodó como en su casa. El primero que publicó fue el referido a Adolfo Bioy Casares. Luego vinieron sus trabajos sobre Augusto Roa Bastos, Julio Ramón Ribeyro y otros numerosos escritores. A finales del siglo pasado se estableció en Las Cruces, Nuevo México, para transitar la maestría. Luego en Tempe, Arizona, para el doctorado, donde se especializó en literatura criminal con una tesis que a la postre sería cimiento del libro El enigma y la conspiración. De allí, migró por unos pocos años, ya como profesor de literatura, a Minnesota, y tiempo después, hasta esta fecha, al este de Texas.

En el camino ha participado en numerosos congresos, ha publicado en importantes revistas, se casó con su amada Martha Yadira Díaz y por suerte no se ha olvidado de la polvosa región que lo vio nacer, leer y comenzar a escribir, pues nos visita al menos un par de veces al año.

Hoy, en esta vuelta, nos convida Norte negro, libro que ciertamente, reitero, lo ratifica como especialista en literatura criminal, pero más lo confirma como el voraz y memorioso lector que es desde su lagunera infancia, aquella infancia y adolescencia transcurridas frente al Álgebra de Baldor y las novelas de Porrúa despachadas en una casa amarilla de la avenida Escobedo.

Felicidades a Gerardo por este nuevo producto de su trabajo.

Comarca Lagunera, a 2 de julio de 2024

Nota. Texto leído el 2 de julio de 2024 en la presentación de Norte negro celebrada en la Galería de Arte Contemporáneo del Teatro Isauro Martínez. Participamos Gerardo García Muñoz, Jessica Ayala Barbosa y yo.

miércoles, julio 03, 2024

Con la misma piedra


 











Para seguir cerca de los memes habituales en este mes, recuerdo que Julio Iglesias hizo famosa la canción del estribillo “Tropecé de nuevo y con la misma piedra”. No se me ocurre mejor frase para enunciar de manera sintética lo que ha pasado con la selección mexicana en la Copa América 2024. Una vez más, ya por enésima, el equipo de nuestro país se queda en el camino mucho antes de lo que se esperaba, lo que nos produce una sensación de déjà vu que ya se está convirtiendo en el pan de cada torneo en el que participa.

Soy de los que, por razones que la razón no entiende, ven los partidos oficiales de la selección con algo muy parecido a la fe religiosa. Por supuesto que no llego al desgarramiento de mis vestiduras, pero siempre que hay algo de por medio, cuando los partidos no son de los que llaman “amistosos”, me aíslo frente al televisor anhelante de triunfos tricolores. Ha pasado incluso que despierto en la madrugada para ver los encuentros que se juegan del otro lado de planeta. Se trata entonces de una extraña tendencia al masoquismo.

Así la realidad, y si recapitulo lo sucedido, me doy cuenta de que nuevamente nos faltó un pelo para seguir adelante. Como en otras ocasiones, un gol en contra, un gol que no cae a favor, un penal de Robben, un leve descuido atrás, es decir, un detalle relativamente nimio nos fulmina. Por ejemplo, ahora nos faltó cualquiera de estos diminutos logros, no hazañas: un gol más ante Jamaica; no errar el penal frente a Venezuela; un gol ante Ecuador.

Pese a que México no jugó bien y casi todo dependió del riñón más que del cráneo, en general se vio mejor (no mucho mejor) que sus rivales. Debió pasar en primer lugar de su grupo, pero se quedó corto de presupuesto por monedas, por casi nada, y esto es lo que más amarga.

Hoy se buscan culpables del fracaso y al primero que hallamos es a Lozano. Soy de esta idea: la selección estará mejor cuando veamos una Liga digna del dinero que genera. Tiene todo: estadios, publicidad, público, buenos jugadores, pero deben echarse abajo aberraciones como la eliminación del descenso. También, obligar a la formación de jóvenes y reducir el número de fuereños.

En fin. El enojo me mueve a pensar en lo que quizá no tiene remedio.