Es
frecuente que al hablar sobre libros gordos no falte el graciosito que exprime
la broma por millonésima vez: “Sirve por si una pata de la mesa es más corta”.
Después de que nadie emite ni un piadoso jajaja, la conversación sigue por otro
rumbo, aunque es cierto que los libros pueden tener algunos usos no
necesariamente ligados a la lectura. Al pensar esto vislumbro una de las
razones, una más, entre las tantas o no tantas que me han hecho seguir fiel al
libro convencional frente al electrónico con el cual ya estoy en tratos, así sea con parca emoción.
Sé
de entrada que hay una trampa en mi preferencia por el papel, y es inevitable:
crecí y alimenté un fervor muy hondo por el libro físico, así que la llegada
del digital, pese a sus ventajas, no ha triunfado en mí. El peso de la
costumbre es la trampa de la que hablo. Ahora bien, ¿es sólo eso? Creo que no.
Como a muchos otros lectores de libros de papel, el electrónico me parece
viable, pero no apasionante. Tiene ya —el dispositivo Kindle— aditamentos
notables como la intensidad de la luz o su capacidad de almacenaje, pero no,
algo pasa con sus ventajas que no terminan por derrotar al libro de carne y hueso. Me
tiro otra pregunta retórica antes de pasar al siguiente párrafo: ¿por qué el
libro tradicional no ha perdido fuerza en mí?
Creo
saber por qué, y reafirmé la certeza al releer la elegante Apología del libro (Conaculta, México, 2012, 46 pp.), elaborada en
mancuerna por Arnoldo Kraus (texto) y Vicente Rojo (ilustraciones). Este libro
es muy muy breve, su parte textual da para leerla en menos de una hora, y por
ello es más eficaz. Con insistencia, Kraus destaca el valor de libro de papel,
más cuando lo pone en contraste con el electrónico de hace poco más de diez
años, cuando escribió su elogio. Pero al margen de las virtudes del libro más o
menos reiteradas aquí y allá, hay un pasaje con el cual me identifico, y en el
que el autor también insiste (por algo será): los libros sirven para lo que
sirven, pero también son receptáculos de papelitos personales, boletos viejos,
fotos, bonitos separadores y, sobre todo, son una especie de diario o álbum,
pues en sus páginas suelen quedar marcas de nuestra vida cuando anotamos fechas
de compra, fechas de lectura, notas íntimas (“Cumpleaños de mi madre”, "Muerte de mi tío", "Mudanza a la nueva casa"...) y
comentarios sobre la apreciación del libro en sí.
No
es una ventaja descomunal frente al libro electrónico, pero es una ventaja que
en mi caso me ha sorprendido, por ejemplo, cuando revisito un libro y en sus
páginas encuentro un post-it con
caligrafía infantil de mis hijas o el boleto de uno de mis viajes en camión con
hora y todo. Aunque disperso entre muchas hojas, los libros también son o
pueden ser un repositorio de evidencias sobre nuestro fugaz paso por la vida.