Uno
de los asertos más socorridos y muchas veces pedantes de la crítica formal,
llamémosle académica, es que la reseña de libros importa un reverendo
pepino, pues no profundiza y es meramente cutánea, de ahí que sea lícito
minusvalorarla, tenerla en muy muy poco o de plano en nada. Por el espíritu y
la extensión de la reseña bibliográfica, claro, y porque su destino —la
prensa— así lo exige, no profundiza, sino expone una idea con rapidez, sobrevuela
un material y con ello desea motivar en los lectores la posibilidad de que tal
o cual libro ingrese a sus zonas de interés. Pedir más al reseñista es cargar
en su lomo aspiraciones que no le conciernen.
Así,
gracias a que mi radar detecta el vuelo bajo de los reseñistas, he llegado a
libros estimables. Un caso puede ser 24/7.
El capitalismo tardío y el fin del sueño (Paidós Entornos, 2015, Buenos
Aires, 152 pp., traducción de Paola Cortés-Rocca), obra sobre la cual leí un breve
comentario hace como cuatro años y de inmediato trepé a mi menú de potenciales.
Luego hallé el libro en la FIL Guadalajara 2022, pero me pareció caro y omití
el tarjetazo. Después, en mayo de este año, me lo topé usado con los
buquinistas del parque Centenario de Buenos Aires a tres mil pesos argentinos,
lo que al cambio de aquel mes equivalía a sesenta miserables pesos mexicanos
(tres dólares), así que de inmediato lo eché al morral.
Tras
leerlo agradecí la reseña que me lo puso en el camino. Es un gran, de veras
gran gran libro, quizá el mejor que insumiré en 2024. Su autor es el
norteamericano Jonathan Crary, profesor de Teoría y Arte Moderno en la
Universidad de Columbia, y autor además de libros como Las técnicas del observador: visión y modernidad en el siglo XIX,
Suspensiones del observador y Tierra
quemada. Hacia un mundo poscapitalista.
Magistralmente
prologado por el sociólogo Christian Ferrer, destaco de él cuatro afirmaciones
sobre el trabajo de Crary referido a su exploración de las nuevas tecnologías
de la comunicación: Una: “No habrá momentos de paz o de pausa, pues los ámbitos
de trabajo, consumo y entretenimiento, la información y la gestión narcisista
de la propia imagen se integran y coaligan entre sí en una misma temporalidad a
lo largo de un mirador orbicular. Ya no habría ‘afueras’ [de internet, reitero]”.
Dos: “Inducir a las poblaciones, quizá por medios farmacológicos, a no dormir a
fin de que trabajen y consuman ininterrumpidamente es la fantasía definitiva
del capitalismo y hay indicios suficientes de que muchos científicos en
demasiados laboratorios se afanan en lograrlo, y de que la imaginación de este
tiempo comienza a aceptar esa posibilidad. Cabe intuirla como una maldición que,
si se cumple, podría volverse irreversible. El daño resultante sería
incalculable”. Tres: “la mayor parte de las interacciones en red tienden a
hacer que el individuo se vuelva compatible con las rutinas y pautas del
trabajo y el consumo”. Y cuatro: “La sola disconformidad o siquiera la menor
suspicacia con respecto a los desmanes causados por los procesos técnicos o sus
menoscabos a la vida afectiva de la población le ameritan a quien se atreva a
difundirla poco menos que el sambenito de hereje”.
En
efecto, el hereje Crary espiga los rasgos adquiridos por la sociedad de nuestro
tiempo debido al desarrollo del capitalismo desde su etapa industrial. La
vigilancia y el castigo de los siglos XIX y XX, representados por la fábrica, la
escuela y la penitenciaría (que introdujo el modelo del panóptico) como espacios ad hoc para ejercerlos, pasó a convertirse en lo que a su vez
Bauman y Lyon han denominado “vigilancia líquida”, es decir, aquella que parece
menos severa pero es ubicua gracias a la superabundancia de cámaras, bases de
datos, interacciones por trabajo, entretenimiento y consumo, lo que asimismo
supone la voluntaria “autodelación” del individuo que hoy deja, aquiescente,
sus huellas digitales, faciales, oculares, laborales, familiares, intelectuales
y pasionales por todos lados, como ocurre en esas aplicaciones que nos piden
fotos para luego añadir en ellas caritas de conejo, gato o del mismo usuario
pero más joven, más viejo, más caricatural o más hollywoodense, todo ello
generado con infalible ridiculez.
Crary
explica en 24/7 el desarrollo del
control social y el manejo de la temporalidad trabajo-descanso. Allí está la
vértebra de su exposición: hasta hoy, el pespunteo entre trabajo y descanso
(necesario para restaurar fuerzas) era posible; los sistemas actuales de
comunicación, empero, han alentado la posibilidad de que todo quede dentro de
la órbita del trabajo y el consumo, y el anhelo de todo esto es que el descanso
—el sueño, el recogimiento íntimo, la desconexión— también sea infiltrado por
el trabajo, el entretenimiento y el consumo sin orillas o sin “afuera”, como
dice Ferrer, o, como señala Crary, con el fin de que se convierta en “un
universo con un botón de encendido para el cual no existe un botón de apagado”,
un mundo 24/7 que “no elimina experiencias externas o independientes, pero las
empobrece y las reduce”, tal y como se puede apreciar en los espectáculos
“históricos” que el público no ve, pero sí graba, o con las demandas remotas e indoloras
de firmantes que jamás pondrán el cuerpo ni para el más tibio mitin.
Además,
propicia otras desconfiguaraciones, como lo anota en este párrafo: “Las formas
de control que acompañaron el surgimiento del neoliberalismo en la década del
noventa eran más invasivas en sus efectos subjetivos y en su destrucción de las
relaciones compartidas y basadas en lo colectivo. La modalidad 24/7 presenta la
ilusión de un tiempo sin espera, de una instantaneidad a la mano, de un tener y
un conseguir aislados de la presencia de los otros. La responsabilidad respecto
de otras personas que implica la proximidad ahora puede evitarse con facilidad
a través de la gestión electrónica de las propias rutinas y los contactos
diarios. O quizá más importante aún, la temporalidad 24/7 ha producido una
atrofia de la paciencia y el respeto que son esenciales para cualquier forma de
democracia directa: la paciencia para escuchar a los demás y esperar el turno
para hablar”.
El
trabajo, la vigilancia, la televisión precursora del embrutecimiento, el
consumo, la desacreditación de las luchas colectivas, el infantilismo ante el
espectáculo, la adicción a las anestesiantes redes y, en suma, “el asalto a la
vida cotidiana”, todo apuntala el control y la anulación del quehacer político
comunitario (real, no virtual) y la domesticación del individuo convertido en
dócil usuario de la tecnología digital. Sólo falta por invadir el rejego
territorio del sueño, pero hacia allá se encamina el dominio. Si eso se
consigue, o si esto ya se consiguió, el neoliberalismo o como queramos llamarlo
habrá alcanzado la más alta sofisticación conocida “para la gestión y el
control de los seres humanos”, para su conversión en zombis de tiempo completo
con el paradójico efecto de que se sientan libres y felices.
El
repaso de Jonathan Crary es accesible, aunque también es verdad que tiene pasajes
densos. Lo que al final queda claro es que el propósito es retener 24/7 nuestra
atención, apoderarse de nuestra subjetividad, engrillarnos a las redes no con
el fin de que la sociedad crezca y sea mejor con el acceso a la ciencia y la
cultura, sino que la vida humana individual, fragmentada, insomne y molida por
la estupidez, se diluya en los albañales de Peso Pluma, Karely Ruiz y Brincos
Dieras, por citar sólo tres ejemplos de la más macuarra inmundicia aportada por
nuestro país.
Espero que esta reseñita los aliente a buscar 24/7, un libro ciertamente aterrador aunque escrito con la serenidad del médico forense que examina los restos de un cuerpo recién atropellado por el tren.