sábado, diciembre 30, 2023

Serrat ochentón












No soy ni seré flor ni espejo de melómanos, pero a lo largo de mi ya sexagenaria vida he sabido escuchar con atención y gratitud a varios hacedores de música popular y culta. Alguna vez establecí una lista de mis admirados, y no sin asombro vi que se expandía hasta incluir una cantidad de nombres no sólo amplia, sino harto variada. La amplitud de mi enciclopedia musical se debe, creo, a un ancho de banda que no sé por qué deja entrar en mi gusto a personajes de lo popular y lo culto por igual. No es, tampoco, una sumatoria aplastante, pero en su arco deja entrar lo mismo a Bach y a Vivaldi que a Javier Solís y Adriana Varela, y lo mismo a Yupanqui que a Pérez Prado y Lola Beltrán. Eso sí: jamás descenderé al inframundo de los actuales pesoplumíferos; hasta allí no llego ni amenazado con una fusca en la nuca.

Que el largo e innecesario preámbulo que me acabo de echar sirva como telón de respeto y agradecimiento a Joan Manuel Serrat, compositor y cantante que sin duda ocupa un lugar significativo entre mis afectos auditivos. Dado que nació en Barcelona hacia 1943, el pasado 27 de diciembre llegó a los ochenta de su edad, motivo más justificado para celebrar la calidad de su trabajo, un trabajo prolongado hoy a casi sesenta años de trajín en el mundo de la cantautoría.

Se dice fácil, como decir se suele, pero llegar a casi seis décadas de plenitud creativa no es sencillo. Para lograrlo se necesita una escalera grande y otra chiquita, ambas permanentemente firmes y de pie. La clave de Serrat no ha sido, por supuesto, su voz, de poca potencia y un poco temblorosa, aunque siempre bien colocada en cada nota, jamás desafinada. El fuerte, la magia de Serrat ha estado, obvio, en sus letras y sus arreglos. Todos tienen algo, una belleza que sin incurrir en densidades y hermetismos logra comunicar emociones con las palabras justas, siempre con matices melancólicos, tristones, críticos y, cuando lo requiere la ocasión, hasta humorísticos.

La belleza es difícil de explicar. Le pasa lo que le pasa a la definición del tiempo cuando se la preguntaron a San Agustín, según dicen: si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, no lo sé. Yo sé que hay belleza en las letras de Serrat, pero a la hora de explicarla es cuando batallo. Sin embargo, es posible sobrevolar su inteligencia, discernirla.

Sus letras son muchísimas, y no me detendré en pensar una completa aunque con una sola pieza podría ser demostrada la malicia literaria de Joan Manuel. Es el caso del “Romance del curro El Palmo”, una de las canciones más tristes y desgarradoras que registro. Serrat tiende a lo narrativo, a contar historias con versos, y siempre encuentra las palabras y las frases justas para ilustrar sus relatos.

En sus composiciones el español es manejado sin oropeles, con pulcritud y soltura. El catolicismo, la guerra civil, el franquismo, el catalanismo, el anarquismo, las aspiraciones y los miedos de la sociedad española del siglo XX respiran en cada pieza. En “Fiesta” se siente desde los primeros versos una fiesta popular española: “Gloria a Dios en las alturas / recogieron las basuras / de mi calle ayer a oscuras / y hoy sembrada de bombillas”. Hay aquí una gota de humor: agradecer a Dios porque recogieron las basuras.

En “No hago otra cosa que pensar en ti” el poeta desea escribir una canción a la mujer amada, pero el proceso es un desastre. Las musas no aparecen y en sus estrofas se filtra el humor: “Busqué, mirando al cielo, inspiración / y me quedé colga’o en las alturas. / Por cierto al techo no le iría nada mal / una mano de pintura”. En “Cada loco con su tema” Serrat señala preferir, en una luminosa hipérbole, “el lunar de tu cara a la pinacoteca nacional”. En “Llegar a viejo”, un portento, me deslumbra “Si no se llegase huérfano a ese trago”, la vejez. En fin, aciertos a pasto los del artista catalán que rindió tributo a su pueblo con “Por las paredes”, una canción perfecta.

Martín Palacio Gamboa, amigo poeta y músico uruguayo, armó por estos días una lista de sus veinte serrateanas favoritas. Yo tengo las mías también, pero temo que preferiría una lista de cuarenta o cincuenta. Serrat es tan bueno que perdurará. Sus canciones son ya un patrimonio intangible de muchísimos admiradores a los que sin duda sucederán otros cuando nos hayamos ido.

Desde mi lagunero anonimato digo, pues, felices ochenta, maestro Joan Manuel.

Por último y al margen: feliz 2024 para los pasajeros habituales de Ruta Norte. Que los abrace un año espléndido. 

miércoles, diciembre 27, 2023

Un siglo de Fervor











 

Durante todo el año que hoy se encuentra al borde de su ocaso tuve en la cabeza esta efemérides: en 1923 fue publicado Fervor de Buenos Aires, primer libro de Borges. Me impuse como tarea decir algo, aunque sólo fuera este mínimo apunte ya tardío, porque se trata de un arranque editorial significativo para la literatura en nuestra lengua y aún para la literatura a secas, dado que el autor de aquel título se convertiría en lo que es ahora: un monstruo al que resulta imposible no admirar.

En la entrevista número dos de Antonio Carrizo, disponible en YouTube, Borges reveló que Fervor… no fue en realidad su primer libro, sino el cuarto, aunque los tres primeros fueron destruidos por su precoz autocrítica. Cuando lo publicó tenía 24 años, una edad en la que para cualquier escritor todavía es difícil calibrar con ecuanimidad el valor de la obra propia.

Borges señaló que en la publicación de Fervor… tuvo que ver su padre, pues él fue quien pagó el pequeño tiraje de aquel poeta desconocido. Recién la familia Borges Acevedo había regresado de Europa, y es más que lógico pensar que Georgie, como le decían al joven Jorge Luis, había conversado largamente con su padre sobre asuntos literarios. En alguno de aquellos diálogos el aspirante a escritor escuchó que no debía apurarse por publicar, y que lo hiciera cuando estuviera seguro de que la obra comunicaba algo atendible.

Fue así como Borges se animó a publicar Fervor… en 1923. Quizá no lo hizo completamente convencido, dado que hasta su muerte le puso “peros” al primer libro de su producción. En la entrevista con Carrizo, de hecho, Borges observa que de Fervor… sólo rescataba el poema “Llaneza”, aunque esta parece una más de las muchas licencias que el genio se permitió en la exageración de su modestia.

Hoy, si alguien tiene uno de los 300 ejemplares de aquella primera edición de Fervor… ha de saber que posee un objeto de culto valuado en varios cientos, acaso miles de dólares (veo en una web que lo tienen a 48 mil euros, casi un millón de pesos mexicanos). Es el primer libro del más grande escritor latinoamericano del siglo XX, un pequeño volumen que este año aterrizó en su centenario y, contra la opinión de su autor, juzgo hermoso porque prenuncia lo que vendría poco después: una obra que renovó y seguirá renovando la escritura en castellano.

sábado, diciembre 23, 2023

Paseos con Millás y Arsuaga

 











En el viaje a Burgos de 2022 compré un magneto hermoso con dos palabras y unas figuras humanas y animales de caverna rupestre. Decía —dice todavía, pues está en mi refrigerador— “Burgos/Atapuerca”. Mi intención al comprarlo fue la de tener presente el yacimiento arqueológico donde surgió la historia de Benjamina, una niña neandertal desvalida que permitió ubicar el vestigio más remoto de civilización, entendida ésta como la capacidad de ser con y para el otro.

En la página web de Terrae Antiqvae leo lo siguiente: “El hallazgo del cráneo de una niña discapacitada indica que fue asistida por el grupo hace 530.000 años. Sufría craneosinostosis (…) Tendría unos 10 años, seguramente era niña, murió en lo que ahora es la sierra de Atapuerca (Burgos) hace 530.000 años y era diferente, tanto que su grupo, su familia, le tuvo que haber prestado cuidados especiales. De lo contrario, no habría sobrevivido. Entonces, su cráneo asimétrico y, probablemente, su cara irregular no engañaron a nadie, porque además cabe pensar que tuvo capacidades psicomotoras deficientes. Hoy los científicos saben que ese individuo, esa homínido preadolescente, tenía craneosinostosis, una enfermedad rara que afecta a menos de seis personas por 200.000 habitantes en la población actual”.

La bautizaron Benjamina, y gracias a su aparición se conjetura que, a diferencia de las otras especies, el grupo humano hallado en la zona burgalesa de Atapuerca mostró una solidaridad que hoy nos resulta común frente a condiciones humanas de desvalimiento, pero que es casi inexistente en el reino animal: el cachorro de tigre que nace con alguna discapacidad o limitación, por leve que sea, muere muy pronto, es decir, que la naturaleza circundante, por más gregaria que parezca, no se solidariza con el pequeño.

Pues bien, uno de los investigadores principales de Atapuerca fue, es, Juan Luis Arsuaga (Madrid, 1954), paleontólogo a quien comencé a seguir desde que supe de su participación en los estudios que llegaron hasta la conjetura de Benjamina. Hay muchos videos de su trabajo en Youtube y tiene ya publicada una buena cantidad de libros. Lo que me sorprendió más fue su colaboración, hasta ahora en dos volúmenes, con el escritor Juan José Millás (Valencia, 1946), a quien yo sí conocía. Aquel trabajo a cuatro manos me interesó y hace poco me hice de los dos títulos: La vida contada por un sapiens a un neandertal (Alfaguara, 2020) y La muerte contada por un sapiens a un neandertal (Alfaguara, 2022). He leído ya el primero, y creo que se trata de un extraño y valioso libro de divulgación científica destinado a quienes, como Millás (o como yo), están interesados en el pasado remoto de la vida y al mismo tiempo jamás dejarán de reconocer su amateurismo en esos temas.

La vida contada por un sapiens a un neandertal está compuesto por 17 breves capítulos en los que el género o los géneros ejercidos son la crónica y el diálogo. Dicho así parece, porque lo es, una rareza: un buen día, el escritor (autoasumido como “neandertal”) y el paleontólogo (el “sapiens”) deciden conversar sobre el origen de la vida. Los diálogos suponen recorridos por diferentes lugares que sirven a Arsuaga para explicar a Millás tal o cual peculiaridad de la evolución principalmente humana. Quien habla sobre todo es el paleontólogo, y quien pregunta y al final escribe es el escritor.

El resultado de este ping-pong es un conjunto de crónicas en las que el lector, como “oreja” invisible, escucha las conversaciones llenas de sabrosa información biológica, histórica y antropológica jamás ajena al tono zumbón que imprime el gran Millás, un viejo lobo que además de captar y escribir muy bien lo explicado por su interlocutor añade el aderezo del humor, del refunfuño socarrón y del autoescarnio siempre bienvenidos.

Estoy ya en el segundo libro, pero esa será otra historia. Basta decir por hoy que Millás y Arsuaga han conformado un dúo perfecto para trabajar dos temas fascinantes y felizmente inagotables: la vida y la muerte.

Nota. No resisto la tentación de compartir la imagen de mi magneto ataporquense:



miércoles, diciembre 20, 2023

Libros pellizcados


 







Somos animales de rutinas. Es una generalización, claro, pues algunos prefieren la variación permanente, y, por ejemplo, cambian de restaurante o de look cada vez que se les presenta la ocasión. Yo no. Como me gusta lo que me gusta, recaigo tanto en ello que a la vista de muchos puedo parecer un monolito. En fin, mejor evito la generalización: soy un animal de rutinas.

Una de ellas, puesta en práctica durante los cierres de año, es la de reservar los últimos quince días de diciembre para acabar con los libros pellizcados. Como abomino la cultura del desperdicio, siento que dejar un libro a medias es como no engullir completo un platillo, y eso me tortura. Así pues, aprovecho las vacaciones para someterme al estrés autoimpuesto de terminar libros que por cualquier razón han quedado parcialmente leídos durante el año.

Podrá pensarse que es una obsesión burda, pues daría lo mismo seguir leyéndolos y concluirlos en enero, pero para el hombre de rutinas que me habita no es admisible la posposición. Hay que acelerar, poner al corriente los libros que aguardan desde hace varias semanas con el separador metido en medio de las hojas como una daga.

Adrede trato pues de que no sean tantos los que se acumulan en la lectura pellizcada. En el caso de este 2023, dejé nueve en tal condición, y en los días del asueto decembrino que llevo desahogados, van tres que ya pasaron a mejor vida. Los que siguen consumidos a medias deberán correr la misma suerte sí o sí, y esta obligación es la única posibilidad o destino que les asigno para no sentir que me defraudo como lector. Como se ve, la obsesión es rigurosa y se erige como superyó lector que regaña muy feo si peco de lectura inconclusa.

A propósito: un lector no es un mejor ser humano que un no lector, como bien lo ha observado el gran Juan Domingo Argüelles. El lector es simplemente un lector, un tipo que construye su biografía al lado de los libros y se siente mal si no lo hace. Se siente mal si no lee, es verdad, pero también se siente mal si no lee completo lo que comenzó. Cuando lo hace, es como no haber concluido el rompecabezas, saber que le falta medio rostro a la figura. Cada quien sus gustos, cada quien sus obsesiones, cada quien sus rutinas.

sábado, diciembre 16, 2023

Vicisitudes y presente del sotol

 











En el Museo Arocena de Torreón recién fue presentado El sotol. Una historia de árido mestizaje (Gobierno de Coahuila, 2023), libro de Ruth Castro que constituye una pequeña enciclopedia, valga el oxímoron, sobre el destilado emblemático del pedazo de mundo en el que nos ha tocado nacer y vivir: el desierto chihuahuense. El volumen es, pues, abarcador, sumario, y convoca por ello varias disciplinas: botánica, química, antropología, historia, literatura, economía, entre las más salientes, lo que cuaja en un acercamiento redondo al objeto de estudio.

El sotol... es resultado de dos periodos de trabajo vinculados a sendas becas del Pacmyc. Su origen remoto se apoya en un hecho simple y al mismo tiempo poderoso: el amor que la autora siempre ha tenido por las plantas. Contra la idea generalizada que las percibe como objetos distantes, Ruth Castro señala que su inquietud buscó inscribirse en el nuevo paradigma que considera al mundo de las especies vegetales “no solo como elementos de la naturaleza de los que extraemos los compuestos biológicamente activos que nos sirven en alimentos, artículos y medicamentos, sino como seres vivos inteligentes, similares a los humanos en más de lo que podríamos imaginar, ya que desarrollaron complejas estrategias de sobrevivencia y poblaron el mundo millones de años antes que nosotros, es decir, que ellas fueron eslabón indispensable en el proceso de evolución para que existieran otras formas de vida”.

Así entonces, el trabajo de la autora indaga en las especies de Dasylirion, nombre científico de la planta que da origen al sotol. Los doce capítulos que lo componen atraviesan todas las posibilidades de un viaje por el tema, como “El sotol: un mezcal?”, “El sotol no es una agavácea”, “Aproximaciones a la vida social del sotol”, “‘Los mezcales’ en la conquista y colonización de española”, “Siglo XX, entre lo legal y lo clandestino”, “La planta de sotol, tradición y cultura”, “El proceso tradicional en la vinata”, “Tradición y nuevos escenarios” y “Sopesar el presente, imaginar el futuro”. A estos apartados debemos añadir, como parte del aparato crítico que demanda una buena investigación, el de referencias y el oportuno glosario preparado por Fernando de la Vara.

Diseñado con delicadeza por Álvaro Domínguez e ilustrado con imágenes exquisitas que Teresa Hernández Luna trabajó deliberadamente con el estilo de los manuales de botánica del siglo XIX, El sotol... nace como libro de obligada consulta cuando, a partir de hoy, alguien desee saber las generalidades de una planta y un producto, el destilado, cuya descripción ha llegado hasta nosotros gracias al esfuerzo de Ruth Castro y un equipo que estuvieron a la altura del desafío que implica todo buceo en las aguas profundas del pasado.

Nota. El sotol. Una historia de árido mestizaje fue presentado el 6 de diciembre de 2023 en el auditorio del Museo Arocena. Participaron Sergio Garza Orellana y la autora. El libro está a la venta en El Astillero Librería, Casa Juárez (Juárez y Degollado, Torreón).

miércoles, diciembre 13, 2023

Vagos contra oficinistas









Hace poco un joven escritor me preguntó en el taller literario que cuál era mi método de escritura. Le respondí de volea, sin pensarlo porque antes ya lo había pensado: mi método de escritura es un método sin método, y he sido más o menos fiel a este desorden desde hace muchos años, tantos que a estas alturas ya veo muy difícil procurarme un cambio.

El desorden al que me refiero tiene, claro, un límite, y nunca llega a cuajar en caos. Lo que hago sustancialmente es establecer ciertos periodos en los que las obligaciones alimenticias disminuyen y entonces sí, allí, escribir tanta literatura pospuesta como sea posible. Lo malo de esto es que tales agujeros sin chamba no son frecuentes, y entonces la labor de escribir (literatura) es pateada para adelante sin remedio.

Recuerdo al respecto la entrevista de Joaquín Soler Serrano a Juan Carlos Onetti. En ella, el gran uruguayo declaró que escribía sin concierto, mediante una metodología anárquica. Dijo que anotaba ideas en papelitos de distinta procedencia, incluso en servilletas de confitería, y cuando se sentaba a darles orden a veces ni siquiera sabía por qué había anotado tal o cual cosa. En resumen, el método onettiano desafía al escritor, lo fuerza a tener buena memoria para aprovechar los “apuntes” que se fraguan en los hiatos o sequías de escritura.

Onetti, no recuerdo si en la misma entrevista o en otra, también declaró que alguna vez viajó con Vargas Llosa por tierra, en Estados Unidos. En el trayecto, para hacer conversación, le preguntó al peruano que cómo escribía, y la respuesta fue muy otra: dijo que se levantaba temprano, que siempre escribía a diario varias horas en la mañana, que a mediodía paraba, comía, descansaba un poco, y un rato de la noche, sin desvelarse, lo aprovechaba para ver cine o teatro. Algo así, una rutina perfecta. Al escuchar esto, Onetti pensó que era una dinámica de oficinista.

Mi conclusión es la siguiente: en los extremos del método de escritura están el de Onetti y el de Vargas Llosa. El primero es de vago, el segundo de oficinista, dicho esto, en ambos casos, sin ánimo peyorativo y con obvia intención hiperbólica. En medio hay una gama de estilos que no llega a la cuadrícula de Vargas Llosa ni al despatarrado modo de Onetti.

sábado, diciembre 09, 2023

Cuadernillos a merced








En noviembre del año que cerrando vamos fue presentada una colección de seis cuadernillos publicados por la Ibero Torreón. Los textos que componen cada ejemplar nacieron en el seno de Taller de periodismo de opinión de la mencionada universidad, y fueron organizados por Laura Elena Parra (Letras sobre letras), Claudia Rivera Marín (Mente, corazón y letra), Claudia Guerrero Sepúlveda (México en lontananza), Zaide Seáñez Martínez (Sentipensar de mujer) y Andrés Rosales Valdés (Observatorio de salarios). El quinto de la serie es Voces de la calle, de mi autoría. Además de su materialización en papel, están disponibles en documentos de PDF separados que aquí es posible “bajar” gratis. Va la antesala de mi plaquette:

La más importante y decisiva creación humana la tenemos siempre frente a nosotros, tan a la mano que ni siquiera es necesario estirar el brazo para asirla. Es el lenguaje, la posibilidad de articular palabras y, con ellas, cristalizar el asombro de comunicar desde lo más sencillo hasta lo más complejo. Quien advierte esta maravilla no tiene ya escapatoria: como todo pasa por las palabras, la vida es un permanente catálogo de posibilidades para el goce y la reflexión.

Hay un ensayo en el que Borges analiza versos de cuño populachero. Los ha elegido deliberadamente burdos para demostrar que hasta la escritura menos esmerada admite una explicación ceñida a la retórica: cualquier criatura de palabras posibilita la observación de su engranaje. Así entonces, en todo lo que enunciamos hay aciertos o pifias, hallazgos deslumbrantes o expresiones gastadas, logros impecables o transgresiones de la lógica, poesía o fealdad, fluidez o tortuosidad, inteligencia o estupidez.

Lamentablemente, como nos son tan naturales, pasamos a través de las palabras sin pensar en ellas, como si no fueran el producto más acabado y perfecto de la cultura humana. Suelo referirme a esta indiferencia cuando comento los primeros dos versos del archiconocido huapango “La malagueña”, que cantamos sin pensar: “Qué bonitos ojos tienes / debajo de esas dos cejas”, y ya desde allí hay algunos disparates: es obvio que los ojos están “debajo” de las cejas, y además no es necesario decir que las cejas son dos, pues no es habitual encontrar seres humanos con tres o más cejas que sirvan de ornamento para tres o más bonitos ojos.

En la conversación familiar, en la publicidad, en el periodismo, en el diálogo que entablamos con el compa de la vulka cuando se nos poncha una llanta, en una conferencia de las pleonásticamente llamadas “magistrales” (si la conferencia no implica magistralidad, ¿qué caso tiene ofrecerla?), en las clases, en los memes, en todos lados se abren posibilidades para indagar en los entresijos de la palabra. Lo único que hace falta es un poco de curiosidad y aceptar que nada define mejor al ser humano que el hecho prehistórico de hablar y —más recientemente, desde hace cinco mil años— de escribir.

Voces de la calle es, en síntesis, un testimonio quizás un tanto juguetón, pero en el fondo serio, de mi inacabable estupor ante el instrumento que, por ejemplo, me ha permitido llegar hasta aquí, a este párrafo, y saber que soy, quevedianamente, escuchado con los ojos de quien lee. Bienvenidos pues a este manojito de perplejidades cuyo título encontré en unos versos de Joan Manuel: “Pero puestos a escoger soy partidario / de las voces de la calle / más que del diccionario”.

miércoles, diciembre 06, 2023

Otra miseria de Torreón


 







Por razones sobre todo literarias, en los más recientes tres meses he hecho varios viajes por tierra en nuestro país. Forzosamente, por ello, he tenido que salir de la central camionera de Torreón y he tenido que llegar a las centrales de cada uno de mis destinos. El contraste de nuestra terminal y las ajenas es, lo digo con tristeza, abrumador en casi todos los casos, tanto que no veo razón para ocultar que la torreonense no es una central de autobuses comerciales, sino un muladar del que deberíamos estar avergonzados.

No sé qué empresa la administra ni qué tanto tiene que ver allí el ayuntamiento municipal, pero es un hecho que desde hace muchos años, por no decir que desde siempre, y más hoy, se encuentra en el olvido. Todo en esta central es un desastre. Desde que uno llega, es horrible la entrada por un pequeño laberinto de tres carriles apretujados y mal divididos. A los lados ofrece dos zonas de estacionamiento para visitantes; sólo funciona la del flanco oriente, y ambas son espantosas, sin señalamientos, separadas de la calle con malla de alambre; la que funciona tiene una caseta desvencijada donde alguien, un pobre trabajador, cobra la salida de los vehículos y levanta la pluma. Dentro de las instalaciones todo huele a fealdad y obsolescencia. Los baños son de torniquete y ni siquiera en la zona de abordaje, cuando se supone que uno ya pagó el servicio de transporte, hay sanitarios libres y limpios. El área de andenes está por las mismas: polvosa, lamentable. Aquí, de veras, da vergüenza salir de (o llegar a) Torreón.

Salvo la de Querétaro, que casi parece un aeropuerto por su iluminación, su aseo y sus espacios comerciales, las que vi recientemente no son una maravilla pero al menos mantienen un mínimo estatus de cuidado y consideración a los viajeros. La de Monterrey ha decaído, cierto, pero sigue mucho mejor que la de aquí. La de Durango es muy decorosa todavía, e igual pasa con la de Guadalajara. Y así sea por muy poco, incluso la de Gómez luce mejor que la de Torreón. El caso es que el elefante blanco de la avenida Juárez tiene un aspecto ruinoso y por esto tal vez sea la terminal de autobuses más precaria entre las ciudades importantes del país, una mancha en el rubro infraestructural de nuestro municipio.

sábado, diciembre 02, 2023

Frente al recuerdo de Emilia


 











En Los veranos con Emilia (An-alfa-beta, Guadalupe, NL, 2023, 85 pp.), primera novela de Óscar Bonilla (Gómez Palacio, Durango, 1996), un narrador-personaje escudriña su pasado y lo que encuentra en este ejercicio es una película en tonos sepias, melancólica y casi ajena a su presente, como si no hubiera sido él quien la protagonizó. Tal extrañeza no es tan poco común: ¿no nos sentimos un tanto ajenos al pasado que hemos recorrido?, ¿acaso la distancia en el tiempo y a veces también en el espacio no nos lleva a pensar que no vivimos lo que vivimos?, ¿no nos parecen remotas y ya borrosas nuestras peripecias de la niñez y la juventud, una especie de duplicidad entre el ser y el no ser o más bien entre el haber sido y en no haber sido?

Este es un primer acierto de la nouvelle de Bonilla: colocarnos ante un escenario inestable, aneblado, el escenario del recuerdo proyectado sobre las páginas de Los veranos con Emilia. Sabemos con certeza que nuestro narrador es un adulto, y que su relato se edifica a partir de una ausencia por la cual, así sea difusa, experimenta los puyazos de una culpa retrospectiva. Vemos sus andanzas, su crecimiento individual, sus vacilaciones y la precariedad de su educación sentimental, pero siempre en un trasfondo colectivo que acusa los traumatismos impuestos por la violencia convertida en flagelo de la convivencia cotidiana.

Un lector lagunero, es decir, cualquiera de nosotros, podría admitir que el momento en el que se desarrolla la historia de Los veranos con Emilia es ubicable entre 2008 y 2012. Fue, como sabemos, un periodo peculiar en la vida de nuestra región, ya que todos nos resguardamos ante la frecuencia y el ímpetu de los desaguisados que ponían en riesgo la vida de cualquier ciudadano frente a la brutalidad perpetrada sobre todo por los narcotraficantes sin rostro apoderados del entorno. Esta turbulencia fue padecida en grado superlativo por la economía local, que cerró negocios, aniquiló la vida nocturna y la ebullición normal de nuestra convivencia. Por un toque de queda tácito, nadie o casi nadie osaba profanar con sus plantas los espacios habituales de la fiesta, los antros, los restaurantes, los cines, y es de todos sabido que los padres de familia padecieron la zozobra sin freno que representaban las salidas de sus hijos con el fin de distraerse. Fue un tiempo, lo dice el personaje-narrador de la novela, de reuniones en patios familiares, de pachangas en colonias cerradas, de “pijamadas”, pues no era recomendable el regreso de los jóvenes durante la madrugada luego de las fiestas. En este trasfondo histórico camina el recuerdo desarrollado en el libro, recuerdo que se convierte en una sutil evidencia de los estragos producidos por las guerras, cualquiera que sea su tipo y su intensidad.

Como corresponde, sin embargo, a la mirada del personaje joven, él no tiene ni la claridad ni la perspectiva para analizar los hechos como si fuera un sociólogo; sólo describe lo que ve, casi sin juzgarlo. De índole desapegada, escéptica, silenciosamente inconforme como la de muchos adolescentes, el narrador está en lo suyo, descubriendo el mundo que poco a poco abandona la niñez y todos sus flecos de inocencia. Está en el paso de la secundaria a la prepa cuando comenzamos a seguir su andanza. En la escuela, donde se relaciona con todos de manera díscola, encuentra a Emilia, una joven que lo supera en desenfado ante el roce social. No la describe como una muchacha bella, más bien ordinaria, de actitud desafiante. Sin quererlo, se enamora de ella con un amor también algo desapasionado y que no llega al arrebato. En medio de una vida estudiantil sosa, entre tareas, reuniones con amigos idiotas, clases inútiles de teatro, la aparición de la atractiva Sara y un revolcón con una señora adulta, Emilia se expande como mancha de tinta en su interior, siempre en una oscilación ambigua entre la lejanía y la cercanía, entre el quererla y el no quererla.

No es difícil entender Los veranos con Emilia como un producto literario en el que se despliegan los dos impulsos propuestos por Freud como instintos básicos de la vida humana: el eros y el tánatos, el amor y la muerte. Por un lado, el narrador al que se le descubre poco a poco el mundo de una sexualidad accidentada, pobre, mediada por la pornografía y la autocomplecencia, y por otro una realidad acribillada por la violencia y sus consecuencias fúnebres. En esta revolutura crecen el narrador y sus coetáneos, de suerte que la novela es una especie de bildungsroman colectiva.

Ha observado bien Liliana Blum al afirmar que Los veranos con Emilia es una novela pulcra “en la que nada falta ni sobra” y en la se nos muestra cómo “intentamos aprender a ‘caber’ en el mundo, suponiendo que hay un lugar para nosotros”, pero “en realidad lo único que las primeras experiencias nos dejan es la certeza de que la vida sigue, con o sin nosotros, nos guste o no”. Al narrador de esta historia le queda claro pues que la vida avanza y va dejando huecos, lastimaduras, heridas que luego será imposible restañar en lo que solemos denominar “la madurez”.

Óscar Bonilla ganó en 2017 el premio de cuento Juana Santacruz con “Las vías del tren”. En 2020 ganó la beca Arte Resiliente otorgada por la Secretaría de Cultura de Coahuila; con este estímulo trabajó El esqueleto, el hada y otros textos, su ópera prima, y el mismo año obtuvo el premio nacional Juan Rulfo para primera novela con Los veranos con Emilia, libro que desde ya nos anuncia una carrera literaria que debemos seguir con mucha atención. 

Nota. Texto leído el 29 de noviembre de 2023 en la presentación de Los veranos con Emilia en la Casa Mudéjar de Torreón. Participamos el autor y yo.