sábado, agosto 29, 2020

El primo viaggio de Pigafetta












En febrero de 1519 no sólo comenzó la aventura de Cortés en la que poco después sería llamada Nueva España, sino también la expedición de Magallanes que terminaría en 1522 con el primer viaje de circunnavegación a nuestro planeta. Como sabemos, Juan Sebastián Elcano capitaneó la conclusión del emprendimiento, ya que Magallanes había muerto poco antes en Oceanía. Conocemos la crónica del “Primo viaggio intorno al globo terraqueo” por el italiano Antonio Pigafetta, quien embarcó en la expedición y describió la travesía que hasta la fecha sobrevive con el título anotado entre comillas hace un par de líneas.
Estamos pues sobre el quinto centenario de uno de los acontecimientos más importantes en la historia de la civilización humana. Hasta antes de aquel viaje no se sabía con precisión el tamaño de nuestro planeta ni se conocía una ruta para navegarlo en su totalidad. Magallanes y sus hombres lo lograron, aunque es necesario aclarar que no todos los que partieron llegaron a verlo y a ameritarse por ello. Unos, la mayoría, porque murieron en tránsito, y otros, no pocos, porque en el camino se mostraron hostiles contra Magallanes ante la posibilidad de seguir embarcados (literalmente) en la locura de atravesar tantas y tan desconocidas aguas.
Partieron, como casi todos los barcos españoles de la época, de Sevilla, luego llegaron a las Canarias, después a Cabo Verde y de allí por el Atlántico hasta bordear las costas de Brasil y de Argentina. Poco después, Magallanes y sus hombres (algunos notablemente reacios a continuar) encontraron el estrecho que actualmente lleva el nombre del capitán hasta visibilizar el océano que, por tranquilo en aquel momento, bautizaron Pacífico hace exactamente 500 años. Tres meses pasaron sobre el océano más grande de la Tierra hasta que avistaron islas en Oceanía, y como consecuencia la tripulación fue mermada por el hambre y la enfermedad. Pigafetta describe que tanto el agua como el pan y todo otro alimento se habían podrido, así que debieron consumir inevitables inmundicias. Cuenta incluso que, sin más opción, comieron ratas.
Lo largo y sacrificado del viaje, una verdadera hazaña, terminó con la vida de casi todos los tripulantes. De España habían zarpado cinco barcos y 265 hombres en agosto de 1519, y a San Lúcar de Barrameda llegaron 18 en un solo barco hacia septiembre de 1522. Por suerte, entre los supervivientes estaba Pigafetta, quien había tomado nota pormenorizada de la ruta y de todas las tribulaciones ocurridas a los navegantes tanto en agua como en tierra.
Como todas o casi todas las crónicas de aquella época, la de Pigafetta es un repositorio de sorpresas. Da cuenta de los hechos, toma nota, y dado que en aquel momento todo parecía desmesurado e irreal, no falta el condimento de la fantasía, como cuando dice que un viejo piloto moluqués les contó que “en estos parajes [los archipiélagos de Oceanía] hay una isla llamada Amcheto, cuyos habitantes, tanto hombres como mujeres, no pasan de un codo de alto y que tienen las orejas tan largas como todo el cuerpo, de manera que cuando se acuestan una les sirve de colchón y la otra de frazada”.
La primera edición italiana del primo viaggio data de 1800. No es difícil conseguir alguna edición en castellano.

miércoles, agosto 26, 2020

Notas para una nueva propaganda




















En tiempo de campañas electorales siempre me sorprende la fachendosa y hueca reciedumbre de la propaganda. Todos los candidatos son el súmmum de la virtud, los animales políticos más competentes y dotados para sacar al moribundo buey de la barranca. Pero algo me hace ruido: la reiteración hasta la saciedad de los mismos clichés icónicos y textuales. Ningún candidato sale serio, como si sonreír fuera esencial en toda cara nacida para el accionar político. ¿Por qué no un gesto serio, tranquilo, relajado, en vez de las ubicuas sonrisas de esos rostros en eterno y simulado disfrute de un buen chiste? No sé. ¿Y por qué, también, esos eslóganes que parecen el mismo resumidero semántico de siempre? Tampoco lo sé.
Propongo, pues, dos variantes. Para las fotos, bocas en las que no se vean los dientes, un poco al estilo de la Mona Lisa, como imágenes de la serenidad. Para los textos, eslóganes que digan algo diferente. Me detengo aquí a citar diez frases imaginarias, un poco para ejemplo de lo que podría ser una leyenda política al margen de las rutinas y los convencionalismos al uso.

—“¡A todo mecate!”. Me gusta por su tufo populachero y por el sustantivo náhuatl, tan nuestro. No deja dudas sobre el furor que tendrá el candidato si es favorecido por el voto.
—“Por un gobierno infalible”. Esta leyenda refleja una gran seguridad, la certeza absoluta de que no se cometerán errores, de que el titubeo no va con el usuario de la frase.
—“¡Ya estuvo suave!”. También populachera, es una frase taxativa, terminante. Es como un golpe a la mesa y con el puño cerrado, la última palabra antes de proceder a la inevitable transformación de la realidad.
—“¡Robaré muchísimo menos!”. Esta parece políticamente suicida, pero el electorado no es tonto y suele agradecer la sinceridad. El adverbio superlativo “muchísimo” permite apreciar no tanto la posición de quien enuncia, sino la de los otros políticos que presumen probidad y roban “mucho más”.
—“Azote de la corrupción”. La frase encara de frente, sin ambages, uno de los más arraigados problemas de la realidad nacional. Convertirse en látigo de los corruptos será siempre bienvenido por la ciudadanía.
—“Cambiaremos todo, pero para bien”. Ésta añade un elemento notable a la idea de cambio. Sabemos que “cambiar” es una de las palabras más manoseadas por la verba política, pero jamás queda claro si se trata de cambiar para empeorar o para mejorar, aunque luego los hechos confirman que se trataba de lo primero, es decir, de avanzar decididamente hacia atrás. Con el eslogan propuesto el elector no vacila: confía y da su voto a quien le promete un cambio en la dirección correcta.
—“Echémosle ganas”. El verbo “echar” es de raigambre callejera y llegadora, como en “echar un taco”, “echar una jeta”, “echar una meada”. En este caso, el eslogan se ciñe a las corrientes de autoayuda hoy tan de moda, al pensamiento “echaganista” que lleva a las personas a creer que con un simple cambio de actitud (“echarle ganas a todo”) pueden modificar el entorno.
—“Formemos el cártel de la bondad”. El maniqueísmo informativo de los años recientes ha dividido a las personas en “buenas” y “malas”. Así pues, nada como configurar un cártel con personas de bien, con ciudadanos responsables y serviciales. Todos querrán sumarse a esta poderosa confraternidad.
—“Eres inteligente, sé que votarás por mí”. Frase de suyo convenenciera; nadie en su juicio renegaría si es incluido en el exclusivo club de los pensantes, así que se sumaría a la causa con total facilidad.
—“Si no votas por mí, ¡púdrete!”. Retadora, insolente, esta frase sacaría chispas a los delicados pero convocaría a los pesimistas, a quienes han perdido toda esperanza en la mejoría de la sociedad y buscan un candidato que asuma el fracaso con dignidad y no ande mendigando votos.

sábado, agosto 22, 2020

Toleremos el “occiso”














En aquellas clases de periodismo cualquier maestro nos recordaba la importancia de evitar muchos vicios, uno de ellos el de la sinonimia aparentemente lujosa pero más bien chocante, fallida, chabacana incluso. Así, aunque la prensa seguía a todo mecate manejando palabras de corte seudoelegante o seudoculto, los azorados alumnos éramos formados para sacarles la vuelta como si tuvieran lepra o les debiéramos dinero.
La idea era eliminar radicalmente esas equivalencias chafas, no escribir jamás “tragahumo” en vez de “bombero”, o “galeno” en lugar de “doctor”, o “amante de lo ajeno” en vez de “presunto ladrón”, o “ergástula” en lugar de “cárcel”, o “nosocomio” en vez de “hospital”, o “vital líquido” en lugar de “agua”, o “fémina” en vez de “mujer”, "sexagenario/septuagenario/
octagenario/nonagenario" en vez de "hombre de sesenta/setenta /ochenta/noventa años", y así varios más. A estas alturas ya podemos vislumbrar que la principal usuaria de ese mal gusto era la fuente policiaca, ideal como pocas para ensayar tales exquisiteces, aunque en otras secciones, justo es señalarlo, no escaseaban tics similares.
Y bien, hace un par de días leí la expresión “el occiso” y volví a pensar que pertenece, claro, a la familia ya citada. Sin embargo, le di un poco de vueltas en la cabeza y llegué a la siguiente conclusión: por supuesto que suena como las demás, tiene el tufo igualmente feode sus congéneres, pero creo que ésta sí podemos admitirla. Aunque nadie en la conversación cotidiana diga “el occiso”, sino “el muerto” o “el fallecido” o “el difunto” para referirse al muerto con violencia (como la RAE define "occiso"), en la escritura dentro del contexto mexicano es difícil eludir “el occiso” sobre todo cuando el muerto ya ha sido identificado, no era delincuente y fue víctima de un acto violento o de un accidente. Veamos este párrafo imaginario:

El profesor Nicolás Neyra Root fue encontrado sin vida y con huellas de violencia en su domicilio de la colonia Nuevo Sol. El muerto presentaba heridas en las manos y en la espalda, además de los dos disparos en la cabeza que segaron su vida…

Nótese que si allí cambiamos la palabra “muerto” por “fallecido” o “difunto”, algo nos choca, sentimos que somos demasiado fríos (muerto o fallecido) o populacheros (difunto). No pasa igual si escribimos “occiso”, palabra en la que sospechamos una carga de sentido forense, que tiene algo de valor científico, por lo que disculpamos su sequedad.
Hay además otro fleco por el que no me parece tan incómodo usarla. Continuemos la nota imaginaria.

Las primeras investigaciones revelaron que Neyra Root llegó a su casa aproximadamente a las ocho de la noche en punto, pues minutos antes había comprado algunos productos en una tienda cercana a su domicilio. Poco después, el hoy occiso volvió a salir con ropa más informal a la misma tienda…

¿Qué hacer aquí? Es lógico que en la descripción no es posible escribir “el occiso” a secas, pues cuando fue a la tienda por segunda vez todavía no lo era, de ahí que sea útil escribir, para salir de apuros, “el hoy occiso” (no “el hoy muerto” y demás). Si no se atiende este detalle, puede ocurrir lo que jocosamente ha pasado en notas sensacionalistas:

Ponciano Ektún Astudillo, de sesenta años, cayó de una azotea y murió instantáneamente al golpearse en el cráneo. El muerto se encontraba reparando un equipo de aire acondicionado…

En todo caso, sé que lo ideal sería redactar de otra manera, pero el periodismo necesita a veces puertas de salida rápida. Ante la descripción de hechos donde la muerte sanguinosa lamentablemente ocupa un lugar céntrico, “el occiso” y “el hoy occiso” son fealdades que por esas sutilezas del sentido tenemos que aceptar así sea a regañadientes.


miércoles, agosto 19, 2020

Diccionario de Helena Beristáin




















“¿Cuál es el mejor diccionario?”, me preguntaban con frecuencia, y la respuesta que en su momento diseñé para salir al paso era ésta: el mejor diccionario es muchos diccionarios. Hoy los diccionarios, como las enciclopedias y otros libros llamados “de referencia”, son piezas de museo, dado que internet ha puesto a nuestra merced un sinnúmero de páginas que sacan de apuros cuando uno requiere definiciones, etimologías y datos adicionales de carácter enciclopédico. Este fenómeno hizo casi obsoletos mis quince o veinte diccionarios, aunque de todos modos los conservo.
Uno de los pocos cuyo valor no ha caducado es el Diccionario de retórica y poética de Helena Beristáin (Orizaba, Veracruz, 1927-Ciudad de México, 2013). Fue publicado originalmente en 1985, pero tengo la segunda edición (corregida) de 1988, de Porrúa. Como lo saben quienes han dialogado con él, se trata de un musculoso diccionario articulado como investigación del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Cuando lo descubrí, recién salidita del horno la segunda edición, fue revelador. Recuerdo que Gerardo García y yo lo compramos al alimón y de inmediato quedamos fascinados por la riqueza de sus páginas. He mencionado su importancia en talleres literarios, pues quiero suponer que es o puede llegar a ser una herramienta útil para quienes desean vincular sus vidas a las letras en cualquier vertiente, llámese escritura, lectura, docencia o mero regocijo. Todavía es asequible, según sé, así que podemos comprarlo si rastreamos por allí, en librerías o en Google.
El contenido de este diccionario es exactamente lo que avisan las dos palabras enmarcadas en el título: la retórica y la poética. La maestra Beristáin acometió la titánica tarea de definir y dar pingües ejemplos sobre las figuras de pensamiento y construcción que hacen al fenómeno literario, todas en orden alfabético. Nadie al escribir (o al hablar o al entender) procede explicándose que detrás de tal frase hay tal tropo, pero a la hora de pensar por qué una frase es bella o literaria emerge con frecuencia esta certeza: porque conlleva una figura, una construcción definida por la retórica de tal o cual manera.
Otro valor del libro de Helena Beristáin es la amplitud de sus entradas. Como dije, define y luego despliega ejemplos que terminan por aclarar los tropos. Por supuesto, hay entradas de todos los tamaños, como la dedicada a “metáfora”, acaso el tropo más famoso de la literatura. En este diccionario fue donde comprendí mejor, por ejemplo, el significado y el uso de la “hipálage”, figura hermosa. O del “oxímoron”, que sólo llegan a dominar los grandes escritores. En suma, son 500 páginas llenas de un trabajo que vino en auxilio de quienes desean comprender cómo ocurre el arte en las frases literarias. La belleza de la escritura siempre conlleva misterio, pero algo podemos discernir si nos socorre la retórica.

sábado, agosto 15, 2020

Colón y globalización















Cuando Colón comenzó la labor de convencer a los posibles patrocinadores de su primer viaje ya eran bien conocidas las rutas marítimas del Mediterráneo y una parte relativamente pequeña del Atlántico. En aquel mismo momento, los portugueses iban avanzando sobre la costa oeste de África con el fin de hallarle la esquina para darle vuelta y emprender el camino hacia Asia (o “a Asia”, para evitar la cacofonía). También para entonces ciertos productos asiáticos (la especiería, las sedas…) se cotizaban alto en el mercado europeo, tanto que el llamado Viejo Continente no toleró que las rutas de tierra fueran tan conflictivas y encarecieran tanto los productos luego de larguísimas travesías y aduanas. Era necesario encontrar una ruta náutica hacia el lejano oriente, tratar directamente con los productores, como deseaban los portugueses.
Colón ofreció primeramente su proyecto a la corona lusitana. Fue rechazado. No sólo pedía mucho a cambio, sino que todo sonaba un tanto loco. Luego, el genovés pasó al reino vecino y allí comenzó su acercamiento a Isabel, la reina, quien le hizo eco. Sin embargo, lograr que la propuesta prosperara no fue fácil. Colón tuvo que verse las caras contra numerosos sabios, sinodales que lo escucharon y lo refutaron. Discutieron distancias posibles, citaron autoridades antiguas en materia geográfica, todo sobre la base del conocimiento acumulado hasta esas fechas.
Este momento es un momento bisagra en la historia de la humanidad, pues se aceleró allí lo que hoy llamamos globalización. El sí al proyecto de Colón derivó en cuatro viajes bajo su mando, viajes que asimismo catapultaron a otros navegantes (como Magallanes) que poco a poco terminaron por definir los mapas que literalmente redondeaban el planeta.
Una de las páginas más asombrosas de aquel avance hacia la globalización actual es la que describe el primer encuentro físico entre los españoles y los indígenas americanos: “Yo [dice Colón) porque nos tuviesen mucha amistad, porque conocí que era gente que mejor se libraría y convertiría a nuestra santa fe con amor que no por fuerza, les di a algunos de ellos unos bonetes colorados y unas cuentas de vidro que se ponían al pescueço, y otras cosas muchas de poco valor, con que ovieron mucho plazer y quedaron tanto nuestros que era maravilla. Los cuales después venían a las barcas de los navíos adonde nos estábamos, nadando, y nos traían papagayos y hilo de algodón en ovillos y azagayas y otras cosas muchas, y nos las trocavan por otras cosas que nos les dávamos, como cuentezillas de vidro y cascaveles. En fin, todo tomavan y davan de aquello que tenían de buena voluntad, mas me pareció que era gente muy pobre de todo. Ellos andan todos desnudos como su madre los parió, y también las mugeres, aunque no vide más de una harto moça. (…) Ellos no traen armas ni las conocen, porque les amostré espadas y las tomavan por el filo y se cortavan con ignorancia. No tienen algún fierro, sus azagayas son unas varas sin fierro y algunas de ellas tienen al cabo un diente de pece y otras de otras cosas”.
Nadie hubiera imaginado lo que vendría tras estos primeros diálogos a señas. La globalización dio allí un paso gigantesco, acaso el mayor de su historia hasta la fecha.

miércoles, agosto 12, 2020

“Volveré”: de lo sublime a lo grupero



Hay canciones que, valga el lugar común, llenan una época y son cantadas por mediomundo en diferentes versiones. Pasa, no sé, con “Yesterday”, de Lennon/McCartney; con “El día que me quieras”, de Alfredo Le Pera; con “Granada”, de Lara; y con “Bésame mucho”, de Consuelito Velázquez, traducida por cierto a todas las lenguas y convertida en icono sonoro de las bodas mexicanas gracias a la adaptación trombonosa de Ray Conniff. Todos los géneros tienen una o dos rolas a las que les pasa esto: que representan magníficamente su estilo, que están muy bien arregladas, son pegajosas y transitan incólumes de generación en generación.
Para bien y para mal, soy setentero en música pop. Mi escuela en esto la encontré en la calle, en los camiones, en las radiodifusoras locales. Aunque tratara de evitarlo, esa educación sentimental fue la que tuve a modo y hasta la fecha me llama la atención, me río de ella y la disfruto, pues sé que pese a sus limitaciones, allí, en esas notas, está mi tiempo perdido.
Como buen popero-setentero admiro a los italianos. Nicola di Bari, Ricardo Cocciante, Lucio Dalla son, para mí, grandes entre los grandes. Sus estilos rasposos, roncos, mormados, me comunican siempre un placer especial. Soy buen degustador del pop italiano y sé, por ello, que el tema “Torneró” es un emblema. Por su aire angélico y lloronsón, por su flujo lento y ascendente, por la sencillez de su melancólica letra y por la cachonda parte hablada del intermedio femenino, se convirtió, acaso, en la mejor canción italiana de los setenta.
La versión original, del grupo I Santo California y la voz de Pietro Barbella, es por supuesto la clásica. Desde siempre llevó el corito seráfico de fondo. El hecho de que esté en italiano, creo, le añade un encanto bárbaro, dicho esto desde mi condición de hispanocantante karaokero.
Poco después apareció el traslado al español con Diego Verdaguer, que la trató muy bien gracias a su voz llena de pujiditos, exacta para cantar eso, “Volveré” en nuestra lengua. La voz femenina del intermedio, de acento argentino, conserva la suavidad del italiano.
Esperaba más de la interpretación emprendida por Albano Carrisi, pero la canción le quedó chica, demasiado fácil para su voz impecable y poderosa. La canta como nada, tan así nomás que uno termina por preferirlo en desafíos mayores, sin playback (basta oírlo, y no resisto la tentación de traerlo, en “E la mia vita” para hincarse). Pese a esto, Albano siempre es Albano, un capo del pop itálico.
En México tuvimos también nuestro “Volveré”. Ocurrió hace poco gracias al grupo de pasito duranguense K-Paz de la Sierra cuyo vocalista, lo sabemos, fue asesinado a balazos. El clip acude a todos los clichés de los videos gruperos (el conjunto moviéndose al ritmo de la música, las escenas caseras con la chica buenísima y afligida o despechada, los cambios repentinos de vestuario, la pésima gesticulación actoral). Se extraña en esta versión la voz de la chamaca, pero bueno, no podemos exigirle tanto.
En resumen, me quedo, como siempre, con la primera: la de I Santo California.

sábado, agosto 08, 2020

Lección del CEM















¿Qué tienen en común Carlos Monsiváis, Homero Aridjis, Inés Arredondo, Juan José Arreola, Rubén Bonifaz Nuño, Emmanuel Carballo, Alí Chumacero, Rosario Castellanos, Fernando del Paso, Guadalupe Dueñas, Salvador Elizondo, Carlos Fuentes, Sergio Galindo, Juan García Ponce, Ricardo Garibay, Vicente Leñero, Elena Poniatowska, Juan Rulfo, Jaime Sabines, Gustavo Sáinz, Héctor Azar, Emilio Carballido, Luisa Josefina Hernández y Jorge Ibargüengoitia? Hay dos respuestas obvias: que son mexicanos y que son escritores. Otra respuesta posible es que todos pertenecen ya, con los asegunes que poner queramos, al canon literario mexicano; a su modo son parte, por ello, de nuestros clásicos contemporáneos.
No sé si alguna respuesta dio en otra coincidencia: alguna vez los susodichos fueron becarios del Centro Mexicano de Escritores (CME).Cierto que con CME o sin CME los escritores de la lista iban a serlo, a publicar y a ganar concursos, a dar clases y conferencias, a editar y ser parte de nuestro servicio diplomático, pero es un hecho que de algo habrá servido la beca y las reuniones en el CME para estimular, orientar y definir las carreras de quienes fueron abrazados por tal sigla. Un apoyo no es determinante para que cuaje la vocación de un escritor, pero sin duda, cuando halla tierra fértil, puede impulsar trabajos literarios ambiciosos, a veces malogrados en su ejecución inmediata, pero que favorecen la ulterior madurez del escritor.
El CME fue creado en el 1951 por iniciativa de la escritora norteamericana Margaret Shedd, quien contó con la asesoría de Alfonso Reyes. Fue una institución itinerante, y sirvió sobre todo para analizar la obra en marcha de escritores jóvenes o relativamente jóvenes.
Para quienes comenzamos a leer seriamente en los setenta/ochenta, era muy frecuente encontrar cierto dato en las solapas de los libros: además de los generales del autor como la fecha y el lugar de nacimiento, la formación académica, los premios y los libros publicados (cuando los había), no faltaba este renglón: “becario del Centro Mexicano de Escritores”. El CME se convirtió pues en una suerte de lugar mítico, en la juvenil tierra prometida de muchos escritores que en las dos últimas décadas del siglo se convertirían en vacas sagradas de nuestra literatura.
Al leer los nombres de todos los becarios es posible advertir que el apoyo, es decir, las becas y las asesorías, no garantizan la germinación de las carreras artísticas (muchos de quienes estuvieron en el CME se afantasmaron con el paso del tiempo). Si así fuera, sólo sería necesario invertir plata para ver el florecimiento de Rosario Castellanos o Juan Rulfo. La realidad es que todo tiene algo de técnico y de misterioso. Por un lado, son necesarios los apoyos, la selección honesta, el seguimiento; por otro, y he aquí lo misterioso, la suerte, el viento que a veces sopla a favor y a veces no. Así entonces, si a la rigurosa selección de los candidatos y a la crítica severa para formarlos se suma la suerte, puede ser que una institución dé con el paradero de Inés Arredondo y Jorge Ibargüengoitia, como lo hizo el CME. No es fácil, pero cualquier buena voluntad institucional —el de alguna fundación, por ejemplo— puede intentarlo.

miércoles, agosto 05, 2020

Del papel al Google




















Casi no queda nada sin ser modificado por las nuevas tecnologías de la comunicación. Hasta los actos más simples de la vida diaria, como caminar y respirar, por ejemplo, tienen una vinculación con herramientas que miden los pasos o las pulsaciones. Todo o casi todo, pues, es carne de aplicación, insumo para la big data. Hoy, entonces, ni careciendo de celular nos libramos de la esfera que en algún descomunal archivo guarda nuestra cara, nuestras señas generales y nuestro lugar en el mundo.
Parte de lo que se ha modificado de manera radical es nuestra manera de leer. Lo digo no sólo por los soportes y la cantidad de información en ellos disponible, sino por el acto en sí de la lectura. A diferencia de la lectura antigua en la que uno se abandonaba al libro y recorría páginas y páginas sin despegar los ojos del papel, hoy se da un fenómeno no poco frecuente. No sé cómo llamarlo, pero es algo así como el “lector googlero”, un lector que navega por las páginas (de papel) y que a la menor provocación —duda, curiosidad o lo que sea— acude a googlear datos que saltan de la hoja.
Esto es malo y bueno a la vez. Malo porque entrecorta el flujo de la lectura y en este sentido retarda y modifica su efecto estético, y bueno porque expande la enciclopedia de lo leído. Doy un caso fresco que tengo muy a la mano porque recién me ocurrió. En él se nota claramente que el libro de papel también abre la puerta a los hipervínculos siempre y cuando haya al menos, junto al libro, un celular con internet, algo ahora ordinario.
Leía Flashes sobre escritores y otros textos editoriales (Ediciones del Ermitaño, México, 2003, 133 pp.), de Jorge Herralde, editor del sello Anagrama, y dado que en sus artículos aparecían montones de escritores para mí desconocidos, googlee los nombres de algunos que despertaron mi interés. Uno de ellos fue el siciliano Gesualdo Bufalino, escritor cuya semblanza me impactó al grado de saber que debo leerlo ya, de inmediato (busquen alguna ficha biográfica sobre él y sabrán por qué lo digo). Bien. Luego de leer esa semblanza, y con el libro de Herralde en pausa, busqué algo más, y lo que encontré fue un viejo artículo de El País titulado “Don Gesualdo”. Es un texto muy bueno  firmado por el crítico español Miguel García-Posada Huelva (en la foto). Esta firma me trasladó a los noventa, década en la que todos los domingos compré El País sólo para poder leer Babelia, su suplemento cultural. Desde España llegaban a Torreón cinco o diez ejemplares de El País a la revistería Juárez, donde me separaban uno. En las páginas de Babelia me hice adicto a las reseñas bibliográficas de García-Posada, tanto que una vez cometí el ingenuo disparate de mandarle por correo ordinario una felicitación y un libro de mi cuño. Nunca recibí respuesta, supuse que mi carta se perdió en el Atlántico, pero eso no hizo mella en mi admiración por aquel crítico andaluz.
Para el nuevo milenio dejé de comprar El País y francamente ya no supe mucho sobre Babelia ni sobre García-Posada. Tras leer el libro de Herralde pasé a indagar sobre Bufalino, y tras leer algo sobre Bufalino pasé a ver un video donde García-Posada dialoga con algunos escritores en el famoso programa/tertulia de Fernando Sánchez Dragó. Luego, al leer su semblanza me enteré que murió en 2012 y que era especialista en Lorca.
Así leo hoy, y creo que así leemos muchos: ramificando todo, estirando los ecos de la lectura hasta zonas inimaginables.

sábado, agosto 01, 2020

Signos de agotamiento
















En medio de la crisis provocada por la pandemia de coronavirus cundieron, además de la información, las recomendaciones y los videos chuscos para hacer más llevadero el encierro, muchos mensajes de índole conspiracionista. Estos mensajes daban por hecho que el virus no nació espontáneamente, sino, palabras más, palabras menos, como un plan pensando por alguien para desestabilizar al mundo y/o experimentar con la reacción y el control de la población. La tentación de adherir a esas teorías es muy grande, pues de entrada resulta verosímil que a estas alturas de la historia las superpotencias hayan comenzado a vislumbrar modificaciones al esquema del capitalismo global a partir de medidas que los humanos de a pie jamás veremos con claridad. Los hilos de la economía mundial están en pocas, en muy pocas manos, y no parece lejano el día en el que serán jalados para contener o eliminar a los millones y millones de desposeídos desparramados por todo el planeta. Quizá ya llegamos a esto, pero a nosotros no nos es dado saberlo.
Pese a lo anterior, no cedamos a la tentación del conspiracionismo. Imaginemos que el virus nació espontáneamente en China y luego se extendió por el mundo debido a la interconexión actual de la vida social y económica.  El panorama no es alentador, pues la pandemia ha demostrado que con inusitada rapidez las crisis pueden alcanzar escalas nunca antes vistas en la historia de la humanidad. La moraleja de este cuento de terror, cuando termine, deriva al menos hacia dos vertientes: por un lado, luego de la contingencia queda claro que las epidemias/pandemias deben pasar a otra categoría de crisis y, tras considerarlas de esta forma, preparar a las comunidades con el fin de no ser tomados por sorpresa en el futuro. En otras palabras y como ya lo están haciendo algunos países, los gobiernos y sus comunidades deben diseñar mecanismos para contrarrestar los estragos que genera un agente de alta agresividad como el coronavirus. A semejanza de los simulacros organizados para prevenir el embate de los sismos o los tsunamis, las sociedades deben crear las condiciones para saber qué hacer ante la posibilidad de contagio masivo por microorganismos.
Por otro lado, en los planos individual y colectivo es pertinente reconfigurar nuestra forma de encarar la vida. Si lo que actualmente la define es, en esencia, el consumismo desenfrenado de bienes y servicios, un resultado positivo de la crisis será hacer un mea culpa individual, familiar y comunitario para examinar qué tan grande es el daño que hacemos al entorno debido a nuestra manera de consumir. Soy de los que ven con pesimismo una conversión voluntaria del mercado o, dicho en términos más amplios, un cambio en las inercias del capitalismo, sistema depredador por naturaleza. El capitalismo en su etapa superior llamada neoliberalismo es el mayor peligro que enfrentan el presente y el futuro de la humanidad; en su ser habita la destrucción, el egoísmo, la voracidad y una destreza inusitada para reproducirse y readaptarse, de allí que no será nada fácil escarmentar con la pandemia y modificar nuestras conductas, pero algo tendrá que hacerse para contener la depredación.
No será fácil, pero el tiempo se agota y ya no queda tanto para evitar que nuestros hijos o nuestros nietos sean la generación que baje la cortina y diga “fin, esto se acabó”.