Casi
no queda nada sin ser modificado por las nuevas tecnologías de la comunicación.
Hasta los actos más simples de la vida diaria, como caminar y respirar, por
ejemplo, tienen una vinculación con herramientas que miden los pasos o las
pulsaciones. Todo o casi todo, pues, es carne de aplicación, insumo para la big data. Hoy, entonces, ni careciendo
de celular nos libramos de la esfera que en algún descomunal archivo guarda
nuestra cara, nuestras señas generales y nuestro lugar en el mundo.
Parte
de lo que se ha modificado de manera radical es nuestra manera de leer. Lo digo
no sólo por los soportes y la cantidad de información en ellos disponible, sino
por el acto en sí de la lectura. A diferencia de la lectura antigua en la que
uno se abandonaba al libro y recorría páginas y páginas sin despegar los ojos
del papel, hoy se da un fenómeno no poco frecuente. No sé cómo llamarlo, pero
es algo así como el “lector googlero”, un lector que navega por las páginas (de
papel) y que a la menor provocación —duda, curiosidad o lo que sea— acude a
googlear datos que saltan de la hoja.
Esto
es malo y bueno a la vez. Malo porque entrecorta el flujo de la lectura y en
este sentido retarda y modifica su efecto estético, y bueno porque expande la
enciclopedia de lo leído. Doy un caso fresco que tengo muy a la mano porque recién me
ocurrió. En él se nota claramente que el libro de papel también abre la
puerta a los hipervínculos siempre y cuando haya al menos, junto al libro, un
celular con internet, algo ahora ordinario.
Leía
Flashes sobre escritores y otros textos
editoriales (Ediciones del Ermitaño, México, 2003, 133 pp.), de Jorge
Herralde, editor del sello Anagrama, y dado que en sus artículos aparecían
montones de escritores para mí desconocidos, googlee los nombres de algunos que
despertaron mi interés. Uno de ellos fue el siciliano Gesualdo Bufalino,
escritor cuya semblanza me impactó al grado de saber que debo leerlo ya, de
inmediato (busquen alguna ficha biográfica sobre él y sabrán por qué lo digo).
Bien. Luego de leer esa semblanza, y con el libro de Herralde en pausa, busqué
algo más, y lo que encontré fue un viejo artículo de El País titulado “Don Gesualdo”. Es un texto muy bueno firmado por el crítico español Miguel García-Posada
Huelva (en la foto). Esta firma me trasladó a los noventa, década en la que todos los
domingos compré El País sólo para
poder leer Babelia, su suplemento
cultural. Desde España llegaban a Torreón cinco o diez ejemplares de El País a la revistería Juárez, donde me
separaban uno. En las páginas de Babelia
me hice adicto a las reseñas bibliográficas de García-Posada, tanto que una vez
cometí el ingenuo disparate de mandarle por correo ordinario una felicitación y
un libro de mi cuño. Nunca recibí respuesta, supuse que mi carta se perdió en
el Atlántico, pero eso no hizo mella en mi admiración por aquel crítico andaluz.
Para
el nuevo milenio dejé de comprar El País
y francamente ya no supe mucho sobre Babelia
ni sobre García-Posada. Tras leer el libro de Herralde pasé a indagar sobre
Bufalino, y tras leer algo sobre Bufalino pasé a ver un video donde García-Posada
dialoga con algunos escritores en el famoso programa/tertulia de Fernando
Sánchez Dragó. Luego, al leer su semblanza me enteré que murió en 2012 y que
era especialista en Lorca.
Así
leo hoy, y creo que así leemos muchos: ramificando todo, estirando los ecos de
la lectura hasta zonas inimaginables.