La anécdota
es un género narrativo cuyo contenido tiene algo de divertido, de chusco y
memorable, y por fuerza debe referirse a un hecho acontecido en la realidad. La
definición es mía, así que no vale ni dos centavos, pero sirve para comenzar
esta anotación. He escrito algunas, quizá varias, que se mantienen en el limbo
editorial, pues no les veo valor para trasegarlas más allá de la sobremesa o de
apuntes como este que aquí vas leyendo, por decirlo a la manera de Cervantes.
Traigo pues una anécdota.
Estábamos Gerardo
García y yo tomando café en el Apolo Palacio, un restaurante exlujoso que había
sido orgullo de Torreón, pero que ya para el 94 o 95 estaba convertido en una
zahúrda con poca luz, un solo mesero y otro pobre hombre como cobrador en la
ociosa caja. Íbamos a ese sitio por una razón simple: nadie entraba, así que
podíamos conversar sobre libros sin el estorbo de los impertinentes que llegan
y se sientan sin preguntar. El hombre de la caja solía mirarnos con distancia,
como molesto. Realmente, lo suyo era admiración, pues siempre nos veía llegar
con libros y cuartillas. Un día tomó valor y se acercó a nosotros. Titubeante,
apenado, preguntó:
—Disculpen,
caballeros, ¿son ustedes intelectuales?
Ni Gerardo
ni yo supimos qué contestar. Yo sólo atiné a decir, también vacilante:
—Pues...
nos gusta leer.
—Ah. Es que
como siempre los veo con libros... —dijo el cajero—Bueno, gracias, ya no les
robo su tiempo.
Al salir
del café, Jerry recordó el momento con una pregunta implacable:
—¿Cómo
responder a eso? Hasta Umberto Eco hubiera batallado para responder que sí.
Hasta aquí
la anécdota. Tengo para mí que la palabra “intelectual” es incómoda para los
escritores, tanto que casi todos la rechazan. Por una extraña razón, sin
embargo, resulta atractiva para quienes ven desde lejos a quienes leen y
escriben. En mi experiencia, sé que los escritores se asumen como escritores
(poetas, cuentistas, ensayistas…) y en general jamás leeré o escucharé que se
presenten como “intelectuales” (“Me llamo Fulano, soy intelectual”). Pero en el
uso popular, como ya dije, la palabreja tiene prestigio y sirve para designar
casi a cualquier ente cercano a los libros y la escritura.
No pasa
nada si la gente designa como intelectuales a quienes les supone tal estatus,
pero definitivamente perece pedante que quien recibe la etiqueta se sienta
cómodo con ella. Para mí, y esta es una noción personal, son intelectuales no
tanto los creadores de literatura, sino los pensadores, los filósofos, los analistas
de la realidad a la manera de Bourdieu, Bauman, Lipovetsky o Žižek, por citar a cuatro pensadores originales e influyentes de esta hora.
Ahora bien,
recién me topé, en las redes sociales, con la foto de una página en la que
Umberto Eco responde una entrevista. Le preguntan: “Usted es uno de los
intelectuales más famosos del mundo. ¿Cómo definiría el término intelectual? ¿Conserva para usted algún
significado particular?”. La respuesta del semiólogo y novelista piamontés es
muy peculiar: “Si por intelectual entendemos todo aquel que trabaja con su
cabeza y no con sus manos, un empleado de un banco es un intelectual, y Miguel
Ángel no. Hoy, con los ordenadores, cualquiera es un intelectual. Por eso, no
creo que la cuestión tenga nada que ver con profesiones o clases sociales. Para
mí, un intelectual es alguien que produce nuevos conocimientos haciendo uso de
su creatividad. Un campesino, cuando comprende que un nuevo tipo de injerto
puede producir una nueva clase de manzanas, está desarrollando una actividad
intelectual, mientras que un catedrático de Filosofía que se pasa la vida
repitiendo una misma clase sobre Heidegger no tiene por qué ser un intelectual.
La creatividad crítica —el espíritu crítico para analizar lo que hacemos o
inventar formas mejores de hacerlo— es la única vara para medir la actividad
intelectual”.
No le falta razón a Eco. La condición intelectual quizá no depende tanto de trabajar con las manos o la mente, sino de crear, de buscar caminos nuevos para todo y ofrecer soluciones.