Como
todos, siempre asocio palabras. Si digo “pintura”, pienso en Diego Velázquez;
si digo “canto”, pienso en Pavarotti; si digo “ciencia”, pienso en Einstein; si
digo “futbol”, pienso en Maradona. Asimismo, y por razones que ignoro, si digo
“fotografía”, pienso en Manuel Álvarez Bravo. Expreso que ignoro las razones
pero en realidad no tanto: las imágenes que nos dejó este artista mexicano son,
para mí, literalmente imborrables y envidiables. Envidio, envidio en serio,
porque me gusta la fotografía, las muchas placas que Álvarez Bravo nos dejó,
esos instantes llenos de poesía, la extraña magia que contiene cada uno de los
momentos que cazó con su impecable lente. Hay en todas esas fotos una pátina de
arte que por supuesto no logra pescar la cámara por sí misma, sino el hombre
que la manipula. Además, uno tiene la impresión de que todas las tomas son
sencillas. Lo son, de hecho, y tal vez por eso nos sorprenden: debajo de la
simplicidad de los momentos que atrapó Manuel Álvarez Bravo hay un temblor de
vida, la sutil evidencia de que todo está hecho de fugacidad.
Entre las decenas de imágenes que nos dejó y conozco, tengo mis cuatro o cinco
favoritas y son las que cito, todas localizables en internet. “Señor presidente
municipal” es una genialidad. Como siempre, pocos elementos son suficientes
para armar una atmósfera completa. El alcalde, sentado frente a su escritorio,
se pierde junto a la pared donde destaca un cromo del Padre de la Patria; cerca
de allí, casi en la misma jerarquía, otras imágenes, entre ellas un almanaque
con la foto de una troca. Despeinado, con una especie de susto en su gesto, el
indígena mira a la cámara como sin creer en la importancia que el objetivo le
confiere. Una foto maravillosa, sencilla y maravillosa.
Imagen viva de la muerte, “Obrero en huelga asesinado” es sin duda una de las
fotos más famosas de Álvarez Bravo. La posición del cuerpo, el tono de piel, la
camisa y la cara manchadas de sangre, todo hace de esta imagen un instante que
condensa el dramatismo de la violencia consumada. Es extraño que no necesitemos
el color rojo de la sangre para saber que la mancha gris es roja, brutal y
desgarradoramente roja, como si la mente completara por Gestalt el color que se
derrama del cuerpo ultimado.
Parece que el humor negro se revela en “Cajas mortuorias”. La mujer, tímida, de
perfil, mira hacia donde señala en dedo, un dedo sarmentoso y negro, el dedo de
la muerte. La mano pintada en la pared en este caso no pudo ser más siniestra.
Por último, la foto más famosa del gran artista mexicano: “Parábola óptica”,
imagen que vemos y nos ve con sus siete surrealistas ojos, una especie de foto
que homenajea al ojo, como esas casas de espejos de las ferias en las que nos
vemos multiplicados y parece que nos ven desde todos los ángulos. Esta foto
bien puede ser una alegoría del internet y sus millones de ojos atentos a los
que podemos ser y hacer.
Tengo dos referencias a la mano sobre Álvarez Bravo. La primera, un artículo
publicado en el número 29 de la revista El Hijo Pródigo del 15 de agosto de 1945 recogida en libro por
el FCE dentro de la colección Revistas Literarias Mexicanas Modernas (México,
1983, p. 377). Lo escribió, con la excelente prosa crítica que también ejerció,
el poeta Xavier Villaurrutia. La segunda es de Enrique Krauze en su libro Retratos personales (Tusquets, México,
2007, p. 19). Ambos destacan, no podía ser de otra manera, la peculiar capacidad
poética del fotógrafo, una mirada que nos legó imágenes ya inmortales.
Por
esto Villaurrutia subrayó: “Detener lo inasible, hacer durar el instante,
lograr que los ojos de nuestros dedos palpen el misterio que se desprende a
veces de un objeto o se aloja en un ser o en las sombras de un ser y de un
objeto, son las operaciones poéticas de Manuel Álvarez Bravo”.
En
un tiempo, como el actual, de imágenes por toneladas, no sobra detenerse un
poco en la obra de Álvarez Bravo. Quizá así vislumbraremos la diferencia entre
una imagen efímera y otra perdurable, con olor a eternidad.