miércoles, abril 28, 2021

Por añadidura

 














Horacio Verbitsky, a mi parecer el mejor periodista vivo de América Latina, cuenta una anécdota que tuvo como protagonista a Rodolfo Walsh, su amigo. Asistían a una reunión social de escritores y periodistas, y alguien se acercó a Walsh para decirle que su cuento “Esa mujer” era muy bueno, pero que si alguna vez lo traducían, por ejemplo, al francés, era necesario modificarle varios detalles para que resultara entendible a los franceses. El autor de Operación Masacre contestó que no le importaba que los franceses lo entendieran, que su propósito era ser leído y apreciado por los suyos, los argentinos.

La respuesta de Walsh no fue descortés, sino la seca afirmación de una postura. Frente a la urgencia que abrazan algunos escritores por trascender fronteras y, como dicen desde hace un tiempo, con horripilante neologismo, “internacionalizarse”, el autor de Variaciones en rojo se mostró tenaz en la idea de ser leído y comprendido por sus lectores inmediatos, que para eso trabajaba.

Esta situación, la implícita en lo respondido por Walsh, me lleva a pensar en una circunstancia que encaro de manera recurrente. Debido a que ahora hay mil espacios chicos y grandes para publicar, no ha faltado que incluso a mí me inviten a colaborar allá donde no me conoce (ni conozco a) nadie. Mi respuesta es más o menos la misma: si se trata de algo esporádico, de una colaboración no fija, sino ocasional o única, adelante, mi respuesta es frecuentemente afirmativa. Así, en los meses recientes pude hacerme visible en una página digital de Chile, en un suplemento literario de Puebla, en la revista Casa del Tiempo de la UAM y en una web de Santiago del Estero. He optado conscientemente por no aceptar compromisos fijos debido a que ya en mi entorno lagunero tengo los suficientes: la columna de Milenio Laguna, el artículo para la revista Nomádica y la colaboración para Acequias de la Ibero Torreón. Con esto casi casi es demasiado, así que no deseo sumar entregas.

Tal decisión se debe fundamentalmente a que nunca se ha dado en serio, ni he buscado, un espacio fijo más allá de La Laguna. Mi interés se ha centrado en “dialogar” con la gente de aquí, en servir de enlace, sobre todo, entre los libros y los autores que leo y las personas que habitan esta parte de México. Esto ha provocado que sea rara la detección de mi trabajo más allá de los cerros calvos que delimitan nuestro espacio, hecho que a veces lamento sin llegar al desgarre de ninguna vestidura y sin abrigar ningún resentimiento. Finalmente es algo que yo mismo he promovido, así que sería necio quejarme de mis propias iniciativas.

Por esto es alentador que de vez en cuando, cada mucho, algo llegue a ser comentado más allá del que considero mi “lector modelo”, el lector lagunero. Es como oír un eco lejano del grito que uno pega. Esto me ocurrió dos veces seguidas hace poco en un par de radiodifusoras de la Ciudad de México. Una de ellas supuso una casualidad casi mágica. En la noche conversaba por Whatsapp con mi hija mayor y me comentó que tenía la inquietud de escribir cuentos. Me pidió algunos consejos prácticos, se los di y ahí terminó la charla. Al día siguiente, mientras ella preparaba su desayuno, bajó un podcast donde la escritora Mónica Lavín daba consejos para escribir cuentos, y, al referirse al libro colectivo Ligeros de equipajemencionó con énfasis el cuento de mi cosecha allí incluido. Mi hija quedó sorprendida, y yo más, por lo que ya dije: no es frecuente hallar lectores más allá de mi región. Otro tanto pasó ayer, cuando mi amiga Marcela Medina me envió un audio donde en un programa chilango comentaron una de mis columnas.

No es el fruto que busco al escribir, pero es grato advertir que a veces, muy a veces, por añadidura, estos párrafos respiran otros aires.


sábado, abril 24, 2021

Las estratagemas de don Ernesto


 








Para recordarlo no necesito esforzarme mucho. Tenía alrededor de veinte años y ya me devoraba por dentro el fuego de la literatura, el deseo, trastabillante aún, de escribir. No tenía muchos modelos a mi alrededor, leía sin brújula y soñaba con un destino vinculado al ejercicio de las letras. Era joven, era ingenuo, “un buen muchacho, menos plata que ilusión”, como dice cierto tango. Dado que el vendaval de internet todavía no alborotaba el medio ambiente, mi obsesión por coleccionar papeles comenzó a crecer y a pegarse en mi alma como uña de gato. Compraba libros y revistas, juntaba suplementos culturales, me “formaba” como dios y el diablo me daban a entender. Además de aquellos papeles, había otra fuente de inspiración, disculpen la cursilería, para mis afanes de escritor en cierne: la televisión. Aunque suene inverosímil, la tele fue uno de los estímulos más poderosos que tuve al alcance de la vista y del oído en aquellos tiempos todavía heroicos, los ochenta.

A la vera de las telenovelas y de toda la quincalla que aparecer solía en televisión, dos o tres programas culturales daban margen a la aparición, escasa pero sostenida, de escritores. Televisa abría su horario nocturno, el menos socorrido por los televidentes, para que Octavio Paz o Juan José Arreola, en distintos momentos, hicieran de las brillantes suyas, y el periodista Ricardo Rocha, en el programa Para gente grande —que pasaba los domingos a mediodía, un horario intragable para el grueso de la población— entrevistaba frecuentemente a escritores, artistas e intelectuales de muy distintas latitudes. Por su parte, Imevisión, que sería luego TVAzteca, abría mejor cancha, dada su obligación de no ser tan “comercial”, a varios escritores. Recuerdo programas, buenos programas, con conductores como la China María Luisa Mendoza, cápsulas literarias de la dramaturga Maruxa Vilalta, monólogos del siempre cejijunto Ricardo Garibay y emisiones con el edulcorado Germán Dehesa. No era poco si lo comparamos con la tele que nos infligieron poco después.

A tal menú debo agregar un segmento televisivo que fue determinante para mi formación o lo que yo creía que era “mi formación”: la barra de programas que tenía el locutor Jorge Saldaña los sábados por la mañana. Cuando murió Saldaña, hace no tanto, recordé su proeza televisiva, y hoy vuelvo a celebrarla. Tenía el veracruzano un combo de invitados que yo escuchaba con devoción en Desayunos con Saldaña. Al terminar pasaba a pilotear otro programa, Sopa de letras, en el que un colegio de filólogos analizaba palabras, compartía definiciones y etimologías. Destacaban Arrigo Cohen Anitúa, Francisco Luguori, Alfonso Torres Lemus y otros. Poco después se sumó Ernesto de la Peña Muñoz (Ciudad de México, 1927-2012), erudito, gordezuelo, bonachón y políglota. Bastó oírlo desmenuzar el origen de alguna palabra para reconocer en él a un maestro total, apabullante. Luego me enteré de que, como suele ocurrir con los eruditos que son más bodega que fábrica, tenía una obra publicada rala, aunque tal vez no poca escrita. Ya en la década de los noventa tuve la fortuna de conocerlo cuando ofreció una conferencia en el paraninfo de la Universidad Autónoma de Chihuahua, donde grabé (en un cassette) sus palabras, una ponencia que luego transcribí y publiqué.

En la semana que declina, al acomodar libros me topé por accidente con Las estratagemas de Dios (Domés, México, 1988) que no sé dónde ni cuándo compré a cinco fierros. Al releerlo percibí una suerte de mutación: recordaba haberlo leído con dificultad, una dificultad que tornó algo ingrata su lectura. Treinta años después, ya con más info en los sesos, he disfrutado a plenitud sus relatos, su prosa a un tiempo lúdica y erudita, su adjetivación un tanto ornamental pero siempre imantada por la cercanía de figuras como la hipálage, que suele, bien usada, impregnar lo escrito de un aroma hechizante.

Pasados los años, he pescado más libros de De la Peña, un maestro poco leído, supongo, para mala fortuna no de don Ernesto, sino de sus potencialmente felices lectores.


martes, abril 20, 2021

Gambeta corta, mañana




















Mañana jueves a las 7 pm en la Casa Mudéjar de Torreón presentaré mi más reciente —y sin embargo ya algo viejo— libro. Es Gambeta corta. Selección de cascaritas periodísticas. Señalo que el libro es algo viejo porque estaba armado/apalabrado desde 2017 o 2018, y luego de pasar unos meses en la sala de espera pudo ver la luz en marzo de 2020, precisamente cuando la pandemia comenzó a limitar la interacción física de la humanidad. Fue, pues, imposible presentarlo en tal circunstancia, y ahora, poco más de un año después, podré convidarlo a los lectores que a bien tengan conseguirlo y escudriñar su contenido. Será, como se estila en estos casos, una ceremonia sencilla, un diálogo con el periodista deportivo Rafael Rosell. Gambeta corta contiene cincuenta piezas cuyo eje temático es el futbol; hay allí artículos, ensayos y reseñas, parte de lo que he escrito sobre el asunto en los últimos diez años. En su prólogo, titulado “Saltar a la cancha”, observo lo siguiente, y ya con esto me despido:

No explico mucho, sólo que escribir sobre futbol ha sido para mí una práctica muy grata, tanto como jugarlo en los tiempos cada vez más lejanos de mi buena condición física. No es tema en el que esté dale y dale todos los días ni como lector ni como nada, pero cada vez que se atraviesa la ocasión, cada vez que hay algo en el ambiente, un olor a mucho gol o mucha liguilla o mucho mundial, atrevo párrafos que tomo en serio sólo porque con ellos me instalo de lleno, casi de cuerpo presente, en el tiempo de mi niñez, una niñez inolvidable aunque haya sido lagunera.

Escribir sobre futbol es, pues, tonificante para mí. Me alegra tanto como cuando me alegraba en aquellas incontables horas de barrio, jugando sin camisa, sobre el asfalto, con porterías de ladrillos y un balón de plástico fofo y curtido a punta de patadas, a cañonazo vil. Todavía hoy, y supongo que siempre será así, tengo la sensación de que pateo chanflazos, de que mato cambios de juego con el pecho, de que tiro pases o intento gambetas cortas como en la vida real. Incluso cuando estoy sentado en algún lugar y veo perspectivas distantes fantaseo con porterías y disparos para superar imaginarias barreras. Juan Sasturain ha descrito este sueño consciente, esta especie de manía posfutbolera.

Digo que no explico mucho porque de una manera clara —quiero decir sin florituras— mi opinión sobre “el juego del hombre”, como lo llamaba don Ángel Fernández, está espigada en cada uno de los textos que componen esta pequeña ensalada. ¿Qué puedo añadir? Bien no lo sé. Quizá agregar que algunos de los textos integrados a este lance, la mayoría, fueron ya publicados en papel periódico y otros permanecen casi inéditos, pues sólo los he trepado al abnegado blog que desde 2006 alimento con silencio de hortelano y expectativa de condenado a muerte. Algunos hacen ciertas referencias a hechos coyunturales; no las actualicé para evitar que se perdiera el tono (supongo) fresco de su escritura. En todos los casos, más allá de su sencilla temática, he querido hacer notar, como siempre, una voluntad de estilo acaso mayor a la importancia de los asuntos abordados.

Antes de dejar las piezas a merced del respetable quiero agradecer a Carlos Castañón Cuadros por invitarme a publicar este racimo de tiros a la portería. Ojalá que, pese a su tema, sean ejemplos dignos de respeto al pensamiento y de querencia al único deporte que me ha quedado en pie: el de escribir.


Alineación
Saltar a la cancha
En busca del tiempo querido
Magia y decadencia de Garrincha
Goleada de la realidad
El vuelo de Supermán
Diego hoy tiene cincuenta
No debes tener dos equipos
Un virus indeleble
Maradona por Kusturika y otras casualidades
Saber de fut
Cementero de clóset
Borges en el futbol
Aire de identidad
América: un odio necesario
Aquella canallada
Las palabras y los goles
La penúltima jugada
Volver sin fin a Diego
Encuentro con Roberto Perfumo
Futbol musical
La Pulga en el buffet
Si Jesucristo pitara
Primer cuento con olor a cancha
Del juego colectivo
Mi futbol
Carlos Kaiser, un futbolista inmortal
Debate de chilenas
De los centros
Matrioska de sueños
Inmensidad del Mágico 
Mi retiro de la Primera División
Una lágrima para Barbosa
Libros sobre la cancha
El futbol de Bayer
Cuentos futboleros del Negro Fontanarrosa
Nostalgia sobre el césped
Futbol por correspondencia
El clásico de Eduardo Galeano
La biblioteca Ficticia
Futbol con perspectiva de género
Piquita con Juan Sasturain
Anécdotas como pases a la red
Sueños de inmensidad
La posición de Ángel Cappa
Memorioso de triunfos y caídas
El futbol según Juan Villoro
Eduardo Sacheri, el toque del crack
Argentina-Inglaterra en 1986
La sinécdoque de Predrag Jekovic
Más allá de Rusia
El enigma Carlovich
Referencias y agradecimientos

sábado, abril 17, 2021

El taxista de Bioy

 


















Quizá el taxista es uno de los personajes-tipo más interesantes de la realidad y de la literatura. En lo personal, cada vez que aparece la palabra “taxista” en un cuento o en una novela paro las orejas como perro, pues sé que indefectiblemente vienen en camino párrafos de interés. Esto se debe, claro está, al hecho de que, en general, los taxistas viven de dos habilidades: conducir y conversar. Se podría decir casi lo mismo de los cantineros, pues ellos también suelen ser buenos para el diálogo, pero están en desventaja frente a los conductores de taxi. El cantinero está fijo tras la barra y conversa con personajes más o menos iguales, sujetos alegres o desesperados, personas ya entradas en años, hombres en su mayoría. El taxista, en cambio, además de estar en permanente y azaroso movimiento, lo que le permite peinar a diario la ciudad, charla con toda la fauna social que trepa a su vehículo. En resumen, los taxistas drenan sin cesar historias de todos los colores, de ahí que yo sostenga desde hace muchos años que la mejor chamba de un escritor podría ser la de taxista.

¿Y por qué no me dedico a eso?, preguntarán algunos. Por una razón simple: porque así como en el vehículo de alquiler fluyen historias fascinantes, el oficio tiene, entre otras, una desventaja: es uno de los más cansados del mundo. Esto mismo lo dice Luis Ángel Morales, protagonista de Un campeón desparejo (Booket, 2014), nouvelle de Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, 1914-1999) ilustrativa del accidentado universo taxístico.

Al arranque de la historia, el buenazo de Morales recoge a un par de sujetos en la intersección de Tupungato y Almafuerte. Son dos tipos extraños, una especie de dupla profesor-discípulo. Al dejarlos en su destino, y luego de un pequeño altercado de tránsito, ellos le ofrecen un tónico reconstituyente, a lo que Morales responde: “Póngale por caso que me saque el cansancio que tengo. Mañana ¿qué hago? Yo vivo cansado. Más vale resignarse que estar pendiente de un tónico”.

Lo que Morales no sabe es que, tras aceptar el brebaje, experimentará un fenómeno raro en su interior; será en los siguientes días cuando, debido a los desafíos violentos que la realidad le impone en su quehacer de taxista, termine por convertirse en un tremendo peleador, ya que el tónico ha obrado el milagro de transformarlo en una especie de Luis Ángel Firpo, su tocayo, el gran boxeador. Tras cuatro pleitos callejeros que son resueltos por Morales con una solvencia abrumadora, él parece no sentir que su nueva capacidad se debe a la influencia del tónico. En medio de las peripecias, un subtema va elevando su importancia: el amor perdido de Valentina y la necesidad de recuperarlo a cualquier precio.

Entrevistado por Pacho O’Donnell, Bioy explicó que al debatir con su amigo Borges, el autor de El Aleph sostenía que lo más importante de una historia se ubica o debe ubicarse en el final; él en cambio, o sea Bioy, consideraba exactamente lo contrario: lo mejor de la novela es su comienzo. En la misma conversación, y a otra pregunta de O’Donnell, respondió que los libros de su producción que más lo contentaban eran El sueño de los héroes (que nunca he tenido), otro que no recuerdo y Un campeón desparejo, donde “desparejo” es la forma argentina de decir, como nosotros, “disparejo”. Para mi alegría, tenía este último libro en la numerosa sala de espera y de inmediato lo leí. Casi comprobé la teoría de Bioy: el arranque es muy bueno, con el taxista y los sujetos enigmáticos, el tónico y las primeras muestras de una especie de superpoder. Luego el libro avanza un poco sin gobierno en su trama, se sostiene en la socarrona prosa de Bioy y termina con el taxista Morales un poco en la nada, sumido en el deseo de recuperar a Valentina, el amor de su vida, pero los superpoderes no le dan para tanto.

Una novelita rara, por decir lo menos, pero memorable, qué curioso, por su comienzo.


miércoles, abril 14, 2021

Una travesía etílica












No sin malestar he recorrido la inmovilidad o la casi inmovilidad de estos meses de enclaustramiento forzado. La idea de salir sin más miedo que el convencional, es decir, al accidente o al robo, ha sido pospuesta y todavía, con o sin provocación mediante, muy frecuentemente se aviva mi antojo de viajar aunque sea cerca, de perdida a Parras o a Durango. Por eso el senderismo de estos meses, y por eso tantos documentales de viajes y viajeros en YouTube: de alguna forma hay que saciar el hambre de caminar, ver y comer, que en esto radica para mí la esencia de los viajes.

De un viaje antojable trata precisamente la novela Y retiemble en sus centros la tierra (Tusquets, 1999), de Gonzalo Celorio (México, 1948). Digo antojable porque muchas veces he estado en el lugar que es escenario de su libro y podría volver allí cuantas veces fuera necesario porque es un sitio que me atrae; me refiero, o se refiere Celorio, más bien, al centro histórico de la Ciudad de México, al ombligo de nuestra leviatánica capital.

Ensayista, profesor universitario, funcionario cultural y académico de la lengua, Celorio ha escrito una historia, tal vez la mejor, sobre la actualidad —hasta el cierre del siglo XX— del centro histórico que es, como sabemos, un emblema de nuestro país, pues allí se condensó lo indígena y lo español que nos configuraría como nación, el mestizaje que es posible suponer en la simétrica presencia del Templo Mayor y la Catedral Metropolitana.

El protagonista de la historia es Juan Manuel Barrientos, profesor universitario con notables credenciales y un prestigio bien ganado como académico. Especialista en literatura y arquitectura novohispanas, Barrientos acuerda con sus alumnos más cercanos, luego de una sabrosa bacanal de fin de cursos, prolongar el encuentro al día siguiente con un paseo por el centro histórico en el que se cumplirá un itinerario muy interesante, diría que envidiable: recorrer cantinas del sector, beber una copa en cada una, y en los traslados a pie explicar con detalle las características de los inmuebles que en el camino hay, como el de la Catedral. Lo malo del caso, por lo menos en el grueso de la historia que sentimos severamente realista aunque al final afantasme los hechos, es que el doctor Barrientos acude a la cita y no llega nadie. Crudo por la borrachera de la noche anterior, se resigna y a mediodía comienza, solitario, el periplo por la maqueta del centro histórico y los rasgos estilísticos de sus edificaciones, y de paso no se niega, obvio, a la ingesta de tragos que satisfacen una de sus más grandes pasiones: el alcohol.

El relato avanza en dos perspectivas: en tercera persona y en segunda, que pespuntean para ilustrarnos con minucia sobre arquitectura e historia y para envolvernos, sobre todo en segunda persona, con el relato biográfico de Barrientos.

No parece ser su propósito, pero es una novela con asordinado sentido del humor y escrita con un español de muy bien templado pulso. La vida de Barrientos es, como casi cualquier vida, accidentada, azarosa. Cuando alcanza su estabilidad como académico, no deja de sentir los latigazos de la frustración. Es él un académico competente, de gustos refinados, pero con sentido de lo callejero, pues de allí procede. A medida que avanza en el recorrido, aumenta su embriaguez y su descenso al bajo mundo hasta que amerdiza (o sea, “aterriza” sobre la mierda) en un lupanar de la más pinchurrienta índole y en el que su cultura sólo sirve para dos cosas.

Y retiemble en su centros la tierra es un paseo por el centro histórico que vale la pena emprender en la vida real. El entorno del zócalo jamás dejará de ser fascinante, como es posible advertir en las antedichas páginas de Gonzalo Celorio. 

sábado, abril 10, 2021

De diccionarios












En una entrevista que rueda por el babélico YouTube, el escritor mexicano Juan Domingo Argüelles ha descrito las características de su bien nutrida biblioteca. Entre libros de poesía (género del cual él es experto), narrativa, ensayo y demás, no faltan los diccionarios. Esto me extrañó, pues los libros llamados “de referencia”, es decir, los diccionarios, las enciclopedias y otros parecidos como los manuales y hasta los libros de texto, han sido borrados, o casi borrados, del mapa bibliográfico. La razón es simple: son libros que requieren periódicas actualizaciones, y nada mejor para actualizar que el internet, sistema que permite mantener al día casi cualquier dato. Mientras, por ejemplo, en las enciclopedias Carlos Fuentes puede seguir vivo, en la muy frecuentemente ninguneada Wikipedia se consignó su muerte un minuto después de que se supo el 15 de mayo de 2012. Los libros de referencia, por esto, no pueden competir contra un rival tan poderoso en materia de actualización.

En este escenario debo confesar que pude conservar dos o tres buenas y bonitas enciclopedias, pero las abandoné a su suerte cuando noté que habían sido rebasadas brutalmente y ya sólo servían para decorar la sala si uno lograba combinarlas sabiamente con el tapiz de los sillones. A veces las recuerdo y siento un poco de tristeza, pues eran volúmenes perfectamente encuadernados, con excelente papel en interiores y de contenido rico y atinado.

Lamentablemente, Google facilitó los accesos a cualquier consulta y, además, los incontables usuarios de la red han creado contenidos que rebasan por millones de datos lo que pueden albergar los tomotes de cualquier Británica o cosa que se le parezca. Más o menos estaba a punto de hacer lo mismo con mis diccionarios, pero algo me contuvo. Quizá la certeza de que, comparados con las enciclopedias, los diccionarios suelen estar organizados en un solo libro y por ello demandan menos espacio, o quizá porque siento una querencia especial por ellos pese a que hoy es posible tener, entre otros, el diccionario de la RAE en el celular.

El caso es que los conservo, y al escuchar la afirmación de Argüelles, con más razón no los expulsaré de sus estantes. Seguiré fiel, entonces, a una afirmación que he sostenido con frecuencia y alguna vez he compartido por escrito. Cuando me preguntaban cuál es el mejor diccionario, siempre respondía con esta frase retórica: “El mejor diccionario es muchos diccionarios”. En efecto, durante más de 35 años he reunido poco a poco una buena cantidad de diccionarios. Lo hice cuando entendí que el universo de las palabras no podía ser abrazado por un precario librito, pues cada disciplina, cada país, incluso cada pequeña comunidad o gremio construye y usa su propio léxico. Así, con el paso de los años me hice de tres distintos diccionarios de la RAE (la tercera edición de 1791; la decimoséptima de 1947 y la decimonovena de 1970); además, el Tesoro de la lengua castellana de Sebastián de Covarrubias (mi favorito) y muchos más como el de latín-español, de mexicanismos, de nahuatlismos, de lunfardismos, de sociología, de política, de medicina, de religión, de filosofía (el monstruo de Nicola Abbagnano) e incluso el de groserías compuesto por Armando Jiménez, nuestro paisano coahuilense y autor también de la Picardía mexicana. Para quien se dedica a escribir/editar, tener un solo diccionario es no tener ningún diccionario.

Comencé este apunte mencionando a Argüelles —quien por cierto cuidó un libro mío en su paso como editor de Tierra Adentro— y concluyo agradeciéndole: hace poco estuve a punto de defenestrar mi edición del Pequeño Larousse Ilustrado (1991) y esta semana, tras escuchar a Juan Domingo, reculé. Ese gordezuelo libro seguirá habitando en mi biblioteca.


miércoles, abril 07, 2021

Herencia recibida

 







Una de las muchas certeras afirmaciones de Alex Grijelmo se relaciona con la herencia que significan las palabras. Nuestros padres nos enseñaron a hablar, y a ellos los enseñaron nuestros abuelos, y a nuestros abuelos, nuestros bisabuelos, y así una cadena transgeneracional en la que nunca reparamos pero está en nosotros, en nuestras palabras, la herramienta más valiosa que pasa de adultos a niños, sin solución de continuidad.

Cuando me ha tocado explicar las peculiaridades regionales del español comento una noción que denomino, como en la graficación de la nota informativa, de “pirámide invertida”. Tiene la forma de un embudo, y en ella lo más importante, la parte más ancha, es el español llamado “patrimonial”, es decir, ese español con mil años de vida que nos permite dialogar a un ecuatoriano con un uruguayo, a un boliviano con un guatemalteco, a un chileno con un mexicano. Un peldaño más abajo está el español nacional, o sea, el español patrimonial más el español con las peculiaridades de cada país, de manera que es posible hablar de un español peruano, un español hondureño, un español argentino, y así de todos nuestros países. El español mexicano, por ejemplo, tiene entre otros rasgos de su léxico una enorme presencia de nahuatlismos que en general todos aquí usamos y comprendemos: comal, totopo, zopilote, cuate, piocha…

Si bajamos un escalón encontraremos el español regional, y así podemos hablar del español peruano de Chiclayo, del español argentino de Jujuy y del español mexicano de Coahuila. Luego vendría otro nivel, con menos palabras peculiares: el español mexicano de Coahuila hablado y escrito en Piedras Negras, el español mexicano de Coahuila hablado y escrito en Torreón. A medida que bajamos en la escala, menos son las palabras características de ese español peculiarizado en regionalismos.

Tengo para mí que podemos bajar otro escalón, que dentro de las ciudades hay rasgos del habla que corresponden a barrios o colonias, y, todavía más abajo del embudo, palabras que son características en el uso cotidiano de una familia específica. No necesariamente estas palabras son inaccesibles al entendimiento de los demás, pero en el caso concreto de una familia, tienen un valor especial por el grado de frecuencia y afectividad puestas en ellas. Esas palabras y expresiones de uso habitual en el seno familiar son las más próximas a nuestra querencia, pues ellas encierran experiencias sensibles que renacen con el recuerdo. Para decirlo de otro modo, son palabras que sirven de santo y seña en nuestro entorno más íntimo, las palabras y expresiones de la madre, del padre, de los abuelos.

Me pongo como ejemplo: además de usar el español patrimonial, mexicano, coahuilense, torreonense del rumbo de la colonia Nogales, hay palabras y frases que mis hermanos y yo consideramos muy cercanas y queribles porque las escuchamos con frecuencia en boca de nuestros padres. Ellos ya murieron, pero además de otros recuerdos, nos asaltan de vez en vez palabras o frases frecuentes en su diaria comunicación con nosotros. Al manifestar su alegría por algo, mi padre solía enunciar, no con fervor sino con felicidad profana, una especie de alabanza seguramente heredada de mis abuelos de mentalidad cristera, del Bajío: “Padre santo, tú reinarás, eres mi encanto y mi adoración”; cuando nos regañaba por nuestra impericia al hacer algo, no faltaba que dijera “Mariachi que acompañaste a mi hermano Pedro Infante”; como buen beisbolero, cuando algo le parecía improcedente, decía “No play, no play”.

Mi madre nunca le dijo rosa (a secas) al rosa, sino “color de rosa”; ante la rebeldía de alguno, lo reprendía diciéndole “muchacho lebrón” (palabra que sólo he visto escrita una vez: en la novela Al filo del agua, de Yáñez, y es un aumentativo de “liebre”); si alguien le parecía malvado, siempre decía “tiene las entrañas negras”, y al blanco percudido siempre lo denominó “nejo”.

Una vez fui a visitarla, estaba con ella en su habitación y alguien tocó a la puerta. Era la señorita que vendía el producto Yacult al mayoreo, y mi madre me dio dinero y una orden: “Ten, ve a pagarle, es la yaculera”. Nunca olvidé este neologismo materno.


sábado, abril 03, 2021

Crónica de una muerte etcétera











 

Pregunto como preguntaban al lector los articulistas de antes: ¿sabe, amable lector, qué espacio se necesita para guardar un millón 50 mil libros? ¿Tiene una idea de la cantidad de cajas que se requieren para mantenerlos en orden y bien contados? ¿Puede imaginarse qué logística es viable para distribuirlos? Pues bien, tampoco yo lo sé, pero según mis cálculos no es fácil producir, almacenar y repartir esa sobredosis de libros, así que mejor nos conformamos con la posesión de la idea abstracta: poco más de un millón de libros son varios contenedores atestados, una montaña de papel casi jamás vista en ningún lugar del mundo.

Explico lo anterior porque en abril de 1981, hace exactamente cuarenta años, la nouvelle Crónica de una muerte anunciada fue lanzada por las editoriales La Oveja Negra de Colombia y Diana de México con el tiraje susodicho. Fue un terremoto, claro, pues entonces, y quizá hoy más, era apabullante que a un escritor latinoamericano, o de cualquier parte del mundo, lo difundieran en tamañas cifras. Gabriel García Márquez sumaba 54 años, y al año siguiente, 1982, le dieron el Nobel de literatura. Para entonces tenía publicadas cinco novelas, tres libros de cuento y cinco de periodismo, y ya era con eso el escritor más famoso de nuestra lengua, tanto que sus nuevas obras dejaban hechos papilla los tirajes habituales en el mundo editorial latinoamericano. Digamos, sólo para terminar con la comparación, que un escritor de México o de nuestros países cercanos es un hitazo si logra que las editoriales le impriman de dos mil a cinco mil libros, y un escritor a secas o “terrenal” (como diría Julión Álvarez) debe darse por satisfecho si de su libro salen 500 o mil. Esto da una idea aproximada de lo acontecido en aquellos años con Crónica de una muerte anunciada, la nueva y esperadísima novela del colombiano que se había hecho famoso con Cien años de soledad y ya sonaba para el Nobel.

Crónica… fue un libro muy bien recibido por la celebridad de su autor y por una razón más importante: porque es un relato magistral. Desde su título, plagiado hasta el asco por el periodismo cada vez que ocurría algo más o menos anticipable (“Crónica de un fraude anunciado”, “Crónica de un gasolinazo anunciado”, “Crónica de un robo anunciado”…), el libro aparecía perfectamente urdido. Como se sabe, esta novelita, legible en dos o tres sentadas, narra un tiempo objetivo de apenas unas horas, ni un día siquiera; quien nos cuenta la historia es una especie de alter ego borroso de García Márquez, un sujeto que trata de reconstruir, muchos años después de ocurridos, los detalles de un asesinato. Los hermanos Pedro y Pablo Vicario son amigos de Santiago Nasar, a quien deciden matar con cuchillos de marranero porque en teoría acabó con la virginidad de su hermana Ángela Vicario, quien fue devuelta a su casa por Bayardo San Román, su esposo, apenas unas horas después de la boda. La afrenta de haber deshonrado a Ángela y echado a perder su incipiente matrimonio provoca en los Vicario el ansia de acabar con el culpable, Nasar, lo cual logran sin mayores contratiempos.

Basada en el prejuicio de la virginidad femenina, hoy hecho polvo, la historia no importa en cuanto al qué, pues desde el principio sabemos que Nasar es hombre muerto. Lo fascinante del libro es el cómo, un cómo planteado aquí no en relación con el método empleado para matarlo, sino un cómo relacionado con la forma en la que se reconstruye la historia. Como reportero que muchos años después entrevista a los testigos de aquellas horas, el narrador consigue que Crónica… fluya coralmente y que cada personaje primario y secundario aporte su granito de chisme para introducirnos, no sin humor, en la comunicación pueblerina, en sus mitos y en sus creencias más firmes. Todos cooperan para que sepamos cómo y por qué murió Santiago Nasar.

La releí y sigue siendo una novela admirable. Como nota final debo decir que tengo dos primeras ediciones con el muerto ensabanado en la portada. No era difícil conseguirlas. Recordemos su tiraje: más de un millón de ejemplares.