Una
de las muchas certeras afirmaciones de Alex Grijelmo se relaciona con la
herencia que significan las palabras. Nuestros padres nos enseñaron a hablar, y
a ellos los enseñaron nuestros abuelos, y a nuestros abuelos, nuestros bisabuelos, y así una cadena transgeneracional en la que nunca reparamos pero
está en nosotros, en nuestras palabras, la herramienta más valiosa que pasa de
adultos a niños, sin solución de continuidad.
Cuando
me ha tocado explicar las peculiaridades regionales del español comento una
noción que denomino, como en la graficación de la nota informativa, de “pirámide
invertida”. Tiene la forma de un embudo, y en ella lo más importante, la parte
más ancha, es el español llamado “patrimonial”, es decir, ese español con mil
años de vida que nos permite dialogar a un ecuatoriano con un uruguayo, a un
boliviano con un guatemalteco, a un chileno con un mexicano. Un peldaño más abajo está el español nacional, o
sea, el español patrimonial más el español con las peculiaridades de cada país,
de manera que es posible hablar de un español peruano, un español hondureño, un
español argentino, y así de todos nuestros países. El español mexicano, por
ejemplo, tiene entre otros rasgos de su léxico una enorme presencia de
nahuatlismos que en general todos aquí usamos y comprendemos: comal, totopo, zopilote,
cuate, piocha…
Si
bajamos un escalón encontraremos el español regional, y así podemos hablar del
español peruano de Chiclayo, del español argentino de Jujuy y del español
mexicano de Coahuila. Luego vendría otro nivel, con menos palabras peculiares:
el español mexicano de Coahuila hablado y escrito en Piedras Negras, el español
mexicano de Coahuila hablado y escrito en Torreón. A medida que bajamos en la
escala, menos son las palabras características de ese español peculiarizado en
regionalismos.
Tengo
para mí que podemos bajar otro escalón, que dentro de las ciudades hay rasgos
del habla que corresponden a barrios o colonias, y, todavía más abajo del
embudo, palabras que son características en el uso cotidiano de una familia específica.
No necesariamente estas palabras son inaccesibles al entendimiento de los
demás, pero en el caso concreto de una familia, tienen un valor especial por el
grado de frecuencia y afectividad puestas en ellas. Esas palabras y expresiones
de uso habitual en el seno familiar son las más próximas a nuestra querencia,
pues ellas encierran experiencias sensibles que renacen con el recuerdo. Para
decirlo de otro modo, son palabras que sirven de santo y seña en nuestro entorno
más íntimo, las palabras y expresiones de la madre, del padre, de los abuelos.
Me
pongo como ejemplo: además de usar el español patrimonial, mexicano,
coahuilense, torreonense del rumbo de la colonia Nogales, hay palabras y frases
que mis hermanos y yo consideramos muy cercanas y queribles porque las
escuchamos con frecuencia en boca de nuestros padres. Ellos ya murieron, pero
además de otros recuerdos, nos asaltan de vez en vez palabras o frases frecuentes
en su diaria comunicación con nosotros. Al manifestar su alegría por algo, mi
padre solía enunciar, no con fervor sino con felicidad profana, una especie de
alabanza seguramente heredada de mis abuelos de mentalidad cristera, del Bajío:
“Padre santo, tú reinarás, eres mi encanto y mi adoración”; cuando nos regañaba
por nuestra impericia al hacer algo, no faltaba que dijera “Mariachi que
acompañaste a mi hermano Pedro Infante”; como buen beisbolero, cuando algo le
parecía improcedente, decía “No play, no play”.
Mi
madre nunca le dijo rosa (a secas) al rosa, sino “color de rosa”; ante la
rebeldía de alguno, lo reprendía diciéndole “muchacho lebrón” (palabra que sólo
he visto escrita una vez: en la novela Al
filo del agua, de Yáñez, y es un aumentativo de “liebre”); si alguien le
parecía malvado, siempre decía “tiene las entrañas negras”, y al blanco
percudido siempre lo denominó “nejo”.
Una
vez fui a visitarla, estaba con ella en su habitación y alguien tocó a la
puerta. Era la señorita que vendía el producto Yacult al mayoreo, y mi madre me
dio dinero y una orden: “Ten, ve a pagarle, es la yaculera”. Nunca olvidé este
neologismo materno.