miércoles, abril 07, 2021

Herencia recibida

 







Una de las muchas certeras afirmaciones de Alex Grijelmo se relaciona con la herencia que significan las palabras. Nuestros padres nos enseñaron a hablar, y a ellos los enseñaron nuestros abuelos, y a nuestros abuelos, nuestros bisabuelos, y así una cadena transgeneracional en la que nunca reparamos pero está en nosotros, en nuestras palabras, la herramienta más valiosa que pasa de adultos a niños, sin solución de continuidad.

Cuando me ha tocado explicar las peculiaridades regionales del español comento una noción que denomino, como en la graficación de la nota informativa, de “pirámide invertida”. Tiene la forma de un embudo, y en ella lo más importante, la parte más ancha, es el español llamado “patrimonial”, es decir, ese español con mil años de vida que nos permite dialogar a un ecuatoriano con un uruguayo, a un boliviano con un guatemalteco, a un chileno con un mexicano. Un peldaño más abajo está el español nacional, o sea, el español patrimonial más el español con las peculiaridades de cada país, de manera que es posible hablar de un español peruano, un español hondureño, un español argentino, y así de todos nuestros países. El español mexicano, por ejemplo, tiene entre otros rasgos de su léxico una enorme presencia de nahuatlismos que en general todos aquí usamos y comprendemos: comal, totopo, zopilote, cuate, piocha…

Si bajamos un escalón encontraremos el español regional, y así podemos hablar del español peruano de Chiclayo, del español argentino de Jujuy y del español mexicano de Coahuila. Luego vendría otro nivel, con menos palabras peculiares: el español mexicano de Coahuila hablado y escrito en Piedras Negras, el español mexicano de Coahuila hablado y escrito en Torreón. A medida que bajamos en la escala, menos son las palabras características de ese español peculiarizado en regionalismos.

Tengo para mí que podemos bajar otro escalón, que dentro de las ciudades hay rasgos del habla que corresponden a barrios o colonias, y, todavía más abajo del embudo, palabras que son características en el uso cotidiano de una familia específica. No necesariamente estas palabras son inaccesibles al entendimiento de los demás, pero en el caso concreto de una familia, tienen un valor especial por el grado de frecuencia y afectividad puestas en ellas. Esas palabras y expresiones de uso habitual en el seno familiar son las más próximas a nuestra querencia, pues ellas encierran experiencias sensibles que renacen con el recuerdo. Para decirlo de otro modo, son palabras que sirven de santo y seña en nuestro entorno más íntimo, las palabras y expresiones de la madre, del padre, de los abuelos.

Me pongo como ejemplo: además de usar el español patrimonial, mexicano, coahuilense, torreonense del rumbo de la colonia Nogales, hay palabras y frases que mis hermanos y yo consideramos muy cercanas y queribles porque las escuchamos con frecuencia en boca de nuestros padres. Ellos ya murieron, pero además de otros recuerdos, nos asaltan de vez en vez palabras o frases frecuentes en su diaria comunicación con nosotros. Al manifestar su alegría por algo, mi padre solía enunciar, no con fervor sino con felicidad profana, una especie de alabanza seguramente heredada de mis abuelos de mentalidad cristera, del Bajío: “Padre santo, tú reinarás, eres mi encanto y mi adoración”; cuando nos regañaba por nuestra impericia al hacer algo, no faltaba que dijera “Mariachi que acompañaste a mi hermano Pedro Infante”; como buen beisbolero, cuando algo le parecía improcedente, decía “No play, no play”.

Mi madre nunca le dijo rosa (a secas) al rosa, sino “color de rosa”; ante la rebeldía de alguno, lo reprendía diciéndole “muchacho lebrón” (palabra que sólo he visto escrita una vez: en la novela Al filo del agua, de Yáñez, y es un aumentativo de “liebre”); si alguien le parecía malvado, siempre decía “tiene las entrañas negras”, y al blanco percudido siempre lo denominó “nejo”.

Una vez fui a visitarla, estaba con ella en su habitación y alguien tocó a la puerta. Era la señorita que vendía el producto Yacult al mayoreo, y mi madre me dio dinero y una orden: “Ten, ve a pagarle, es la yaculera”. Nunca olvidé este neologismo materno.