sábado, abril 10, 2021

De diccionarios












En una entrevista que rueda por el babélico YouTube, el escritor mexicano Juan Domingo Argüelles ha descrito las características de su bien nutrida biblioteca. Entre libros de poesía (género del cual él es experto), narrativa, ensayo y demás, no faltan los diccionarios. Esto me extrañó, pues los libros llamados “de referencia”, es decir, los diccionarios, las enciclopedias y otros parecidos como los manuales y hasta los libros de texto, han sido borrados, o casi borrados, del mapa bibliográfico. La razón es simple: son libros que requieren periódicas actualizaciones, y nada mejor para actualizar que el internet, sistema que permite mantener al día casi cualquier dato. Mientras, por ejemplo, en las enciclopedias Carlos Fuentes puede seguir vivo, en la muy frecuentemente ninguneada Wikipedia se consignó su muerte un minuto después de que se supo el 15 de mayo de 2012. Los libros de referencia, por esto, no pueden competir contra un rival tan poderoso en materia de actualización.

En este escenario debo confesar que pude conservar dos o tres buenas y bonitas enciclopedias, pero las abandoné a su suerte cuando noté que habían sido rebasadas brutalmente y ya sólo servían para decorar la sala si uno lograba combinarlas sabiamente con el tapiz de los sillones. A veces las recuerdo y siento un poco de tristeza, pues eran volúmenes perfectamente encuadernados, con excelente papel en interiores y de contenido rico y atinado.

Lamentablemente, Google facilitó los accesos a cualquier consulta y, además, los incontables usuarios de la red han creado contenidos que rebasan por millones de datos lo que pueden albergar los tomotes de cualquier Británica o cosa que se le parezca. Más o menos estaba a punto de hacer lo mismo con mis diccionarios, pero algo me contuvo. Quizá la certeza de que, comparados con las enciclopedias, los diccionarios suelen estar organizados en un solo libro y por ello demandan menos espacio, o quizá porque siento una querencia especial por ellos pese a que hoy es posible tener, entre otros, el diccionario de la RAE en el celular.

El caso es que los conservo, y al escuchar la afirmación de Argüelles, con más razón no los expulsaré de sus estantes. Seguiré fiel, entonces, a una afirmación que he sostenido con frecuencia y alguna vez he compartido por escrito. Cuando me preguntaban cuál es el mejor diccionario, siempre respondía con esta frase retórica: “El mejor diccionario es muchos diccionarios”. En efecto, durante más de 35 años he reunido poco a poco una buena cantidad de diccionarios. Lo hice cuando entendí que el universo de las palabras no podía ser abrazado por un precario librito, pues cada disciplina, cada país, incluso cada pequeña comunidad o gremio construye y usa su propio léxico. Así, con el paso de los años me hice de tres distintos diccionarios de la RAE (la tercera edición de 1791; la decimoséptima de 1947 y la decimonovena de 1970); además, el Tesoro de la lengua castellana de Sebastián de Covarrubias (mi favorito) y muchos más como el de latín-español, de mexicanismos, de nahuatlismos, de lunfardismos, de sociología, de política, de medicina, de religión, de filosofía (el monstruo de Nicola Abbagnano) e incluso el de groserías compuesto por Armando Jiménez, nuestro paisano coahuilense y autor también de la Picardía mexicana. Para quien se dedica a escribir/editar, tener un solo diccionario es no tener ningún diccionario.

Comencé este apunte mencionando a Argüelles —quien por cierto cuidó un libro mío en su paso como editor de Tierra Adentro— y concluyo agradeciéndole: hace poco estuve a punto de defenestrar mi edición del Pequeño Larousse Ilustrado (1991) y esta semana, tras escuchar a Juan Domingo, reculé. Ese gordezuelo libro seguirá habitando en mi biblioteca.