En
una entrevista que rueda por el babélico YouTube, el escritor mexicano Juan
Domingo Argüelles ha descrito las características de su bien nutrida
biblioteca. Entre libros de poesía (género del cual él es experto), narrativa,
ensayo y demás, no faltan los diccionarios. Esto me extrañó, pues los libros
llamados “de referencia”, es decir, los diccionarios, las enciclopedias y otros
parecidos como los manuales y hasta los libros de texto, han sido borrados, o
casi borrados, del mapa bibliográfico. La razón es simple: son libros que
requieren periódicas actualizaciones, y nada mejor para actualizar que el internet,
sistema que permite mantener al día casi cualquier dato. Mientras, por ejemplo,
en las enciclopedias Carlos Fuentes puede seguir vivo, en la muy frecuentemente
ninguneada Wikipedia se consignó su muerte un minuto después de que se supo el
15 de mayo de 2012. Los libros de referencia, por esto, no pueden competir
contra un rival tan poderoso en materia de actualización.
En
este escenario debo confesar que pude conservar dos o tres buenas y bonitas
enciclopedias, pero las abandoné a su suerte cuando noté que habían sido
rebasadas brutalmente y ya sólo servían para decorar la sala si uno lograba
combinarlas sabiamente con el tapiz de los sillones. A veces las recuerdo y
siento un poco de tristeza, pues eran volúmenes perfectamente encuadernados,
con excelente papel en interiores y de contenido rico y atinado.
Lamentablemente,
Google facilitó los accesos a cualquier consulta y, además, los incontables
usuarios de la red han creado contenidos que rebasan por millones de datos lo
que pueden albergar los tomotes de cualquier Británica o cosa que se le
parezca. Más o menos estaba a punto de hacer lo mismo con mis diccionarios,
pero algo me contuvo. Quizá la certeza de que, comparados con las
enciclopedias, los diccionarios suelen estar organizados en un solo libro y por
ello demandan menos espacio, o quizá porque siento una querencia especial por
ellos pese a que hoy es posible tener, entre otros, el diccionario de la RAE en
el celular.
El
caso es que los conservo, y al escuchar la afirmación de Argüelles, con más
razón no los expulsaré de sus estantes. Seguiré fiel, entonces, a una
afirmación que he sostenido con frecuencia y alguna vez he compartido por
escrito. Cuando me preguntaban cuál es el mejor diccionario, siempre respondía
con esta frase retórica: “El mejor diccionario es muchos diccionarios”. En
efecto, durante más de 35 años he reunido poco a poco una buena cantidad de
diccionarios. Lo hice cuando entendí que el universo de las palabras no podía
ser abrazado por un precario librito, pues cada disciplina, cada país, incluso
cada pequeña comunidad o gremio construye y usa su propio léxico. Así, con el
paso de los años me hice de tres distintos diccionarios de la RAE (la tercera
edición de 1791; la decimoséptima de 1947 y la decimonovena de 1970); además,
el Tesoro de la lengua castellana de
Sebastián de Covarrubias (mi favorito) y muchos más como el de latín-español, de
mexicanismos, de nahuatlismos, de lunfardismos, de sociología, de política, de
medicina, de religión, de filosofía (el monstruo de Nicola Abbagnano) e incluso
el de groserías compuesto por Armando Jiménez, nuestro paisano coahuilense y
autor también de la Picardía mexicana.
Para quien se dedica a escribir/editar, tener un solo diccionario es no tener
ningún diccionario.
Comencé
este apunte mencionando a Argüelles —quien por cierto cuidó un libro mío en su
paso como editor de Tierra Adentro— y concluyo agradeciéndole: hace poco estuve
a punto de defenestrar mi edición del Pequeño
Larousse Ilustrado (1991) y esta semana, tras escuchar a Juan Domingo,
reculé. Ese gordezuelo libro seguirá habitando en mi biblioteca.