Para
recordarlo no necesito esforzarme mucho. Tenía alrededor de veinte años y ya me
devoraba por dentro el fuego de la literatura, el deseo, trastabillante aún, de
escribir. No tenía muchos modelos a mi alrededor, leía sin brújula y soñaba con
un destino vinculado al ejercicio de las letras. Era joven, era ingenuo, “un
buen muchacho, menos plata que ilusión”, como dice cierto tango. Dado que el
vendaval de internet todavía no alborotaba el medio ambiente, mi obsesión por
coleccionar papeles comenzó a crecer y a pegarse en mi alma como uña de gato.
Compraba libros y revistas, juntaba suplementos culturales, me “formaba” como
dios y el diablo me daban a entender. Además de aquellos papeles, había otra
fuente de inspiración, disculpen la cursilería, para mis afanes de escritor en
cierne: la televisión. Aunque suene inverosímil, la tele fue uno de los
estímulos más poderosos que tuve al alcance de la vista y del oído en aquellos
tiempos todavía heroicos, los ochenta.
A
la vera de las telenovelas y de toda la quincalla que aparecer solía en
televisión, dos o tres programas culturales daban margen a la aparición, escasa
pero sostenida, de escritores. Televisa abría su horario nocturno, el menos
socorrido por los televidentes, para que Octavio Paz o Juan José Arreola, en
distintos momentos, hicieran de las brillantes suyas, y el periodista Ricardo
Rocha, en el programa Para gente grande —que
pasaba los domingos a mediodía, un horario intragable para el grueso de la
población— entrevistaba frecuentemente a escritores, artistas e intelectuales de
muy distintas latitudes. Por su parte, Imevisión, que sería luego TVAzteca,
abría mejor cancha, dada su obligación de no ser tan “comercial”, a varios
escritores. Recuerdo programas, buenos programas, con conductores como la China María Luisa Mendoza, cápsulas
literarias de la dramaturga Maruxa Vilalta, monólogos del siempre cejijunto Ricardo
Garibay y emisiones con el edulcorado Germán Dehesa. No era poco si lo
comparamos con la tele que nos infligieron poco después.
A
tal menú debo agregar un segmento televisivo que fue determinante para mi
formación o lo que yo creía que era “mi formación”: la barra de programas que
tenía el locutor Jorge Saldaña los sábados por la mañana. Cuando murió Saldaña,
hace no tanto, recordé su proeza televisiva, y hoy vuelvo a celebrarla. Tenía
el veracruzano un combo de invitados que yo escuchaba con devoción en Desayunos con Saldaña.
Al terminar pasaba a pilotear otro programa, Sopa de letras, en el que un colegio de filólogos analizaba
palabras, compartía definiciones y etimologías. Destacaban Arrigo Cohen Anitúa,
Francisco Luguori, Alfonso Torres Lemus y otros. Poco después se sumó Ernesto
de la Peña Muñoz (Ciudad de México, 1927-2012), erudito, gordezuelo, bonachón y
políglota. Bastó oírlo desmenuzar el origen de alguna palabra para reconocer en
él a un maestro total, apabullante. Luego me enteré de que, como suele ocurrir
con los eruditos que son más bodega que fábrica, tenía una obra publicada rala,
aunque tal vez no poca escrita. Ya en la década de los noventa tuve la fortuna
de conocerlo cuando ofreció una conferencia en el paraninfo de la Universidad
Autónoma de Chihuahua, donde grabé (en un cassette)
sus palabras, una ponencia que luego transcribí y publiqué.
En
la semana que declina, al acomodar libros me topé por accidente con Las estratagemas de Dios (Domés, México,
1988) que no sé dónde ni cuándo compré a cinco fierros. Al releerlo percibí una
suerte de mutación: recordaba haberlo leído con dificultad, una dificultad que
tornó algo ingrata su lectura. Treinta años después, ya con más info en los
sesos, he disfrutado a plenitud sus relatos, su prosa a un tiempo lúdica y
erudita, su adjetivación un tanto ornamental pero siempre imantada por la
cercanía de figuras como la hipálage, que suele, bien usada, impregnar lo escrito
de un aroma hechizante.
Pasados
los años, he pescado más libros de De la Peña, un maestro poco leído, supongo,
para mala fortuna no de don Ernesto, sino de sus potencialmente felices
lectores.