No
sin malestar he recorrido la inmovilidad o la casi inmovilidad de estos meses
de enclaustramiento forzado. La idea de salir sin más miedo que el
convencional, es decir, al accidente o al robo, ha sido pospuesta y todavía, con o sin provocación mediante, muy frecuentemente se aviva mi
antojo de viajar aunque sea cerca, de perdida a Parras o a Durango. Por eso el
senderismo de estos meses, y por eso tantos documentales de viajes y viajeros
en YouTube: de alguna forma hay que saciar el hambre de caminar, ver y comer,
que en esto radica para mí la esencia de los viajes.
De
un viaje antojable trata precisamente la novela Y retiemble en sus centros la tierra (Tusquets, 1999), de Gonzalo
Celorio (México, 1948). Digo antojable porque muchas veces he estado en el lugar que es escenario de su libro y podría volver allí cuantas veces fuera
necesario porque es un sitio que me atrae; me refiero, o se refiere Celorio, más
bien, al centro histórico de la Ciudad de México, al ombligo de nuestra leviatánica
capital.
Ensayista,
profesor universitario, funcionario cultural y académico de la lengua, Celorio
ha escrito una historia, tal vez la mejor, sobre la actualidad —hasta el cierre
del siglo XX— del centro histórico que es, como sabemos, un emblema de nuestro
país, pues allí se condensó lo indígena y lo español que nos configuraría como
nación, el mestizaje que es posible suponer en la simétrica presencia del
Templo Mayor y la Catedral Metropolitana.
El
protagonista de la historia es Juan Manuel Barrientos, profesor universitario
con notables credenciales y un prestigio bien ganado como académico. Especialista
en literatura y arquitectura novohispanas, Barrientos acuerda con sus alumnos
más cercanos, luego de una sabrosa bacanal de fin de cursos, prolongar el
encuentro al día siguiente con un paseo por el centro histórico en el que
se cumplirá un itinerario muy interesante, diría que envidiable: recorrer
cantinas del sector, beber una copa en cada una, y en los traslados a pie explicar
con detalle las características de los inmuebles que en el camino hay, como el
de la Catedral. Lo malo del caso, por lo menos en el grueso de la historia que
sentimos severamente realista aunque al final afantasme los hechos, es que el
doctor Barrientos acude a la cita y no llega nadie. Crudo por la borrachera de
la noche anterior, se resigna y a mediodía comienza, solitario, el periplo por
la maqueta del centro histórico y los rasgos estilísticos de sus edificaciones,
y de paso no se niega, obvio, a la ingesta de tragos que satisfacen una de sus
más grandes pasiones: el alcohol.
El
relato avanza en dos perspectivas: en tercera persona y en segunda, que
pespuntean para ilustrarnos con minucia sobre arquitectura e historia y para
envolvernos, sobre todo en segunda persona, con el relato biográfico de
Barrientos.
No
parece ser su propósito, pero es una novela con asordinado sentido del humor y
escrita con un español de muy bien templado pulso. La vida de Barrientos es,
como casi cualquier vida, accidentada, azarosa. Cuando alcanza su estabilidad
como académico, no deja de sentir los latigazos de la frustración. Es él un
académico competente, de gustos refinados, pero con sentido de lo callejero,
pues de allí procede. A medida que avanza en el recorrido, aumenta su
embriaguez y su descenso al bajo mundo hasta que amerdiza (o sea, “aterriza” sobre
la mierda) en un lupanar de la más pinchurrienta índole y en el que su cultura sólo
sirve para dos cosas.
Y retiemble en su centros
la tierra es un paseo por el centro histórico que vale la pena
emprender en la vida real. El entorno del zócalo jamás dejará de ser
fascinante, como es posible advertir en las antedichas páginas de Gonzalo Celorio.