Once capítulos le han bastado a Ricardo Ragendorfer (La
Paz, Bolivia, 1957) para reconstruir con milimétrico detalle algunos años de la
vida política argentina, la que va, más o menos, de 1973 a 1976. Lo hace en el
libro Los doblados. Las infiltraciones
del Batallón 601 en la guerrilla argentina (Sudamericana, Buenos Aires,
2016, 285 pp.). Se trata entonces de una investigación con tema harto escabroso, tanto
como la vida social, económica y sobre todo política que sirvió como antesala
de un periodo que se convertiría en el más violento hachazo de la historia
argentina: la dictadura que operó del 76 al 83.
Los doblados se ubica
entonces en el umbral del Proceso de Reorganización Nacional, eufemismo que
sirvió como fachada retórica del terrorismo de estado que concelebraron varios
países sudamericanos acurrucados bajo el ala del Plan Cóndor. En efecto, pocos años,
pocos meses antes de que los militares argentinos se hicieran del poder tras el
albazo del 24 de marzo del 76, sus dispositivos de espionaje trabajaron a todo
tren en el propósito de eliminar “subversivos” de cualquier filiación,
principalmente de agrupaciones que por distintos motivos habían radicalizado
sus acciones.
Si bien el triunfo de Cámpora y poco después el regreso
de Perón habían propiciado un momento de esperanza, de una muy tenue calma
civil y de cierta marginación de lo castrense, con la muerte del caudillo en
1974 todo comenzó a empeorar. La presidente María Estela Martínez viuda de Perón pronto
se vio rebasada por la realidad, lo que alfombró el retorno de las fuerzas armadas
al gobierno. Además, el brazo derecho de Isabelita,
José López Rega, sujeto turbio como pocos apodado el Brujo, se había adelantado a los milicos y diseñó su propio esquema
represivo, la Triple A, aparato de acoso y aniquilamiento de todo aquel que
fuera sospechoso de progresismo, sea de izquierda con perfil cubano o de
peronismo del costado montonero.
Mientras la economía hacía agua, los militares preparaban
el zarpazo; dejaban adrede que la crisis se agudizara para que, tras el golpe,
la población los percibiera como salvadores. María Estela Martínez fue puesta
en la congeladora gracias a un oportuno problema de salud, e Ítalo Argentino Luder, su suplente,
llegó a la Casa Rosada como presidente de cartón pintado. Todo avanzaba, pues,
según los cálculos de los mandos militares que ya para entonces también hacían
sus primeros tanteos de brutalidad antiguerrillera en la provincia de Tucumán,
esto con un operativo llamado, también con lujo de falsa heroicidad,
“Independencia”.
Mientras avanzaba la descomposición política y la
confección del golpe, los militares afinaron el mecanismo del espionaje
contrainsurgente. Para entonces, varios grupos políticos de izquierda actuaban
en la clandestinidad, pero resultaba evidente que los más nutridos de militancia eran
el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y Montoneros, el primero de orientación
marxista, y peronista el segundo. Para neutralizarlos, el poder militar urdió
un plan según el cual lo más importante era el dominio de la información sobre
los movimientos de los guerrilleros y sus colaboradores. Esta información,
clave para desmadejar a la guerrilla, se conseguía con infiltración y con
tortura cada vez que se daba con el paradero de algún “zurdo”. Debido a esto,
los militares no repararon en gastos para ensamblar, en su camino al poder que
llegaría tras el golpe, un aparato de inteligencia que fue puesto en manos del
Servicio de Informaciones del Ejército (SIE), también conocido como Batallón
601 de Inteligencia.
El contexto sociopolítico planteado en los primeros
capítulos es, en suma, amplio y detallado hasta que llega la legalización de la
contrainsurgencia, es decir, cuando el terrorismo se institucionaliza. Allí,
los apellidos más destacados fueron, claro, los de Videla y Massera, quienes a
partir del 24 de marzo del 76 harán equipo con el brigadier general Agosti para
constituir la Junta Militar que impondría el espanto hasta la debacle de las
Malvinas. Ragendorfer revisó paso a paso el procedimiento mediante el cual la
estructura militar sentó las bases del dominio subterráneo de la inteligencia. Luego
del amplio preámbulo en el que contextualiza las confrontaciones políticas de
aquella hora, el autor centra su mirada en el espionaje al ERP, cuyo líder,
Mario Roberto Santucho, para entonces (mediados de los setenta) se encontraba oculto
en algún refugio porteño. Precisamente, una de las más grandes aspiraciones del
Batallón 601 fue dar con Santucho, pero esto no se logró sino hasta julio del
76, cuando un grupo de tareas lo cazó y lo ultimó en Villa Martelli.
Seis meses antes de que cayera Santucho el ERP preparó un
ataque al Depósito de Arsenales 601 “Domingo Viejobueno”, en Monte Chingolo, proyecto que
ejecutó el 23 de diciembre de 1975. Los entresijos de este emprendimiento
guerrillero son analizados con minucia por Ragendorfer, quien focaliza su
atención en dos sujetos: uno fue Rafael de Jesús Ranier, alias el Oso, y Carlos Españadero el otro, un mayor
de inteligencia del ejército argentino. El primero había militado en
organizaciones peronistas, pero tras el desencuentro entre Perón y la Juventud
Peronista, y luego tras la muerte del general, decidió migrar a otra
organización. Fue en este punto cuando por una serie de carambolas derivó en el apoyo
logístico al ERP, aunque más bien con la intención de espiarlo. No operó en el círculo más alto de la organización, pero ya de
alguna manera deambulaba cerca de personajes importantes. Así, un sujeto gris,
desaliñado y con muy débil formación política se convirtió en “filtro”
(infiltrado) del ejército en el ERP. Dueño de un “rastrojero” (camioneta de
campo), el Oso era requerido por los
guerrilleros para trasladar personal de una casa a otra o para movilizar armas
y otros insumos. Aunque ocupaba la base de la pirámide militante, su labor de
chofer le permitió ubicar espacios de seguridad y nombres propios que luego
trasegaba a Españadero, quien a su vez, junto con otros militares cercanos, planeaba
las acciones represivas de las “patotas” (grupos de tareas encargados de operar
el secuestro y después la tortura/desaparición de los capturados).
Este engranaje funcionó a la perfección, tanto que el Oso delató, y por ello condenó a la
muerte, a decenas de guerrilleros del ERP, y muchos estropicios más. Su personalidad anodina
(de “lumpen”, dijo Ragendorfer en una entrevista, lo cual hace sentido con el peligro
que la teoría marxista atribuyó al “andrajo”, que esto significa “lumpen” en
alemán), su presencia casi fantasmal, su ingenuidad ideológica no despertaron las sospechas de sus
“correligionarios”, quienes le asignaban tareas sin imaginar que aquel tipo
bigotón y estrábico apenas concluía una encomienda del ERP y ya estaba aflojando
la lengua y vomitando datos frente a Españadero.
El mayor golpe del bizco Ranier —y aquí Los doblados adquiere tintes
peliculescos— se relaciona con las delaciones que permitieron al ejército
esperar silbando el ataque del arsenal ubicado en la localidad de Monte
Chingolo. Las filtraciones del Oso
fueron la base de aquel madruguete, de suerte que, cuando los guerrilleros
irrumpieron, los efectivos del ejército ya estaban preparados para repelerlos. Murieron
más de sesenta guerrilleros y otros tantos quedaron heridos. Fue un duro revés,
en realidad un fracaso para el ERP y su cúpula, principalmente para Santucho,
todo por los oficios de un chofer de rastrojero con inmejorable pinta de vago.
El libro concluye con lo que vino inmediatamente después
de la acción fallida. Los guerrilleros, que sospecharon todo el tiempo de
“filtros”, ahora sí se convencieron de esta debilidad, y decidieron orquestar
un plan para detectar al o los implicados en el espionaje. Dieron por fin con
el Oso, quien primero fue interrogado
y, tras su llorosa confesión, enjuiciado por un tribunal revolucionario del
ERP. Al final de este proceso lo esperó una piadosa inyección letal.
Mutatis mutandis, la
historia de Los doblados tiene
afinidades no sólo con otros países del Cono Sur, sino, a trazo grueso, con
México, pues aquí también, durante aquellos años terribles (qué años no lo son)
se infiltró, se secuestró, se torturó, se mató y se desapareció en cantidades
industriales desde el poder. Dicho de otra manera, acá también hubo Osos y Españaderos.