sábado, abril 30, 2022

Intermitencia de libros este martes

 










El ejercicio de la literatura y la necesidad me han llevado a conocer y practicar muchas actividades más o menos próximas. Soy por ello de esos escritores que a los tumbos, en el mundo de la hiperespecialización que hoy vivimos, se han inventado casi de la nada una capacidad, así sea mínima, para avanzar por todo tipo de terreno en el universo del libro. No es lo indicado, lo sé, pues el libro es un objeto que en su cadena de producción demanda competencias específicas para cada eslabón. Mi consuelo es, sin embargo, que nunca en La Laguna hemos tenido un flujo editorial capaz de acoger especialistas en todas las áreas, de ahí la pertinencia de saber un poco de todo a la hora de materializar un libro.

Algunos libros propios —las ediciones de autor por lo común aborrecidas— son la prueba fehaciente de que conozco el proceso en casi todos sus momentos. Es decir, los he escrito, revisado, maquetado, registrado, cuidado en la imprenta, presentado y distribuido, todo a una escala micro, la escala editorial de La Laguna. A los libros ajenos que varias personas han confiado a mis afanes de editor les he dado igual seguimiento: salvo escribirlos, trabajé en su proceso de elaboración con el mejor ánimo de alcanzar un buen producto impreso en forma y fondo, en continente y contenido.

Mi contacto con el trabajo editorial ha rebasado los treinta años, y en este lapso he sido actor y testigo del mundo bibliográfico en nuestra región. Por ello, tras recibir una invitación del Museo Regional de la Laguna para conferenciar sobre algún tema cercano a mis intereses y además atractivo (espero) para el respetable público, pensé en la vida editorial lagunera en los últimos cuarenta años, de 1980 a 2020. Diseñé entonces una conferencia titulada “Intermitencia de libros. Un vistazo al mundillo editorial lagunero (1980-2020)”.

Es, dicho en términos muy amplios, una breve exposición sobre el trabajo de las instituciones y los editores que durante los últimos cuarenta años han dedicado tiempo y recursos a la publicación de material bibliográfico en La Laguna. Se recuentan aquí los momentos y las colecciones impulsadas en este lapso, así como algunos títulos de libros y los nombres más sobresalientes de las personas que han asumido roles de editor en un contexto, el lagunero, habitualmente no muy ventajoso, pues aquí sigue siendo minoritario el hábito de la lectura y por ello la necesidad y posesión de libros.

No se trata de un examen sistemático y detallado de libros laguneros aparecidos en cuatro décadas, sino de una especie de sobrevuelo por algunos hitos y personajes que, por lo general con pocos recursos, han impulsado la presencia del libro local en los entornos del río Nazas.

“Intermitencia de libros. Un vistazo al mundillo editorial lagunero (1980-2020)” es una conferencia con duración de 45 minutos. Será aderezada por algunas imágenes y la ofreceré este martes 3 de mayo a las 7 de la tarde en el Museo Regional de la Laguna, dentro del bosque Venustiano Carranza, de Torreón. La entrada será libre. Ojalá puedan acompañarme.

No salgo de estos párrafos sin agradecer a Gretel de la Peña, directora del Museo Regional de la Laguna, y a Paola Blasio, coordinadora de Comunicación Educativa, por la amable invitación. Confío en que hablaré de algo interesante.

miércoles, abril 27, 2022

Estar de paso: un viaje con relámpagos












Al arrancar los trabajos implicados en la edición de Estar de paso (Iberia Editorial, Torreón, 2022, 62 pp.), primer poemario de Alfredo Castro Muñoz (Torreón, 1998), lo primero que propuse fue considerar la posibilidad de cambiar el título. Se llamaba no recuerdo cómo, y cuando Alfredo aceptó y sugirió permutarlo por Estar de paso, de inmediato sentí que el joven poeta no sólo había dado con un excelente título, sino con una definición, por qué no decirlo así, de la vida, de todo lo que hacemos en la vida.

Mirada en su sentido esencial, en efecto, la vida y todos los objetos y afanes que la circundan son eso: un permanente estar de paso. Estamos de paso nosotros como individuos, están de paso las personas que nos aman, las que nos odian, están de paso los objetos que vemos y tocamos, las ideas que nos enfervorizan y las que nos tienen sin cuidado, están de paso los muertos —dado que tarde o temprano los olvidamos— y está de paso todo. Hasta las pirámides están de paso, pues, como lo sintió Quevedo al mirar los muros de la patria suya, la realidad en pleno es recordatorio inagotable de transitoriedad y término.

 

Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados

de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.

(…)

Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.

 

Estar de paso es entonces un viaje por la idea del viaje y sus implicaciones. Aquí, Alfredo Castro se apersona con poemas que materializan desde ya un piso firme para su futuro de escritor. Si estos son los versos que pudo urdir a los 23 años, no es difícil estimar que su poesía seguirá el camino de la hondura y la belleza mostradas desde esta, su primera radicación en las páginas de un libro.

Alfredo Castro Muñoz (Torreón, Coahuila, 1998) es egresado en Ciencias de la Comunicación con especialidad en Periodismo por la Universidad Autónoma de Coahuila. Su poesía ha aparecido en distintos medios físicos y digitales como la revista Acequias, de la Ibero Torreón, y Estepa del Nazas, del Teatro Isauro Martínez, así como en los portales Red es Poder y Bitácora de vuelos. Ha publicado reseñas y artículos para la revista Siglo Nuevo. Actualmente es docente en materias de humanidades para bachillerato. Desde hace seis y tres años, respectivamente, participa en los talleres literarios del Teatro Isauro Martínez y de la UAdeC.

  Maestro de Alfredo, el poeta lagunero Marco Antonio Jiménez Gómez del Campo ha señalado en la página liminar de libro que el autor “nos transparenta el misterio humano con admirable dominio poético. Ante la incertidumbre y la bella ambigüedad del mundo, nos invita a Estar de paso: un viaje sagrado que atraviesa falsas fronteras y todo lo armoniza y lo disuelve, lo reinventa con la pasión del sorprendido, del cautivo en sí mismo y en tránsito perpetuo. (…) Estamos ante un libro deslumbrante de un poeta joven en plena fulminación de las certezas, en plena restauración del lenguaje para intensificar la vida. Estar de paso nos invita a habitar de maneras más íntimas y sensibles el vértigo y la contemplación de nuestra época”.

Luego de este boceto, Estar de paso ofrece tres estancias, cada cual con su lote de poemas: “Salida [No me preguntes dónde vamos]”, Primera parada [Sólo pasa que estamos lejos]” y “Destino [Este reflejo es una calle]”, con 12, 10 y 20 piezas, respectivamente, todas innominadas. Por las tres deambula una mirada que observa con asombro, abiertos los ojos para afuera y para adentro, y esculca en los recovecos del espíritu hasta los cuales se filtra la realidad. No hay certezas en el paso por la vida, todo es pálpito, fugacidad, vislumbre que nunca cuaja en verdades absolutas y, al contrario, es siempre una corazonada incierta, movediza. Todos los poemas han sido despojados de retórica, enunciados más con silencios que con palabras, como este de la página 32:

 

desde los ojos de la mesera

el muchacho hace bola
una servilleta
tiene la forma del mundo
y está jugando con ella

 

hace unas horas
el mundo había hecho bolas
al muchacho
y se puso a jugar con él

 

Es posible apreciar aquí la eficacia de la omisión de datos que nosotros podemos añadir: no es necesario decir que la mesera ve abatimiento ni a qué puede deberse la situación del muchacho; la servilleta hecha bola, una bola que parece el mundo, sirve a su vez, sin nexo, para pasar por simetría a otra situación: la del mundo que hace bolas al muchacho cuya postura irradia desaliento.

En otro poema, en otros poemas, cualquier detalle detona la perplejidad. Por ejemplo, en este de la página 44:

 

un pedazo de hueso en la banqueta

que alguna vez fue perro o fue buey

 

alguna vez no estuvo a la suerte
de las hormigas ni del asfalto

 

un tuétano que saltó del caldo

 

la prueba de que alguien
o algo

estuvo aquí

 

de

 

pie

 

No es recomendable la explicación del poema, pues en sentido estricto, en sentido lógico, no la tiene. Se trata nada más de una visión en la que detrás se agazapan la perplejidad y la pesadumbre: un hueso cualquiera tirado en la calle es un aviso de lo que somos, o más bien de lo que seremos y de lo que será lo que nos rodea. Hasta las pirámides, como ya dije, alguna vez terminarán en el puro hueso. Los poemas de Alfredo Castro son pues breves, elípticos, pero se adensan en nuestro interior porque en todos laten intuiciones esenciales sobre el tiempo, sobre dios, sobre el titubeante amor, sobre la inestabilidad y la finitud de todo lo visible y lo invisible.

Estar de paso es un libro que contiene relámpagos, luces que iluminan un instante aquello con lo que vamos tropezando en este viaje, en este raro viaje denominado habitualmente como vida.

Comarca Lagunera, 23, febrero y 2022

Texto leído el 23 de febrero de 2022 en la presentación de Estar de paso celebrada en el Teatro Alfonso Garibay, de Torreón. Participamos Sergio Rojas, el autor y yo. 

sábado, abril 23, 2022

Cuidado con el Oso

 














Once capítulos le han bastado a Ricardo Ragendorfer (La Paz, Bolivia, 1957) para reconstruir con milimétrico detalle algunos años de la vida política argentina, la que va, más o menos, de 1973 a 1976. Lo hace en el libro Los doblados. Las infiltraciones del Batallón 601 en la guerrilla argentina (Sudamericana, Buenos Aires, 2016, 285 pp.). Se trata entonces de una investigación con tema harto escabroso, tanto como la vida social, económica y sobre todo política que sirvió como antesala de un periodo que se convertiría en el más violento hachazo de la historia argentina: la dictadura que operó del 76 al 83.

Los doblados se ubica entonces en el umbral del Proceso de Reorganización Nacional, eufemismo que sirvió como fachada retórica del terrorismo de estado que concelebraron varios países sudamericanos acurrucados bajo el ala del Plan Cóndor. En efecto, pocos años, pocos meses antes de que los militares argentinos se hicieran del poder tras el albazo del 24 de marzo del 76, sus dispositivos de espionaje trabajaron a todo tren en el propósito de eliminar “subversivos” de cualquier filiación, principalmente de agrupaciones que por distintos motivos habían radicalizado sus acciones.

Si bien el triunfo de Cámpora y poco después el regreso de Perón habían propiciado un momento de esperanza, de una muy tenue calma civil y de cierta marginación de lo castrense, con la muerte del caudillo en 1974 todo comenzó a empeorar. La presidente María Estela Martínez viuda de Perón pronto se vio rebasada por la realidad, lo que alfombró el retorno de las fuerzas armadas al gobierno. Además, el brazo derecho de Isabelita, José López Rega, sujeto turbio como pocos apodado el Brujo, se había adelantado a los milicos y diseñó su propio esquema represivo, la Triple A, aparato de acoso y aniquilamiento de todo aquel que fuera sospechoso de progresismo, sea de izquierda con perfil cubano o de peronismo del costado montonero.

Mientras la economía hacía agua, los militares preparaban el zarpazo; dejaban adrede que la crisis se agudizara para que, tras el golpe, la población los percibiera como salvadores. María Estela Martínez fue puesta en la congeladora gracias a un oportuno problema de salud, e Ítalo Argentino Luder, su suplente, llegó a la Casa Rosada como presidente de cartón pintado. Todo avanzaba, pues, según los cálculos de los mandos militares que ya para entonces también hacían sus primeros tanteos de brutalidad antiguerrillera en la provincia de Tucumán, esto con un operativo llamado, también con lujo de falsa heroicidad, “Independencia”.

Mientras avanzaba la descomposición política y la confección del golpe, los militares afinaron el mecanismo del espionaje contrainsurgente. Para entonces, varios grupos políticos de izquierda actuaban en la clandestinidad, pero resultaba evidente que los más nutridos de militancia eran el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y Montoneros, el primero de orientación marxista, y peronista el segundo. Para neutralizarlos, el poder militar urdió un plan según el cual lo más importante era el dominio de la información sobre los movimientos de los guerrilleros y sus colaboradores. Esta información, clave para desmadejar a la guerrilla, se conseguía con infiltración y con tortura cada vez que se daba con el paradero de algún “zurdo”. Debido a esto, los militares no repararon en gastos para ensamblar, en su camino al poder que llegaría tras el golpe, un aparato de inteligencia que fue puesto en manos del Servicio de Informaciones del Ejército (SIE), también conocido como Batallón 601 de Inteligencia.

El contexto sociopolítico planteado en los primeros capítulos es, en suma, amplio y detallado hasta que llega la legalización de la contrainsurgencia, es decir, cuando el terrorismo se institucionaliza. Allí, los apellidos más destacados fueron, claro, los de Videla y Massera, quienes a partir del 24 de marzo del 76 harán equipo con el brigadier general Agosti para constituir la Junta Militar que impondría el espanto hasta la debacle de las Malvinas. Ragendorfer revisó paso a paso el procedimiento mediante el cual la estructura militar sentó las bases del dominio subterráneo de la inteligencia. Luego del amplio preámbulo en el que contextualiza las confrontaciones políticas de aquella hora, el autor centra su mirada en el espionaje al ERP, cuyo líder, Mario Roberto Santucho, para entonces (mediados de los setenta) se encontraba oculto en algún refugio porteño. Precisamente, una de las más grandes aspiraciones del Batallón 601 fue dar con Santucho, pero esto no se logró sino hasta julio del 76, cuando un grupo de tareas lo cazó y lo ultimó en Villa Martelli.

Seis meses antes de que cayera Santucho el ERP preparó un ataque al Depósito de Arsenales 601 “Domingo Viejobueno”, en Monte Chingolo, proyecto que ejecutó el 23 de diciembre de 1975. Los entresijos de este emprendimiento guerrillero son analizados con minucia por Ragendorfer, quien focaliza su atención en dos sujetos: uno fue Rafael de Jesús Ranier, alias el Oso, y Carlos Españadero el otro, un mayor de inteligencia del ejército argentino. El primero había militado en organizaciones peronistas, pero tras el desencuentro entre Perón y la Juventud Peronista, y luego tras la muerte del general, decidió migrar a otra organización. Fue en este punto cuando por una serie de carambolas derivó en el apoyo logístico al ERP, aunque más bien con la intención de espiarlo. No operó en el círculo más alto de la organización, pero ya de alguna manera deambulaba cerca de personajes importantes. Así, un sujeto gris, desaliñado y con muy débil formación política se convirtió en “filtro” (infiltrado) del ejército en el ERP. Dueño de un “rastrojero” (camioneta de campo), el Oso era requerido por los guerrilleros para trasladar personal de una casa a otra o para movilizar armas y otros insumos. Aunque ocupaba la base de la pirámide militante, su labor de chofer le permitió ubicar espacios de seguridad y nombres propios que luego trasegaba a Españadero, quien a su vez, junto con otros militares cercanos, planeaba las acciones represivas de las “patotas” (grupos de tareas encargados de operar el secuestro y después la tortura/desaparición de los capturados).

Este engranaje funcionó a la perfección, tanto que el Oso delató, y por ello condenó a la muerte, a decenas de guerrilleros del ERP, y muchos estropicios más. Su personalidad anodina (de “lumpen”, dijo Ragendorfer en una entrevista, lo cual hace sentido con el peligro que la teoría marxista atribuyó al “andrajo”, que esto significa “lumpen” en alemán), su presencia casi fantasmal, su ingenuidad ideológica no despertaron las sospechas de sus “correligionarios”, quienes le asignaban tareas sin imaginar que aquel tipo bigotón y estrábico apenas concluía una encomienda del ERP y ya estaba aflojando la lengua y vomitando datos frente a Españadero.

El mayor golpe del bizco Ranier —y aquí Los doblados adquiere tintes peliculescos— se relaciona con las delaciones que permitieron al ejército esperar silbando el ataque del arsenal ubicado en la localidad de Monte Chingolo. Las filtraciones del Oso fueron la base de aquel madruguete, de suerte que, cuando los guerrilleros irrumpieron, los efectivos del ejército ya estaban preparados para repelerlos. Murieron más de sesenta guerrilleros y otros tantos quedaron heridos. Fue un duro revés, en realidad un fracaso para el ERP y su cúpula, principalmente para Santucho, todo por los oficios de un chofer de rastrojero con inmejorable pinta de vago.

El libro concluye con lo que vino inmediatamente después de la acción fallida. Los guerrilleros, que sospecharon todo el tiempo de “filtros”, ahora sí se convencieron de esta debilidad, y decidieron orquestar un plan para detectar al o los implicados en el espionaje. Dieron por fin con el Oso, quien primero fue interrogado y, tras su llorosa confesión, enjuiciado por un tribunal revolucionario del ERP. Al final de este proceso lo esperó una piadosa inyección letal.

Mutatis mutandis, la historia de Los doblados tiene afinidades no sólo con otros países del Cono Sur, sino, a trazo grueso, con México, pues aquí también, durante aquellos años terribles (qué años no lo son) se infiltró, se secuestró, se torturó, se mató y se desapareció en cantidades industriales desde el poder. Dicho de otra manera, acá también hubo Osos y Españaderos.

miércoles, abril 20, 2022

Panorama del mercado mexica

 







Se ha dicho que Hernán Cortés magnificó lo que sus ojos vieron en tierra azteca para elevar así el precio de su aventura conquistadora. Ciertamente esta es una tendencia natural del alma humana: agrandar la dificultad del obstáculo para aumentar el mérito propio, como cuando a una amada se le explica, para lograr sus favores, todo lo complicado que ha sido llegar hasta su puerta con un anillo en la mano. En sus Cartas de relación, Cortés se dirige a Carlos V, lo sabemos, pero en su mentalidad, todavía movida por resabios medievales, ya hay un hombre picado por el apetito de gloria individual, un renacentista que desea la trascendencia de sus obras y su nombre. No es pues exagerado decir que exageró al describir lo que miraba, pero tampoco pudo ser tanto por una razón simple: él sabía que no sería el único informante de la conquista, así que debió cuidarse y describir la realidad, en muchos casos, lo más ceñidamente posible a un criterio fotográfico.

No han sido pocas las veces en las que he señalado mi permanente asombro ante el asombro del extremeño frente al mercado mexica. Creo en las palabras de Cortés porque desde entonces hasta la fecha el Valle de México es un espacio que concentra servicios y mercaderías sin fin, todas las que produjo y produce desde siempre nuestro país y ahora más, pues debemos tomar en cuenta la interacción comercial de todo el globo. El capitán español, lo imagino, recorrió el espacio del mercado aborigen con preguntas en ristre, y al primer momento de sosiego, antes de que se traspapelara en su memoria, escribió sobre lo visto y oído. De este modo dejó a la posteridad un mural como los de Rivera: exuberantes en detalles, celosos del pormenor. “Tiene esta cibdad muchas plazas donde hay contino mercado y trato de comprar y vender. Tiene otra plaza tan grande como dos veces la plaza de la cibdad de Salamanca toda cercada de portales alderredor donde hay cotidianamente arriba de sesenta mill ánimas comprando y vendiendo, donde hay todos los géneros de mercadurías que en todas las tierras se hallan ansí de mantenimientos como de vestidos, joyas de oro y de plata y de plomo, de latón, de cobre, de estaño, de piedras, de huesos, de conchas, de caracoles, de plumas”.

Tres figuras retóricas destacan en esta primera cita: para que el destinatario europeo se dé una noción de lo que describe a partir de algo conocido, usa la comparación: “como dos veces la cibdad de Salamanca”; la hipérbole, que de un plumazo da la idea de totalidad: “hay todos los géneros de mercadurías que en todas las tierras se hallan”, y la enumeración, que se enseñorea en esta parte de la crónica para tratar de abrazar cabalmente lo que observa: “joyas de oro y de plata y de plomo, de latón, de cobre, de estaño, de piedras, de huesos, de conchas, de caracoles, de plumas”.

Al caminar un poco más por el mercado, la enumeración como tropo desplaza a la comparación y la hipérbole, y se convierte en un recurso indispensable de su pluma: “Véndese cal, piedra labrada y por labrar, adobes, ladrillo, madera labrada y por labrar de diversas maneras. Hay calle de caza donde venden todos los linajes de aves que hay en la tierra, así como gallinas, perdices, codornices, lavancos, dorales, zarcetas, tórtolas, palomas, pajaritos en cañuela, papagayos, buharros, águilas, falcones, gavilanes y cernícalos. Y de algunas destas aves de rapiña venden los cueros con su pluma y cabezas y pico y uñas. Venden conejos, liebres, venados y perros pequeños que crían para comer, castrados. Hay calle de herbolarios donde hay todas las raíces y hierbas medecinales que en la tierra se hallan. Hay casas como de boticarios donde se venden las medecinas hechas, ansí potables como ungüentos y emplastos”.

La enumeración es, claro, más amplia, y cuando Cortés ya no da más, vuelve a la hipérbole con flecos de síntesis: “Finalmente, que en los dichos mercados se venden todas las cosas cuantas se hallan en toda la tierra, que demás de las que he dicho son tantas y de tantas calidades que por la prolijidad y por no me ocurrir tantas a la memoria y aun por no saber poner los nombres no las expreso”.

Como se puede apreciar, nuestra tierra, en/por sus mercados, fue siempre una cornucopia; para Cortés y para quien la haya mirado desde hace 500 años a la fecha.

sábado, abril 16, 2022

La mano de Carpenter

 














Tras su partido contra Nigeria en el mundial de Estados Unidos, Diego Maradona sale de la cancha junto a una joven rubia. Van de la mano rumbo a la zona del estadio donde el número diez vaciará el contenido de su vejiga para la prueba antidóping. La imagen de la rubia al lado de Maradona da la vuelta al mundo, pero nada se sabe sobre la chica. Su nombre es Sue Carpenter, y en el momento del paseíllo con el astro del futbol mundial no podía imaginar que el azar la había elegido para coprotagonizar una de las estampas más famosas en la historia de los mundiales.

Lo que vino después de aquella meada legendaria ya lo sabemos. O creemos saberlo, más bien, pues, como pasó siempre en las mil y una andanzas de Maradona hasta su muerte en noviembre de 2020, el caso del dóping quedó envuelto en las brumas del escándalo que siempre enreda todo. Esta falta de claridad en torno a las peripecias relacionadas con Diego no se debía sólo a él, que en general vivía huyendo del asedio provocado por su popularidad, sino también a los innumerables sujetos e instituciones que por amor u odio lo acechaban en un horario 24/7. Alejado como pocos de cualquier atisbo de privacidad, expuesto de tiempo completo a las miradas como si hubiera vivido en un cubo de cristal, es paradójico que muchas zonas de su existencia permanezcan hasta hoy en la oscuridad, rodeadas de misterio.

La niebla por el dóping en el Mundial 94 no se debió tanto a él, sino, precisamente, a la multiplicidad de satélites que lo rodeaban, tema que dio tela para confeccionar el libro El último Maradona. Cuando a Diego le cortaron las piernas (Aguilar, Buenos Aires, 2014, 308 pp.), de Andrés Burgo y Alejandro Wall. Es, ya podemos imaginarlo, una escrupulosa investigación sobre el antes, el durante y el después del dóping de Maradona en el mundial de Estados Unidos, quizá el suceso de su índole más famoso en la historia de cualquier deporte. Pero es más que esto, como dicen los mismos autores en el cierre de su prólogo: “El dóping de Maradona en el Mundial 94 es mucho más que el drama de un futbolista y la congoja de un país. Abordarlo nos permite ver cómo se tejen las relaciones de poder, esos pliegues sobre los que pocas veces cae la luz”.

El último Maradona se divide en tres secciones, las dos primeras amplias: “Boston”, “Dallas” y “Después del dóping”. En las tres, claro, el futbol es un tema periférico, casi un pretexto. Lo importante está en indagar lo que provocó la vuelta de Maradona a la selección argentina y los tejemanejes de la AFA, la FIFA y otras instancias como el gobierno argentino, la mismísima CIA y muchos medios de comunicación. Muchos engranes movió la presencia de Maradona en la selección. Como sabemos, luego del dóping por cocaína en Italia, el diez quedó casi excluido del futbol, sin equipo y seguro de que jamás volvería a vestir la albiceleste. En aquellos años, la goliza 5 a 0 que le propinó Colombia puso en crisis a la selección gaucha, pues quedó a un pelo de la eliminación. La presión nacional blandió por ello una exigencia: la vuelta del diez, así que Julio Grondona, máximo dirigente de la AFA, y Alfio Basile, entrenador de la selección, lo visitaron. Arriba de 100 kilos en ese momento, Maradona aceptó regresar, se aisló en una casa de campo con un nutrido contingente de entrenadores, en pocas semanas bajó a poco más de 70 kilos y volvió con el fin de jugar el repechaje contra Australia (sin pruebas antidóping) para que los argentinos consiguieron su boleto a EUA 94. El ídolo lo había logrado nuevamente.

Entre los entrenadores que Maradona eligió para revertir su obesidad y ponerse en forma con la mirada puesta en EUA estaba un fisiculturista de nombre Daniel Cerrini. No sabía nada sobre entrenamiento futbolístico, pero con ciertos ejercicios, dietas y suplementos ayudó a que la figura de Diego volviera a ser, pese a sus 33 años, la de México 86. El astro logró que Cerrini fuera incorporado a la comitiva que viajaría al Mundial, y todo caminó bien durante los dos primeros partidos. La selección de Basile se lució en Boston frente a Grecia, partido en el que Maradona anotó el golazo que recordamos por su festejo, aquel en el que corre hacia una cámara ubicada a ras de cancha y grita con toda la euforia de sus pulmones. Después de este triunfo, el optimismo alcanzó cotas altísimas: la selección jugaba bien, y Maradona volvía a correr y a patear como en los viejos tiempos de su consagración en el estadio Azteca.

El segundo partido, ahora contra Nigeria, fue más difícil, pero el equipo del Coco Basile consiguió otra victoria y a esas alturas parecía una locomotora rumbo a la copa FIFA. Lo malo, lo único malo, ocurrió al margen del terreno de juego: el sorteo para insacular a los dos argentinos que se harían la prueba antidóping dio, por azar, con el nombre de Maradona. Debido a esto, Sue Carpenter, con celo policial, fue a tomarlo de la mano (de dios) para guiarlo hasta el frasco donde el crack debía descargar su orina. Hasta aquí todo se mantenía, digamos, en los márgenes de la normalidad.

La película que siguió parece hoy, a la distancia, un vertiginoso remolino de situaciones que involucran a la FIFA, a los entrenadores personales de Maradona, a la AFA, al equipo médico de la selección y al periodismo internacional especializado en la especulación. La hipótesis más verosímil es la que apunta al fisiculturista Cerrini y sus pastillas como culpables de la presencia de efedrina en el organismo del jugador. La crónica de Burgo-Wall avanza casi minuto a minuto desde que Maradona vació su muestra hasta que, en Dallas, le notifican que ha quedado fuera de la competencia. Dado que el diez se había hecho acompañar por un equipo personal de entrenamiento, el equipo médico de la selección no quiso responsabilizarse del dóping, pues pudo salir a afirmar que por accidente se le había suministrado un medicamento con algún agente químico prohibido, pero nadie aceptó tirarse encima de la granada para salvar al ídolo. Maradona afirmó que no había tomado nada, o que en todo caso no sabía si había tomado alguna sustancia punible. El problema escaló, por supuesto, hasta Havelange y Blatter, los dos mandones de la FIFA, quienes, para zafar del lío con malicia de mafiosos, pasaron la papa caliente a Julio Grondona, dirigente del futbol argentino que ya para entonces se había colocado también en la cúspide de la FIFA. Grondona estaba pues frente a una encrucijada: Maradona o su futuro como dirigente en el máximo organismo del futbol mundial, y decidió que la AFA dejara fuera al capitán de la selección que después, en una entrevista famosa, declaró la frase inmortal: “Me cortaron las piernas”.

El quilombo, como dicen los argentinos, fue en verdad un terremoto para el equipo sudamericano, que perdió su tercer partido y el de octavos de final, respectivamente, contra Bulgaria y Rumania (la Rumania de Gheorghe Hagi, curiosamente llamado “El Maradona de los Cárpatos”).

Fue, claro, el último Mundial para Maradona y casi el fin de su carrera como futbolista, pero en el fondo nunca quedó, ni quedará claro, si en esa competencia en realidad consumió sustancias prohibidas con dolo o sin saberlo, o si todo fue en realidad una venganza de la FIFA-EUA contra el jugador que más incomodidades les había provocado con declaraciones desafiantes.

Todo en Maradona fue así: un océano de intereses y suposiciones que desbordaban lo futbolístico para ser, en realidad, juegos de poder con el dinero y la política.

miércoles, abril 13, 2022

Los años de plomo: reprimir era el verbo

 











Fue la década de los setenta, y particularmente el sexenio de Luis Echeverría Álvarez, el momento más represivo en la historia del México posrevolucionario. Autoritarismo del poder mexicano siempre hubo, pero el ejercicio de la violencia física quizá nunca se había expresado con mayor sistematicidad que en aquellos años signados por dos rasgos del poder: la cerrazón política a ultranza, por un lado, y la brutalidad, por el otro. Si el 68 dejó ver con claridad el rostro intransigente del gobierno, los años que siguieron agudizarían su endurecido talante, inviable ya para los vientos que soplaban en el interior y el exterior de México. Al cerrarse la vía de la política, varios mexicanos, sobre todo jóvenes, optaron por el camino de las armas que, como sabemos, se había convertido en una posibilidad importante de cambio social y económico principalmente en Asia, África y América Latina, aunque también se manifestó, no sin sorpresa, en países como Estados Unidos con organizaciones como el Partido Panteras Negras, de autodefensa ante el abuso de la fuerza policial.


La novela Los años de plomo (UANL, 2021), de Hugo Esteve Díaz, recorre el doloroso sexenio que va del 70 al 76, el echeverriato. Hugo Esteve Díaz (Ciudad de México, 1955) es escritor, analista político y profesor. Ha publicado Las corrientes sindicales en México (1990), Los movimientos sociales urbanos, un reto para la modernización (1992), El sector social de la economía (1994), Las armas de la utopía. Tercera ola de los movimientos guerrilleros en México (1996) y Amargo lugar sin nombre. Crónica del movimiento armado socialista en México 1960-1990 (2013), entre varios libros más, como las compilaciones Recordanzas sobre René Avilés Fabila (2017), Antecedentes de la razón. Antología del cuento guerrillero (2018). Autor además, en literatura, del libro de cuentos Las dichosas vocales (2018) y ahora de la novela Los años de plomo (2021). Licenciado en Derecho con especialidad en Ciencia Política por la UVM-UNAM. Autor de una decena de libros. Ha sido articulista en varios periódicos y revistas, así como catedrático y expositor en diversas instituciones. En paralelo a estas actividades, es especialista en desarrollo de recursos humanos, relaciones de trabajo y gestión legal laboral.


Cierto que el presente de la historia aterriza en la declinación de ese sexenio, más o menos entre agosto y octubre del 76, pero todos sus protagonistas ocuparon la escena política durante aquel periodo. Se trata de una historia peculiar, una novela que llega hasta los bordes del género, si es que los tiene. Lo habitual es, sabemos, identificar a un protagonista y avanzar por una ruta argumental definida, un propósito. En este caso no los hay, o los hay de un modo inhabitual. En cuanto a los personajes, ninguno destaca sobradamente de los demás, aunque quizá sea Manuel Nazario Herro el más definido; hay otros relevantes, pero ninguno ocupa un lugar en la escena narrativa al grado de que lo consideremos “protagonista”. En cuanto al asunto, es viable decir que un motivo poderoso y de flujo algo soterrado es el de la sucesión presidencial del 76. En efecto, varios capítulos (del 2 a 5) de Los años de plomo tienen ese trasfondo: hay un presidente a punto de dejar el poder y otro a punto de asumirlo, y debajo de esto, en el drenaje profundo, cunde la rebatinga política entre los que van de salida y quienes desean agarrar buen hueso en el sexenio por venir. Otra línea de fuerza argumental, claro, está en la mirada y en el riesgoso trajín de los guerrilleros (del 6 a 10).

Como dije, la ubicación del presente en esta novela es precisa: el 27 de octubre del 76, día en el que un grupo guerrillero (innominado en la novela) intenta secuestrar a la hermana del presidente electo que asumiría el poder ejecutivo un mes después. El desarrollo de este hecho es abordado en los capítulos 1 y 11, primero y último, como si esto fuera el marco dentro del cual se desarrollarán los capítulos que van del 2 al 10. Con este recurso, Esteve Díaz parece sugerir que mientras varios jóvenes emprendieron acciones de alta peligrosidad, en otros ámbitos de la vida nacional el interés de los políticos se centraba en disputar como chacales la posibilidad de acomodarse bien en nuevos cargos públicos. El desfile de logreros abarca, como digo, varios capítulos, todos ellos atravesados por el cinismo de un sistema que ya para entonces pedía a gritos alguna bocanada de oxigenación democrática y en lugar de permitirlo reprimía sin ahorrar recursos económicos o métodos de sometimiento.

A esta altura de la reseña se habrá notado que Los años de plomo trabajó con la arcilla de la realidad. No sólo fue así, sino que es posible definirla como novela de no ficción, o de casi no ficción, pues la mayor parte de los hechos y los personajes se ajustan fielmente a los actores y a los acontecimientos de aquella terrible etapa. Se trata entonces de un repaso a la pantanosa vida política del echeverriato con un énfasis especial en el tic que lo caracterizó: su obsesión por aniquilar, sin que se notara mucho, según las autoridades, a los grupos rebeldes nacidos a partir del halconazo y otros que ya venían del sexenio precedente. La organización más importante fue, como sabemos, la Liga Comunista 23 de Septiembre cuya fundación se dio en Guadalajara en marzo del 73. Su aparición marcó a su vez el desbordamiento de la guerra sucia, el uso extrajudicial del Estado para aplastar oponentes mediante operativos de la Dirección Federal de Seguridad aceitados desde la Secretaría de Gobernación. Sobre esto, en su prólogo Hugo Valdés señala que “El interés de Hugo Esteve Díaz por la llamada guerra sucia que asoló al país hace medio siglo no se limita a los exhaustivos trabajos de investigación que ha venido publicando en años recientes: su gusto por la literatura lo condujo a escribir Los años de plomo para dar cuenta de pormenores de esa etapa desde un registro novelístico que mucho se agradece, en vista de cómo la narrativa revela aspectos y matices que inevitablemente escapan en una pieza ensayística y aun en el testimonio y el documento de denuncia”.

Digo pues que Hugo Esteve escribió una novela de casi no ficción y no creo errar en su encuadramiento. Pongo el adverbio de aproximación “casi” porque si bien los hechos calcan lo sucedido en la realidad, al menos en la realidad documentable, el autor ha querido difuminar algunos datos sobre todo vinculados con los nombres propios de personas, instancias políticas y medios de comunicación. Fuera de estas modificaciones, la narración camina de la mano de la historia, de los hechos que en verdad ocurrieron.

Para efectos prácticos no es tan importante saber quién es quién y qué es qué en este mosaico de nombres ficticios, pero en automático el lector (el lector mexicano de edad algo avanzada) tiende, creo, como tendí yo, a tratar de identificarlos. El autor colocó marcas que ayudan a ubicar a la mayoría de los personajes. Enumerar quiénes aparecen con antifaz ayuda a darnos una idea de los sujetos que pueblan estas páginas. Si el animal Manuel Nazario Herro es Miguel Nazar Haro, esta es la clave para identificar a los demás: Alejando González Calleja es Fernando Gutiérrez Barrios, Josué Márquez Perales es Jesús Reyes Heroles, Octavio (en contraposición a un tal Regino) es Julio Scherer, Manuelita es (por el contexto) Margarita López Portillo, Maya Valencia es Mario Moya Palencia, Raúl Echegaray Ávila es Luis Echeverría Álvarez, Juan Pérez Murillo es José López Portillo, Luciano es Lucio Cabañas, Rubén Gamboa es Rubén Figueroa, “la doña” (por el contexto) es Rosario Ibarra, Miqueas es Oseas (es decir, Ignacio Arturo Salas Obregón, el fundador de la Liga Comunista 23 de Septiembre), Los Robles son Los Pinos, El Infame es El Móndrigo, El Mundial es El Universal y Minera es Madera. Dos intelectuales ocupan una sección de la novela: uno de ellos es el siniestro erudito Tulio Bernárdez, es decir, el siniestro erudito Emilio Uranga, y otro es German Kutman, en quien distingo al Güero Jorge Castañeda Gutman.

Pero más allá de estos cambios nominales, la novela grafica en su fragmentación y mediante el uso variable de las tres perspectivas del narrador, la fisonomía del momento en el que el Estado mexicano estaba ya en las patadas de ahogado y, dada la oposición justificadamente armada de grupos radicalizados, “cedió” la reforma electoral del 77 que a la postre permitiría orear gradualmente la vida democrática del país. No podía ser de otra manera dado que, como se puede suponer gracias a los pasajes de la novela, el poder político se edificaba desde la presidencia para abajo sin la menor oportunidad de cuestionamiento a su hegemonía y sus rituales. La práctica del dedazo, del acomodo de compadres en la nómina pública, del control de los medios, de la corrupción sin coto y la represión con altas cuotas de tortura y muerte habían colmado la paciencia de la juventud, que actuó sin remedio, desesperada.

Todavía faltaba —y aún falta— mucho para tener un país justo y respirable, pero quizá si en algunos ámbitos comparamos este tiempo con el que reconstruye la novela de Hugo Esteve Díaz, quizá concluyamos que algunas luchas de aquel pasado tuvieron una profunda significación pese a que hasta hoy padecen los estigmas de la mala prensa o, en el mejor de los casos, el olvido. Los años de plomo cierra con un colofón en el que el autor expone grosso modo algunos hechos que vinieron lustros después del traumático echeverriato y una sección cuasifascimilar de documentos.

Ojalá que todo esto sirva de estímulo para que muchos la lean.

Comarca Lagunera, 18, febrero y 2022

*Comentario leído el 18 de febrero de 2022 en la presentación de Los años de plomo (UANL, Monterrey, 139 pp.), novela de Hugo Esteve Díaz. Esta actividad se celebró en el Teatro Alfonso Garibay de Torreón; en la mesa participamos Saúl Rosales, el autor y yo.




sábado, abril 09, 2022

Sobre el señor de Montaigne

 














Michel Eyquem es uno de los personajes más interesantes en la historia de la cultura occidental. No se le conoce tanto por su nombre real, sino por el que él eligió: Michel de Montaigne, o, mejor, Montaigne a secas. Dada la admiración que desde 1580 despierta en muchos lectores, no son pocas las semblanzas que han tratado de escudriñar su vida. Una de ellas, todavía reciente, es La muerte de Montaigne (Tusquets, 2011, 289 pp.), del chileno Jorge Edwards (Santiago, 1931). Dije “semblanza” pero en realidad es eso y algo más, o algo más y eso, no sé. La verdad es que se trata de un libro articulado a caballo entre la biografía, el ensayo y quizá un poco, si queremos, la autobiografía. Lo importante en todo caso es que se trata de un libro entrañable sobre la figura más saliente del Renacimiento francés, y eso basta para acometer su lectura.

Edwards, gran narrador que además ha sido diplomático de su país en Cuba y en Francia, se siente fascinado por la figura de Montaigne, y afortunadamente ha podido comunicarnos esta fascinación. Sin apegarse a un criterio cronológico ceñido, poco a poco reconstruye ante nosotros el perfil de aquel hombre peculiar. Nació en 1533 en el castillo familiar ubicado en Burdeos, y allí mismo murió hacia 1592. En medio de esas dos fechas cupieron muchas andanzas y una formación intelectual que a la postre serviría como dinamo de su escritura. Montaigne, nos cuenta Edwards, tuvo una relación estrecha con su padre, Pierre Eyquem, hombre próspero y sin gran cultura, pero admirador de artistas e intelectuales. Esto lo movió a buscar para su hijo Michel un preceptor que desde las primerísimas letras lo instruyera sólo por medio del latín. Así fue como Montaigne, de niño, trabó amistad literaria con ídolos que lo acompañarían toda su vida: Plutarco, Séneca, Cicerón y muchos más, principalmente latinos. Su amor por la lectura lo movió después a escribir y a publicar, de modo que en 1580, a los cuarenta y tantos de su edad, dio a la estampa, como antes se decía, la primera tanda de sus Essais, palabra que escogió como título para los extraños textos que había confeccionado.

La palabra, que en español conocemos como “ensayo”, corrió con mucha suerte sobre el lomo de las páginas escritas en el Château de Montaign, castillo donde su dueño se encerró a leer y a entintar la pluma. Su placer mayor estaba en la biblioteca, sitio donde grabó frases latinas en las vigas y donde halló el tono y la forma de su escritura, es decir, el tono y la forma del ensayo puro, el ensayo a la manera de Montaigne: viable para desmenuzar una idea con la mirada más personal posible, sin temor a la erudición digresiva, íntimo, sincero en su rechazo al dogmatismo, libre. Esta forma de proceder, mostrada en la famosa página que sirvió como prólogo a la primera salida de los Essais, es la que sirve para afirmar hoy que el ensayo revela a su autor, lo desnuda espiritualmente: “Si mi objetivo hubiera sido buscar el favor del mundo, habría echado mano de adornos prestados; pero no, quiero sólo mostrarme en mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria (…) yo mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no es razón para que emplees tu vagar en un asunto tan frívolo y tan baladí. Adiós, pues”.

El hombre que ha escrito esas páginas, que ha bautizado el molde de su quehacer como “ensayo”, es pues el centro del libro La muerte de Montaigne. Jorge Edwards no ha querido fijarse sólo en la escritura de Montaigne, sino enriquecer la imagen que de él podemos hacernos ubicándolo en su contexto social y cultural. Aunque era un hombre acomodado, le tocó una época difícil. Católicos y protestantes (llamados “hugonotes” en Francia) reñían sin escatimar violencia y sangre. La política de la tolerancia y la diplomacia, a la que Montaigne era afecto, no servía de mucho para aplacar los extremismos religiosos, pero aún en ese contexto supo hacerse oír por ambos bandos, aunque siempre con zozobra ante el peligroso qué dirán. Frente a la radicalización de las posiciones, fórmula que en aquellos tiempos derivaba sin titubeos en agresión física, en adicción a los azotes y las hogueras, Montaigne vivió y escribió en el tono medio de quien desea, para empezar, como primer requisito, que la vida se mantenga siendo vida para a partir de allí, sobre ese piso elemental, construir algo. El espíritu de moderación, templanza y sinceridad en la exhibición de emociones/opiniones es la savia que recorre los renglones de Montaigne, su pulsión humana.

Como ya observé, este libro tiene mucho de poliédrico. Sus facetas más destacables tienen que ver con la vida privada (incluso íntima) de Montaigne, con sus viajes, con su trabajo como funcionario público, con su pasión por el encierro y los libros, con su rechazo al acoso basado en las posiciones que hoy, anacrónicamente, podemos llamar supremacistas.

Dos ingredientes relevantes más contienen estas páginas: por un lado, aquel en el que el autor espiga su circunstancia, sus ideas políticas y literarias, su visión de Chile, y, por otro, la referencia que hace sobre Marie de Gournay, la admiradora de Montaigne que terminaría siendo su corresponsal epistolar, más adelante su albacea literaria y más adelante todavía una de las precursoras del pensamiento feminista.

La muerte de Montaigne es, por todo, un libro cómodo para aproximarse al señor de la Montaña, aquel terco y novedoso, en su tiempo, “historiador de sí mismo”.

miércoles, abril 06, 2022

Heberto en mi memoria

 














En 1986 concluí la carrera profesional y comenzó mi trajinar laboral. Mientras me acomodaba en alguna chamba, la que fuera, me ocupaba ya muy en serio en leer todo lo posible y en borronear mis primeras cuartillas seudoliterarias. Al mismo tiempo, como ocupación periférica pero importante, militaba en lo poquito que quedaba del Partido Mexicano de los Trabajadores. Un año después, el PMT y el Partido Socialista Unificado de México se fusionaron y dieron origen al Partido Mexicano Socialista. Cerca estaba la elección federal del 88, y el PMS propuso como candidato al ingeniero Heberto Castillo Martínez, quien arrancó su campaña por toda la República.

En Torreón abracé con entusiasmo el trabajo político para el partido. Hice pintas en bardas, participé en mítines, repartí el periódico partidista y asistí a juntas maratónicas de organización y debate. Como había estudiado comunicación y tenía una cámara fotográfica más o menos profesional, la Pentax K1000, apoquiné servicios en algo que podemos llamar, aproximadamente, “área de información”, de modo que escribí boletines mal redactados y tomé fotos no tan deficientes. En algún fin de semana del 87 a punto de terminar, la dirigencia nacional avisó que nuestro candidato vendría de gira a La Laguna. No recuerdo con precisión cuándo vino, pero el hecho fue que, en efecto, los militantes laguneros recibimos al ingeniero Castillo y lo placeamos por diferentes rumbos de la región. Recuerdo particularmente un recorrido por la colonia FOCE, de Gómez Palacio, y una visita al ejido La Mina, donde comimos sopa y asado de puerco, como reliquia.

No había mucho dinero para nada, así que cuidaba con exagerado celo cada disparo de mi cámara fotográfica. Gasté todo el único rollo de la gira en imágenes del candidato, y hoy lamento no haberme tomado una sola fotito con él. Sabía para entonces quién era Heberto Castillo, pero me faltaba información para ponderar mejor su valía como político e intelectual, como hombre de lucha a esas alturas ya muy curtido frente a la adversidad de un régimen muy duro de roer, como lo dejó claro, entre otros, en Libertad bajo protesta, libro del 73 editado, vale añadir, por el lagunero Rogelio Villarreal Huerta.

Heberto Castillo Martínez, el inmenso Heberto, murió el 5 de abril del 97, hace 25 años.

sábado, abril 02, 2022

Azares de la vecindad

 








No sé, pero supongo que el espíritu de vecindario sólo sobrevive hoy en las colonias populares. Al hablar de ese espíritu me refiero al ambiente que privaba en los antiguos barrios en los que todos nos conocíamos, jugábamos a los mismos juegos e incluso asistíamos a las mismas escuelas. Los padres de entonces salían a trabajar y tanto las madres como los hijos entretejían lazos buenos o malos, pero reales, “presenciales”, en todo el vecindario.

Tal modelo de relación quedó hecho trizas en los años recientes por motivos que aquí apenas alcanzo a sobrevolar: por la inseguridad que provoca desconfianza y miedo al exterior, por la salida de la madre del entorno hogareño tanto para ganar dinero como para desarrollarse en tareas profesionales y, por último, debido a la aparición de internet que trajo aparejados modos de comunicación/distracción ajenos a la cercanía física. Sospecho pues que sólo en las colonias populares, como dije, sobrevive el tipo de relaciones comunitarias que conocí en mi niñez, pero ya ni de esto estoy seguro.

Con el crecimiento de las ciudades se fueron creando áreas de radicación en las periferias, muchas de ellos llamadas, con obviedad, “cerradas”. Cuando comenzaron a nacer y multiplicarse, calculo que hace más o menos 20 o 25 años, pensé que en ellas se abría de nuevo la posibilidad de interactuar comunitariamente, pero no pude probarlo en la práctica, in situ, porque jamás viví en una ínsula de esa especie. Fue hasta hace un año cuando luego de algunas carambolas de la vida caí a vivir en una cerrada de, digamos, clase media tirándole a baja. Es ordenada, tiene algunos servicios pagados por la colectividad (como el cuidado del parque y la caseta) y en general es llevadero vivir encapsulado en su barda perimetral. Aquí sí pude comprobar que la interacción del vecindario también es mínima, casi nula. En el modelo gringo, y salvo por el caso de algunos jóvenes de entre 13 y 17 años que sí conviven entre ellos, veo que nadie tiene inquietud por inmiscuirse en nada ajeno, y todos los residentes vivimos recluidos bajo nuestros techos, indiferentes cabalmente al ambiente exterior.

Es claro ahora sí, para mí, que el modelo de vinculación comunitaria, antes característica de los barrios del centro, ha desaparecido casi por completo en la periferia de las nuevas colonias. Las fiestas, los chismes, los velorios e incluso los pleitos otrora definitivos del ambiente barrial han pasado a ser mito de película con Pedro Infante y Blanca Estela Pavón dirigidos por Ismael Rodríguez. Lo que parece no haber cambiado son ciertos hábitos de vecino nefasto. No están, por suerte, tan generalizados, pero afloraran aquí y allá como molestias que pudieran ser evitadas a fuerza de actuar con un poco más de tacto.

Como dije arriba, hay un parque, y a su alrededor tiene cerca de treinta casas. Todos los residentes estacionan sus vehículos en sus cocheras techadas, aunque de vez en cuando, sobre todo cuando reciben visitas, usan la circunferencia del parque para detener allí sus autos. Hasta aquí todo bien. Lo malo es que dos inquilinos han dejado dos autos estacionados por meses o años como si aquello fuera un yonke, y no hay poder humano que los obligue a eliminar sus chatarras. ¿Qué hay en la cabeza de alguien que decide invadir así un espacio público? No sé, pero es evidente que no precisamente sesos.

Otra calamidad frecuente es la basura. También en este ítem es mayoritario el número de los vecinos que a diario o casi a diario limpian sus cocheras y tratan de mantener a raya la fealdad de la mugre que, como sabemos, es casi inevitable en La Laguna por la frecuencia de las tolvaneras y porque jamás hemos tenido mucha vocación por la limpieza. No faltan, sin embargo, como en cualquier lugar, los vecinos que parecen regodearse en el desaseo, esos que sacan la basura despatarrada cada dos meses, que atesoran objetos inservibles junto a sus fachadas y jamás pasan la escoba por su pedazo de exterior.

Un último rasgo de la vecindad tóxica es la música estentórea. Por suerte, tampoco es reiterada, pero cuando se manifiesta es espantosa. Llamar música a esa música es, claro, una concesión, pues se trata comúnmente de tamborazos y berridos cuya vulgaridad impide vislumbrar que allí se manifiesta alguna forma del arte. Lo mismo pasa con la plaga llamada reguetón y otros ritmos parecidos, casi todos obsesionados por el deseo de que alguna chica mueva el culo.

En suma, ser vecino nunca ha sido tan difícil. Todo es cuestión de meter en nuestros actos una pizca, aunque sea una pizca, de consideración por los demás.