miércoles, abril 13, 2022

Los años de plomo: reprimir era el verbo

 











Fue la década de los setenta, y particularmente el sexenio de Luis Echeverría Álvarez, el momento más represivo en la historia del México posrevolucionario. Autoritarismo del poder mexicano siempre hubo, pero el ejercicio de la violencia física quizá nunca se había expresado con mayor sistematicidad que en aquellos años signados por dos rasgos del poder: la cerrazón política a ultranza, por un lado, y la brutalidad, por el otro. Si el 68 dejó ver con claridad el rostro intransigente del gobierno, los años que siguieron agudizarían su endurecido talante, inviable ya para los vientos que soplaban en el interior y el exterior de México. Al cerrarse la vía de la política, varios mexicanos, sobre todo jóvenes, optaron por el camino de las armas que, como sabemos, se había convertido en una posibilidad importante de cambio social y económico principalmente en Asia, África y América Latina, aunque también se manifestó, no sin sorpresa, en países como Estados Unidos con organizaciones como el Partido Panteras Negras, de autodefensa ante el abuso de la fuerza policial.


La novela Los años de plomo (UANL, 2021), de Hugo Esteve Díaz, recorre el doloroso sexenio que va del 70 al 76, el echeverriato. Hugo Esteve Díaz (Ciudad de México, 1955) es escritor, analista político y profesor. Ha publicado Las corrientes sindicales en México (1990), Los movimientos sociales urbanos, un reto para la modernización (1992), El sector social de la economía (1994), Las armas de la utopía. Tercera ola de los movimientos guerrilleros en México (1996) y Amargo lugar sin nombre. Crónica del movimiento armado socialista en México 1960-1990 (2013), entre varios libros más, como las compilaciones Recordanzas sobre René Avilés Fabila (2017), Antecedentes de la razón. Antología del cuento guerrillero (2018). Autor además, en literatura, del libro de cuentos Las dichosas vocales (2018) y ahora de la novela Los años de plomo (2021). Licenciado en Derecho con especialidad en Ciencia Política por la UVM-UNAM. Autor de una decena de libros. Ha sido articulista en varios periódicos y revistas, así como catedrático y expositor en diversas instituciones. En paralelo a estas actividades, es especialista en desarrollo de recursos humanos, relaciones de trabajo y gestión legal laboral.


Cierto que el presente de la historia aterriza en la declinación de ese sexenio, más o menos entre agosto y octubre del 76, pero todos sus protagonistas ocuparon la escena política durante aquel periodo. Se trata de una historia peculiar, una novela que llega hasta los bordes del género, si es que los tiene. Lo habitual es, sabemos, identificar a un protagonista y avanzar por una ruta argumental definida, un propósito. En este caso no los hay, o los hay de un modo inhabitual. En cuanto a los personajes, ninguno destaca sobradamente de los demás, aunque quizá sea Manuel Nazario Herro el más definido; hay otros relevantes, pero ninguno ocupa un lugar en la escena narrativa al grado de que lo consideremos “protagonista”. En cuanto al asunto, es viable decir que un motivo poderoso y de flujo algo soterrado es el de la sucesión presidencial del 76. En efecto, varios capítulos (del 2 a 5) de Los años de plomo tienen ese trasfondo: hay un presidente a punto de dejar el poder y otro a punto de asumirlo, y debajo de esto, en el drenaje profundo, cunde la rebatinga política entre los que van de salida y quienes desean agarrar buen hueso en el sexenio por venir. Otra línea de fuerza argumental, claro, está en la mirada y en el riesgoso trajín de los guerrilleros (del 6 a 10).

Como dije, la ubicación del presente en esta novela es precisa: el 27 de octubre del 76, día en el que un grupo guerrillero (innominado en la novela) intenta secuestrar a la hermana del presidente electo que asumiría el poder ejecutivo un mes después. El desarrollo de este hecho es abordado en los capítulos 1 y 11, primero y último, como si esto fuera el marco dentro del cual se desarrollarán los capítulos que van del 2 al 10. Con este recurso, Esteve Díaz parece sugerir que mientras varios jóvenes emprendieron acciones de alta peligrosidad, en otros ámbitos de la vida nacional el interés de los políticos se centraba en disputar como chacales la posibilidad de acomodarse bien en nuevos cargos públicos. El desfile de logreros abarca, como digo, varios capítulos, todos ellos atravesados por el cinismo de un sistema que ya para entonces pedía a gritos alguna bocanada de oxigenación democrática y en lugar de permitirlo reprimía sin ahorrar recursos económicos o métodos de sometimiento.

A esta altura de la reseña se habrá notado que Los años de plomo trabajó con la arcilla de la realidad. No sólo fue así, sino que es posible definirla como novela de no ficción, o de casi no ficción, pues la mayor parte de los hechos y los personajes se ajustan fielmente a los actores y a los acontecimientos de aquella terrible etapa. Se trata entonces de un repaso a la pantanosa vida política del echeverriato con un énfasis especial en el tic que lo caracterizó: su obsesión por aniquilar, sin que se notara mucho, según las autoridades, a los grupos rebeldes nacidos a partir del halconazo y otros que ya venían del sexenio precedente. La organización más importante fue, como sabemos, la Liga Comunista 23 de Septiembre cuya fundación se dio en Guadalajara en marzo del 73. Su aparición marcó a su vez el desbordamiento de la guerra sucia, el uso extrajudicial del Estado para aplastar oponentes mediante operativos de la Dirección Federal de Seguridad aceitados desde la Secretaría de Gobernación. Sobre esto, en su prólogo Hugo Valdés señala que “El interés de Hugo Esteve Díaz por la llamada guerra sucia que asoló al país hace medio siglo no se limita a los exhaustivos trabajos de investigación que ha venido publicando en años recientes: su gusto por la literatura lo condujo a escribir Los años de plomo para dar cuenta de pormenores de esa etapa desde un registro novelístico que mucho se agradece, en vista de cómo la narrativa revela aspectos y matices que inevitablemente escapan en una pieza ensayística y aun en el testimonio y el documento de denuncia”.

Digo pues que Hugo Esteve escribió una novela de casi no ficción y no creo errar en su encuadramiento. Pongo el adverbio de aproximación “casi” porque si bien los hechos calcan lo sucedido en la realidad, al menos en la realidad documentable, el autor ha querido difuminar algunos datos sobre todo vinculados con los nombres propios de personas, instancias políticas y medios de comunicación. Fuera de estas modificaciones, la narración camina de la mano de la historia, de los hechos que en verdad ocurrieron.

Para efectos prácticos no es tan importante saber quién es quién y qué es qué en este mosaico de nombres ficticios, pero en automático el lector (el lector mexicano de edad algo avanzada) tiende, creo, como tendí yo, a tratar de identificarlos. El autor colocó marcas que ayudan a ubicar a la mayoría de los personajes. Enumerar quiénes aparecen con antifaz ayuda a darnos una idea de los sujetos que pueblan estas páginas. Si el animal Manuel Nazario Herro es Miguel Nazar Haro, esta es la clave para identificar a los demás: Alejando González Calleja es Fernando Gutiérrez Barrios, Josué Márquez Perales es Jesús Reyes Heroles, Octavio (en contraposición a un tal Regino) es Julio Scherer, Manuelita es (por el contexto) Margarita López Portillo, Maya Valencia es Mario Moya Palencia, Raúl Echegaray Ávila es Luis Echeverría Álvarez, Juan Pérez Murillo es José López Portillo, Luciano es Lucio Cabañas, Rubén Gamboa es Rubén Figueroa, “la doña” (por el contexto) es Rosario Ibarra, Miqueas es Oseas (es decir, Ignacio Arturo Salas Obregón, el fundador de la Liga Comunista 23 de Septiembre), Los Robles son Los Pinos, El Infame es El Móndrigo, El Mundial es El Universal y Minera es Madera. Dos intelectuales ocupan una sección de la novela: uno de ellos es el siniestro erudito Tulio Bernárdez, es decir, el siniestro erudito Emilio Uranga, y otro es German Kutman, en quien distingo al Güero Jorge Castañeda Gutman.

Pero más allá de estos cambios nominales, la novela grafica en su fragmentación y mediante el uso variable de las tres perspectivas del narrador, la fisonomía del momento en el que el Estado mexicano estaba ya en las patadas de ahogado y, dada la oposición justificadamente armada de grupos radicalizados, “cedió” la reforma electoral del 77 que a la postre permitiría orear gradualmente la vida democrática del país. No podía ser de otra manera dado que, como se puede suponer gracias a los pasajes de la novela, el poder político se edificaba desde la presidencia para abajo sin la menor oportunidad de cuestionamiento a su hegemonía y sus rituales. La práctica del dedazo, del acomodo de compadres en la nómina pública, del control de los medios, de la corrupción sin coto y la represión con altas cuotas de tortura y muerte habían colmado la paciencia de la juventud, que actuó sin remedio, desesperada.

Todavía faltaba —y aún falta— mucho para tener un país justo y respirable, pero quizá si en algunos ámbitos comparamos este tiempo con el que reconstruye la novela de Hugo Esteve Díaz, quizá concluyamos que algunas luchas de aquel pasado tuvieron una profunda significación pese a que hasta hoy padecen los estigmas de la mala prensa o, en el mejor de los casos, el olvido. Los años de plomo cierra con un colofón en el que el autor expone grosso modo algunos hechos que vinieron lustros después del traumático echeverriato y una sección cuasifascimilar de documentos.

Ojalá que todo esto sirva de estímulo para que muchos la lean.

Comarca Lagunera, 18, febrero y 2022

*Comentario leído el 18 de febrero de 2022 en la presentación de Los años de plomo (UANL, Monterrey, 139 pp.), novela de Hugo Esteve Díaz. Esta actividad se celebró en el Teatro Alfonso Garibay de Torreón; en la mesa participamos Saúl Rosales, el autor y yo.