Que
nadie se dé por salvado frente a la tentación del abismo. Si el equilibrado
Gustav Von Aschenbach sucumbió en Venecia ante el magnetismo de Tadzio, es
verosímil lo que le ocurre en la ficción a Julio Andrada, personaje principal
de Oscura monótona sangre (Tusquets,
Fábula, 2012, 184 pp.), novela de Sergio Olguín (Buenos Aires, 1967) ganadora
del V Premio Tusquets de Novela dictaminado, entre otros, por Jorge Edwards y
Élmer Mendoza. Una vida hecha, ordenada y exitosa no garantiza la permanencia
de la paz interior, y esto menos en un mundo en el que prácticamente no hay
minuto sin bombardeo de tentaciones.
Dividido en cinco movimientos ("La villa", "El edificio", "La fábrica", "La calle", "El cielo"), ágil,
casi podríamos decir que vertiginoso, este relato de Olguín tiene precisamente el ritmo en
el que acontece la caída de Julio Andrada: es decir, velocísimo, ritmo de lectura en una sentada. Empresario
exitoso en el presente narrativo, Andrada fue nadie en su origen, un niño
humilde, como millones, radicado en la capital argentina. La suerte quiso ponerlo
en su juventud frente al viejo Ramírez —antiguo patrón de su padre—, quien
lo arropa luego de que Julio queda huérfano; poco a poco el patrón le va viendo capacidad,
ambición, madera suficiente, y lo apoya. Ramírez muere de cáncer cuando
Andrada ya ha levantado el vuelo, y a partir de allí comienza para él una
vida llena de sostenidos logros empresariales que lo convierten en paradigma de
hombre que cuaja (casi) por sí mismo gracias al talento y el trabajo.
Para no
olvidar del todo su pasado, porque le gusta sentir que su presente de hombre
rico nada tiene que ver ya con su niñez al menos desde el punto de vista económico, Andrada llega todos los días a la fábrica,
su fábrica, luego de atravesar un puñado de barrios paupérrimos que mira con permanente asombro y lejanía. Sabe que hay
algo de peligro en esa maniobra, pues el coche permite apreciar el lujo que Andrada
ya puede pagarse, con absoluta facilidad, desde hace mucho. Pero más grande que
el riesgo es su satisfacción, el hecho de comprobar a diario, en ese recorrido
entre su departamento de hombre próspero y su empresa, que logró torcer el
destino al que estaba condenado: finalmente él y todos sus cercanos sabían que
si algo no le faltaba era dinero.
En las
primeras páginas de la novela vemos entonces el ajetreo febril de Buenos Aires,
su furor amenazante. Andrada se mueve confiado, supone que ya no hay acechanzas
para él, bicho que en aquella urbe diabólica ha logrado la total homeostasis:
tiene un negocio fuerte, dos hijos mayores a los que ama (uno de ellos, su primogénito, estudiando en EU) y una esposa con la que se aburre y de todos modos
no dejará, claro, de ser su esposa.
Como al
personaje de Mann en Muerte en Venecia,
sin embargo, le acontece la tentación del abismo en el lugar más ordinario y por ello inesperado: una especie de fonda para camioneros en la que decide comer algo casi
nomás para matar el tiempo. En la mesa de al lado escucha la conversación de unos
choferes y se entera sin querer de la prostitución en los barrios cercanos; oye
decir a los conductores que hay adolescentes de 15 o 16 años cuya precariedad y
arrojo las lleva a talonear y hacer "todo" por unos cuantos miserables pesos.
Esta módica información desata la curiosidad de Andrada, quien sin más toma
nota mental de las calles mencionadas por los choferes.
Un día,
picado por un deseo todavía amorfo pero ya acuciante, busca las calles, divisa unas jovencitas en
una esquina y frena allí su vehículo. Pronto se aproxima una chica delgada que pregunta si puede subir al coche; Andrada se lo permite y más adelante sobreviene
dentro del auto, en un paraje oscuro, el escarceo y la relación por pago. Este es el primer cráter de
la historia, y desde aquí el protagonista ya no podrá frenar. Por más que lo desee —y
no lo desea—, el imán de Daiana, la prostituta adolescente que Andrada halló en
un barrio miserable, lo atraerá hasta desbocarlo en mil peripecias, todas
inauditas, con tal de tocarla, de besar sus pequeñas tetas, de frotar su espalda de avispa, de penetrarla con
una pasión que mucho tiene de perversidad y genuino enamoramiento.
El
dinero lo ayudará a urdir un plan para apropiarse de Daiana, pero el barrio, como animal agraviado, hará presencia de múltiples maneras y no permitirá que el empresario logre
fácilmente su propósito. Daiana misma, pese a los beneficios materiales que
tiene frente a sus ojos, parece moverse en una zona ambigua: como que quiere y
no quiere aceptar las promesas redentoras de su descubridor, quien al final se verá
desafiado por una disyuntiva atroz frente a los demonios que poco a poco, desde
la villa miseria en la que nació Daiana, le irán cerrando un cerco.