Junto con la información de coyuntura he
leído en estos días, un poco por obligación y otro tanto por gusto, algunos
ensayos que me han servido para reafirmar la certeza de que el presente
convulso es consecuencia más que obvia de un pasado henchido de malos y
sistemáticos resultados en las administraciones federales. ¿En qué momento
comenzó a joderse no el Perú de Vargas Llosa sino el México de Paz?
La pregunta exige un corte temporal,
porque de no ser así terminaríamos ubicando el principio de nuestras
calamidades en la Colonia. No vayamos tan lejos, pues. Ubiquemos el proceso
galopante de deterioro a partir del primer gran hurto electoral de nuestra
historia: el 6 de julio de 1988. En ese año, como sabemos, aceleró el
apisonamiento del camino para que pasara por allí un modelo que confía
ciegamente en las bondades del mercado como eje del bienestar, la receta
estrella del Consenso de Washington.
La imposición sin tregua del decálogo
neoliberal durante treinta años ha traido consecuencias no funestas, sino
verdaderamente terroríficas. Además, con una agravante: que no son curables con
algún tónico sexenal, sino que, por ser "estructurales", requieren
una transformación económica y social casi epopéyica. Esto significa que
cualquier cambio que en el momento presente estemos atisbando sería el primer
paso, sin hipérbole, de un maratón.
Veamos. En su columna de ayer, Carlos Fernández-Vega
hace un resumen tenebroso del país que tenemos y ofrece muchos datos que nos
ponen en perspectiva: "Para el año próximo a
estrenar la oferta gubernamental es la de crecer 3.7 por ciento, ligeramente
menor a la promesa inicial para 2014. Aun así, ya reformado todo y en el lejano
caso de que esa estimación oficial se convierta en realidad, el promedio anual
de crecimiento económico durante la primera mitad del actual gobierno sería de
2.2 por ciento, es decir, lo mismo que a lo largo de las últimas tres décadas,
algo que, dicho sea de paso, desde entonces mantiene al país en la lona".
Ese nulo crecimiento, o dicho de otra manera, ese
decrecimiento económico ha corroído la vida nacional hasta arraigarse
estructuralmente, como si fuera el hueso de la realidad. Los programas sociales
(aquí los datos son pavorosos) simplemente no han paliado nada y sólo han sido
operados con un sentido residual y clienteler. En educación estamos rankeados
en sitios cada vez menos halagüeños, y el deterioro del sistema de salud ha
convertido este bien social en un sueño remoto de bienestar. Y ya para qué
seguirle.
Así como treinta años de involución no pueden ser
anulados por un discurso o una encuesta, tampoco puede serlo lo posibilidad de
salir en poco tiempo de este abismo. El primer paso, parece, ya se está dando,
pero la tarea es titánica y no sólo demandará talento y ganas. También será
necesario tiempo, mucho tiempo, tanto como el que dejamos pasar haciéndonos los
resistentes. Sacudirse la malaria, como llaman en el argot del futbol a las
malas rachas que se eternizan, no es asunto de amanecer con el pie derecho y
ya. Al contrario, hay que reconstruirlo todo y empezar, empezar en algún
momento.