La nostalgia por muchos de nuestros
juegos infantiles sobrevivirá los años que nos quedan por vivir, o en otras
palabras, morirá junto nosotros. Quiero decir, por ejemplo, que quienes
recordamos con cariño las serpientes y escaleras, la lotería, los naipes, las
canicas, el trompo y, en el caso de las mujeres, aquello de los vestiditos y la
comidita con los juegos de té, no volveremos a ver pequeños que los practiquen
con pasión, como los practicamos nosotros.
Hoy —lo sabemos porque es evidente— los
juegos que monopolizan el tiempo de los niños están en las pantallas de
televisor, computadora, tableta y celular. Por eso no pude más que sonreír
cuando en alguna ocasión supe de un proyecto por rescatar los juegos antiguos.
Pensé: ¿cambiarán los niños de hoy su xbox con mil juegos interactivos por un
cartón y un dadito para echarse unas partidas de serpientes y escaleras? Ni por
curiosidad lo harían, así que aquellos juegos ya sólo habitan el recuerdo y
sólo están esperando nuestro fin para desaparecer por completo también ellos.
Entre los juegos que igualmente han
desaparecido, y esto sí me alegra, hay algunos que practiqué en mi libérrima y
callejera niñez, y se relacionan con la cacería. No de venados u otras especies
que desde siempre ha estado reservada para los adultos, sino de insectos y
otras especies de animales pequeños. Recuerdo al menos cinco que enumero para
que quede claro que hoy me arrepiento de aquellos ocios, pues segaban muchas
vidas inocentes por mera y estúpida diversión.
Mariposas. En ciertas épocas del año cundían mariposas en la
comarca lagunera. Volaban por todos lados, pero era más fácil ver sus
desplazamientos en espacio abierto, en el campo o al menos en terrenos baldíos.
Hordas de niños —a las que me sumaba— se convertían entonces en aduana terrible
de los alados insectos. Para cazarlos era necesario contar con una rama de
árbol. La escogíamos larga y flexible, para que al quitarle las hojas quedara
como esqueleto vegetal. Cada niño traía pues su rama y todo era que pasara una
mariposa, cuyo vuelo nunca era muy alto, para que la persiguiéramos hasta
tirarla de un ramazo. La idea es que cayera sin mucho daño, con las alas
intactas, pero resultaba inevitable destrozar alguna que otra. Las mariposas
más apreciadas eran unas que llamábamos “cola de cigüeña”, cuyas hermosas alas tenían
una mezcla simétrica de amarillo y negro; le seguían los “papalotes”, como
conocíamos a las mariposas monarca que hoy son tan famosas. Al final de la
escala estaban las amarillas o verdes, más pequeñas. No recuerdo que hiciéramos
algo especial con los ejemplares obtenidos. Supongo que cazar mariposas sólo
tenía como fin cazar mariposas, no más.
Mojarras. Varias veces fui a los ríos de La Laguna, sobre todo
al momento de agua que pasaba por Raymundo, en Ciudad Lerdo. Los amigos
comprábamos hilo de pescar (que enredábamos en algún bote de jugo) y anzuelos.
Con eso podíamos pescar mojarras. Como carnada usábamos bolitas de migajón bien
apretadas, y con ese sistema elemental tuve la suerte de obtener algunas
presas. Tampoco sé para qué, pues luego de pescar no seguía la actividad de
cocinar y comer. Como en el caso de las mariposas, la pesca de mojarritas era
un fin en sí mismo.
Hormigas. La cacería de hormigas, lo digo de una vez, no tenía
ningún sentido. Era totalmente absurda. En alguna botella —de vidrio, pues en
aquellos años escaseaban las de plástico— cada quién metía tantas hormigas
como pudiera. La técnica era simple: tomar la hormiga con las yemas de los
dedos y de inmediato, antes de que picara, echarla a la botella, con rapidez de
prestidigitador. Una o dos horas después de esta práctica se lograba un
hacinamiento de espantadas hormigas en el fondo de la botella.
Palomas. Las cazábamos con la técnica del hilo, el palito y
el cajón, como lo hemos visto en innumerables caricaturas. Sí funcionaba, pero requería
paciencia. Lo más difícil de conseguir era el cajón, que debía ser
relativamente pesado, para que cayera de inmediato luego de jalar el palito con
el hilo. No recuerdo qué hacíamos con las palomas atrapadas. Supongo que
liberarlas.
Renacuajos. Tampoco sé para qué los cazábamos. Era un tonto
divertimento practicado luego de los escasos periodos lluviosos que acarician a
región. En los charcos amplios aparecían esas ranas en etapa infantil y las
cazábamos con bolsitas de plástico donde las pobres sobrevivían por poco
tiempo. Por eso digo que su captura, como las otras ya mencionadas, no tenía ningún
sentido.
Como estos son recuerdos de mi niñez, me pega
algo de nostalgia al evocarlos. Sin embargo, al mismo tiempo siento pena y malestar.
Hoy no haría nada de eso, ni siquiera matar una hormiga. Supongo, no sé, que ya
hice todo el daño contra los animales que estaba reservado en mi existencia.
Ojalá y esos juegos (y otros peores, como la tauromaquia) desaparezcan para
siempre.